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El enigma del fundamentalismo religioso

Miércoles, 6 de abril de 2016
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monoteistass“Hay que volver a los fundamentos pero sin rigidez”

“Los credos monoteístas se deslizan hacia convicciones absolutas”

“No hay que negar la historia sino aproximarse a ella de forma abierta”

(Manuel Fraijó, El País).- El fundamentalismo petrifica la Biblia y la convierte en autoridad absoluta”. Así se expresa, pensando en el cristianismo, el teólogo J. Moltmann. Identifica de esta forma una de las tentaciones de las religiones monoteístas: su fe puede, con relativa facilidad, deslizarse hacia convicciones absolutas. Intentemos una mínima clarificación.

Desde luego, nadie reprochará a las religiones que retornen una y otra vez a sus fundamentos. Sus fundadores y el credo al que ellos dieron lugar no puede ser un me- ro punto de partida que caiga en el olvido. Los orígenes no se marginan impunemen- te. Las religiones, como las personas y los pueblos, tienen grandes obligaciones con- traídas con el recuerdo; sin él se perece. “Qué sea el hombre”, escribió el filósofo W. Dilthey, “solo se lo dice su historia“.

Es necesario, pues, que las religiones siempre vuelvan -sobre todo en tiempos convulsos- a su primera hora, a sus fundadores, a sus libros sagrados en busca de la anhelada identidad. Pero la identidad no es algo cerrado ni enlatado que se acumule solo en los inicios y condene a los nacidos después a ser meros repetidores. El momento fundacional no agota las posibilidades de configuración de los proyectos religiosos. El tiempo añadido, la tradición, los siglos transcurridos ayudan a perfilar la intuición originaria.

Esos pasos intermedios reclaman también vigencia y cierta normatividad. Es más: se impone incluso una consideración amable del momento presente. Las religiones son comunidades narrativas de acogida que ayudan a vivir y morir digna y esperanzadamente. Cuando una religión margina alguno de estos tres estadios -los orígenes, la tradición y el momento presente- y se aferra a que el velo se rasgó por completo en los mitificados momentos iniciales surge el fundamentalismo. Su pecado no se localiza, pues, en la búsqueda de fundamento; es humana y necesaria, sin ella se camina a la deriva. El fundamentalismo se hace fuerte cuando las religiones, además de afirmar legítimamente su trascendencia, niegan, ya sin legitimidad para ello, su contingencia histórica y las heridas que el paso del tiempo ocasiona. La negación de la historia es una invitación solemne al fundamentalismo.

El peligro fundamentalista afecta a múltiples ámbitos de nuestras sociedades. Sin embargo, resulta extraño que esté tan presente en las religiones, sobre todo en las monoteístas. Y es que, en palabras del teólogo W. Pannenberg, “el fundamentalista es el hombre de la cosa segura”. Pero ¿qué es lo seguro en las religiones? ¿No es la fe confiada, sin certezas ni evidencias, su seña de identidad? El mundo al que se aso- man los creyentes es tan misterioso, tan tremendo y fascinante, que debería resistirse a la chata objetivación fundamentalista. La experiencia religiosa se forja en contac- to con símbolos, mitos, ritos y leyendas.

Se podría afirmar, con P. Ricoeur, que es “el reino de lo inexacto”. ¿Cómo se puede ser fundamentalista en un escenario tan resbaladizo, en un universo tan cargado de misterio e incertidumbre? Más bien parece que la persona religiosa debería estar familiarizada con el espesor de lo inefable, con los muchos nombres y rostros de lo divino. Todas las religiones saldrían ganan- do si incluyesen en su biblia pequeña el verso de José Ángel Valente: “Murió, es decir, supo la verdad”. Pero hasta entonces, hasta que no doblemos la última curva del camino, la verdad será una criatura huidi- za, especialmente para el fundamentalista.

El filósofo H. Bergson abordó estos interrogantes distinguiendo dos clases de religión: la estática y la dinámica. La primera se agota en la búsqueda de seguridades. Su problema es el miedo, que intenta esquivar acumulando certezas doctrinales y pautas inmutables de conducta que defiende con ira, intransigencia y fanatismo. En definiti- va, la religión estática rechaza las fatigas de la duda y el ejercicio de la razón crítica.

En cambio, la religión dinámica está fa-miliarizada con las preguntas que “el terror de la historia” (M. Eliade) suscita. Sabe que preguntar es ser piadoso. De ahí que, según Bergson, la religión dinámica culmine en la mística. “Superhombres sin orgullo” llama a los místicos, cuya cima son para él san Juan de la Cruz y santa Teresa de Jesús. No puede extrañar que este gran europeo muriera (1941) pidiendo “un suplemento de alma” para un mundo en el que ya se vislumbraba que la mecánica estaba ganando la partida a la mística.

