‘Jesús y el Espíritu’ de James D. G. Dunn: una de las investigaciones más importantes del siglo XX
Editorial Clie, 2013. Dunn: “O hay experiencia religiosa, o sencillamente no se da una verdadera fe”
Estamos ante una muy brillante investigación que se adentra en la experiencia carismática de Jesús, para después pasar a la de sus discípulos y primeros seguidores inmediatos y, finalmente, considerar lo que el apóstol Pablo pensaba de su propia experiencia y cómo enseñó a las iglesias de su radio de influencia a este respecto
Tras su lectura la conclusión no puede ser otra que recomendar la lectura de este libro como imprescindible en el campo de la pneumatología, pero también para la compresión del nacimiento de la iglesia primitiva. Un libro de 600 páginas que no tiene desperdicio
Alfonso Pérez Ranchal
Es demasiado fácil reducir el estudio de un movimiento, cuya vitalidad original es en sí mismo evidente a una investigación de sus conexiones literarias, o a una serie de hipótesis fundadas en teorías psicológicas y sociológicas del presente… Solo cuando hayamos descubierto, en la medida en que podamos, la propia experiencia de Jesús acerca de Dios como Abba y acerca del espíritu escatológico, las experiencias de los primeros discípulos acerca de Cristo resucitado y del Espíritu de Pentecostés y sobre la participación en los sufrimientos de Cristo, solo entonces habremos empezado a apreciar la dinámica que transformó el lenguaje, las vidas y las relaciones, de tal manera que hoy tan solo podemos maravillarnos de ello. James D. G. Dunn
James Dunn es uno de los mayores eruditos del Nuevo Testamento a nivel mundial y es reconocido por muchos como el más grande experto en Pablo de Tarso. Esto se hace evidente nada más abrir uno de sus libros y comenzar a leerlo. Sin duda, es una tentación el dedicar la primera parte de esta reseña a sus muchos logros académicos y a insistir en su capacidad intelectual, pero ante un libro como el que tengo entre manos debo seguir otra línea.
“Jesús y el Espíritu” fue el libro que le valió el galardón de Licenciado en Teología Honoris Causa. La universidad que se lo otorgó fue la de Cambridge en 1976. Ante esto se comprende que la crítica teológica a nivel mundial considere este volumen como imprescindible para la comprensión de la pneumatología del Nuevo Testamento. De hecho, estamos ante una de las investigaciones más importantes del siglo XX sobre esta rama de la teología. El libro aborda la experiencia religiosa y carismática de Jesús y de sus primeros seguidores abarcando desde allí las siguientes tres décadas. Por ello, cualquier estudioso o interesado en la dimensión carismática en el cristianismo original debe tener este libro como una de sus referencias.
Es posible que al lector católico le pueda chocar la posición del autor en relación a la primacía de la experiencia del Espíritu en las comunidades cristianas primitivas en detrimento de los ministerios u oficios eclesiales, pero también al lector protestante podría sorprenderle, ya que igualmente suele creer que desde el comienzo de la Iglesia se establecieron los oficios para su organización y buen funcionamiento. Sin embargo, tal y como el autor demuestra, las iglesias helenísticas relacionadas con el apóstol Pablo no funcionaban o se dirigían de esta forma, sino que dependían de la experiencia en el Espíritu teniendo una serie de principios para que los excesos pudieran ser cortados y las diferentes experiencias ser evaluadas.
No sería hasta una segunda generación de creyentes, tras la desaparición del apóstol Pablo, que vio la necesidad de estructurar con oficios estables y reconocidos la vida de las iglesias locales en detrimento de la experiencia carismática. El cristianismo primitivo dependía del Señor resucitado y de su Espíritu, siendo todo lo demás sujetado a esto. Aquí también va unida la escasa importancia que el apóstol le concedía a los sacramentos.
Podría parecer que esta forma de entender la realidad cristiana es un auténtico coladero para que todo tipo de enseñanzas y excesos se dieran, tal y como se está viendo desde hace ya más de un siglo en movimientos pentecostales y sobre todo neopentecostales, pero el mismo apóstol colocó una serie de contrapesos, frenos y principios para identificar lo que era una experiencia genuinamente carismática proveniente de Dios. Es esta la cuestión fundamental que el presente libro pretende responder.
Estamos ante una muy brillante investigación que se adentra en la experiencia carismática de Jesús, para después pasar a la de sus discípulos y primeros seguidores inmediatos y, finalmente, considerar lo que el apóstol Pablo pensaba de su propia experiencia y cómo enseñó a las iglesias de su radio de influencia a este respecto.
Es precisamente en estas tres partes cómo se divide este volumen precedidas de una presentación y una introducción y terminando con una conclusión.
