Del blog de Xabier Pikaza:
Se está preparando para octubre el Sínodo de la Familia (2014-2015) y hay filas de espadas elevadas a lo alto, para defender y/o atacar. Algunos que se dicen fieles a la tradición pretenden (al parecer en contra del mismo Papa):
— Condenar de hecho a los homosexuales, no dejando que vivan su mayoría de edad cristiana, cerrándoles la puerta al amor evangélico y a los ministerios reales de la iglesia (a no ser que se encierren en hondos armarios y lo nieguen);
— rebajar cristianamente a los divorciados sin más, diciendo ciertamente (con el Papa Francisco) que no están “excomulgados” al modo canónico antiguo, ya desfasado, pero negándoles de hecho la comunión real (en contra del parecer de Francisco), poniendo un tipo de ley impersonal por encima de su vida personal de creyentes (que parece no importar);
— mantener en su ostracismo a los que han decidido abandonar un tipo de ministerios por razones varias, entre ellas, al menos algunos, por haber contraído matrimonio, en aras de una ley eclesiástica que ponen por encima de la libertad de Cristo, ratificando así un clasismo antievangélico.
Estos y otros problemas de familia (homosexualidad, divorcio, celibato ministerial…) han de ser objeto de estudio del Sínodo (si es que quiere tratar de verdad de la familia cristiana, en sus diversas dimensiones), no desde una ley superior a las personas, sino desde la experiencia radical de las personas, todas distintas, todas dignas, según el evangelio.
Nos hallamos, sin duda, ante un riesgo de “enroque” , el riesgo de que se ratifique una iglesia mono-tona, que puede acabar quedándose por desgracia sin tono ni voz de evangelio, en un mundo deseoso y más sediento que nunca de evangelio. Estamos ante el riesgo de una ley por encima del evangelio (para lo que dicen algunos de esos que critican el camino de familia que quiere abrir el Para no hubiera sido necesario que viniera Jesús, bastaba un buen fariseísmo)
En este contexto, en sintonía/sinfonía con la visión fundamental del Papa Francisco, me atrevo a repasar mi largo itinerario teológico, no para dar lecciones, sino para espigar y retomar algunas ideas que quizá permitan elevar el plano de la discusión y situar el tema en una línea de evangelio, una revolución evangélica de la familia:
— Es primer descubrimiento de la teología cristiana ha sido y sigue siendo la libertad, entendida en plano individual y social, como gracia y tarea; todo lo que no vaya en esa línea no es cristiano, por más “sinodal” que parezca.
— El segundo ha sido y sigue siendo la justicia, interpretada como misericordia creadora, en línea profética de Israel, en la línea mesiánica de Jesús, en forma de no violencia activa, pero muy activa, al servicio de los últimos de la tierra.
— El tercer descubrimiento ha sido la fraternidad universal, entendida en forma de solidaridad, es decir, de vinculación entre todos los seres humanos. En esa línea hay que añadir que todo lo que “excomulgue” y expulse no es cristiano; puede haber hombres o mujeres que se “excomulgan” a sí mismos, pero siempre ha de ser “en contra del deseo y tarea de la Iglesia”, que seguirá ofreciendo espacios de comunión, dentro y fuera de su “mediterráneo”.
Éstos son los ideales de una teología que algunos venimos cultivando hace decenios, recreando desde el evangelio los principios que la Revolución Francesa quiso elevar de un modo racional, como principio de convivencia humana. La segunda imagen pone de relieve los riesgos a los que han podido llevar esos principios.
No se trata aquí de condenar los ideales de la modernidad racional, sino de volver a volver a situarlos (e implantarlos) en el humus de una revolución originaria de la vida humana, a la luz del evangelio, destacando la justicia, para que pueda haber verdadera igualdad (que no aparece en este esquema, sino que ha de “buscarse”).
Éstos son, a mi entender, los principios de la nueva Revolución de la Familia humana en la que todos estamos implicados, de la que muchos venimos pensando hace tiempo.
Imagen 1: Caminamos juntos, con el sol que nos alumbra, desde las espaldas, porque alguien/algo no impulsa y anima por delante.
Imagen 2: Que la “fácil” interrogación sobre los lemas de la Revolución Francesa (qué libertad, para quién la igualdad, cuándo la fraternidad) nos lleve a plantear mejor los temas de fondo de la familia humana.