Destacados conocedores de la historia de las religiones monoteístas señalan dos ámbitos especialmente sensibles al fundamentalismo. En primer lugar, la comprensión e interpretación de sus textos sagrados. Casi tres siglos lleva el cristianismo a vueltas con la exégesis de su Biblia. La aplicación del método histórico-crítico a los textos bíblicos no ha supuesto su debilitamiento, sino una mayor fortaleza. Algo parecido se espera de la incipiente exégesis crítica del Corán. El libro sagrado de los musulmanes determina rígidamente todos los aspectos de su vida religiosa y social. Según el islam, el Corán fue dictado íntegramente al Profeta Mahoma por un ángel en el cielo. Tal vez esta procedencia divina tan directa esté en el origen del temor a someter el Corán a los rigores de la exégesis histórico-crítica. Un temor que no es unánime: existe un islam fundamental que empieza a asomarse a la exégesis crítica del Corán; menos propenso a esta tarea es el islam fundamentalista, siempre volcado en la interpretación literal del texto sagrado; y ajeno a las fatigas de la interpretación histórico-crítica es el fundamentalismo islámico, de triste actualidad por los fines bastardos con los que lee y aplica determinados pasajes del Corán. No existe, pues, un único islam, como tampoco existe un solo cristianismo o un único judaísmo. Sería injusto no diferenciar cuidadosamente.

En segundo y último lugar: a todas las religiones les cuesta separar lo sagrado de lo profano. Muchos musulmanes defienden que, por el honor de Alá, no debería haber zonas francas seculares. Sin embargo, los estudiosos del islam están convencidos de que en algunos países musulmanes el islam está evolucionando y terminará percatándose, como le ocurrió al cristianismo, de que en la vida no todo es religión.

Al comienzo de este siglo, profetas de mal agüero aseguraron que el siglo XXI sería “el siglo de Jesús contra Mahoma”. Es de esperar que aún estemos a tiempo de evitarlo. Y el mejor camino es el de la aproximación mutua, serena y reflexiva, más atenta a lo que une que a lo que separa. En su viaje a Centroáfrica el papa Francisco acudió a una gran mezquita musulmana a orar. En realidad, así fue al principio.

Las crónicas narran que, tras cuatro meses de asedio, el califa Omar (632) conquistó Jerusalén sin ningún género de violencia. Entró como un peregrino, a lomos de un camello y vistiendo un manto usado. A la hora de la oración, el patriarca de Jeru- salén, Sofronio, le ofreció su iglesia para que rezase en ella; pero Omar declinó la invitación con estas o parecidas palabras: mejor no, no sea que el día de mañana, después de mi muerte, algún musulmán te la arrebate diciendo: “Aquí oró Omar”. Un comienzo de diálogo prometedor.

Manuel Fraijó es catedrático emérito de la Facultad de Filosofía de la UNED.

Budismo, Cristianismo (Iglesias), Espiritualidad, General, Hinduísmo, Islam, Judaísmo , , , , , , , , , , , , ,

“El Evangelio en España”, por José María Castillo, teólogo.

Viernes, 9 de mayo de 2014
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analisis_ninos3De su blog Tología sin censura:

¿Sigue siendo España un país cristiano? Si nos atenemos a lo que dice la vigente Constitución Española (art. 16, 3), la Iglesia Católica merece un tratamiento preferencial sobre las demás confesiones religiosas. Un tratamiento de privilegio con el que muchos ciudadanos nos estamos de acuerdo. Porque, entre otras razones, resulta cada día más problemático afirmar tranquilamente que España es un país mayoritariamente católico.

Y conste que, al decir esto, no me fijo en el creciente descenso de las prácticas religiosas. Lo que más me motiva para afirmar que España no es ya un país católico, ni cristiano, es la abrumadora corrupción que ha invadido el tejido social de nuestro país. En España somos legión los corruptos. En unos casos, por los escándalos de los que nos enteramos cada día. Y en otras muchas (muchísima) ocasiones, por el silencio, la pasividad y la consiguiente complicidad de quienes sabemos lo que está ocurriendo y nos callamos ante tanta desvergüenza. En España, ahora mismo, si no robas, por lo menos no te compliques la vida.

Esta convicción es más frecuente de lo que imaginamos. Los “corruptos directos” han hecho sus fabulosos negocios con la indispensable ayuda que han recibido de los “corruptos indirectos”, los chupones de turno en cada caso, los que también han sacado tajada del mutismo desvergonzado que ha sido el arma más eficaz que han tenido los grandes sinvergüenzas de guante blanco, los que están en los puestos más altos del ranking mundial de la riqueza, es decir, de la desvergüenza. En un mundo donde hay más de mil millones de seres humanos abocados a morir de hambre pronto, acumular las fortunas que se han acumulado – y se siguen acumulando – es desvergüenza pura y dura.

