Se le acerca un leproso, suplicándole y, puesto de rodillas, le dice: “si quieres, puedes limpiarme”. Compadecido de él, extendió su mano, le tocó y le dijo: “quiero, queda limpio” y al instante, le desapareció la lepra y quedó limpio. Le despidió al instante prohibiéndole severamente: “Mira, ni digas nada a nadie, sino vete, muéstrate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que prescribió Moisés para que les sirva de testimonio”. Pero él, así que se fue, se puso a pregonar con entusiasmo y a divulgar la noticia, de modo que ya no podía Jesús presentare en público en ninguna ciudad, sino que se quedaba a las afueras, en lugares solitarios y acudían a él de todas partes (Mc 1,40-45).
Hay muchos relatos de curación en los evangelios y este es uno de los más conocidos. Sin embargo, casi siempre el texto se toma al pie de la letra, pensando en la enfermedad física curada por Jesús y no se pasa al plano de su significado. Las enfermedades en esos tiempos se consideraban castigo de Dios y, enfermedades como la lepra, añadían la connotación de impureza que exigía la exclusión del individuo de todos sus entornos. Es importante hacer esta aclaración para entender bien el texto.
Jesús pone en marcha el reino de Dios curando enfermos para mostrar la inclusión, acogida, misericordia que Dios trae. El énfasis no está en la salud física sino en las consecuencias sociales y religiosas de la enfermedad. Es interesante que Jesús “toca” al leproso. Al tocarlo, Jesús queda impuro como el leproso y, aunque el texto no hace alusión a esto, conociendo el contexto bien puede señalarse. Es decir, Jesús no tiene miedo a “mancharse o herirse” -como invita el papa Francisco a la Iglesia para ser en verdad una Iglesia en salida-, con tal de que el reino de Dios se haga realidad entre los suyos.
El leproso es el quien pide a Jesús que lo limpie -es decir lo libre de la impureza ritual que su enfermedad significa- y la respuesta de Jesús es más que un prestarle atención. El texto dice “compadecido”, o sea, la situación del leproso afecta a Jesús desde “sus entrañas”, “se conmueve” y, precisamente, por esa capacidad de sentir con los otros, no duda en responder a su petición. Es tan verdadera y sincera está actitud de Jesús que “al instante”, señala el texto, el leproso quedó limpio. No se está hablando de tiempo cronológico simplemente sino de transformación de la situación, de inclusión decidida y sin reparos a aquel que todos colocaban al margen, en nombre de Dios.
Muy distinta es la realidad eclesial en algunos contextos. ¡Cuánta duda para ofrecer las bendiciones a todos! ¡Cuántos escrúpulos y temores y preguntas de si lo merecen o no! Esta manera de actuar es muy distinta a la que tuvo Jesús y a la dinámica de la misericordia infinita que supone la buena noticia que hemos de comunicar.
Jesús manda al leproso a presentarse ante el sacerdote para que lo libere “institucionalmente” de la exclusión que pesaba sobre él y le pide no decirlo a nadie más. Pero ha sido tal la liberación experimentada que no consigue mantenerlo en secreto. Por su parte, Jesús prefiere no quedar tan visible para poder seguir su misión porque le interesa comunicar la misericordia infinita de Dios sin quedar atado a los halagos de la multitud.
Conviene pensar qué buena noticia estamos llamados a anunciar a todos aquellos que también hoy viven la exclusión, incomprensión o rechazo en nombre de Dios. Bajo una supuesta “pureza” exigida a nuestros contemporáneos se esconden tantos juicios que nada tienen que ver con el amor de Dios. Ojalá miremos a Jesús y aprendamos a realizar la misión como Él la realiza. Hoy en día no se necesitan guardianes de las normas sino constructores de inclusión, acogida y respeto a la diversidad y pluralidad de nuestro mundo que, la mayoría de veces, no significa pérdida de valores sino apertura a la riqueza del ser humano -imagen y semejanza de Dios- que excede en mucho nuestras comprensiones y pequeños entornos.
(Foto tomada de: https://www.dominicaslerma.es/home-2/rincon-para-orar/1303-jesus-cura-a-un-leproso.html)
Las lecturas litúrgicas de hoy para el VI Domingo del Tiempo Ordinario se pueden encontrar aquí.
En la primera lectura de Levítico de hoy, los israelitas continúan su viaje de 40 años por el desierto. Algunos de ellos desarrollaron lepra, por lo que, para mitigar una mayor propagación, cualquier persona sospechosa de tener esta enfermedad era considerada impura y era obligada a vivir fuera del campamento.
Hasta la década de 1960, quienes padecían la enfermedad de Hansen (lepra) se veían obligados a vivir en colonias, fuera de la sociedad, rechazados por miedo y por creer que era el mejor curso de acción para que la mayoría no se infectara. Las personas con lepra se mantendrían al margen y, en muchos sentidos, invisibles.
Al comienzo del evangelio de Marcos, un leproso se acerca a Jesús y le ruega ser curado. Al hacerlo, la persona enferma viola todas las normas sociales al entrar en contacto directo con alguien que no estaba enfermo. Jesús toca a esta persona “inmunda” y limpia al leproso. Jesús pide el anonimato mientras le dice a la persona que siga la ley judía: “No se lo digas a nadie, sino ve al sacerdote”. El sacerdote era la única persona que podía volver a declarar limpio al leproso.
Más importante aún, Jesús sabía que, al tocar a una persona impura, inmediatamente quedaría impuro, ya no podría entrar en ninguna ciudad y se vería obligado a permanecer fuera de la sociedad, en los márgenes. Marcos insiste en enfatizar que, a partir de ese momento, Jesús vivió en lugares desiertos, fuera de la sociedad y, sin embargo, gente de todas partes buscaba a Jesús.
Este es el mismo lugar donde a menudo encuentro a Jesús: conmigo, en los márgenes, con tantos otros que buscan sanación y plenitud. Es aquí donde soy plenamente abrazado por el Dios de los pobres, un Dios que me acoge a mí y a todos los que conocen el sentimiento de anhelo de conexión.
Como persona del espectro LGBTQ+ que vive en los márgenes, descubrí que esta es una posición privilegiada. Puedo vivir “en la sociedad en general” pero, en verdad, hacerlo me sentiría mal. He tenido la experiencia de no ser aceptada simplemente porque fui creada lesbiana. No quiero ser parte de una sociedad que siente que tiene derecho a imponer condiciones a la creación de Dios.
Si bien soy obviamente parte de la sociedad en general y elijo ser parte de la Iglesia católica que realmente amo, no estoy controlado por su búsqueda malsana de poder. Al vivir fuera de su alcance, en los márgenes, puedo apreciar la vida que me rodea mientras camino y disfruto de mis compañeros, quienes también han sido juzgados como una amenaza a un retorcido sentido de seguridad o al percibido “bien común”.
Quienes viven hoy en los márgenes no son contagiosos como en los tiempos de Moisés y, sin embargo, seguimos siendo tratados como tales. Con demasiada frecuencia, se nos trata como la fuerza “invisible” que amenaza, en lugar de las bendiciones creativas y diversas que Dios ofrece a un mundo en dificultades. Prohibir libros, negar el acceso a grupos de apoyo en las escuelas y prohibir la exhibición de símbolos que afirman nuestra presencia son simplemente formas en que algunos intentan controlar la realidad de nuestra presencia. Las personas y grupos que se oponen activamente al documento aprobado por el Papa Francisco, “Fiducia supplicans”, el documento que permite bendiciones a parejas del mismo sexo y a aquellos en situaciones “irregulares”, son las personas modernas que excluirían y aislarían a quienes considerar “diferente“. Sus actitudes revelan cuán amenazados se sienten.
Al identificarme con los marginados, no necesito ni quiero defenderme. Soy mucho más libre aquí sabiendo que soy bendecido cada día al caminar con Jesús, quien eligió vivir en los márgenes.
Comentarios desactivados en “Contra la exclusión”. 6 Tiempo Ordinario – B (Marcos 1, 40-45)
En la sociedad judía, el leproso no era solo un enfermo. Era, antes que nada, un impuro. Un ser estigmatizado, sin sitio en la sociedad, sin acogida en ninguna parte, excluido de la vida. El viejo libro del Levítico lo decía en términos claros: «El leproso llevará las vestiduras rasgadas y la cabeza desgreñada… Irá avisando a gritos: Impuro, impuro. Mientras le dura la lepra será impuro. Vivirá aislado y habitará fuera del poblado» (13,45-46).
La actitud correcta, sancionada por las Escrituras, es clara: la sociedad ha de excluir a los leprosos de la convivencia. Es lo mejor para todos. Una postura firme de exclusión y rechazo. Siempre habrá en la sociedad personas que sobran.
Jesús se rebela ante esta situación. En cierta ocasión se le acerca un leproso avisando seguramente a todos de su impureza. Jesús está solo. Tal vez los discípulos han huido horrorizados. El leproso no pide «ser curado», sino «quedar limpio». Lo que busca es verse liberado de la impureza y del rechazo social. Jesús queda conmovido, extiende su mano, «toca» al leproso y le dice: «Quiero. Queda limpio».
Jesús no acepta una sociedad que excluye a leprosos e impuros. No admite el rechazo social hacia los indeseables. Jesús toca al leproso para liberarlo de miedos, prejuicios y tabúes. Lo limpia para decir a todos que Dios no excluye ni castiga a nadie con la marginación. Es la sociedad la que, pensando solo en su seguridad, levanta barreras y excluye de su seno a los indignos.
Hace unos años pudimos escuchar todos la promesa que el responsable máximo del Estado hacía a los ciudadanos: «Barreremos la calle de pequeños delincuentes». Al parecer, en el interior de una sociedad limpia, compuesta por gentes de bien, hay una «basura» que es necesario retirar para que no nos contamine. Una basura, por cierto, no reciclable, pues la cárcel actual no está pensada para rehabilitar a nadie, sino para castigar a los «malos» y defender a los «buenos».
Qué fácil es pensar en la «seguridad ciudadana» y olvidarnos del sufrimiento de pequeños delincuentes, drogadictos, prostitutas, vagabundos y desarraigados. Muchos de ellos no han conocido el amor calor de un hogar ni la seguridad de un trabajo. Atrapados para siempre, ni saben ni pueden salir de su triste destino. Y a nosotros, ciudadanos ejemplares, solo se nos ocurre barrerlos de nuestras calles. Al parecer, todo muy correcto y muy «cristiano». Y también muy contrario a Dios.
Comentarios desactivados en “Quiero: queda limpio.” Domingo 11 de febrero de 2024. Sexto domingo del tiempo ordinario
Leído en Koinonia:
Levítico 13,1-2.44-46: El leproso tendrá su morada fuera del campamento: Salmo responsorial: 31: Tú eres mi refugio, me rodeas de cantos de liberación. 1Corintios 10,31-11,1: Seguid mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo. Marcos 1,40-45: La lepra se le quitó, y quedó limpio
En el evangelio de Marcos que hoy leemos, Jesús se encuentra con un leproso arriesgado que se atreve a romper una norma que lo obligaba a permanecer alejado de la ciudad. Esta norma es la que nos recuerda la primera lectura, del Levítico.
En la tradición judía (primera lectura) la enfermedad era interpretada como una maldición divina, un castigo, una consecuencia del pecado de la persona enferma –¡o de su familia!–. Porque entonces se la consideraba contagiosa, la lepra común estaba regulada por una rígida normativa que excluía a la persona afectada de la vida social. (Ha durado muchos siglos la falsa creencia de que la lepra fuese tan fácilmente contagiable). El enfermo de lepra era un muerto en vida, y lo peor era que la enfermedad era considerada normalmente incurable. Los sacerdotes tenían la función de examinar las llagas del enfermo, y en caso de diagnosticarlas efectivamente como síntomas de la presencia de lepra, la persona era declarada «impura», con lo que resultaba condenada a salir de la población, a comenzar a vivir en soledad, a malvivir indignamente, gritando por los caminos «¡impuro, impuro!», para evitar encontrarse con personas sanas a las que poder contagiar. En realidad, todo el sistema normativo religioso generaba una permanente exclusión de personas por motivos de sexo, salud, condición social, edad, religión, nacionalidad.
Este hombre, seguramente cansado de su condición, se acerca a Jesús y se arrodilla, poniendo en él toda su confianza: «si quieres, puedes limpiarme». Jesús, se compadece y le toca, rompiendo no sólo una costumbre, sino una norma religiosa sumamente rígida. Jesús se salta la ley que margina y que excluye a la persona. Jesús pone a la persona por encima de la ley, incluso de la ley religiosa. La religión de Jesús no está contra la vida, sino, al contrario: pone en el centro la vida de las personas. La vida y las personas por encima de la ley, no al revés.
Jesús le pide silencio (es el conocido tema del «secreto mesiánico», que todavía hoy resulta un tanto misterioso), y le envía al sacerdote como signo de su reinclusión en la dinámica social, «para que sirva de testimonio» de que Dios desea y puede actuar aun por encima de las normas, recuperando la vida y la dignidad de sus hijos e hijas. Pero este hombre no hace caso de tal secreto, rompe el silencio, y se pone a pregonar con entusiasmo su experiencia de liberación. No parece servirse de la mediación del sacerdote o de la institución del templo, sino que se auto-incluye y toma la decisión autónoma de divulgar la Buena Noticia. Esto hace que Jesús no pueda ya presentarse en público en las ciudades sino en los lugares apartados, pues al asumir la causa de los excluidos, Jesús se convierte en un excluido más. Sin embargo, allí a las afueras, está brotando la nueva vida y quienes logran descubrirlo van también allí a buscar a Jesús.