Buen domingo a todos.
1. En el principio está la Libertad, entendida gracia y tarea, en plano individual y social.
En la formulación de este principio ha influido mi contexto personal y la tradición mercedaria de liberación de los cautivos, de la que he vivido y vivo a lo largo de los años. Ciertamente, me ilusiona el pensamiento bien articulado, me producen nostalgia las bellas ceremonias litúrgicas, me impresionan las tradiciones sacrales, cristianas o no… Pero, en el fondo, sólo tengo un interés teológico: que se exprese el gozo de Dios (=de la Vida) como gracia, y que hombres y mujeres puedan vivir en libertad y comunión, empezando por los pobres.
Sobre esa experiencia de gracia y libertad, desde el Dios que nos ha creado en Jesús, como responsables de nosotros mismos, he querido pensar desde la fe la vida humana. Me interesa el pan, la casa y la palabra (como reza el título de uno de mis libros, dedicado al Evangelio de Marcos); los asuntos de administración son importantes (hay que organizar la vida común), pero en sí mismos siguen siendo secundarios; para nada sirven si no hay vida para administrar.
Ciertamente, como teólogo cristiano acepto los siglos de vida y tradición de la iglesia, pero quiero reinterpretarlos desde esos temas del evangelio de Marcos: que todos (cristianos o no) puedan habitar en una casa, compartiendo el pan de la comida y la palabra, abriendo un futuro de esperanza (resurrección) para las nuevas generaciones.
Para la libertad nos ha liberado Jesús por su gracia, como ha formulado Pablo en la carta a los de Galacia. Testigos de esa gracia hemos de ser, no sólo en plano externo, de transformación social, sino también interno, de experiencia orante, sin dictaduras morales, sin imposiciones de sistema, en libertad advida. Desde hace más de treinta años he tenido el convencimiento de que cierta iglesia sigue demasiado pegada a tradiciones legales, ajenas al evangelio: vive hipotecada por una tipo de jerarquización masculina de los ministerios que discrimina a varones como tales y, sobre todo, a las mujeres (sin acceso a esos ministerios), bajo un secretismo administrativo y un tipo de supremacía clerical, que desemboca en un moralismo sin verdadera moral, a una cura (o des-cura) de almas sin alma.
Muchos me dicen que, por mandato de Jesús, los «responsables de la institución eclesiástica» deben mantenerse sobre los otros fieles, para ayudarles desde su altura, inmune de errores y faltas. Otros añaden que hace falta un “derecho supra-moral”, para que las “almas” no se tuerzan, como estamos viendo en la preparación de este final de Sínodo 2015. A pesar de ello, sigo pensando que sólo la libertad libera y que sólo la igualdad iguala y que los pobres son la única jerarquía de la iglesia y el amor misericordioso y creador el único “mandamiento” moral.
2. Mi segundo principio ha querido ser la justicia,
interpretada como gratuidad y «no violencia», desde la perspectiva de la tsedaqá bíblica, vinculada con la dikaiosyne o derecho universal que se extiende a todos los seres humanos, como vivientes racionales a hijos de Dios. No he pertenecido directamente a la teología de la liberación, pero pienso que ella ha ejercido, y debe ejercer, una influencia saludable en el conjunto de la iglesia.
En nombre del Dios cristiano habíamos sacralizado o, al menos, avalado ciertas instituciones de poder, alimentando así las injusticias económicas y sociales del sistema. Es más, muchos cristianos estaban (y están) convencidos de que el poder en sí es sagrado, de manera que la jerarquía en cuanto tal es signo de Dios. Pues bien, en contra de eso pienso, que la justicia de Dios no es poder universal, sino amor abierto y liberador, desde los expulsados del conjunto social, de manera que la misma palabra jerarquía (=poder sagrado) puede acabar siendo contraria al evangelio (Mc 10, 35-45 par), pues la buena nueva sólo se puede anunciar y vivir donde el hombre asume su pobreza y acompaña a los los demás, especialmente a los pobres y expulsados del sistema, en línea de comunión fraterna (cf. Lc 6, 20 par; 4, 18; Mt 11, 5).
La misma libertad creadora de Dios, que es amor a los pobres, se vuelve principio de justicia, pues el evangelio llama “justos” precisamente a los que acogen a los exilados y visitan a los encarcelados, es decir, a los que ponen su vida al servicio de los excluidos del sistema (cf. Mt 25, 31-46).