Pero todo esto no es nada más que la introducción de lo que intento explicar a continuación. Vuelve mi pregunta: ¿Sigue siendo España un país cristiano? Si planteo esta pregunta, no es por el hecho de que cada día sea menor el número de personas que van a misa o reciben los sacramentos. Lo que define a un cristiano no es la práctica ritual de la Religión, sino el hecho de llevar una vida de acuerdo con el Evangelio. Ahora bien, se ha dicho con toda razón que la “obra maestra” (“chef-d’oeuvre”) del Evangelio (S. Légasse, L. J. Frahier) es la “descripción del juicio” (K. Berger) que hace el evangelio de Mateo al final de su vida, antes de la pasión (Mt 25, 31-46). Ahí describe Jesús lo que será y cómo será el juicio último y definitivo de las naciones. Como ha explicado muy bien Ulrich Luz, al decir el Evangelio que así será el juicio de “todos los pueblos” (Mt 25, 32), en definitiva, lo que está afirmando, ante todo, es que en eso va a consistir el juicio que Dios hará de la historia. Más aún, la descripción de este juicio es tan fuerte, que en ella se nos viene a decir que lo que a Dios le interesa y le importa no es la observancia de la Religión, sino la bondad con todos los que sufren. Y es que, como bien dijo K. Kitamori, “Dios se hace inmanente en la realidad histórica”.

Concretando más. La realidad histórica que, según Jesús, le interesa a Dios es la dura realidad que viven quienes peor lo pasan en la vida. Por eso insisto en mi pregunta: ¿Sigue siendo España un país cristiano? A juicio del Evangelio, cristiano es el que se preocupa y se esmera por los que peor viven, por los que pasan hambre, por los enfermos, por los inmigrantes, por los que se ven solos y desamparados. Esa preocupación y ese esmero es lo que define al cristiano. No es el templo, ni la misa, ni la peregrinación, ni la cofradía. Que no. Que no es nada de eso. Solamente la bondad es digna de fe. Por eso, cuando el Señor de la Gloria nos diga a tantos españoles: “fuí forastero y me acogisteis” (Mt 25, 35), ¿qué le vamos a responder? ¿qué escapatoria van a tener los que han levantado las vallas con las concertinas cortantes? Y cuando el mismo Señor nos diga: “estuve enfermo y me visitasteis” (Mt 25, 36), que van a responder los que han privatizado la sanidad, han impuesto el copago de las medicinas, han reducido los consultorios y así sucesivamente?

El fondo de la cuestión está en algo que no nos entra en la cabeza. Lo ha dicho muy bien J. Moltmann: “Los más pequeños pueden decirnos dónde está la Iglesia”. Sí, que lo digan. Vamos a dejarles hablar. Que digan los más desamparados si la Iglesia está en muchos de los que decimos que somos los entendidos teólogos de la Iglesia. Que digan si está en los que han jurado sus cargos poniendo la mano sobre un libro (la Biblia) que prohíbe jurar (Mt 5, 34-37). Que digan los obispos que viven en palacios, si los pobres, los lisiados y los pecadores encuentran en esos palacios la casa en la que siempre hay acogida o cobijo. Vamos ya a quitarnos la careta. Y digamos, con decisión y honestidad, si un país en el que se está haciendo enorme la desigualdad entre ricos y pobres, semejante país puede ser cristiano. Entonces, ¿a qué vienen los “Acuerdos con la Santa Sede?” Que se acaben ya los privilegios, de los que muchos sacamos ventaja, y vamos a vivir de acuerdo con el Evangelio.

Llevo años dándole vueltas a todo esto en mi cabeza. Y cada día veo más claro que el Evangelio no es un libro de Religión. Porque es un libro en el que el protagonista entró en conflicto con la Religión hasta el extremo de que los responsables del Templo (sacerdotes y maestros de la Ley) vieron que tenían que matar al personaje central del Evangelio. No. El Evangelio es un proyecto de vida. Un proyecto que tiene como finalidad humanizarnos, para que superemos la brutal inhumanidad que nos rompe a cada uno. Y rompe las relaciones de cada uno con los demás. Así, ¿qué Iglesia y que Cristianismo vamos a construir? Es más, ¿cómo tenemos cara para seguir diciendo que España es tan católica que merece una distinción y unos privilegios que se justifican nada menos que por nuestra Constitución? Ya está bien de engañarnos a nosotros mismos. Y, lo que es peor, pretender a toda costa engañar a medio mundo.

Espiritualidad, General, Iglesia Católica , , , , , , , , , , ,

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