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Intercesión es compromiso.

Miércoles, 5 de septiembre de 2018
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Practicamos con una gran frecuencia la intercesión; oramos por nuestros padres, por aquellos que nos aman. Sin embargo, nuestra intercesión se limita, con excesiva frecuencia, a una llamada dirigida a Dios, aunque se trate de una llamada afligida y sincera: «¡Mira, Señor!», «¡Señor, ten piedad!», «¡Señor, ayúdanos! ¡Ven en ayuda de los que están necesitados!» […]. Lo que hacemos es una especie de recordatorio, dirigido a Dios, de lo que sigue siendo imperfecto en este mundo. Pero ¿cuántas veces estamos dispuestos a hablar como hace Isaías cuando oye preguntar a Dios: «¿A quién enviaré?» (Is 6,8)? ¿Cuántas veces estamos dispuestos a levantarnos y a decir: «Aquí estoy, Señor, envíame»? Sólo de este modo puede convertirse nuestra intercesión en lo que es por naturaleza.

Interceder no quiere decir hablar al Señor en favor de aquellos que se encuentran en necesidad; significa dar un paso, un paso que nos lleva al corazón mismo de una situación, que nos leva allí de una manera definitiva y hace que no podamos echarnos atrás de ninguna manera, porque ahora nos hemos entregado y pertenecemos a esta situación. En una situación de máxima tensión, el corazón es el punto donde el choque se vuelve más violento y el tormento más cruel: ahí es donde se sitúa el acto de intercesión. Todo compromiso que se vuelve intercesión implica una solidaridad de la que ya no queremos prescindir.

Esta solidaridad la encontramos en Dios: él se compromete en el mismo instante en que nos llama con su Palabra a la existencia, sabiendo que le abandonaremos, que le perderemos y que será él quien deba encontrarnos de nuevo no allí donde él está, sino allí donde nos encontremos nosotros, con todo lo que eso implica.

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de una conferencia del metropolita A. Bloom,
citado en E. Bianchi [ed.], Letture per ogni giorno, Leumann 1980, pp. 412ss.

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¿A quién oramos? III – (La necia intercesión)

Sábado, 11 de agosto de 2018
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41403251510_801a7de553_nDel blog de Jairo del Agua:

(Esta parte es muy muy importante. No he podido cortarla y me ha salido muy larga. Podéis leer por separado cada apartado con provecho. Perdonadme.)

Quien intercede pretende recordar a Dios “sus deberes” o que un enchufado se los recuerde. Es decir, pretende instruir a Dios y se muestra más misericordioso que Él, puesto que el “intercesor” SÍ se acuerda de hacer misericordia.

El “intercesor” se considera bueno y misericordioso (y seguramente lo es). Pero con su oración manifiesta que el Dios al que reza ya no es tan bueno y misericordioso, puesto que necesita que alguien le empuje a hacer misericordia. Considera que uno o más intermediarios aduladores le convencerán.

Esto ya sería suficiente para calificar de “necia” tal práctica. Aquí podría dar por terminado este escrito. Pero insistiré un poco más por si quiebro la terquedad de la rutina en alguna conciencia.

Cuando oigo hablar de intercesión, me chirrían todos los goznes. “Interceder”, en nuestra preciosa lengua española, significa “hablar en favor de otro para conseguirle un bien o librarlo de un mal”.

1. La intercesión por alguien vivo

Cuando intercedemos por una persona nos comportamos como si Dios fuese un potentado, que no conoce a nuestro colega, y “se lo recomendamos” para que le haga algún favor. Estamos rebajando a Dios a la estatura de un “poderoso hombrecillo” y a nuestro amigo a la condición de “desconocido” en vez de “hijo”.

¡Qué dos errores tan enormes! Si estuviéramos seguros de que Dios es Padre, que nos conoce y cuida uno a uno (“hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados” – Lc 12,7), que se vuelca permanentemente por mí y por el otro, nos daría vergüenza recomendar a alguien a su propio Padre.