— Más que la posible desacralización de occidente en los últimos siglos o decenios, me importa el hecho de que sigan existiendo (y creciendo) los hambrientos en el mundo.
— Más que la caída de las prácticas sacrales antiguas, que han decrecido mucho en los países más industrializados, me preocupa el hecho de que Cristo pueda decir «estuve exilado y no me acogisteis, en la cárcel y no me visitasteis». No me importa el triunfo externo de la iglesia, sino el proyecto de Jesús, en favor del reino y su justicia (cf. Mt 6, 33).
Al servicio de esa justicia de Dios, que es libertad para los oprimidos, pan para los pobres y acogida universal, he querido elaborar mi pensamiento. Por eso, más que la universidad y el orden sacral interno de la iglesia me ha importado siempre la vida concreta de los hombres y mujeres y así, al menos de deseo, me ha gustado encontrarme con los marginados, allí donde Jesús quiso que estuvieran los que anuncian su banquete (cf. Lc 14, 15-24 par), junto a los pobres, enfermos e incapacitados (cf. Mt 11, 2-5).
3. El tercer principio (en otro orden el primero) es la misericordia fraterna,
creadora de fraternidad. En nuestra cultura occidental, la misericordia tiende a entenderse como una actitud de compasión intimista, que se duele del mal de los otros, pero sin cambiar por ello el orden y sentido de las cosas. En esa línea se dice que Jesús ha sido “misericordioso”, en la línea de la palabra griega “splagnisthein”, que significa sentir con la entrañas (con hesed, en hebreo) el mal de los demás. En este sentido, la misericordia se identifica con la compasión, apareciendo así como un “dolor interno” por el dolor de los demás, pero sin comprometerse a transformar las condiciones y las circunstancias que lo han suscitado.
Pues bien, el evangelio sabe y dice que esa “misericordia entrañable” (de la entrañas) sólo tiene es verdadera y alcanza su sentido cuando se convierte en principio de “justicia”, conforme a la palabra griega “eleemosyne” (eleein) que se identifica en el fondo con la tsedaqa, es decir, con la justicia. Por eso, los verdaderos misericordiosos de la bienaventuranza de Jesús (Mt 5) no son simplemente y sin más los compasivos de puro corazón, sino los liberadores de palabra y obra, los que se comprometen a crear un mundo “fraterno”, donde todos los hombres y mujeres, por el hecho de serlo (y en especial los más necesitados) son “hermanos nuestros” (siendo hermanos del Cristo, sus representantes en la tierra: Mt 25, 31-46).
Reflexión final ¿No he puesto igualdad?
Verá el lector que no he puesto en esta triada, de fondo fondo bíblico y de reminiscencias de revolución francesa, la palabra igualdad, no porque quiera ir en contra de ella, sino todo lo contrario: Porque quiero descubrirla y potenciar en su raíz, no como nivelación universal, sino como potenciación de cada uno, para que todos podamos vivir en libertad, en justicia, en fraternidad.
No quiero una igualdad impuesta, ni en las religiones ni en las culturas, ni en las naciones ni en la economía… Quiero libertad y justicia, quiero fraternidad, de manera que cada uno (hombre y/o mujer) pueda ser aquello que decida por sí mismo, en comunión fraterna con otros que piensan de manera diferente, en libertad radical, en justicia, sin imponerse a los demás (ni querer que todos sean a su imagen y semejanza), con medios suficientes para formarse y vivir (convivir) como persona.
En el fondo, esa igualdad que busco es la libertad, vinculada a la justicia y a la fraternidad, en un mundo y una historia en que es hermoso que todos sean (y sean distintos), pero en comunión. Ciertamente, el Dios bíblico es “uno”, pero es uno en comunión trinitaria, donde las mismas personas (Padre, Hijo y Espíritu Santo) son distintas, pero teniendo cada una la misma esencia que la otra.
Sobre esto volveremos otro día. Hoy bastan las reflexiones anteriores, desde el esquema de la revolución francesa (libertad, igualdad, fraternidad), pero poniendo la justicia en lugar de la igualdad, no para negarla (negar la igualdad), sino para potenciarla.
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Diversidad Familiar, Homosexualidad, Iglesia Católica, Igualdad, Papa Francisco, Sínodo de la familia
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