Es una página recurrente en los evangelios: Jesús cura, sana a los enfermos. No sólo predica, sino que cura («no es lo mismo predicar que dar trigo», dice el refrán). Palabra y hechos. Decir y hacer. Anuncio y construcción. Teoría y praxis. Liberación integral: espiritual y corporal. Y ésa es su religión: el amor, el amor liberador, por encima de toda ley que aliene. La ley consiste precisamente en amar y liberar, por encima de todo.
La segunda lectura, que sigue, como siempre, un camino independiente frente a la relación entre la primera y la tercera, es un bello texto de Pablo que habla de la integralidad de la espiritualidad. La espiritualidad no es tan «espiritual»; de alguna manera es también «material». Hay que recordar que la palabra «espiritualidad» es una palabra desafortunada. Tenemos que seguir utilizándola por lo muy consagrada que está, pero necesitamos recordar que no podemos aceptar para su sentido etimológico. No queremos ser «espirituales» si ello significara quedarnos con el espíritu y despreciar el cuerpo o la materia.
Pablo está en esa línea: «ya sea que comáis o que bebáis o que hagáis cualquier otra cosa…». No sólo las actividades tradicionalmente tenidas como religiosas, o espirituales, tienen que ver con la espiritualidad, sino también actividades muy materiales, preocupaciones muy humanas, como el comer y beber, o cualquier otra actividad de nuestra vida, pueden, deben ser integradas en el campo de nuestra espiritualidad (que ya no resultará pues «solamente espiritual»). Nuestra vida de fe puede y debe santificar toda nuestra vida humana, en todas sus preocupaciones y trabajos, no sólo cuando tenemos la suerte de poder dedicar nuestro tiempo a actividades «estrictamente religiosas», como podrían ser la oración o el culto.
El Concilio Vaticano II insistió mucho en esto: «todos estamos llamados a la santidad» (cap. V de la Lumen Gentium). No hay unos «profesionales de la santidad» (cap. VI ibid.), algunos que estarían en un supuesto «estado de perfección», mientras los demás tendrían que atender a preocupaciones muy humanas… No. Todos estamos llamados elevar nuestros trabajos, tareas, preocupaciones humanas… «nuestra propia existencia» a la categoría de «culto agradable a Dios» (como dirá Pablo en Rom 12,1-2). Podemos ser muy «espirituales» (con reservas para esta palabra de resabios greco-platónicos) y santificarnos aun en lo más «material» de nuestra vida.
Comentarios desactivados en 11.2.24. Jesús le ordena: “Sométete a los sacerdotes”. Pero él le obedece y no se somete (Mc 1,40-45).
Del blog de Xabier Pikaza:
Éste es, con el de Mc 7 (la siro-fenicia) un caso en el que la persona sufriente sabe más que Jesús y le enseña. Citando de memoria un tipo de ley judía, Jesús le dice: “Primero los hijos, después los perros”. Desde su experiencia y sufrimiento, la siro-fenicia le dice a Jesús: En esto no tienes razón; ante la mesa de Dios y el dolor de la una madre no hay hijos y perros…
El evangelio de hoy cuenta un caso semejante. Jesús dice al leproso que se someta a la ley de Israel. Pero el leproso sabe de esto más que Jesús y no se somete, y así le obedece y enseña.
| Xabier Pikaza
Marcos 1,40-45. Jesús le cura el leproso le enseña
En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: “Si quieres, puedes limpiarme.” Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: “Quiero: queda limpio.” La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente: “No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés.” Pero, cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas partes.
Temas de fondo.
“Milagro escandaloso”: Jesús cura, es decir, introduce en su comunidad a un hombre impuro, un rechazado social. ¿Qué pureza tiene una Iglesia donde caben los manchados? b. “Milagro extraño”: Jesús se irrita con el leproso curado, y le manda mantener silencio y presente a los sacerdotes según ley. ¿Por qué se irrita? Jesús tiene que romper la ley: ¿Pueden curarse los leprosos según ley? ¿No sabe en esto el leproso más que Jesús, c. “Milagro a contra-corriente”: Para obedecer a Jesús y curarse, el leproso tiene que desobedecerle, enseñándole algo esencial: Para curar leprosos hay que superar la ley.
Po aldeas y caminosJesús ha empezado a proclamar el evangelio “en las aldeas” o poblaciones vecinas (kômopoleis, 1, 38, significa poblados de campo, sin murallas, ni entidad administrativa propia. En esas pequeñas poblaciones o aldeas o grupos de cortijos, va expandiendo Jesús su mensaje, fijándose de un modo especial en los posesos; por eso, como única nota de su enseñanza, se dice que “iba expulsando demonios” (ta daimonia ekballôn), como si quisiera limpiar las sinagogas del entorno rural de Galilea, completando así la obra iniciada en la sinagoga de Cafarnaúm (cf. 1, 23-28).
Jesús aparece así como un “exorcista con programa mesiánico”, es decir, como un experto en cuestión de posesos, caminando por el entorno de Galilea, como si los endemoniados formaran el problema principal de sus sinagogas rurales, de manera que las iba recorriendo de un modo organizado, para liberarles de sus males. Pues bien, en este contexto se habla del leproso (1, 40). Jesús no fue a buscarle, quizá pensaba que todo lo que se podía hacer debía hacerlo en las sinagogas, que eran las “casas de todos” (donde abundaban de un modo especial los posesos).
Un leproso fuera de los caminos normales Este leproso sabe más que Jesús (al menos conforme a la dinámica del texto). Ha comprendido que el proyecto de Jesús (centrado en en los posesos) debe extenderse también a los leprosos, expulsados de la comunidad de Israel por su impureza. Por eso se atreve a ponerse su ayuda, de manera que podemos decir que ha entendido quizá mejor que Jesús su poder de sanación.
No es simplemente un enfermo, sino un expulsado religioso (el mismo sacerdote le ha arrojado fuera de la comunidad de los limpios de Israel), de forma que todos le toman como fuente de peligro y como causa de impureza para la buena familia israelita, conforme a una ley regulada por sacerdotes, que tienen poder de expulsar del “campamento” (de la vida social) a los leprosos y de readmitirlos, si es que se curan, tras examinarlos “fuera del campamento” (es decir, fuera de las ciudades) y de cumplir los ritos y sacrificios prescritos en el templo.
Más que enfermo, es un excomulgado en el sentido fuerte del término, y sólo el sacerdote tenía el poder de integrarlo de nuevo en la comunidad, observando su piel y mandándole cumplir los ritos sagrados (Lev 13-14).
Para que el conjunto social mantuviera su pureza, los leprosos debían ser arrojados fuera del “campamento”, es decir, del espacio habitado. No les podían matar (el mandamiento de Dios lo prohibía), ni les encerraban en lo que hoy sería una cárcel u hospital para contagiosos, pero les expulsaban de las ciudades y núcleos habitados (como al chivo expiatorio de Lev 16), y así vivían apartados de la sociedad. Según eso, no podían orar en el templo, ni aprender en la sinagoga, ni compartir casa, mesa o cama con los familiares sanos, sino que eran apestados, una secta de proscritos.
Un leproso que enseña a Jesús La iniciativa no parte de Jesús, sino del leproso que le dice lo que ha de hacer (¡si quieres puedes purificarme!), despertando en él una nueva conciencia de poder, que desborda las fronteras del viejo Israel sacerdotal. Este leproso empieza siendo un “maestro de Jesús…”, a quien le dice que puede curarle. Ciertamente (conforme al relato anterior de Marcos), él ha podido oír que Jesús había curado al poseso de 1, 23, esclavizado por un espíritu impuro (akatharton).
Pues bien, el leproso deduce (y deduce bien) que, si Jesús pudo “purificar” o limpiar a a un poseso, podrá purificarle también a él, declarándole limpio y realizando algo que, según Lev 13-14, sólo podían hacer los sacerdotes, cuando declaraban puros a los leprosos previamente curados. El poseso-impuro había gritado, desafiando a Jesús. Este leproso-impuso le ruega, puesto de rodillas, sabiendo que él, Jesús, tiene autoridad de Dios, por encima de los sacerdotes. Sólo a partir de aquí se entiende la acción de Jesús, que nos sitúa en el centro de la máxima “inversión” del evangelio:
Jesús, que, ha recibido todo el poder de Dios aprende a utilizarlo ese poder a través de este leproso, que actúa así como su maestro, diciéndole lo que puede hacer y poniendo en marcha un proceso curativo que culminará en la Pascua.
Éstos son los tres aspectos de la acción de Jesús (1, 41).
1. Conmoción interior: compadecido (splagnistheis). Esta palabra se encuentra enraizada en la confesión de fe de Israel, que se expresa cuando, tras haberse roto el primer pacto (cf. Ex 19-24) por infidelidad del pueblo, que adora al becerro de oro (Ex 32), Moisés sube de nuevo a la montaña y escucha la palabra de perdón de Dios que se define como “aquel que está lleno de misericordia y compasión” (Ex 34, 6). Jesús, que aparece aquí como portador de esa misma compasión de Dios. − Gesto: Extendió la mano y le tocó. Movido por su compasión (que es como la de Dios: cf. Ex 34, 6), Jesús desoye la ley del Levítico, que prohibían “tocar” a los leprosos, bajo pena de impureza. Expresamente rompe esa ley que separa a puros de impuros, iniciando un movimiento que marcará desde aquí toda su vida, aprendiendo la “lección” del leproso que le pide que le limpie (que le purifique), dejándose conmover en sus entrañas (¡como se conmueve Dios!). De esa forma hace algo que nadie habría osado hacer, sino sólo el sacerdote, y no para curar/purificar, sino sólo para certificar una curación que se había realizado antes. Jesús extiende la mano y toca. Esta mano que toca al leproso es la expresión de una misericordia que transciende las leyes de pureza del judaísmo legalista, es signo de la piedad de Dios, que ama precisamente a aquellos a quienes la ley expulsa. Sentir es tocar, conocer es tocar… y tocar significa aceptar, solidarizarse, curar…
− Palabra: Y le dice ¡quiero, queda limpio! (1, 41b). Esa palabra ratifica la misericordia anterior y despliega el sentido del contacto de la mano. El leproso le ha dicho ¡si quieres! (ean thelês) y Jesús le ha respondido, cumpliendo así su petición, de manera que su palabra marca la novedad y el poder del evangelio: quiero, sé puro (thelô katharisthêti). A través de este querer de Jesús, expresado en primera persona (¡quiero!) viene a expresarse la voluntad creadora de Dios. Éste es el querer de Dios, en el doble sentido castellano (y en el fondo griego) de amor y desear. Querer es comprometerse, en gesto solidario. Así es Jesús, el hombre solidario y cercano, capaz de liberar con su toque (mano) y con su voluntad (querer, amor) a los leprosos.
Carácter de la enfermedad. El texto dice que aquel hombre era un leproso (lepros), una palabra que, en sentido general no se aplica sólo (ni fundamentalmente) a lo que hoy llamamos “lepra” (dolencia producida por el bacilo de Hansen, que entonces no se conocía), sino a diversas afecciones de la piel, desde un tipo de soriasis hasta lo que suele llamarse “achaque de escamas” o ictiosis, que se muestra en la piel de algunas personas. Por eso, hay comentaristas que prefieren prescindir de esa palabra “lepra”, empleando otras (como enfermedad de escamas). Pienso, sin embargo, que por tradición y simbolismo, es preferible decir lepra en sentido popular, pues ella engloba varias enfermedades de la piel que, en opinión de los judíos piadosos, hacían impuros a los hombres, hasta el extremo de que ellos tenían que vivir fuera de la comunidad social y religiosa.
Curación producida. El texto dice que “de pronto desapareció la lepra y quedó puro” (con un verbo en pasivo divino: ekatharisthê: Dios le hizo puro). Evidentemente, Marcos está pensando en un “cambio externo”, y así supone que la piel del enfermo tomó otra apariencia, como si quedara seca o se le cayeran las escamas. Pero, dicho eso, debemos añadir que la palabra central que aquí se emplea no es “se curó” (iathê), sino “quedó puro” (ekatharisthê). Es como si el mismo Dios, por medio de Jesús, le hubiera declarado limpio, como en el caso en que el mismo Jesús de Marcos dirá más adelante que Jesús “declaró limpios/puros todos los alimentos” (7, 19, con el mismo verbo: katharidsôn).
En esa línea, Jesús declaró, en el fondo, que todos los leprosos (como todos los alimentos en 7, 19) son humanamente limpios, superando así los tabúes y las divisiones de purezas e impurezas que expulsaban a ciertos hombres y mujeres de la sociedad. Nos hallamos ante un gesto que resultaba, tanto entonces como ahora, socialmente inaudito. Este leproso, al que Jesús ha curado, desencadena una nueva visión de la vida humana, en plano social y religioso, superando la ley “religiosa” del templo de Jerusalén… y casi todas las leyes religiosas que ha seguido inventado un tipo de cristianismo domesticado en clave sacral y social.