Por eso la oración de intercesión me parece un disparate promocionado desde arriba (como tantas otras bárbaras antiguallas). Es una necedad de puro necio (“ignorante y que no sabe lo que podía o debía saber; falto de inteligencia o de razón; terco y porfiado en lo que hace o dice” RAE). Y no me da rubor alguno gritarlo a los cuatro vientos. Cuando se trata de orar por alguien, a lo más que llego es a musitar:“Señor QUIERO acogerle, amarle y apoyarle como Tú lo haces”.

2. La intercesión de la Virgen y los Santos

Tampoco es real ni posible la intercesión de los Santos o de la santa Madre. No necesitamos intermediarios, recomendaciones, ni enchufes. (Aquí algunos me mandarán a hacer puñetas, pero les animo a seguir leyendo, salvo que sus “ideológicos y gregarios prejuicios” les hayan cegado).

Dios nos quiere más que todos ellos juntos porque su amor es infinito y el de ellos finito. No necesita que nadie se lo recuerde tirándole de la manga.

La gran ayuda de los Santos y de la Madre es su ejemplo. Son las montañas del horizonte que nos ayudan a orientarnos, los indicadores que jalonan y animan nuestro camino. A veces necesitamos besar el indicador agradecidos, incluso descansar a su sombra, pero es de necios agarrarse al indicador y dejar de caminar. Tan necio como intentar beber del cartel que te señala la Fuente. Tan necio como confundir al lazarillo con la Luz.

3. El origen de la intercesión

El origen de la intercesión me parece verlo -un caso más- en las adherencias judías del cristianismo y especialmente en el principio de expiación: “La Justicia siempre exige reparación”. O expías tú o expía otro por ti. O ruegas tú o ruega otro por ti. Hay que saturar al Poderoso con méritos, reparaciones y súplicas para conseguir borrar su enfado y que nos sea propicio.

No hemos asimilado el rostro del Padre revelado por Cristo. No le hemos hecho ningún caso: “a vino nuevo, odres nuevos” (Mt 9,17), por eso hay tanto Evangelio vertido por el suelo.

Nos mantenemos atados al temor, a la medida, al “diente por diente”. No nos hemos abierto al Dios Amor, al Dios Padre y Madre que nos busca insistentemente. Todavía pensamos que hay que enviarle poderosos emisarios, personalidades influyentes, repetidas solicitudes, para doblar su brazo y obtener su favor.

4. La intercesión a la inversa es la buena

Yo entiendo la intercesión a la inversa. Es el Padre el que nos llama, el que nos envía mensajeros y lazarillos que nos despierten y orienten.

Nuestra Madre, los Santos y cuantos nos quieren bien interceden ante nosotros con su ejemplo y sus palabras. Cuando nos acercamos a ellos nos gritan por dónde se regresa al Padre, nos convencen de la certeza de su amor. Nos repiten: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2,5), por ahí se llega.

El favor de Dios está garantizado. No es necesario que nadie le empuje para que salga a buscarnos. Él siempre nos espera en el camino con los brazos abiertos y la mesa puesta. No lo digo yo -mero copista- lo afirma el Evangelio.

Nuestro Dios, el de Jesús de Nazaret, el de la “parábola del hijo pródigo” (Lc 15,20), no necesita intercesores. ¿Lo creeremos algún día? ¿O seguiremos creyendo a los curas antes que al Señor? Él mismo en su despedida nos lo dejó bien claro: “Yo no os voy a decir que rezaré por vosotros al Padre, porque el mismo Padre os ama, ya que vosotros me habéis amado y habéis creído que yo salí de Dios” (Jn 16,26).

5. La intercesión por los difuntos

¿Y la intercesión por los difuntos? Un disparate aún peor porque, además, lo han convertido en negocio.

¿Es decente decirle a Dios que recuerde? ¡Pero qué desmemoriado es ese ídolo, al que rezan los rutinarios, empujados por una liturgia indecente!

¿Y no es ofender a Dios el ponerle “deberes”? Menos mal que Él no se ofende por nada. ¿Será que los difuntos caen en la nada o en un fuego terrible y somos nosotros quienes tenemos que salvarlos?

