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Ética del perdón

Viernes, 25 de noviembre de 2016
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el-abrazo-1976-juan-genoves-custom2No hay perdón sin misericordia, ni misericordia sin perdón y que me perdone Nietzsche, porque para él todo esto de la misericordia y el perdón, léase compasión, le suena a debilidad y a algo enfermizo, hasta el punto de que la muerte de Dios sobrevino por un exceso de compasión, ahogándose en ella. Sin embargo, Jesús de Nazaret hizo de la misericordia y el perdón la coordenada central de su programa ético-religioso. El “ojo por ojo” de la sociedad judía lo cambia radicalmente por la misericordia samaritana y por el que hay que perdonar hasta setenta veces siete (Mt. 18,21). No es el perdón una palabra al uso, escribe el papa Francisco, más bien, es una palabra que “en algunos momentos parece evaporarse… y es triste constatar cómo la experiencia del perdón en nuestra cultura se desvanece cada vez más”.

Ante el inminente final del “Año de la misericordia” propuesto por el papa Francisco me atrevo a una reflexión de un tema un tanto espinoso y desacostumbrado ya sea individual, ya sea colectiva y socialmente. El “ojo por ojo” o el “homo hominis lupus” (el ser humano es un lobo para el ser humano) y la venganza está adherido en el ADN de la persona y desde esta perspectiva podemos decir con JP. Sartre que el “infierno son los otros”. Pero el imperativo ético tanto de la religiosidad como del ser antropológico de Jesús de Nazaret debe ser un factor imprescindible en nuestro día a día, en nuestra contingencia de un ser-ahí y de un ser-con de la ontología heideggeriana. Desde el punto de vista antropológico y personal es imprescindible convivir con la misericordia y el perdón, tanto el demandar perdón como el otorgarlo en situaciones de daños, sufrimientos o perjuicios que hacemos o recibimos. No es fácil esta experiencia, pues, como decía Ortega y Gasset atendiendo a la raíz de esta palabra en alemán, implica pensar con los pies, es decir, estar bien anclado en tierra, pues “el perdón es un acto propio de personas que han llegado a una auténtica madurez, pero… que tiene sus raíces en ciertas experiencias tempranas de la vida”, afirma el psicólogo suizo J. Paige, y además “la experiencia del perdón fortalece la convicción de que no estamos de más, de que podemos ser algo, de que no simplemente somos tolerados”.

Desde esta perspectiva de la madurez humana la capacidad de perdonar y de recibir perdón, ese hacerse cargo de la ofensa o el sufrimiento infligido o recibido, debe ampliarse a nuestro camino existencial, individual y social. Nuestro ámbito social y político está escaso de perdón, y por ende de reconciliación, pues con demasiada frecuencia se actúa desde un querer imponer la propia verdad (habría que recordar el verso machadiano: “¿Tu verdad? No, la verdad y ven conmigo a buscarla”) y hasta la propia justicia, y así del adversario político o grupal se pasa al enemigo en toda regla, al ojo por ojo, y aquí el perdón y la reconciliación se convierten en la enfermiza debilidad nietzscheana. La política española, al menos de ahora, está falta de alguna dosis de perdón y de reconciliación; la convivencia social necesita un buen tratamiento vitamínico a base de perdón. Otro tanto habría que señalar en instituciones eclesiales, donde la ausencia de misericordia y de perdón es manifiestamente llamativa al referirse, sobre todo, a homosexuales, lesbianas o a la ideología de género, que se ha comparado con el nazismo, el marxismo o el ISIS yihadista. En estos días el arzobispo de Oviedo, con motivo de la beatificación de cuatro “mártires asturianos” de la guerra civil, ha arremetido despiadadamente contra la ley de Memoria histórica, un intento legal de perdón y de reconciliación; hubiera sido más acorde con ese acto entonar un mea culpa, entre otras cosas, por las implicaciones de la jerarquía católica en el golpe de Estado del general Franco, que tanto sufrimiento causó a la sociedad española, y en el apoyo incondicional a la posterior dictadura franquista.