Tras la curación de la suegra de Pedro y a otros muchos enfermos, Marcos cuenta el primer gran milagro de Jesús: la curación de un leproso.
La lepra en el antiguo Israel: diagnóstico y curación
“La lepra, en el sentido moderno, no fue definida hasta el año 1872 por el médico noruego A. Hansen. En tiempos antiguos se aplicaba la palabra “lepra” a otras enfermedades; por ejemplo, a enfermedades psicógenas de la piel” (J. Jeremias, Teologia del AT, 115, nota 36).
En Levítico 13 se tratan las diversas enfermedades de la piel: inflamaciones, erupciones, manchas, afección cutánea, úlcera, quemaduras, afecciones en la cabeza o la barba (sarna), leucodermia, alopecia. Se examinan los diversos casos, y el sacerdote decidirá si la persona es pura o impura (caso curable o incurable). De ese capítulo está tomado el breve fragmento de la primera lectura de este domingo.
El Señor dijo a Moisés y a Aarón:
̶ Cuando alguno tenga una inflamación, una erupción o una mancha en la piel, y se le produzca una llaga como de lepra, será llevado ante el sacerdote Aarón, o ante uno de sus hijos sacerdotes. Se trata de un leproso: es impuro. El sacerdote lo declarará impuro de lepra en la cabeza. El enfermo de lepra andará con la ropa rasgada y la cabellera desgreñada, con la barba tapada y gritando: “¡Impuro, impuro!” Mientras le dure la afección, seguirá siendo impuro. Es Impuro y vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento.»
Dos casos de lepra: impotencia de Moisés, poder sin compasión de Eliseo
El milagro de curar a un leproso sólo se cuenta en el AT de Moisés (Números 12,10ss) y de Eliseo (2 Reyes 5). Es interesante recordar estos relatos para compararlos con el de Marcos.
Impotencia de Moisés
María y Aarón murmuran de Moisés, no se sabe exactamente por qué motivo. En cualquier hipótesis, Dios castiga a María (no a Aarón, cosa que indigna a las feministas, con razón). “Al apartarse la nube de la tienda, María tenía toda la piel descolorida como nieve”. Aarón se da cuenta e intercede por ella ante Moisés. Pero Moisés no puede curarla. Sólo puede pedirle a Dios: “Por favor, cúrala“. El Señor accede, con la condición de que permanezca siete días fuera del campamento (Números 12).
El poder sin compasión de Eliseo
El caso de Eliseo es más entretenido y dramático (2 Reyes 5). Naamán, un alto dignatario sirio, contrae la lepra, y una esclava israelita le aconseja que vaya a visitar al profeta Eliseo. Naamán realiza el viaje, esperando que Eliseo salga a su encuentro, toque la parte enferma y lo cure. Pero Eliseo no se molesta en salir a saludarlo. Le envía un criado con la orden de lavarse siete veces en el Jordán. Naamán se indigna, pero sus criados lo convencen: obedece al profeta y se cura. A diferencia de Moisés, Eliseo puede curar, aunque sea con una receta mágica, pero no siente la menor compasión por el enfermo.
Jesús: poder y compasión
En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas:
̶ Si quieres, puedes limpiarme.
Compadecido, extendió la mano y lo tocó, diciendo:
̶ Quiero: queda limpio.
La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente:
̶ No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les sirva de testimonio.
Pero, cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en lugares solitarios; y aun así acudían a él de todas partes.
El relato de Marcos consta de seis elementos: petición del leproso; reacción de Jesús; resultado; advertencia; reacción del curado; consecuencias.
Petición del leproso. Tres detalles son importantes en la actitud del leproso: 1) no se atiene a la ley que le prohíbe acercarse a otras personas; 2) se arrodilla ante Jesús, en señal de profundo respeto; 3) confía plenamente en su poder; todo depende de que quiera, no de que pueda.
Reacción de Jesús. Podía haber respondido a la petición del leproso con las simples palabras: “Quiero, queda limpio”. Con ello, a diferencia de Moisés y de Eliseo, habría demostrado su poder: no necesita pedir la intervención de Dios, ni recurrir a remedios cuasi-mágicos. Sin embargo, antes de demostrar su poder muestra su compasión. Marcos habla de lo que siente (“lástima”) y de lo que hace (“extendió la mano y lo tocó”). Es lo que esperaba el sirio Naamán que hiciera Eliseo: tocar su parte enferma. Por otra parte, quien tocaba a un leproso quedaba impuro; pero a Jesús no le preocupa este tipo de impureza.
Advertencia. Aparentemente, Jesús da dos órdenes al recién curado: 1) que no se lo diga a nadie; 2) que se presente al sacerdote. La primera (no decirlo a nadie) resulta extraña, porque Jesús no pretende pasar desapercibido. Es probable que las dos órdenes estén relacionadas entre sí, formando una sola: «no te entretengas en decírselo a nadie, sino ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés». ¿Qué había ordenado Moisés? Según el Levítico, el curado debe ofrecer: dos aves puras (se suponen tórtolas o pichones), dos corderos sin defecto, una cordera añal sin defecto, doce litros de flor de harina amasada con aceite y un cuarto de litro de aceite. Con todo ello el sacerdote realiza un complejo ritual que dura ocho días. Además, el curado deberá afeitarse completamente el primer día y raparse de nuevo el octavo.
Las palabras finales de Jesús parecen tener un tinte polémico: «para que les conste». Se pasa del singular (el sacerdote) al plural (les conste), como si Jesús pensase en todos sus adversarios que no lo aceptan.
Reacción del curado. No obedece a ninguna de las dos órdenes de Jesús. Ni se calla ni acude al sacerdote. Según la traducción litúrgica, «empezó a divulgar el hecho con grades ponderaciones». Una traducción más literal sería: «empezó a predicar mucho y a divulgar la palabra». Como si el leproso curado, en vez de atenerse a lo mandado por Moisés prefiriese convertirse en un misionero cristiano.
Consecuencias. Jesús no puede entrar abiertamente en ningún pueblo. Debe permanecer en descampado, y aun así acuden a él. ¿Por qué esta reacción suya? Sabiendo lo que cuenta Marcos más tarde, la respuesta sería: para no verse agobiado por la multitud de gente que acude a él.
Una lectura simbólica: el leproso es cada uno de nosotros
Los relatos evangélicos tienen siempre una gran carga simbólica. Quieren que nos identifiquemos con la situación que narran. En este caso, con el leproso. Todos llevamos dentro algo, mucho o poco, de lo que nos sentimos culpables. Podemos negarnos a admitirlo, escondiendo la cabeza bajo tierra, como el avestruz. O podemos reconocerlo, y acudir humildemente a Jesús, con la certeza de que “si quieres puedes limpiarme”. Él tiene el poder y la compasión necesarios para cambiar nuestra vida.
Muchas traducciones dicen que Jesús sintió lástima o se compadeció del leproso cuando le dijo «si quieres puedes sanarme», pero quienes entienden de Biblia, y traducciones como la de la Biblia de Jerusalén, aseguran que los textos originales dicen que Jesús se “encolerizó”: “encolerizado, extendió su mano le tocó y le dijo: quiero, queda limpio”.
Jesús no se enfada muchas veces, al menos no nos lo cuentan los evangelios, pero hay por lo menos tres momentos en los que se dice o se muestra que Jesús se ha enfadado: este fragmento con el leproso, con los fariseos por lo que piensan en su interior, y con los mercaderes en el Templo.
Por más que nos choque y que tratemos de maquillarlo, Jesús se enfadaba.
Pero, ¿por qué se enfada con este pobre leproso que le pide que lo sane? No parece muy en la línea de Jesús esto de enfadarse en lugar de “compadecerse” ante la enfermedad.
Bien, según quienes estudian la Biblia, lo que enfada a Jesús hasta el punto de encolerizarse es que le busquemos solo para quedar libres de una enfermedad. Le enfada que no queramos conectar con la hondura de su mensaje, de su Buena Noticia.
Jesús no quiere sanar por sanar. No vino a librarnos de la enfermedad. Tampoco del sufrimiento. Jesús no es un “solucionador de problemas”. Dios tampoco.
Jesús vino a mostrarnos quién es Dios. Ese es su mensaje. Ese es el sentido de su vida y también el motivo de su muerte violenta en una cruz.
Marcos, en su evangelio, nos dice que Jesús nos manifiesta quién es Dios cuando se deja clavar en la Cruz. Dios es el que escoge el último lugar, el que nadie quiere. Y para llegar al Dios de Jesús no hay más camino que ocupar el lugar de las últimas de nuestra sociedad, de nuestro mundo.
No se trata tanto de ir a ayudar a quienes lo pasan mal, se trata de ser una más, de ocupar su lugar para que esa persona pueda ocupar el nuestro.
Algo similar a lo que hacían los frailes trinitarios en los orígenes de la Orden, quedarse en el lugar de los cautivos.
Oración
No permitas, Trinidad Santa, que te busquemos solo para liberarnos de nuestras ataduras personales. Haznos comprender el camino exigente de tu evangelio. Amén.
Comentarios desactivados en Jesús liberaba al aceptar a todos sin reservas.
DOMINGO 6º(B)
Mc 1,40-45
Seguimos en el primer capítulo de Marcos. Después de un enunciado general, que resume su habitual manera de actuar, nos narra la curación de un leproso. El leproso no tiene nombre. Tampoco se habla de tiempo y lugar determinados. Se trata de una generalización de la manera de actuar de Jesús con los oprimidos. Se advierte una falta total de lógica narrativa. Apenas ha pasado un día de la predicación de Jesús y ya le conocen hasta los leprosos que vivían en total aislamiento de la sociedad.
La lepra era el motivo más radical de marginación. Lo que se entendía por lepra en la antigüedad, no coincide con lo que es hoy esa enfermedad concreta. Más bien se llamaba lepra a toda enfermedad de la piel que se presentara con un aspecto más o menos repugnante. Tanto la lepra como las normas sobre la enfermedad no son originales del judaísmo. Esas normas nos parecen hoy inhumanas, pero no tenían otra manera de defenderse de una enfermedad que podía causar estragos.
Se acercó, suplicándole: Si quieres puedes limpiarme. Esta actitud indica a la vez valentía, porque se atreve a transgredir la Ley, pero también el temor a ser rechazado. Se puede descubrir una complicidad entre el leproso y Jesús. Los dos van más allá de la Ley. La liberación solo es posible a través de una relación profundamente humana. Si no salimos de la trampa de un poder divino para hacer milagros, nunca entenderemos el verdadero mensaje del evangelio. Jesús libera, humaniza, porque trata humanamente a los demás. De ese modo les devuelve la capacidad de ser humanos.
Sintiendo lástima. La devaluación del significado de la palabra “amor” nos obliga a buscar un concepto más adecuado para expresar esa realidad. En el NT, ‘compasivo’ se dice solo de Dios y de Jesús. Es la acción de Dios manifestada a través de los sentimientos humanos. La compasión era ya una de las cualidades de Dios en el AT. Jesús la hace suya en toda su trayectoria. Es una demostración de que para llegar a lo divino no hay que destruir lo humano. La compasión es la forma más humana de amor.
Le tocó. El significado del verbo griego aptw no es en primer lugar tocar, sino sujetar, atar, enlazar. Este significado nos acerca más a la manera de actuar de Jesús. Quiere decir que no solo le tocó un instante, sino que mantuvo esa postura durante un tiempo. Había que traducirlo por ‘le dio la mano’ o le abrazó. Teniendo en cuenta lo que acabamos de decir de la lepra, podemos comprender el profundo significado del gesto, suficiente por sí mismo para hacer patente la actitud de Jesús. No solo está por encima de la Ley, sino que asume el riesgo de contraer la lepra.
Quiero… La simplicidad del diálogo esconde una riqueza de significados: Confianza total del leproso y respuesta que no defrauda. No le pide que le cure, sino que le limpie. Por tres veces se repite el verbo kadarizw limpiar, verbo que significa también, liberar. Nos lanza más allá de una simple curación. Desaparece la enfermedad y le restituye en su plena condición humana: Le devuelve su condición social y su integración religiosa. Vuelve a sentir la amistad de Dios, que era el valor supremo para un judío.
Lo echó fuera… y cuando salió… La segunda parte del relato es de una gran importancia. Se supone que estaban en un lugar apartado del pueblo, sin embargo, el texto griego dice literalmente: lo expulsó fuera, y del leproso dice: cuando salió. Una vez más nos está empujando a una comprensión espiritual. Jesús no quiere que continúe junto a él y lo despide inmediatamente; eso sí, con el encargo de no contarlo y de presentarse ante el sacerdote. Una vez más, manifiesta Marcos el peligro de que las acciones de Jesús en favor del marginado fueran mal interpretadas.
¡Qué curioso! Jesús acaba de saltarse la Ley a la torera, pero exige al leproso que cumpla lo mandado por Moisés. Hay que estar muy atento para descubrir el significado. Jesús no está contra la Ley, sino contra las injusticias y tropelías que se cometían en nombre de ella. Él mismo tuvo que defenderse: no he venido a abolir la Ley, sino a darle plenitud. Jesús se salta la Ley cuando le impide estar a favor del hombre. Presentarse al sacerdote era el único modo que tenía el leproso de recuperar su estatus social.