Cuando alguien muere salta a los brazos de la infinita Misericordia. Ya no podemos hacer nada por ellos, traspasaron nuestras fronteras. Hay que socorrer y ayudar a los “vivos” y no a los “muertos”. Acoger, consolar, acompañar, abrazar y ayudar a los que se quedan huérfanos, viudos, solos, doloridos por la ausencia del que se fue. Esa es nuestra misión cristiana. Nunca decirle a Dios que sea misericordioso. ¿Podrá olvidar cuál es su esencia?

Y si recordamos a nuestros muertos que sea para no olvidar su ejemplo y su sabiduría, perdonando sus errores. Eso es lo cristiano. Y jamás PAGAR por las oraciones de nadie. Eso es un grave pecado que se llama “simonía”.

Si Jesús apareciese de nuevo iba a correr con un vergajo a los “guías ciegos” que han montado un negocio con los muertos. “In illo tempore” negociaban en las afueras del templo con palomas y corderos (“no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio” Jn 2,16). Nuestros contemporáneos lo han superado: Han metido el negocio en el templo y en el mismísimo altar. ¡Pobre Pueblo de Dios, cegado y sometido por unos “guías ciegos” absolutistas y embriagados de sí mismo!

“Guardaos de los maestros de la ley, a los que les gusta llevar vestidos ostentosos, ser saludados en las plazas, ocupar los primeros puestos en las sinagogas y que devoran los bienes de las viudas mientras aparentan hacer largas oraciones” (Lc 20,46).

Insistiré una vez más: Nuestro Dios no necesita mediadores, ni influencias, ni expiaciones, ni holocaustos, ni sacrificios, ni pagos para rescatar a los muertos. Somos nosotros los que necesitamos despertar de nuestra inconsciencia, de nuestro aletargado sueño, de nuestro complejo de esclavos.

Nuestro Dios es un Torrente, una Catarata infinita, la Atmósfera que nos da vida. Vivimos por Él, con Él y en Él, llamados por nuestro nombre, deseados, esperados, amados y abrazados… Nuestra tragedia es que no lo creemos, ni nos enseñan a creerlo. Huimos, vivimos escondidos como miserables cuando somos herederos enormemente ricos. Es realmente una tragedia, una enorme tragedia de la que podemos y debemos salir.

6. Abandonar la necia intercesión

Por tanto, ni intercesión, ni intercesores. Desde que lo he descubierto, mi relación con la Madre y los Santos es más cercana, más fluida, más amorosa. Ya no les pido, ni siquiera les hablo, les escucho y con ellos adoro: “Glorifica mi alma al Señor y salta de júbilo…” (Lc 1,46).

Ya no intento influir EN ellos, me dejo influir POR ellos. Me he dado cuenta que la oración no consiste en “pedir” sino en “abrir” a quien está deseando entrar.

Cuando se trata de orar por otro ya no “intercedo” -pretensión fatua- sino que me dejo empapar de fraternidad, amor, ayuda… hacia esa persona o grupo. Ahora sé que “el mismo Padre los ama”, no necesitan influencias.

Cuando “vivo” el amor a una persona y se lo cuento al Señor, no consigo nada especial del Cielo. Solo consigo que mi amor se ensanche, crezca y se oriente a esa persona concreta.

Si esa persona está presente en mi vida, sin duda notará mi amor en múltiples detalles (trato, sonrisa, apertura, paz, escucha, apoyo, luces, etc.). ¡Mi oración ha sido eficaz! ¡He ayudado al otro!

Si esa persona está ausente, la fuerza de mi amor le llegará secretamente. Las vivencias espirituales se transmiten a más velocidad que la luz. Si la telepatía -por ejemplo- está demostrada, ¿cómo no creer en las energías espirituales?

Cuentan que las lágrimas de santa Mónica conmovieron a Dios y le concedió la conversión de su hijo Agustín. ¡Totalmente falso! Fue el amor y la insistencia de una madre lo que movió al hijo a abrirse al Dios que su madre reflejaba. Y, ya se sabe, en cuanto Él encuentra un resquicio… nos inunda.

Disparata quien afirma que “arranca” favores a Dios. Nada hay que arrancar, lo tenemos todo pre-concedido porque Él está pirrado por nosotros. Somos nosotros los que tenemos que “arrancarnos” de nuestra necedad e indolencia para caer en sus brazos.