Habría que decir que el perdón es un factor muy saludable tanto en el ámbito personal como social. Suma más que resta. El perdón hace que se recomponga el hilo umbilical por cualquier desavenencia con el otro; no hay que olvidar que, conforme a la definición aristotélica, el ser humano es un ser relacional. Y es saludable y positivo por varias razones:

Genera diálogo, es decir, cuando la palabra va fluida del uno al otro y del otro al uno sin recovecos, como una “razón con entrañas” en expresión de María Zambrano, se allana fácilmente el terreno y se facilita el encuentro, la reconciliación. El diálogo potencia la cultura del corazón, que habla desde la igualdad, desde la simetría, y no desde el fanatismo del que está convencido sin fisuras de su verdad y de sus posiciones estancas. El perdón rompe con esa estructura de incomunicación.

Hace posible la reconciliación, una vez establecido el diálogo, que no es otra cosa que, según la etimología, volver a la asamblea, a la reunión, al encuentro con el otro. Al aceptar ese encuentro se establece una relación de projimidad, como señala P. Laín Entralgo, de reconocimiento mutuo entre el yo y el otro. El abrazo viene a ser la puesta en escena del perdón. Nelson Mandela se quejaba de que su gente le tachase de cobarde por tender la mano a sus verdugos, y llevó hasta el final su reconciliación sentando a su carcelero blanco en la tribuna de honor en su investidura como presidente de Sudáfrica.

Restablece o inicia la amistad, un valor muy estimable, hasta el punto de que “sin amigos nadie querría vivir, aun cuando tuviera todos los otros bienes”, escribe Aristóteles en Ética a Nicómaco. A partir del perdón se recupera la empatía perdida, si es alguien cercano; y si es lejano, se acortan las distancias, se hace prójimo a nuestra realidad histórica. Se comparte así un nuevo caminar juntos, donde yo me hago responsable del otro y el otro se responsabiliza de mí. La amistad hace posible la solidaridad humana ante el sufrimiento tan variado como injusto.

Refuerza la “Si Dios se detuviera en la justicia, escribe el papa Francisco en la Misericordiae vultus, dejaría de ser Dios, sería como todos los hombres que invocan respeto por la ley. La justicia por sí misma no basta, y la experiencia enseña que apelando solamente a ella se corre el riesgo de destruirla”. No es fácil para las víctimas, directas o indirectas, escoger entre justicia y perdón, o perdonar cuando uno no es la víctima directa. Es lo que plantea Dostoievski en Los hermanos Karamázov en el intenso diálogo entre los hermanos Iván y Aliosha. Iván no puede entender que el “sufrimiento de los niños” sea un factor necesario en la creación divina y que tengan que “contribuir con sus sufrimientos al logro de la armonía”. Por eso Iván remata su densa y larga exposición: “¡No quiero, en fin, que la madre abrace al verdugo que ha hecho despedazar a su hijo por los perros! ¡Que no se atreva a perdonarle! Si quiere, que perdone al torturador su infinito dolor de madre; pero no tiene ningún derecho a perdonar los sufrimientos de su hijo despedazado”. A mi modo de ver el perdón refuerza la justicia, porque el verdugo, aquí en un sentido amplio, al ser perdonado reconoce el sufrimiento causado y acepta plenamente que se haga justicia. A este respecto hay que resaltar el increíble testimonio de algunas víctimas directas o indirectas de ETA y de los GAL que han perdonado a sus verdugos y éstos se hacen cargo del dolor causado. Todo esto sin esperar, como en el diálogo de los hermanos Karamázov, a que “cuando cielo y tierra se unan en un solo grito”, la madre, el niño y el verdugo “que ha hecho despedazar a su hijo por los perros” proclamen los tres con lágrimas en los ojos: “Tienes razón, Señor”. En definitiva, “si Dios se detuviera en la justicia, dejaría de ser Dios”, otro tanto ocurriría en el ser humano, que dejaría de serlo, si no perdona. De nuevo Aristóteles viene en nuestra ayuda: “Cuando los seres humanos son amigos, ninguna necesidad hay de justicia; pero, incluso siendo justos, necesitan de la amistad, y parece que los justos son los más capaces de amistad”; amistad que tiene su manantial en el perdón.