El evangelio nos dice que las consecuencias de la proclamación, de hecho, fueron nefastas para Jesús. Si había tocado a un leproso, él mismo se había convertido en apestado. “Y no podía ya entrar abiertamente en ningún pueblo”. Las consecuencias de la divulgación del hecho, podían también ser nefastas para el leproso. Era el sacerdote el único que podía declarar puro al contagiado. Los sacerdotes podían ponerle dificultades si tenían conocimiento de cómo se había producido la curación.
La lepra producía exclusión porque la sociedad era incapaz de protegerse de ella por otros medios. Hoy la sociedad sigue creando marginación por la misma razón, no encuentra los cauces adecuados para superar los peligros que algunas conductas suponen para ella. No somos todavía capaces de hacer frente a esos peligros con actitudes humanas. Tenemos que recurrir a métodos deshumanizadores.
Jesús se pone al servicio del hombre sin condiciones, mostrándonos lo que tenemos que hacer nosotros. Dios no tiene nada que ver con la injusticia, ni siquiera cuando está amparada por la ley humana o divina. Jesús se salta a la torera la Ley, tocando al leproso. Ninguna ley humana, sea religiosa, sea civil, puede tener valor absoluto. Lo único absoluto es el bien del hombre. Pero para la mayoría de los cristianos sigue siendo más importante el cumplimiento de la ley que el acercamiento al marginado.
No creo que haya uno solo de nosotros que no se haya sentido leproso y excluido por Dios. El pecado es la lepra del espíritu, que es mucho más dañina que la del cuerpo. Es un contrasentido que, en nombre de Dios, nos hayan separado de Dios. El evangelio de Jesús es buena noticia. El Dios de Jesús es Padre porque es Ágape. De Él, nadie se tiene que sentir apartado. La experiencia de ser aceptado por Dios es el primer paso para no excluir a los demás. Si partimos de la idea de un Dios que excluye, encontraremos mil razones para excluir en su nombre.
Seguimos aferrados a la idea de que la impureza se contagia, pero el evangelio nos está diciendo que la pureza, el amor, la libertad, la salud y la alegría también. Seguimos justificando demasiados casos de marginación bajo pretexto de permanecer puros. ¡Cuántas leyes deberíamos saltarnos hoy para ayudar a todos los marginados a reintegrarse en la sociedad y permitirles volver a sentirse seres humanos!
«De modo que ya no podía Jesús presentarse en público en ninguna ciudad»
Otra escena para contemplar, para imaginar, para paladear, para aparcar la razón y disfrutar.
Jesús sale de Cafarnaúm para predicar la buena Noticia. El camino discurre entre suaves colinas de tierra rojiza tachonada de arbustos y pequeños árboles retorcidos por el viento. Le sigue un amplio séquito posiblemente superior a doscientas personas, y, tal como solía ocurrir, sus seguidores se apretujan en la cabeza de la marcha en un intento permanente de acercarse más al profeta. Los rayos del sol a sus espaldas y la brisa del oeste contra el rostro les proporciona una marcha agradable y placentera.
De súbito, en un recodo del camino aparece un leproso que se dirige a ellos con paso decidido. Sus vestiduras, blancas antaño, se han convertido en un montón de harapos sucios y desastrados. «Si quieres, puedes limpiarme» —grita, con fuerza.
Un leproso no sólo tiene que soportar su terrible enfermedad, sino la marginación total de la sociedad en que vive. Esta marginación es el reflejo del supuesto rechazo del propio Dios, que de esa forma le castiga por sus pecados. Es impuro ante la Ley y transmite su impureza a todo aquel que osa tocarle. Un leproso es considerado, en definitiva, como causa de contaminación y maldición para el pueblo, y tocar a un leproso no solo es una imprudencia desde el punto de vista higiénico, sino, sobre todo, un quebrantamiento grave de la Ley de Moisés.
Pero volvamos al relato. Quienes hasta entonces se habían esforzado por mantenerse al lado de Jesús, comienzan a ralentizar el paso para evitar que el leproso pueda llegar hasta a ellos; y no solo eso, sino que al ver al leproso seguir acercándose, vuelven sobre sus pasos olvidando la compostura y atropellando a los que todavía no se han hecho cargo de la situación. Solo Jesús se mantiene firme esperando al desventurado, e incluso algunos testigos dicen que avanzó hacia él.
Jesús siente una infinita compasión por aquel hombre; por la insoportable soledad en la que vive a causa de la brutal injusticia a la que le someten sus hermanos. El reino de Dios, la buena Noticia, también son para él, o mejor dicho, son preferentemente para él; para aquel Hijo cuya única esperanza parece ser la muerte. A pocos pasos de Jesús, el leproso hinca la rodilla en tierra y vuelve a suplicarle: «Si quieres, puedes sanarme».
Los acompañantes de Jesús contemplan la escena a distancia prudencial. Algunos le instan para que se retire antes de que pueda incurrir en impureza. «¡No le hagas caso! —le gritan—, es un pecador y está quebrantando la Ley». Pero Jesús no les oye. Solo piensa en la tragedia de aquel hombre y en cómo ayudarle. Ante el estupor de todos, da unos pasos hacia él, le coge de los codos y lo levanta. Sin soltarle, cierra los ojos, implora la misericordia del Padre y, cuando vuelve a abrirlos, la lepra ha desaparecido.
Aquel hombre, casi sin respiración al ver el prodigio que acababa de producirse en su persona, se mira incrédulo las manos, antes convertidas en muñones, y se palpa el rostro, antes carcomido por la enfermedad. Jesús le pone afectuosamente la mano sobre su hombro, y le dice: «Mira; no digas nada a nadie, sino vete, muéstrate al sacerdote y ofrece por la purificación lo que ordenó Moisés». Pero el leproso, después de partir, comienza a pregonarlo a los cuatro vientos, y lo hace tan a conciencia, que el conocimiento de este suceso precede a Jesús en todo el camino.
Cuando continúan la marcha hacia la aldea a la que se dirigen, la muchedumbre ya no le estruja en su afán por acercarse más, sino que guarda una prudente distancia porque Jesús ha incurrido en impureza y no quieren que nadie pueda acusarles de impuros por haberse rozado con él. Algunos quedan perplejos y escandalizados ante semejante trasgresión de la Ley por parte de Jesús, pero a él esto le trae sin cuidado. Para él lo importante es la gente —sobre todo la gente necesitada—, y ningún poder humano va a apartarle de su camino.
Al llegar a la puerta de la aldea, las autoridades le impiden el paso. «Tú no puedes pasar —le dicen— hasta que cumplas tu período de impureza». Jesús tiene que quedarse fuera y sus amigos se quedan fuera con él. Durante el tiempo que prescribe la Ley, tiene que permanecer en los descampados sin poder acercarse a las ciudades, pero hasta él llegan las gentes de todas las partes para escucharle…
¡Fascinante Jesús!
Miguel Ángel Munárriz Casajús
Para leer el comentario que José E. Galarreta hizo sobre este evangelio, pinche aquí
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DOMINGO 11 de febrero
Mc 1,40-45
En tiempos de pandemia y distancia social, recuperar la compasión y la projimidad se hace imprescindible en nuestras sociedades para no dejar de ser humanos. Pero también es necesario liberarla del marco en que ha sido secuestrada y desvirtuada. El Evangelio de este domingo nos ofrece pistas para ello.
La compasión vivida al modo de Jesús nunca naturaliza la injusticia ni el sufrimiento ajeno, especialmente el de las personas más excluidas, como sucede en la situación del leproso. Nace siempre de la proximidad y la cercanía, del cuerpo a cuerpo con el otro. Es una reacción ante el sufrimiento ajeno interiorizado, que llega hasta las entrañas y el corazón propio y mueve a actuar, a ponerse en la situación de quien sufre, a acompañar ese sufrimiento e incidir en las causas para evitarlo. En consecuencia, la compasión no tiene sólo una incidencia interpersonal, sino que tiene repercusiones comunitarias y sociales. Alude siempre a una dimensión práxica. Si carece de ella se convierte en “lastima”. La lástima es la domesticación de la compasión, se alimenta del dolor del otro para realizarse y termina por generar servilismo o dependencia. El centro es el yo y no el otro. La compasión, sin embargo, se apoya en gestos y no en discursos y su centro es siempre el otro, nunca la autosatisfacción ni la autocomplacencia.
Adentrarnos en el Evangelio de Marcos es hacerlo en un itinerario compasivo donde los relatos de sanación resultan sumamente significativos y en el que las manos, el sentido del tacto, ocupan un papel fundamental. Los verbos poner sobre, tocar, extender se repiten en ellos para significar la acción liberadora de Jesús al entrar en contacto con los cuerpos considerados malditos, impuros, “indignos de Dios” en Israel. Las manos de Jesús son fuente de conocimiento y reconocimiento. Jesús al tocar sana, libera, “empodera”. En sus relaciones y trato humanizador con los más excluidos y excluidas les confirma como imagen y semejanza del Creador. Las manos de Jesús se abren en gesto de comunión y reconciliación y la impureza queda invalidada en su poder de contagio. El tacto de Jesús les hace recuperar su identidad negada, hace de ellos criaturas nuevas. Su modo de tocar la vida y relacionarse con las personas revela la compasión y la ternura de un Dios que invita no a cumplir preceptos sino a humanizar la vida desde los últimos y últimas. De esta experiencia brota el agradecimiento y el anuncio.
En tiempos en los que el contacto humano queda o limitado a grupos burbujas con distancia social y mascarilla ¿Cómo rehabilitar la compasión y no olvidar que el autocuidado cristiano va de la mano del cuidado de los últimos y últimas?
La compasión constituye uno de los signos más palpables de madurez humana y de espiritualidad genuina. Y esto no es así por un convencionalismo arbitrario, sino porque la compasión brota espontáneamente de la comprensión.
Una persona es psicológica y espiritualmente madura cuando se habita a sí misma, viviendo en conexión consciente con lo que es, más allá de la imagen, de la acción y del propio ego. Y lo que somos de fondo, más allá del yo, es una realidad transpersonal que se ha designado como Verdad, Bondad y Belleza. Dicho más brevemente: somos Amor. Por eso, cuando lo comprendemos, no podemos sino vivirlo. Por eso también, es lo único que nos hace felices.
Sin embargo, la experiencia nos dice que encontraremos dificultades para vivirlo: desde una sensibilidad más o menos endurecida hasta un estado de alejamiento de nuestra propia identidad profunda, pasando por un mayor o menor bloqueo de nuestra capacidad de amar, como consecuencia de carencias afectivas importantes en los primeros momentos de nuestra existencia.
Eso explica que, con frecuencia, nos veamos enfrentados a una paradoja: somos Amor, pero necesitamos entrenarlo para poder vivirnos en coherencia. Entrenar el amor no significa entrar por un camino de voluntarismo. La voluntad la necesitaremos para mantener la perseverancia en el entrenamiento, pero el amor despertará en la medida en que nos sea posible experimentarlo.
Es probable que, en ese camino, haya que empezar por cuidar y desarrollar el amor a sí mismo. Un cuidado que no tiene nada de egoísta, ya que ese mismo amor es el que nos libera del encierro narcisista, gracias a dos características que lo acompañan: la humildad y la universalidad.
El amor es humilde, es decir, verdadero e íntegro y, por tanto, desapropiado, porque se reconoce infinitamente más grande que el propio yo. No se trata, por tanto, de que yo me ame -aunque lo nombremos de este modo-, sino de que el Amor me alcanza y me envuelve. Al reconocerlo así, el yo o ego ha perdido su protagonismo.
Por otro lado, el amor es universal, no deja nada ni a nadie fuera. Porque no es un sentimiento que dependiera de mí y conociera altibajos, sino una certeza que se apoya en la realidad de lo que es: todo es uno, todos somos uno. En el Amor lo experimentamos.
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Del blog de Tomás Muro La Verdad es libre:
01.- UNA ANÉCDOTA SOBRE LA LEPRA
Me lo contaba un sencillo y buen catequista africano que él lo vivió:
Allá en Guinea Ecuatorial, en plena selva africana, en un poblado llamado Mikomeseng, había –y hay- una humilde pero hermosa leprosería construida con la ayuda de la Fundación belga del P. Damián (apóstol de los leprosos).
Hace cincuenta / sesenta años, más o menos, el entonces dictador de Guinea Ecuatorial, Macías, quiso eliminar la lepra de su país, para lo cual no tuvo mejor ocurrencia que expulsar a todos los leprosos de la leprosería a la selva. Cuando los pobres leprosos: gente muy limitada por la enfermedad huían a la selva como buenamente podían, Macías dio fuego a los leprosos y a la selva.
2.- LA LEPRA EN LA VIDA DE ISRAEL; IMPUREZA Y MARGINACIÓN
La lepra y las enfermedades de la piel, llagas, erupciones, etc. eran consideradas como el signo exterior de una situación de pecado interior.
Por esta razón los leprosos eran considerados impuros y debían salir de la convivencia familiar, dejar la convivencia del pueblo y vivir en las afueras sin tener contacto alguno con la gente.
La lepra era la enfermedad que más alteraba la vida de una persona. Desfiguraba y deterioraba el cuerpo, el alma y la dignidad hasta convertirlo en “impuro”.