En la introducción nuestro autor considera que, o hay experiencia religiosa, o sencillamente no se da una verdadera fe. Es imprescindible que se produzca esta vivencia. Pero esto abre una serie de interrogantes: ¿qué es una experiencia religiosa? ¿Cómo reconocerla? ¿Qué características tuvo en los inicios del cristianismo? Dunn señala las dificultades que conlleva el intentar profundizar en ella y estudiarla.
Pasando a la primera parte del libro, el mismo se centra en Jesús, de su experiencia de la realidad divina en su vida. ¿Qué era para él ser inspirado por Dios? Además, ¿sirve esta experiencia sobre Dios como un modelo para los creyentes posteriores?
Para ello el autor aborda la espiritualidad del Galileo tocando en un primer momento su vida de oración, ¿qué papel le otorgaba? ¿Qué valor tuvo para él? En segundo lugar considera el sentido de filiación en Jesús, qué significaba en él el vocablo Abba. Jesús tenía conciencia de esta filiación con el Padre y fue uno de sus distintivos (p. 51). Así, sabía que poseía una especial relación con Dios, de intimidad y cercanía, sus coetáneos no usaban este vocablo para referirse a Dios. Es desde esta filiación que consideraba que era hijo de Dios, o incluso “el Hijo”, designación que merece una cauta consideración (p. 72).
Un segundo rasgo de gran relevancia es la autoridad del Galileo. Fue Käsemann quien lanzó desde aquí una nueva consideración sobre el Jesús histórico. Para él, “Jesús se sintió él mismo en una actitud capaz de supeditar con una libertad soberana y sin igual las palabras de la Ley y la autoridad de Moisés” (citado en la p. 83).
Esta conciencia de autoridad llevaba aparejada la idea de que con él irrumpía una escatología realizada en parte. Esto es algo perteneciente al Jesús histórico, tal y como el autor se encarga de demostrar con la consideración científica de textos evangélicos relacionados.
Jesús conocía que el Espíritu de Dios estaba actuando por medio de él, lo que también significaba que el Reino de Dios ya había llegado (p. 91). Era la plenitud de los tiempos mesiánicos, sus inicios, y el Maligno ya había sido vencido. “El reino escatológico de Dios se hace visible y está presente, no meramente en sus exorcismos y curaciones, sino principalmente en su predicación” (p. 109).
Finalmente, en esta primera parte del libro se considera a Jesús como taumaturgo, como hacedor de “acciones maravillosas”, algo firmemente arraigado en la tradición.
Se discute también qué tipos de milagros realizó Jesús considerados desde la medicina moderna y sus paralelos en la historia de las religiones. Dicho lo cual, hay algo de gran relevancia para diferenciar la figura de Jesús de los demás magos y taumaturgos de su tiempo: “Para él la fe era complemento necesario al ejercicio del poder de Dios, de aquí su incapacidad para realizar algún milagro en Nazaret, debido a su falta de fe (apistía, Mc 6, 6 / Mt 13, 58). La fe en el receptor es como completar el circuito para que la corriente pueda fluir. Con otras palabras, no había nada automático, nada mágico en el poder de Jesús, ni tampoco en su ejercicio o en su conciencia de él… Es esta dependencia de una respuesta, esto es, obtener la fe del pueblo, lo que distinguía a las dynámeis de Jesús de los posibles paralelos en los círculos judíos o helenísticos, donde la fe no representaba nada” (p. 131).
Otro rasgo de Jesús en este contexto es que él nunca se colocó como una persona de fe, sino que llamaba a los demás a tener fe precisamente en él, en su persona, siendo el vehículo por medio del cual el poder de Dios se manifestaba (p. 132).
El siguiente distintivo de su autoridad es su figura como maestro. Es alguien que asombraba por su forma de enseñar, la autoridad divina de la que decía ser representante y, consecuentemente, el tipo de discipulado que demandaba para aquellos que querían seguirle. No es el tipo de relación maestro-discípulo típico de la época. El discipulado rabínico consistía en aprender de la Torah en tanto que para Jesús se trataba de imitación, misión y apertura a la gracia divina.
Pero Jesús todavía era más, se presenta como profeta. Un profeta en un tiempo en donde se pensaba que la profecía ya hacía tiempo había dejado de darse, el Bautista había iniciado esta nueva era escatológica. Dicho lo cual, no era un profeta más, veía su ministerio como el cumplimiento de profecías anteriores (p. 143) y poseía el discernimiento y previsión.
¿Habló Jesús en lenguas? ¿Estaba cuerdo mentalmente o padecía de cierto tipo de paranoia y megalomanía? Por último, ¿pensó Jesús de sí mismo como que era alguien divino? Ante esto, ¿podemos hablar de la “divinidad” del Jesús histórico? Leer más…
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