Recompone y afianza la paz. Una paz que se hace trizas por la ofensa dada o recibida. El poeta bíblico nos dice que la “justicia y la paz se besan” (Sam 84,11); si la justicia se refuerza por el perdón, otro tanto ocurre con la paz, esa “brisa malva/de armonía/; un astro luminoso/ para la senda de la esperanza/; un pan compartido/ sin hambre/… una exigencia existencial/ de la finitud y de la contingencia/” (Palabras para este tiempo).Todo ello es posible porque el perdón genera diálogo y amistad y contribuye a que las relaciones humanas sean justas, igualitarias, el verdadero humus de la paz. Aliosha inquiere a su hermano Iván: “Me has preguntado hace un momento: ¿existe en todo el mundo un ser que pueda perdonar y tenga derecho a hacerlo? Pues bien, ese ser existe, y puede perdonarlo todo, puede perdonarlo todo a todos y por todo, porque Él mismo ha dado su sangre inocente por todos y por todo”. Jesús de Nazaret ha señalado el camino y ha dado ejemplo claro y meridiano y, por eso, hizo de la misericordia y el perdón la coordenada central de su programa ético-religioso, donde los que luchan por la paz, han sido misericordioso y han perdonado, son bienaventurados, dichosos, han encontrado la felicidad.

El perdón es, en definitiva, “una fuerza que resucita a una vida nueva e infunde el valor para mirar el futuro con esperanza” (Misericordiae vultus).

Antonio Gil de Zúñiga

Atrio

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“¿Espiritualidad v. Religión?”, por Antonio Gil de Zúñiga

Domingo, 22 de febrero de 2015
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C6AEnviado a la página web de Redes Cristianas

Alguien me relató, no sé si desde su experiencia o de la de otro, que, visitando una iglesia de pueblo, se encontró allí a un niño de unos 9 años sentado en un banco de la iglesia. Después de hacer un recorrido visual por la iglesia se sentó también en un banco no lejos del niño. Allí estuvo un rato envuelto en el silencio. Tras unos minutos, entró el cura y viendo al niño, a quien debía de conocer, se dirige a él y le pregunta: “¿Qué haces aquí?”. El niño sin inmutarse le responde: “Nada”. Entonces el cura le dice: “Reza un avemaría”. El niño, obediente, reza el avemaría y se marcha.

El relato tiene un corolario inmediato: el cura (la religión) con su avemaría vocalizado interrumpe el sosiego espiritual de ese niño que, arropado por la penumbra y el silencio de la iglesia, está y vive la presencia del Misterio. Y que una vez rezado el avemaría considera que ha cumplido con su deber de orar a Dios y se marcha.

R. Panikkar nos dice que las “religiones son caminos, o mejor, proyectos de caminos para la plenitud humana”; o lo que es lo mismo, potenciar en el creyente, desde su libertad, la espiritualidad, es decir, la experiencia personal de sentir a Dios dentro de sí, para que se realice lo que bellamente escribía S. Bernardo: “A mayor interioridad, mayor dulzura”.

Pero las religiones, al menos la cristiana y las otras del Libro (la judía y el islam), a mi modo de ver, están lejos de ser proyectos de caminos para la plenitud humana, no porque en ellas se dé aquel dicho universitario, “quod natura non dat, Salmantica non praestat”; todo lo contrario, las enseñanzas y la vida de Jesús de Nazaret son factores vivenciales extraordinarios y vigorosos para alimentar una espiritualidad en plenitud. Pero nuestra religión cristiana se ha estructurado en torno a tres ejes cartesianos: el sacerdote, la norma y el rito. Y a lo largo de la historia más que ser creadores y potenciadores de espiritualidad en plenitud se han caracterizado por todo lo contrario: asfixiar la vida espiritual de los creyentes. Valga como ejemplo, aquel movimiento eclesial de espiritualidad intensa protagonizado por las beguinas, que se frustró desde la institución clerical y terminó llevando a la hoguera a algunas de sus protagonistas. A estas mujeres no se les permitió personalizar su fe con libertad y así poder experimentar el Misterio