Por esta razón los leprosos vivían en las afueras de las ciudades, vestidos con andrajos, entre la basura, (Job). El leproso tenía que llamar la atención con una campanilla o haciendo gestos para que nadie se le acercara, pues quien tocaba un leproso queda igualmente impuro y, por tanto, excluido. El leproso permanece aislado, condenado a su suerte. El leproso solamente puede vivir en compañía de quienes padecen su misma enfermedad. (2 Rey 7,3; Lc 17,11-19).
Es el caso de Job:
Satán salió de la presencia de Yahveh, e hirió a Job con una llaga maligna desde la planta de los pies hasta la coronilla de la cabeza. Job tomó una tejoleta para rascarse, y fue a sentarse entre la basura. (Jb 2,7-8)
En el AT el leproso es impuro también ante Dios, por lo que no puede participar en el culto, en las celebraciones. El leproso, vive, pero es considerado como muerto, que también es impuro e intocable. La lepra es exponente de la dureza del sistema religioso marginando sin compasión.
3.- JESÚS -EL CRISTIANISMO- ANTE LA LEPRA Y LA MARGINACIÓN.
Tanto Jesús como el leproso hacen lo que no debían. Ni debían ni podían acercarse uno al otro. Uno por enfermo y Jesús para no quedar contaminado.
Aquel hombre leproso -marginado- se acerca humildemente -se puso de rodillas- y le suplicó a Jesús: si quieres puedes limpiarme.
Jesús, como buen judío, debía haber salido corriendo, como lo hicieron el sacerdote y el levita en la parábola del buen samaritano, (Lc 10,25-37).
Pero Jesús siente compasión, se acerca, toca y limpia al leproso. Jesús rehabilita al leproso: lo de vuelve a la vida, a la convivencia. Siempre eres hijo de Dios.
Dios no hace acepción de personas, ni relega a nadie.
4.- COMPASIÓN
Jesús es la expresión de la misericordia de Dios. En JesuCristo se nos hace presente la bondad de Dios.
¡Cuántas veces aparece en los evangelios que: “Jesús se compadeció, sintió lástima”.
+ La misericordia de Dios es entrañable (Lc 1).
+ Bienaventurados los que tienen misericordia, (Mt 5,7).
+ Jesús siente compasión de la multitud. (Mt 9,36; 14,14; 15,32).
+ Dejaos de tanto rito y liturgias celestiales: misericordia y no sacrificios, (Mt 9,13).
+ Jesús siente pena por aquella madre viuda de Naím que acompaña a enterrar el cadáver de su hijo, y le devuelve a la vida. (Lc 7,13).
+ El padre del hijo pródigo, cuando le ve volver a casa, se conmovió. (Lc 15,23).
+ El buen samaritano es puesto como modelo porque tuvo misericordia. (Mc 10,33).
+ Jesús siente compasión de tantas personas… Extiende su mano al leproso, al paralítico, a la mujer que perdía la vida (sangre), a la muerte (Lázaro), a la suegra de Pedro, etc.
Dios se compadece siempre del ser humano e interviene con fuerza para rehabilitarnos, para acogernos en la convivencia.
Jesús, que es puro, toca al impuro. Nosotros no manchamos a Cristo, Él nos limpia, nos sana,
Lo que Jesús hace con el leproso y con tantos enfermos es la bondad de Dios para con nosotros.
5.- ¿HEMOS VUELTO AL AT?
También hoy creamos marginación en nuestro derredor: marginaciones en la familia, muchos ancianos son marginados en los centros sanitarios; marginaciones en el campo del trabajo; aparcamientos y marginaciones en la vida eclesiástica; menosprecios y marginaciones de corte étnico, marginaciones de los emigrantes, etc.
¿No es marginación lo que hacen muchos obispos, curas y laicos con los homosexuales en contra incluso del papa Francisco?
Salgamos de la sinagoga, de la ley y volvamos a la misericordia del Señor. Es más importante la ley que el Evangelio.
Dios, JesuCristo son misericordia.
Lo propio de ser cristiano es la compasión, sentir lástima y curar.
Señor, si quieres puede limpiarme
Jesús sintió lástima, le tocó y le dijo: queda limpio.
PARA CONCLUIR LA PALABRA
Un viejo documento cristiano (apócrifo), el papiro Egerton, recoge allá por el siglo II una oración que pone en boca del leproso cuando se encuentra con a Jesús. vamos a terminar la homilía rezando todos juntos esta oración
Maestro Jesús, tú que andas con los leprosos y comes con ellos en su casa:
Comentarios desactivados en “Extender la mano”. 6 Tiempo Ordinario – B (Marcos 1, 40-45)
La felicidad solo es posible allí donde nos sentimos acogidos y aceptados. Donde falta acogida, falta vida; nuestro ser se paraliza; la creatividad se atrofia. Por eso una «sociedad cerrada es una sociedad sin futuro, una sociedad que mata la esperanza de vida de los marginados y que finalmente se hunde a sí misma» (Jürgen Moltmann).
Son muchos los factores que invitan a los hombres y mujeres de nuestro tiempo a vivir en círculos cerrados y exclusivistas. En una sociedad en la que crece la inseguridad, la indiferencia o la agresividad es explicable que cada uno tratemos de asegurar nuestra «pequeña felicidad» junto a los que sentimos iguales.
Las personas que son como nosotros, que piensan y quieren lo mismo que nosotros, nos dan seguridad. En cambio, las personas que son diferentes, que piensan, sienten y quieren de manera diferente, nos producen inquietud y temor.
Por eso se agrupan las naciones en «bloques» que se miran mutuamente con hostilidad. Por eso buscamos cada uno nuestro «recinto de seguridad», ese círculo de amigos, cerrado a aquellos que no son de nuestra misma condición.
Vivimos como «a la defensiva», cada vez más incapaces de romper distancias para adoptar una postura de amistad abierta hacia toda persona. Nos hemos acostumbrado a aceptar solo a los más cercanos. A los demás los toleramos o los miramos con indiferencia, si no es con cautela y prevención.
Ingenuamente pensamos que, si cada uno se preocupa de asegurar su pequeña parcela de felicidad, la humanidad seguirá caminando hacia su bienestar. Y no nos damos cuenta de que estamos creando marginación, aislamiento y soledad. Y que en esta sociedad va a ser cada vez más difícil ser feliz.
Por eso el gesto de Jesús cobra especial actualidad para nosotros. Jesús no solo limpia al leproso. Extiende la mano y lo toca, rompiendo prejuicios, tabúes y fronteras de aislamiento y marginación que excluyen a los leprosos de la convivencia. Los seguidores de Jesús hemos de sentirnos llamados a aportar amistad abierta a los sectores marginados de nuestra sociedad. Son muchos los que necesitan una mano extendida que llegue a tocarlos.
Comentarios desactivados en “Quiero: queda limpio.” Domingo 14 de febrero de 2021. Sexto domingo del tiempo ordinario
Leído en Koinonia:
Levítico 13,1-2.44-46: El leproso tendrá su morada fuera del campamento: Salmo responsorial: 31: Tú eres mi refugio, me rodeas de cantos de liberación. 1Corintios 10,31-11,1: Seguid mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo. Marcos 1,40-45: La lepra se le quitó, y quedó limpio
En el evangelio de Marcosque hoy leemos, Jesús se encuentra con un leproso arriesgado que se atreve a romper una norma que lo obligaba a permanecer alejado de la ciudad. Esta norma es la que nos recuerda la primera lectura, del Levítico.
En la tradición judía (primera lectura) la enfermedad era interpretada como una maldición divina, un castigo, una consecuencia del pecado de la persona enferma –¡o de su familia!–. Porque entonces se la consideraba contagiosa, la lepra común estaba regulada por una rígida normativa que excluía a la persona afectada de la vida social. (Ha durado muchos siglos la falsa creencia de que la lepra fuese tan fácilmente contagiable). El enfermo de lepra era un muerto en vida, y lo peor era que la enfermedad era considerada normalmente incurable. Los sacerdotes tenían la función de examinar las llagas del enfermo, y en caso de diagnosticarlas efectivamente como síntomas de la presencia de lepra, la persona era declarada «impura», con lo que resultaba condenada a salir de la población, a comenzar a vivir en soledad, a malvivir indignamente, gritando por los caminos «¡impuro, impuro!», para evitar encontrarse con personas sanas a las que poder contagiar. En realidad, todo el sistema normativo religioso generaba una permanente exclusión de personas por motivos de sexo, salud, condición social, edad, religión, nacionalidad.
Este hombre, seguramente cansado de su condición, se acerca a Jesús y se arrodilla, poniendo en él toda su confianza: «si quieres, puedes limpiarme». Jesús, se compadece y le toca, rompiendo no sólo una costumbre, sino una norma religiosa sumamente rígida. Jesús se salta la ley que margina y que excluye a la persona. Jesús pone a la persona por encima de la ley, incluso de la ley religiosa. La religión de Jesús no está contra la vida, sino, al contrario: pone en el centro la vida de las personas. La vida y las personas por encima de la ley, no al revés.
Jesús le pide silencio (es el conocido tema del «secreto mesiánico», que todavía hoy resulta un tanto misterioso), y le envía al sacerdote como signo de su reinclusión en la dinámica social, «para que sirva de testimonio» de que Dios desea y puede actuar aun por encima de las normas, recuperando la vida y la dignidad de sus hijos e hijas. Pero este hombre no hace caso de tal secreto, rompe el silencio, y se pone a pregonar con entusiasmo su experiencia de liberación. No parece servirse de la mediación del sacerdote o de la institución del templo, sino que se auto-incluye y toma la decisión autónoma de divulgar la Buena Noticia. Esto hace que Jesús no pueda ya presentarse en público en las ciudades sino en los lugares apartados, pues al asumir la causa de los excluidos, Jesús se convierte en un excluido más. Sin embargo, allí a las afueras, está brotando la nueva vida y quienes logran descubrirlo van también allí a buscar a Jesús.
Es una página recurrente en los evangelios: Jesús cura, sana a los enfermos. No sólo predica, sino que cura («no es lo mismo predicar que dar trigo», dice el refrán). Palabra y hechos. Decir y hacer. Anuncio y construcción. Teoría y praxis. Liberación integral: espiritual y corporal. Y ésa es su religión: el amor, el amor liberador, por encima de toda ley que aliene. La ley consiste precisamente en amar y liberar, por encima de todo.
La segunda lectura, que sigue, como siempre, un camino independiente frente a la relación entre la primera y la tercera, es un bello texto de Pablo que habla de la integralidad de la espiritualidad. La espiritualidad no es tan «espiritual»; de alguna manera es también «material». Hay que recordar que la palabra «espiritualidad» es una palabra desafortunada. Tenemos que seguir utilizándola por lo muy consagrada que está, pero necesitamos recordar que no podemos aceptar para su sentido etimológico. No queremos ser «espirituales» si ello significara quedarnos con el espíritu y despreciar el cuerpo o la materia.
Pablo está en esa línea: «ya sea que comáis o que bebáis o que hagáis cualquier otra cosa…». No sólo las actividades tradicionalmente tenidas como religiosas, o espirituales, tienen que ver con la espiritualidad, sino también actividades muy materiales, preocupaciones muy humanas, como el comer y beber, o cualquier otra actividad de nuestra vida, pueden, deben ser integradas en el campo de nuestra espiritualidad (que ya no resultará pues «solamente espiritual»). Nuestra vida de fe puede y debe santificar toda nuestra vida humana, en todas sus preocupaciones y trabajos, no sólo cuando tenemos la suerte de poder dedicar nuestro tiempo a actividades «estrictamente religiosas», como podrían ser la oración o el culto.
El Concilio Vaticano II insistió mucho en esto: «todos estamos llamados a la santidad» (cap. V de la Lumen Gentium). No hay unos «profesionales de la santidad» (cap. VI ibid.), algunos que estarían en un supuesto «estado de perfección», mientras los demás tendrían que atender a preocupaciones muy humanas… No. Todos estamos llamados elevar nuestros trabajos, tareas, preocupaciones humanas… «nuestra propia existencia» a la categoría de «culto agradable a Dios» (como dirá Pablo en Rom 12,1-2). Podemos ser muy «espirituales» (con reservas para esta palabra de resabios greco-platónicos) y santificarnos aun en lo más «material» de nuestra vida. Leer más…
Comentarios desactivados en 14.2.21. Cuando Jesús se enfada: Seguir avanzando, no acudir a los sacerdotes (Mc 1,40-45. Dom 6)
Del blog de Xabier Pikaza:
Mi título puede parecer “escandaloso”, pero el texto de Marcos es aún más escandaloso
El evangelio empieza presentando a un enfermo “impuro” (marginado) a quien el sistema sanitario, controlado de un tipo de “sacerdotes”, expulsa (no cura), de forma que el pobre malvive fuera de todos los caminos, sin hospital, ni curación, ni iglesia .
El enfermo (paria, impuro, apestado) grita a Jesús y le dice “si quieres, puedes curarme”, porque él sabe algo que Jesús aún no sabía de un modo consciente: que este tipo de enfermedad se puede curar, si se toca de verdad, si se abraza y acoge, aunque para ello hay que arriesgarse, superando unas normas de tipo social sacro-sanitario.
