Hacia la herencia inagotable
ECLESALIA, 27/04/16.- uando palpa uno su perdición y recapacita sobre ella, aún tiene un último recurso de salvación eterna: la esperanza en Dios acogedor (Lc 15,16-20 y 23,39-43). Parece que sería sensato alimentar esa esperanza a lo largo de la vida, aunque sólo fuere “la del por si acaso” (Ver mi escrito “Insospechable Magnitud de la Respuesta Divina”), procediendo en el día a día de acuerdo sólo con su palabra.
“Sólo con su palabra”, porque es de Él de quien se espera la salvación y no de ninguno otro. Esto lo creo diáfano y asequible a todos. Lo dificultoso para muchos es discernir con seguridad la palabra auténtica de Dios. Porque Él nos habla siempre a través de emisarios, y porque es escurridiza la garantía de disponer de esa condición todos los que se nos presentan como tales y, más aun, la de gozar de ella en todo lo que trasmiten como palabra divina.
En concreto: grande ha sido la cantidad de palabras condicionantes de la salvación eterna, que la propia Iglesia Católica ha catequizado durante siglos equivocadamente como divinas, entremezcladas con la que en verdad lo era. Lo certifica la poda que ella misma ha hecho desde Pío XII a nuestros días. Siempre sin alharaca o, a lo sumo, envuelta en muy razonable justificación. Pero así no se evita que se trate de aboliciones o revocaciones; sino que sólo se muestra la conveniencia de realizarlas.
Imposible recogerlas todas en escritos como éste. Con todo, recordaré unas cuantas que estando decretadas, supuestamente como digo en nombre de Dios, no sólo bajo penas eclesiásticamente remisibles, sino incluso bajo la de condenación eterna, han sufrido cambio o derogación. Así ha sucedido masivamente con motivo de la reforma litúrgica. Así también con preceptos de menor conexión temática entre sí, como santificar el propio día jueves de la Ascensión y el del Corpus; iluminar el sagrario con lamparilla de aceite de oliva; celebrar misa con dos velas de cera de abejas; observar rigurosamente todas las rúbricas del canon de la misa, incluso la “ahora” ridícula de no separar el celebrante los índices de los pulgares desde la consagración hasta después de la comunión; celebrar misa con acólito y que éste fuera de sexo masculino; guardar ayuno total desde las doce horas de la noche previa a comulgar; cumplir, salvo que se tuviera la bula, todos los días de ayuno y abstinencia del año; no ordenar la incineración del propio cadáver ni colaborar en ninguna; no leer obra incluida en el Índice de Libros Prohibidos, ni tenerla o retenerla durante más de un mes aun sin leer; no omitir el subdiaconado antes de conferir las órdenes mayores; no exigir a todos los del rito latino el celibato para el diaconado, o para el ministerio presbiteral (ya no se exige para el de los presbíteros anglicanos convertidos al catolicismo). Y ultimísimamente, aunque de momento sólo en parte, no comulgar viviendo anómalamente la conyugalidad.
Que haya palabras divinas revocables es tan absurdo como que lo eterno pueda perecer. O como que Dios no sea infinitamente sabio desde siempre y a veces necesite rectificar. Por ello, lo que de hecho resulta revocado, por fuerza ha de ser, no sólo revocable en sí mismo, sino además necesariamente humano. Aunque haya sido eclesiástico. Y, urgirlo como palabra de Dios bajo pena del infierno fue, además de engaño, abuso de poder. Porque no existe absolutamente nadie que pueda sancionar el incumplimiento de obligación revocable con pena eterna, como es la del infierno predicado incluso para los que niegan que exista. Sería, en lenguaje de los filósofos, una “contradictio in terminis”: la eternidad de una sanción la niega precisamente la propia derogabilidad de la prohibición. La posibilidad de derogar la obligación entraña la de abolir su pena, no sólo en cuanto a su vigencia como norma, sino además en cuanto a la supervivencia de su aplicación pasada. Como la posibilidad de abatir las columnas dio a Sansón la de derrumbar por completo el templo filisteo que ellas sostenían.
La revocabilidad de las palabras puede entonces servir para distinguir las simplemente humanas de la divina. No tiene tarea caer en la cuenta de ella una vez producida la derogación respectiva; y poca, llegar a conocerla antes. Basta con atender al contenido específico de cada palabra: si eterno, es divina; si temporal, o promulgada en fecha histórica, o de validez dependiente de circunstancias extrínsecas y contingentes (raza, cultura, lugar, siglo, rito, etc.), sólo humana por más alta representación de Dios que ostente quien la haya pronunciado y por explícita que aparezca en los más antiguos textos tenidos por sagrados.
Éste criterio, aunque de sobrada garantía racional, lo creo además acorde con la enseñanza de 1Pe. En razón de la interrelación que aprecio entre 1,3-4 y 1,23-25, sintetizo en uno ambos fragmentos y formulo así su contenido en lo que hace al criterio señalado: “Para la herencia imperecedera que nos está reservada, somos engendrados por la palabra viva y permanente de Dios; no por la corruptible del hombre. Porque todo lo humano es como heno efímero, y toda su gloria como flor de heno. Mas el Señor es eterno y su palabra permanece para siempre”. Supone que la eternidad sólo puede manar de lo eterno, nunca de lo caduco. Que lo efímero pueda parirla sería tan absurdo, al menos, como que un peñasco engendre un hombre. O como que el heno marchitable tenga flor perenne.
Así pues, en orden a alimentar durante la vida nuestra esperanza en Dios atendiendo sólo a su palabra, de todas las que se nos catequizaron divinas podemos empezar por despreocuparnos y desentendernos sin la menor vacilación, de cuantas vinculen la herencia inextinguible o su amejoramiento, a cosas de la vida del hombre sobre la tierra. Por fuerza esas palabras han de ser sólo invención de hombres. Darles valor de salvación imperecedera equivaldría a vivir en la irrealidad de la contradicción señalada: la de afirmar efecto eterno en lo perecedero y caduco.
A la vez que pérdida de tiempo es desatino proclive a aberraciones. En ocasiones hasta las barbaries registradas por la historia y que Jesús anunció como evento aún posible tras su partida (Jn 16,2): “quitar la vida a otro pensando rendir con ello culto a Dios”.
Eso fueron las inmolaciones rituales de seres humanos en los altares de las religiones primitivas de siglos ha. Como la que Jefté prometió hacer a Yahveh si le concedía vencer a los amonitas (Jue 11,31) y como la que pretendía hacer Abraham de su hijo Isaac. Y eso fueron las inmolaciones alitúrgicas de las piras de la inquisición de no hace tanto. Y la cruenta de la violencia contra los “disidentes”, aún presente en religiones infectadas de mesianismo imperialista y reivindicador. O la ya incruenta contra los propios fieles, con ayunos, abstinencias u otras penitencias; o ponderándoles la imaginada eficacia del sacrificio. Leer más…
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