Una religión que se nucleariza en torno a la norma y al rito, teniendo como centinela escrupuloso al sacerdote, no puede ser “proyecto de caminos para la plenitud humana”. La norma lleva a la condena, a la prohibición, al anatema. Nuestros obispos en el concilio Vaticano II se quedaron con el pie traspuesto, pues no entendían que un concilio no condenara a alguien o a alguna doctrina. En este sentido es lamentable la actuación, en sesión conciliar, del entonces obispo de Canarias quien apostrofando sobre los presentes en el hemiciclo conciliar les espetó: “¡Ojalá se derrumbe sobre nosotros la cúpula de S. Pedro, si se llega a aprobar el Decreto sobre Libertad religiosa”. No es de extrañar que Nietzsche considerara al cristianismo y a los cristianos como “agobiados de convicciones

Cuando Max Weber nos habla de dos tipos de religión: la profética y la mística, la religión cristina se sitúa históricamente más en el territorio profético que en el místico; pero es preciso señalar que con más frecuencia de la deseada se escora al lado más perverso, como es el de concretar en normas y ritos el anuncio de la promesa y del kairós de la plenitud humana. De ahí hay un paso a presentarnos a Dios como un Ser omnipotente y todopoderoso (judaísmo y cristianismo) o Alá es grande (el islam). Y entonces el fundamentalismo está a la vuelta de la esquina. La experiencia histórica de ello es dolorosa, como la recientemente vivida en Francia con el semanario de humor Charlie Hebdo. Llama poderosamente la atención que aún en nuestros días se rece o cante en la liturgia de las horas (1ª semana) el salmo 149, donde el poeta bíblico invita a que se alabe el nombre de Yavé con danzas y que los piadosos se regocijen con “vítores a Dios en sus gargantas”, teniendo en “sus manos la espada de dos filos, para tomar venganza de las gentes y castigar a los pueblos”.

La religión cristiana lleva en sus entrañas lo verdaderamente profético y lo verdaderamente místico, como para que el creyente (cualquier ser humano), despojado de todas las connotaciones del templo, que nos lleva al sacerdote, a la norma y al rito, desarrolle en su interior el deseo óntico de sentir a Dios en su interior, de vivir en su presencia, ya que, como dice J.P. Sartre, “ser hombre significa ser Dios”; o la experiencia profundamente espiritual del poeta bíblico (Salm. 27,8): “Oigo en mi corazón: “Buscad mi rostro”. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro”.

La vivencia de la presencia del Misterio, que es el núcleo de la espiritualidad, tiene su origen, como he referido antes, en el anhelo óntico de cualquier hombre y mujer, que, como bien escribió Platón, el deseo es hijo de la indigencia, de la penuria. De ahí ese hambre de espiritualidad, que nos remite a la nostalgia de nuestro origen contingente y, por ende, al deseo de plenitud.

Ahora bien, si, como nos indica J. Habermas, “el pensamiento que no se decapita a sí mismo acaba desembocando en la Trascendencia”, la vivencia en nuestro interior de la presencia del Misterio, de la Deidad, que es lo que constituye la espiritualidad, ha de llevar a cabo una profunda y vigorosa transformación en el interior del ser humano. Es lo que JL Aranguren llama el para qué de la mística. La verdadera espiritualidad radica en estos dos rasgos inseparables: sentir, de una parte, el silencio del Misterio en lo profundo de uno mismo, hasta el punto de que, como nos trasmite Unamuno, “sólo perdido en Ti, es como me encuentro/… pues eres Tú más yo que soy yo mismo”; y, de otra, mirar alrededor, a la realidad circundante; hacerse “cargo misericordiosamente de la realidad”, como nos aconseja I. Ellacuría, mediante el compromiso personal, que conlleva una transformación liberadora de esa realidad histórica.

La espiritualidad, sea dentro o fuera de una religión, ha de vivenciar al unísono el Tú trascendente y el tú del otro. El Tú trascendente, como “huella de una ausencia, que sólo a través de ella se hace presencia”, según J. Martín Velasco, ha de vivenciarse desde el silencio, desde el mirar hacia dentro. El silencio de lo trascendente sólo se puede captar desde el silencio. Verdaderamente uno vive esta espiritualidad si experimenta un profundo cambio tanto en su ser como en su obrar, pues lo “importante, advierte Ibn Hazim, no es lo que una persona dice de su fe, sino lo que esa fe hace en esa persona”

Febrero 2015

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