Jesús se arriesga y así toca, acoge y cura al apestado, pero al descubrir las consecuencias de su gesto se enfada (embrimesamos), de una forma que parece escandalosa. ¿Contra quién: Contra el enfermo, contra la sociedad sacral egoísta, cerrada en sí, contra su labor mesiánica?
El texto no dice las razones del enfado, pero añade que, como queriendo detener las consecuencias de su gesto, Jesús manda al enfermo presentarse ante los sacerdotes (autoridades socio-sanitarias), para que ratifiquen su curación y le entreguen la “cartilla” de sano (bien vacunado).
Jesús manda…, pero el enfermo no va (¡al Diablo con los sacerdotes!), sino que empieza a pregonar por todas partes lo que ese Jesús ha hecho, que es curarle tocándole y acogiéndole con sus propias manos.
Jesús queda así también “manchado”, bajo vigilancia de “mala gente”, gente impura, que no acepta las normas sanitarias de un sistema que había expulsado al leproso sin poder curarle… Por eso tiene que andar escondido, alejado de la “policía” del sistema bajo el que ahora, como antes, sufre y muerte el leproso.
Éstos son los rasgos principales de este evangelio que es aún más escandaloso… Así lo ha narrado Marcos, pero los otros evangelios se han sentido molestos y han querido suavizar el escándalo. Éste es el tema de fondo. Quien quiera entenderlo mejor léalo de nuevo, o siga leyendo mi Comentario de Marcos.
| X.Pikaza
Texto
(a. Misión y milagro) 39 Y se fue a predicar en sus sinagogas por toda Galilea, expulsando los demonios. 40 Se le acercó un leproso y le suplicó de rodillas: Si quieres, puedes purificarme. 41 Y, compadecido, extendió la mano, lo tocó y le dijo: Quiero, queda limpio. 42 Al instante desapareció la lepra y quedó limpio.
(b. Mandato de Jesús) 43 Y de pronto, irritado, le expulsó, 44 y le dijo: mira, no digas nada a nadie, sino, vete, muéstrate al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para testimonio de ellos.
(c. Desobediencia del curado) 45 Pero él, saliendo se puso a divulgar a voces la palabra, de modo que Jesús no podía ya entrar abiertamente en ninguna ciudad. Tenía que quedarse fuera, en lugares despoblados, y aun así seguían acudiendo a él de todas partes[1].
Éste es el primero de los milagros de Jesús a campo abierto, fuera de los muros de la sinagoga y de la casa (y del entorno de la casa de Cafarnaúm). El leproso esta expulsado de la sociedad, no puede entrar en una población, de forma que debe venir al encuentro de Jesús mientras éste recorre la región abierta de Galilea (cf. 1, 39). Llega con fe, diciéndole a Jesús «si quieres» (reconociendo su poder) y poniendo en marcha una dinámica que le llevará a enfrentarse con el templo.
Jesús escucha, se apiada, toca al leproso con la mano y responde «Quiero». Ésta es la primera voluntad de Jesús, que responde al leproso e inicia así un camino de limpieza que el judaísmo más legal no podía conseguir, pues debía mantener separados a posesos (cf. 1,21-29) y a leprosos. Conforme a los principios de Lv 1-16, la religión es un tema de pureza ritual o separación humana. Este leproso es impuro en un sentido oficial: está expulsado del espacio santo de su pueblo, como indica la exigencia posterior de presentarse a los sacerdotes para que le incluyan de nuevo entre los fieles, limpios en lo externo, capaces de vivir en la ciudad y de acudir a sinagoga y templo (1,44-45, con cita en Lv 14). La contraposición es evidente.
El judaísmo del Levítico y de la ley de sacerdotes distingue lo limpio y lo manchado: divide, organiza ritualmente a los hombres, expulsando a los sucios y reintegrando a los curados, pero sin que ella tenga poder para poder limpiarles. Jesús, en cambio, vuelve a las raíces del auténtico Israel y dice: «Queda limpio», y de esa forma cambia y construye un orden social distinto donde caben posesos y leprosos, una comunidad de acogida universal.
Tras la curación se plantea un nuevo problema. ¿Con qué finalidad limpia Jesús: para que los antiguos leprosos retornen a la vieja ley y templo o para ofrecerles libertad y suscitar con ellos un nuevo movimiento mesiánico de liberación humana? Marcos no responde de manera dogmática, no ofrece desde fuera un tipo de teoría sobre Israel y el cristianismo, sino que dice que Jesús cura y abre un camino de transgresión creadora, iniciado por el mismo curado (aparentemente en contra de la voluntad de Jesús)[2].
1, 39-42. Misión y milagro
39 Y se fue a predicar en sus sinagogas por toda Galilea, expulsando los demonios. 40 Se le acercó un leproso y le suplicó de rodillas: Si quieres, puedes purificarme. 41 Y, compadecido, extendió la mano, lo tocó y le dijo: Quiero, queda puro. 42 Al instante desapareció la lepra y quedó puro.
Jesús ha empezado a proclamar el evangelio “en las aldeas” o poblaciones vecinas (la palabra kômopoleis, de 1, 38, significa poblados de campo, sin murallas, ni entidad administrativa propia), centrándose de un modo especial en las “sinagogas”, empalmando de esa forma con el judaísmo legal (representado por aquellos que estudian la Ley, con los rabinos). Esto significa que empieza dentro de la institución, pero no en Jerusalén o en las ciudades, sino en pueblos pequeños.
De esa forma camina por las poblaciones campesinas, iniciando una misión rural, centrada en las sinagogas “de ellos”, es decir, en los lugares donde se reúnen hombres y mujeres, recreando el judaísmo en unos años que están siendo básicos para el surgimiento del nuevo Israel rabínico. En esas pequeñas poblaciones (kômopoleis), aldeas o grupos de cortijos, va expandiendo Jesús su mensaje, fijándose de un modo especial en los posesos; por eso, como única nota de su enseñanza, se dice que “iba expulsando demonios” (ta daimonia ekballôn), como si quisiera limpiar las sinagogas del entorno rural de Galilea, completando así la obra iniciada en la sinagoga de Cafarnaúm (cf. 1, 23-28).
Jesús aparece así como un “exorcista con programa mesiánico”, es decir, como un experto en cuestión de posesos, caminando por el entorno de Galilea, como si los endemoniados formaran el problema principal de sus sinagogas rurales, de manera que las iba recorriendo de un modo organizado, para liberarles de sus males. Pues bien, en este contexto se habla del leproso (1, 40). Jesús no fue a buscarle, quizá pensaba que todo lo que se podía hacer debía hacerlo en las sinagogas, que eran las “casas de todos” (donde abundaban de un modo especial los posesos).
Pero entre sinagoga y sinagoga, atravesando por el campo, se le acercó un leproso, con quien (al parecer) no contaba, echándose a sus pies de rodillas (gonypetôn), como adorándole, para exponerle su caso y decirle: “si quieres… (ean thelês) puedes purificarme” (katharisai).
Este leproso conoce su mal por experiencia personal y social, pues la misma Ley le ha expulsado, de manera que no puede albergar ninguna esperanza de Reino, pues ha de habitar fuera de las poblaciones (como Cafarnaúm), pero también fuera de las aldeas y de sus sinagogas, de manera que no puede aprender la Ley, ni escuchar el mensaje que Jesús está sembrando precisamente en ellas, al curar a los endemoniados. Él aparece en el último escalón de la sociedad o, mejor dicho, fuera de ella, sin esperanza alguna.
Está fuera del círculo social de Galilea, pero la “fama” de Jesús ha llegado a sus oídos (como supone 1, 28) y así puede pedirle algo que éste no había proyectado: que le devuelva la pureza social y religiosa. Jesús no ha ido a buscarle directamente, sino que es el leproso el que viene y le muestra su necesidad, puesto de rodillas, como ante un Dios (un delegado de Dios). Ha comprendido que el proyecto de Jesús (centrado por ahora en los posesos) debe extenderse también a los leprosos, expulsados de la comunidad de Israel por su impureza. Por eso se atreve a ponerse a pedirle su ayuda, de manea que podemos decir que ha entendido quizá mejor que Jesús su poder de sanación.
No es simplemente un enfermo, sino un expulsado religioso (el mismo sacerdote le ha arrojado fuera de la comunidad de los limpios de Israel), de forma que todos le toman como fuente de peligro y como causa de impureza para la buena familia israelita, conforme a una ley regulada por sacerdotes, que tienen poder de expulsar del “campamento” (de la vida social) a los leprosos y de readmitirlos, si es que se curan, tras examinarlos “fuera del campamento” (es decir, fuera de las ciudades) y de cumplir los ritos y sacrificios prescritos en el templo. Más que enfermo, es un excomulgado en el sentido fuerte del término, y sólo el sacerdote tenía el poder de integrarlo de nuevo en la comunidad, observando su piel y mandándole cumplir los ritos sagrados (Lev 13-14).
Para que el conjunto social mantuviera su pureza, los leprosos debían ser arrojados fuera del “campamento”, es decir, del espacio habitado. No les podían matar (el mandamiento de Dios lo prohibía), ni les encerraban en lo que hoy sería una cárcel u hospital para contagiosos, pero les expulsaban de las ciudades y núcleos habitados(como al chivo expiatorio de Lev 16), y así vivían apartados de la sociedad. Según eso, no podían orar en el templo, ni aprender en la sinagoga, ni compartir casa, mesa o cama con los familiares sanos, sino que eran apestados, una secta de proscritos.
Desde ese fondo se entiende la escena, que empieza con el gesto del leproso que viene y ruega (1, 40), puesto de rodillas (gonipetôn, como precisan los mejores manuscritos), diciendo a Jesús “si quieres, puedes purificarme”, poniendo su caso y su causa en sus manos. Quizá Jesús no se había detenido a pensar en el problema, ni conocía el poder que este leproso le atribuye (¡si quieres puedes limpiarme!), ni sabía cómo desplegarlo, asumiendo en su misión la tarea de “purificar” a los leprosos (el texto emplea la palabra katharisai, que propiamente hablando no es curar, sino purificar, limpiar).
La iniciativa no parte de Jesús, sino del leproso que le dice lo que ha de hacer (¡si quieres puedes purificarme!), despertando en él una nueva conciencia de poder, que desborda las fronteras del viejo Israel sacerdotal. Este leproso puede saber que Jesús había curado al poseso de 1, 23, esclavizado por un espíritu impuro (akatharton). Pues bien, él deduce (y deduce bien) que, si Jesús pudo “purificar” o limpiar a a un poseso, podrá purificarle también a él, declarándole limpio y realizando algo que, según Lev 13-14, sólo podían hacer los sacerdotes, cuando declaraban puros a los leprosos previamente curados.
El poseso-impuro había gritado, desafiando a Jesús. Este leproso-impuso le ruega, puesto de rodillas, sabiendo que él, Jesús, tiene autoridad de Dios, por encima de los sacerdotes. Sólo a partir de aquí se entiende la acción de Jesús, que nos sitúa en el centro de la máxima “inversión” del evangelio: Jesús, que, en un sentido, ha recibido todo el poder de Dios (que le ha llamado Hijo y le ha ofrecido su Espíritu: 1, 11-12), aprende a utilizarlo a través de este leproso, que aparece así como su maestro, diciéndole lo que puede hacer y poniendo en marcha un proceso curativo que culminará en la Pascua. Éstos son los tres aspectos de la acción de Jesús (1, 41).
Conmoción interior: compadecido (splagnistheis).Esta palabra se encuentra enraizada en la confesión de fe de Israel, que se expresa cuando, tras haberse roto el primer pacto (cf. Ex 19-24) por infidelidad del pueblo, que adora al becerro de oro (Ex 32), Moisés sube de nuevo a la montaña y escucha la palabra de perdón de Dios que se define como “aquel que está lleno de misericordia y compasión” (Ex 34, 6). Pues bien, ella marca el principio de la transformación de Jesús, que aparece así como portador de esa misma compasión de Dios. Ciertamente, el texto griego de Ex 34, 6 LXX no emplea la palabra splagnistheis de Mc 1, 41, pero utiliza otras equivalentes que expresan la hondura del “rehem” de Dios, su conmoción interior ante la pequeñez y dolor de los hombres. Pues bien, según Marcos, Jesús ha sentido esa misma “conmoción interior” de Dios ante el leproso, una compasión-misericordia que brota de su entraña[3].
− Gesto: Extendió la mano y le tocó. Movido por su compasión (que es como la de Dios: cf. Ex 34, 6), Jesús desoye la ley del Levítico, que prohibían “tocar” a los leprosos, bajo pena de impureza. Expresamente rompe esa ley que separa a puros de impuros, iniciando un movimiento que marcará desde aquí toda su vida, aprendiendo la “lección” del leproso que le pide que le limpie (que le purifique), dejándose conmover en sus entrañas (¡como se conmueve Dios!). De esa forma hace algo que nadie habría osado hacer, sino sólo el sacerdote, y no para curar/purificar, sino sólo para certificar una curación que se había realizado antes. Jesús extiende la mano y toca expresamente al leproso, sabiendo que, en línea de ley, ese contacto va a mancharle (haciéndole impuro ante la Ley), pero sabiendo también y, sobre todo, que él puede y debe purificar al leproso. Él ha “levantado” (ha resucitado) ya a la suegra de Simón (1, 31), y ahora hace algo todavía más profundo: toca con su mano al leproso (haptomai), ofreciéndole así su contacto personal. Esta mano de Jesús que toca al leproso es la expresión de una misericordia que transciende las leyes de pureza del judaísmo legalista, es signo de la piedad de Dios, que ama precisamente a aquellos a quienes la ley expulsa.