Pretender “transformar” o “conmover” a Dios para que nos sea favorable es un tremendo error y una infantil idolatría. Somos nosotros los que debemos transformarnos en “su imagen y semejanza” (nuestra identidad profunda) y conmovernos ante el bien que evitamos y el mal que promovemos o no frenamos.

La verdadera oración se nota en esta sencilla ecuación: oración = transformación. Cuando decididamente busco que el bien me inunde, estoy creciendo yo y llamando al corazón del otro. Si abre, mi oración será eficaz también para él.

Cuando la oración hace crecer el bien en mí, redunda en el retroceso del mal en el otro. Cuando ambos nos sumergimos en el Bien, la oración nos convierte en racimo que madura al Sol. Es la “comunión de los santos”, “vencer el mal con abundancia de bien” (Rom 12,21).

La oración por otro no es un triangulo: YO suplico al CIELO para que ayude al OTRO. Más bien es una conexión horizontal entre YO y el OTRO. Se parece a ese infantil juego del agua en el que cargamos nuestros globos o juguetes en el mar y nos empapamos con algazara el uno al otro . El frescor y la caricia del agua nos empuja a sumergimos con alegría en el inmenso Mar cercano, siempre abierto y disponible.

La oración -toda clase de oración- o es transformante o no es NADA. Por eso es esencial preguntarse:

– ¿A quién estoy orando? ¿Con quién conecto?
– ¿Con el lejano “ídolo cicatero” al que pretendo arrancar algún favor?
– ¿O con el Dios Torrente cuyo amor gratuito se está volcando permanentemente sobre mí?

7. La buena intención del Pueblo

Alguna vez me ha interpelado alguien y me ha dicho: Eres un bruto hablando y escribiendo estas cosas. No tienes en cuenta la “buena intención” de los sencillos fieles.

A lo que suelo contestar: ¿Y dónde está la erudita buena intención de los “sabios y entendidos” que guían al Pueblo? ¿Es que son más tontos que yo? A esto ya no me suelen responder.

Pero lo más grave no es eso. Lo gravísimo es que la “buena intención” NO basta, de ninguna manera basta. Es básico identificar a quién oras, a qué Dios te estás dirigiendo. ¿Al Abba de Jesús o a ídolos varios?

Con “buena intención” rezaban y sacrificaban a los dioses del Olimpo. Con “buena intención” adoraban al sol muchos terrícolas. Con “buena intención” se sacrificaban vírgenes y niños en distintos pueblos y épocas. Con “buena intención” quemaban los inquisidores a seres humanos. Y hoy mismo, con “buena intención” se practica el terrorismo religioso…

Y, sobre todo, lo más importante para los cristianos:

Con un celo exquisito y “buenísima intención” crucificaron al Señor unos guías religiosos totalmente legales y ortodoxos. Pero los cristianos judíos se lo atribuyeron (y seguimos atribuyendo hoy con nuestros “guías ciegos”) a la “expresa voluntad del Padre”… ¡Qué disparate!

Hoy mismo los guías de nuestra Iglesia con “buenísima intención” -no me cabe duda- conducen al Pueblo por oscuras cañadas.

Con prepotencia porque no escuchan a los fieles laicos, con absolutismo porque imponen sus “verdades erradas” (a la luz de una mínima inteligencia), con pertinacia y rutina porque no hay visos de que quieran cambiar.

¿Ante esto qué debo hacer YO con mi “buena intención” de mínimo fiel laico?

¿Seguir a los crucificadores o al Crucificado?

“Se cumple en ellos la profecía de Isaías: Porque el corazón de este pueblo se ha vuelto insensible; se les han embotado los oídos, y se les han cerrado los ojos. De lo contrario, verían con los ojos, y oirían con los oídos, entenderían con el corazón y se convertirían, y yo los sanaría” (Mt 13,15 – Is 6,9).

La buena intención NO basta. De ninguna manera basta.

Hay que VER y OÍR. Seguir al Espíritu Santo que te empuja desde dentro con inteligencia y libertad. No somos esclavos, sino “hijos de Dios”, incluso frente a nuestros Jerarcas religiosos.

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