− Palabra: Y le dice ¡quiero, queda limpio! (1, 41b). Esa palabra ratifica la misericordia anterior y despliega el sentido del contacto de la mano. El leproso le ha dicho ¡si quieres! (ean thelês) y Jesús le ha respondido, cumpliendo así su petición, de manera que su palabra marca la novedad y el poder del evangelio: quiero, sé puro (thelô katharisthêti). A través de este querer de Jesús, expresado en primera persona (¡quiero!) viene a expresarse la voluntad creadora de Dios.
La misericordia, el contacto físico y la palabra purificadora de Jesús llegan a la hondura del enfermo, que antes se hallaba expulsado de la sociedad sagrada. Jesús invierte así el proceso de expulsión de la ley, acogiendo (¡purificando!) al leproso y oponiéndose a una norma básica del judaísmo sinagogal. No se limita a esperar y observar, como deben hacer los sacerdotes, para sancionar una curación ya realizada (cf. 1, 44; Lev 14, 3), sino que escucha la necesidad del impuro y le acoge, ofreciéndole su contacto corporal y su palabra, abriendo un espacio de pureza (salud, dignidad, humanidad) en su nueva familia mesiánica. En este contexto se plantean dos cuestiones que son importantes, aunque no esenciales, para entender el movimiento de Jesús.
El carácter físico de la enfermedad. El texto dice que aquel hombre era un leproso (lepros), una palabra que, en sentido general no se aplica sólo (ni fundamentalmente) a lo que hoy llamamos “lepra” (dolencia producida por el bacilo de Hansen, que entonces no se conocía), sino a diversas afecciones de la piel, desde un tipo de soriasis hasta lo que suele llamarse “achaque de escamas” o ictiosis, que se muestra en la piel de algunas personas. Por eso, hay comentaristas que prefieren prescindir de esa palabra “lepra”, empleando otras (como enfermedad de escamas). Pienso, sin embargo, que por tradición y simbolismo, es preferible decir lepra en sentido popular, pues ella engloba varias enfermedades de la piel que, en opinión de los judíos piadosos, hacían impuros a los hombres, hasta el extremo de que ellos tenían que vivir fuera de la comunidad social y religiosa.
El tipo decuración producida. El texto dice que “de pronto desapareció la lepra y quedó puro” (con un verbo en pasivo divino: ekatharisthê: Dios le hizo puro). Evidentemente, Marcos está pensando en un “cambio externo”, y así supone que la piel del enfermo tomó otra apariencia, como si quedara seca o se le cayeran las escamas. Pero, dicho eso, debemos añadir que la palabra central que aquí se emplea no es “se curó” (iathê), sino “quedó puro” (ekatharisthê). Es como si el mismo Dios, por medio de Jesús, le hubiera declarado limpio, como en el caso en que el mismo Jesús de Marcos dirá más adelante que Jesús “declaró limpios/puros todos los alimentos” (7, 19, con el mismo verbo: katharidsôn).
Según este pasaje, Jesús curó a un sólo leproso (a un hombre impuro), declarando que era “puro”. De esa forma declaró, en el fondo, que todos los leprosos (como todos los alimentos en 7, 19) son humanamente limpios, superando así los tabúes y las divisiones de purezas e impurezas que expulsaban a ciertos hombres y mujeres de la sociedad. Nos hallamos ante un gesto que resultaba, tanto entonces como ahora, socialmente inaudito. Este leproso, al que Jesús ha curado, desencadena una nueva visión de la vida humana, en plano social y religioso, superando la ley “religiosa” del templo de Jerusalén.
1, 43-44. Mandato de Jesús
43 Y de pronto, irritado con él, le expulsó, 44 y le dijo: Mira, no digas nada a nadie, sino, vete, muéstrate al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para testimonio de ellos.
El mandato de silencio (no digas nada a nadie recibe una gravedad e importancia mucho mayor, por dos razones. (a) Por el gesto de Jesús, que se irrita y expulsa al leproso (1, 43). (b) Por el mandato posterior: «Vete y muéstrate al sacerdote… como mandó Moisés, para testimonio de ellos» (1,44). Es como si Jesús se hubiera enojado por aquello que acaba de hacer, dándose cuenta de la importancia de su gesto y como si quisiera reintegrar al leproso curado en la comunidad israelita, en un sistema social dominado por los sacerdotes, en vez de decirle que le siga, que vaya con él (como ha dicho a los cuatro pescadores).
Tras la curación de la suegra de Pedro y de otros muchos enfermos, Marcos cuenta el primer gran milagro de Jesús: la curación de un leproso. El texto sólo se comprende a fondo teniendo en cuenta los casos parecidos, y muy distintos, de Moisés y Eliseo.
La lepra en el antiguo Israel: diagnóstico y exclusión
«La lepra, en el sentido moderno, no fue definida hasta el año 1872 por el médico noruego A. Hansen. En tiempos antiguos se aplicaba la palabra “lepra” a otras enfermedades, por ejemplo a enfermedades psicógenas de la piel» (J. Jeremias, Teología del AT, 115, nota 36).
En Levítico 13 se tratan las diversas enfermedades de la piel: inflamaciones, erupciones, manchas, afección cutánea, úlcera, quemaduras, afecciones en la cabeza o la barba (sarna), leucodermia, alopecia. Se examinan los diversos casos, y el sacerdote decidirá si la persona es pura o impura (caso curable o incurable). De ese capítulo está tomado el breve fragmento de la primera lectura de este domingo:
El Señor dijo a Moisés y a Aarón:
̶ Cuando alguno tenga una inflamación, una erupción o una mancha en la piel, y se le produzca una llaga como de lepra, será llevado ante el sacerdote Aarón, o ante uno de sus hijos sacerdotes. Se trata de un leproso: es impuro. El sacerdote lo declarará impuro de lepra en la cabeza. El enfermo de lepra andará con la ropa rasgada y la cabellera desgreñada, con la barba tapada y gritando: “¡Impuro, impuro!” Mientras le dure la afección, seguirá siendo impuro. Es Impuro y vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento.»
Dos casos de lepra: impotencia de Moisés, poder sin compasión de Eliseo
El milagro de curar a un leproso sólo se cuenta en el AT de Moisés (Números 12,10ss) y de Eliseo (2 Reyes 5). Es interesante recordar estos relatos para compararlos con el de Marcos.
Impotencia de Moisés
María y Aarón murmuran de Moisés, no se sabe exactamente por qué motivo. En cualquier hipótesis, Dios castiga a María (no a Aarón, cosa que indigna a las feministas, con razón). «Al apartarse la nube de la tienda, María tenía toda la piel descolorida como nieve». Aarón se da cuenta e intercede por ella ante Moisés. Pero Moisés no puede curarla. Sólo puede pedirle a Dios: «Por favor, cúrala». El Señor accede, con la condición de que permanezca siete días fuera del campamento (Números 12).
El poder sin compasión de Eliseo
El caso de Eliseo es más entretenido y dramático (2 Reyes 5). Naamán, un alto dignatario sirio, contrae la lepra, y una esclava israelita le aconseja que vaya a visitar al profeta Eliseo. Naamán realiza el viaje, esperando que Eliseo salga a su encuentro, toque la parte enferma y lo cure. Pero Eliseo no se molesta en salir a saludarlo. Le envía un criado con la orden de lavarse siete veces en el Jordán. Naamán se indigna, pero sus criados lo convencen: obedece al profeta y se cura. A diferencia de Moisés, Eliseo puede curar, aunque sea con una receta mágica, pero no muestra la menor compasión por el enfermo.
Jesús: poder y compasión (Mc 1,40-45)
En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas:
̶ Si quieres, puedes limpiarme.
Compadecido, extendió la mano y lo tocó, diciendo:
̶ Quiero: queda limpio.
La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente:
̶ No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les sirva de testimonio.
Pero, cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en lugares solitarios; y aun así acudían a él de todas partes.
El relato de Marcos consta de seis elementos: petición del leproso; reacción de Jesús; resultado; advertencia; reacción del curado; consecuencias.
Petición del leproso. Tres detalles son importantes en la actitud del leproso: 1) no se atiene a la ley que le prohíbe acercarse a otras personas; 2) se arrodilla ante Jesús, en señal de profundo respeto; 3) confía plenamente en su poder; todo depende de que le parezca bien, no de que pueda.
Reacción de Jesús y resultado. Podía haber respondido a la petición del leproso con las simples palabras: «Quiero, queda limpio». Con ello, a diferencia de Moisés y de Eliseo, habría demostrado su poder: no necesita pedir la intervención de Dios, ni recurrir a remedios casi mágicos. Sin embargo, antes de demostrar su poder muestra su compasión. Marcos habla de lo que siente («compadecido») y de lo que hace («extendió la mano y lo tocó»). Es lo que esperaba el sirio Naamán que hiciera Eliseo: tocar su parte enferma. Quien tocaba a un leproso quedaba impuro; pero a Jesús no le preocupa este tipo de impureza.
Advertencia. Aparentemente, Jesús da dos órdenes al recién curado: 1) que no se lo diga a nadie; 2) que se presente al sacerdote. La primera (no decirlo a nadie) resulta extraña, porque Jesús no pretende pasar desapercibido. Es probable que las dos órdenes estén relacionadas entre sí, formando una sola: «no te entretengas en decírselo a nadie, sino ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés». ¿Qué había ordenado Moisés? Según el Levítico, el curado debe ofrecer: dos aves puras (se suponen tórtolas o pichones), dos corderos sin defecto, una cordera añal sin defecto, doce litros de flor de harina amasada con aceite y un cuarto de litro de aceite. Con todo ello el sacerdote realiza un complejo ritual que dura ocho días. Además, el curado deberá afeitarse completamente el primer día y raparse de nuevo el octavo.
Las palabras finales de Jesús parecen tener un tinte polémico: «para que les conste». Se pasa del singular (el sacerdote) al plural (les conste), como si Jesús pensase en todos sus adversarios que no lo aceptan.
Reacción del curado. No obedece a ninguna de las dos órdenes de Jesús. Ni se calla ni acude al sacerdote. Según la traducción litúrgica, «empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho». El texto griego resulta más ambiguo. Se podría traducir también: «Empezó a predicar mucho y a divulgar la palabra». Como si el leproso curado, en vez de atenerse a lo mandado por Moisés prefiriese convertirse en un misionero cristiano. Aunque esta propuesta resulte sugerente, no encaja bien con lo que sigue.
Consecuencias. Jesús no puede entrar abiertamente en ningún pueblo. Debe permanecer en descampado, y aun así acuden a él. ¿Por qué esta reacción suya? Sabiendo lo que cuenta Marcos más tarde, la respuesta sería: para no verse agobiado por la multitud de gente que acude a él.
Una lectura simbólica: el leproso es cada uno de nosotros
Los relatos evangélicos tienen siempre una gran carga simbólica. Quieren que nos identifiquemos con la situación que narran. En este caso, con el leproso. Todos llevamos dentro algo, mucho o poco, de lo que nos sentimos culpables. Podemos negarlo, escondiendo la cabeza bajo tierra, como el avestruz. O podemos reconocerlo, y acudir humildemente a Jesús, con la certeza de que «si quieres, puedes limpiarme». Él tiene el poder y la compasión necesarios para cambiar nuestra vida.
Muchas traducciones dicen que Jesús sintió lástima o se compadeció del leproso cuando le dijo «si quieres puedes sanarme», pero quienes entienden de Biblia, y traducciones como la de la Biblia de Jerusalén, aseguran que los textos originales dicen que Jesús se “encolerizó”: “encolerizado, extendió su mano le tocó y le dijo: quiero, queda limpio”.
Jesús no se enfada muchas veces, al menos no nos lo cuentan los evangelios, pero hay por lo menos tres momentos en los que se dice o se muestra que Jesús se ha enfadado: este fragmento con el leproso, con los fariseos por lo que piensan en su interior, y con los mercaderes en el Templo.
Por más que nos choque y que tratemos de maquillarlo, Jesús se enfadaba.
Pero, ¿por qué se enfada con este pobre leproso que le pide que lo sane? No parece muy en la línea de Jesús esto de enfadarse en lugar de “compadecerse” ante la enfermedad.
Bien, según quienes estudian la Biblia, lo que enfada a Jesús hasta el punto de encolerizarse es que le busquemos solo para quedar libres de una enfermedad. Le enfada que no queramos conectar con la hondura de su mensaje, de su Buena Noticia.
Jesús no quiere sanar por sanar. No vino a librarnos de la enfermedad. Tampoco del sufrimiento. Jesús no es un “solucionador de problemas”. Dios tampoco.
Jesús vino a mostrarnos quién es Dios. Ese es su mensaje. Ese es el sentido de su vida y también el motivo de su muerte violenta en una cruz.
Marcos, en su evangelio, nos dice que Jesús nos manifiesta quién es Dios cuando se deja clavar en la Cruz. Dios es el que escoge el último lugar, el que nadie quiere. Y para llegar al Dios de Jesús no hay más camino que ocupar el lugar de las últimas de nuestra sociedad, de nuestro mundo.
No se trata tanto de ir a ayudar a quienes lo pasan mal, se trata de ser una más, de ocupar su lugar para que esa persona pueda ocupar el nuestro.
Algo similar a lo que hacían los frailes trinitarios en los orígenes de la Orden, quedarse en el lugar de los cautivos.
Oración
No permitas, Trinidad Santa, que te busquemos solo para liberarnos de nuestras ataduras personales. Haznos comprender el camino exigente de tu evangelio. Amén.
Comentarios desactivados en La relación profundamente humana de Jesús liberaba.
Mc 1, 40-45
Seguimos en el primer capítulo de Marcos. Después de un enunciado general, que resume su habitual manera de actuar, (fue predicando por las sinagogas y expulsando demonios), nos narra la curación de un leproso. El leproso no tiene nombre. Tampoco se habla de tiempo y lugar determinados. Se trata de una generalización de la manera de actuar de Jesús con los oprimidos. Se advierte una falta total de lógica narrativa. Apenas ha pasado un día de la predicación de Jesús y ya le conocen hasta los leprosos que vivían en total aislamiento.
La primera lectura es suficientemente expresiva. La lepra era el motivo más radical de marginación. Lo que se entendía por lepra en la antigüedad no coincide con lo que es hoy esa enfermedad concreta. Más bien se llamaba lepra a toda enfermedad de la piel que se presentara con un aspecto más o menos repugnante. Tanto la lepra como las normas sobre la enfermedad no son originales del judaísmo. Esas normas nos parecen hoy inhumanas, pero no tenía otra manera de defenderse de una enfermedad que podía causar estragos.
Se acercó, suplicándole: Si quieres puedes limpiarme. Esta actitud indica a la vez valentía, porque se atreve a trasgredir la Ley, pero también el temor a ser rechazado, precisamente por eso. Se puede descubrir una complicidad entre el leproso y Jesús. Los dos van más allá de la Ley. La liberación solo es posible a través de una relación profundamente humana. Si no salimos de la trampa de un poder divino para hacer milagros, nunca entenderemos el verdadero mensaje del evangelio. Jesús libera, humaniza porque trata humanamente a los demás. De ese modo les devuelve la capacidad de ser humanos.
Sintiendo lástima. La devaluación del significado de la palabra “amor” nos obliga a buscar un concepto más adecuado para expresar esa realidad. En el NT, ‘compasivo’ se dice solo de Dios y de Jesús. La acción de Dios manifestada a través de los sentimientos humanos. La compasión era ya una de las cualidades de Dios en el AT. Jesús la hace suya en toda su trayectoria. Es una demostración de que para llegar a lo divino no hay que destruir lo humano. La compasión es la forma más humana de manifestar el amor.
Le tocó. El significado del verbo griego aptw no es en primer lugar tocar, sino sujetar, atar, enlazar. Este significado nos acerca más a la manera de actuar de Jesús. Quiere decir que no solo le tocó un instante, sino que mantuvo esa postura durante un tiempo. Había que traducirlo por ‘le dio un apretón de manos’ o le abrazó. Teniendo en cuenta lo que acabamos de decir de la lepra, podemos comprender el profundo significado del gesto, suficiente, por sí mismo, para hacer patente la actitud vital de Jesús. No solo está por encima de la Ley, sino que asume el riesgo de contraer la lepra.
Quiero… La simplicidad del diálogo esconde una riqueza de significados: Confianza total del leproso, y respuesta que no defrauda. No le pide que le cure, sino que le limpie. Por tres veces se repite el verbo kadarizw limpiar, verbo que significa también liberar. Nos está lanzando más allá de una simple curación. No solo desaparece la enfermedad, sino que le restituye en su plena condición humana: Le devuelve su condición social, y su integración religiosa. Vuelve a sentir la amistad de Dios, que era el valor supremo para todo buen judío.
Lo echó fuera… y cuando salió… La segunda parte del relato es de una gran importancia. Se supone que estaban en un lugar apartado del pueblo, sin embargo, el texto griego dice literalmente: lo expulsó fuera, y del leproso dice: cuando salió. Una vez más nos está empujando a una comprensión espiritual. Jesús no quiere que continúe junto a él y lo despide inmediatamente; eso sí, con el encargo de no contarlo y de presentarse ante el sacerdote. Una vez más, manifiesta Marcos el peligro de que las acciones de Jesús en favor del marginado fueran mal interpretadas.
¡Qué curioso! Jesús acaba de saltarse la Ley a la torera, pero exige al leproso que cumpla lo mandado por Moisés. Hay que estar muy atento para descubrir el significado. Jesús no está nunca contra la Ley, sino contra las injusticias y tropelías que se cometían en nombre de la Ley. Él mismo tuvo que defenderse: “no he venido a abolir la Ley, sino a darle plenitud”. Jesús se salta la Ley cuando le impide estar a favor del hombre. Presentarse al sacerdote era el único modo que tenía el leproso de recuperar su estatus social.
El evangelio nos dice que las consecuencias de la proclamación del hecho fueron nefastas para Jesús. Si había tocado a un leproso, él mismo se había convertido en apestado. Y no podía ya entrar abiertamente en ningún pueblo. Las consecuencias de la divulgación del hecho podían también ser nefastas para el leproso. Era el sacerdote el único que podía declarar puro al contagiado. Los sacerdotes podían ponerle dificultades si tenían conocimiento de cómo se había producido la curación.
La lepra producía exclusión porque la sociedad era incapaz de protegerse de ella por otros medios. Hoy la sociedad sigue creando marginación por la misma razón, no encuentra los cauces adecuados para superar los peligros que algunas conductas sociales suponen para los instalados. No somos todavía capaces de hacer frente a esos peligros con actitudes humanas. A veces se toman medidas para aliviar la situación de los marginados, pero teniendo mucho cuidado de no cambiar la situación que supondría perder privilegios.
Jesús se pone al servicio del hombre sin condiciones. Lo que tenemos que hacer es servir a los demás como hace Jesús. Dios no tiene nada que ver con la injusticia, ni siquiera cuando está amparada por la ley humana o divina. Jesús se salta a la torera la Ley, tocando al leproso. Ninguna ley humana, sea religiosa, sea civil, puede tener valor absoluto. Lo único absoluto es el bien del hombre. Pero para la mayoría de los cristianos sigue siendo más importante el cumplimiento de la ley, que el acercamiento al marginado.
No creo que haya uno solo de nosotros que no se haya sentido leproso y excluido por Dios. El pecado es la lepra del espíritu, que es mucho más dañina que la del cuerpo. Es un contrasentido que, en nombre de Dios, nos hayan separado de Dios. El evangelio de Jesús es sobre todo buena noticia. El Dios de Jesús es Padre porque es Ágape. De Él, nadie se tiene que sentir apartado. La experiencia de ser aceptado por Dios es el primer paso para no excluir a los demás. Pero si partimos de la idea de un Dios que excluye, encontraremos mil razones para excluir en su nombre. Es lo que hoy seguimos haciendo.
Seguimos aferrados a la idea de que la impureza se contagia, pero el evangelio nos está diciendo que la pureza, el amor, la libertad, la salud, la alegría de vivir, también pueden contagiarse. Este paso tendríamos que dar si de verdad somos cristianos. Seguimos justificando demasiados casos de marginación bajo pretexto de permanecer puros. ¡Cuántas leyes deberíamos saltarnos hoy para ayudar a todos los marginados a reintegrarse en la sociedad y permitirles volver a sentirse seres humanos! Tratar a todos con humanidad sería el primer paso para integrarlos en una sociedad más justa.
Meditación
Si quieres puedes descubrir que estás limpio.
Estás capacitado para el don de ti mismo.
El otro hace saltar en ti la chispa de lo eterno.
Solo el otro puede completar tu absoluto.
Supera tu egoísmo
y encontrarás la esencia de lo humano.
Mc 1, 40-45 “Se le acercó un leproso y, arrodillándose, le suplicó:Si quieres, puedes limpiarme”
Un leproso que, saltándose las leyes se acercó a Jesús y le suplicó que lo curara. Y Jesús lo hizo tocándole la cabeza. Una caricia brotada de la ternura de su corazón, loco de amor por los hombres.
Encontrar y seguir a Jesús significa adherirse a él en la fe, prolongar su obra, su misión.
Podemos considerar rasgos más destacados de este relato de Marcos los siguientes:
a) La fecundidad del testimonio: el enfermo recién curado empezó a divulgar el hecho y su fama se extendió hasta tal punto que Jesús ya no podía entrar en ningún pueblo. Esta fe en Jesús se contagia, no puede encerrarse ni confinarse.
b) El gozo ante el descubrimiento de Jesús como Mesías: este clima de alegría, que llena el corazón de los discípulos, se manifiesta en la reiterada mención del típico verbo griego “eurekamen”: ¡lo hemos encontrado!
La alegría es una cualidad de todas las personas que desean vivir la vida en positivo, como podemos constatar tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo:
“Porque el Señor tu Dios está en medio de ti
como guerrero victorioso. Se deleitará en ti con gozo,
te renovará con su amor, se alegrará por ti con cantos” (Sofonías 3, 17)
“Este es el día en que el Señor actuó; regocijémonos y alegrémonos en él” (Salmo 18, 24)
“Os he dicho esto para que participéis de mi alegría y vuestra alegría se colmada” (Juan 15, 11)
“Tened siempre la alegría del Señor; lo repito, estad alegres” (Filipenses 4, 4)
Beethoven, lo cantó de esta manera en la Novena sinfonía: “¡Alegría, hermoso destello de los dioses, hija del Elíseo; ebrio de entusiasmo entramos, diosa celestial, en un santuario!”.
En la mitología griega, Εὐφροσύνη, Eufrósine (en griego ‘júbilo’, alegría’) era una de las tres Cárites, hija de Zeus y de Eurínome.
Poema de Alejandra Rivas (poematrix.com)
Encontrarse es vivir nuevamente esa experiencia
en la que en que tú, solo tú, has florecido.
Navegar por metas a punto de cumplir
pero seguir esperando aquello que te hace
ser quien eres.
Sus sonrisas son como el cielo,
que te dicen cuando debes de descansar
y cuando debes seguir adelante.
El suspiro de un nuevo día es gozar de
una nueva oportunidad para vivir juntos en familia
y no perder esa esperanza que brota por
miles de heridas.
Encontrarse con un amigo no se compara
a tenerlo siempre cerca, desde que te vieron nacer.
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DOMINGO 14 de febrero
Mc 1,40-45
En tiempos de pandemia y distancia social, recuperar la compasión y la projimidad se hace imprescindible en nuestras sociedades para no dejar de ser humanos. Pero también es necesario liberarla del marco en que ha sido secuestrada y desvirtuada. El Evangelio de este domingo nos ofrece pistas para ello.
La compasión vivida al modo de Jesús nunca naturaliza la injusticia ni el sufrimiento ajeno, especialmente el de las personas más excluidas, como sucede en la situación del leproso. Nace siempre de la proximidad y la cercanía, del cuerpo a cuerpo con el otro. Es una reacción ante el sufrimiento ajeno interiorizado, que llega hasta las entrañas y el corazón propio y mueve a actuar, a ponerse en la situación de quien sufre, a acompañar ese sufrimiento e incidir en las causas para evitarlo. En consecuencia, la compasión no tiene sólo una incidencia interpersonal, sino que tiene repercusiones comunitarias y sociales. Alude siempre a una dimensión práxica. Si carece de ella se convierte en “lastima”. La lástima es la domesticación de la compasión, se alimenta del dolor del otro para realizarse y termina por generar servilismo o dependencia. El centro es el yo y no el otro. La compasión, sin embargo, se apoya en gestos y no en discursos y su centro es siempre el otro, nunca la autosatisfacción ni la autocomplacencia.
Adentrarnos en el Evangelio de Marcos es hacerlo en un itinerario compasivo donde los relatos de sanación resultan sumamente significativos y en el que las manos, el sentido del tacto, ocupan un papel fundamental. Los verbos poner sobre, tocar, extender se repiten en ellos para significar la acción liberadora de Jesús al entrar en contacto con los cuerpos considerados malditos, impuros, “indignos de Dios” en Israel. Las manos de Jesús son fuente de conocimiento y reconocimiento. Jesús al tocar sana, libera, “empodera”. En sus relaciones y trato humanizador con los más excluidos y excluidas les confirma como imagen y semejanza del Creador. Las manos de Jesús se abren en gesto de comunión y reconciliación y la impureza queda invalidada en su poder de contagio. El tacto de Jesús les hace recuperar su identidad negada, hace de ellos criaturas nuevas. Su modo de tocar la vida y relacionarse con las personas revela la compasión y la ternura de un Dios que invita no a cumplir preceptos sino a humanizar la vida desde los últimos y últimas. De esta experiencia brota el agradecimiento y el anuncio.
En tiempos en los que el contacto humano queda o limitado a grupos burbujas con distancia social y mascarilla ¿Cómo rehabilitar la compasión y no olvidar que el autocuidado cristiano va de la mano del cuidado de los últimos y últimas?
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