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Sergio López, un pastor protestante que abre la iglesia a parejas homosexuales

Jueves, 1 de marzo de 2018
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2629205Por: Verónica Dema para La Nación

Sergio López abre la puerta de la iglesia danesa en el barrio de San Telmo e invita a pasar. Toda su cara, de boca generosa, sonríe, como quien recibe una querida visita. Contrasta con un templo que está en penumbras, apenas iluminado por la claridad que entra a través de los vitrales ubicados sobre el altar. Enseguida enciende las luces y en la iglesia de estilo gótico, construida en 1921, empiezan a aparecer una cruz desnuda, un candelabro de siete brazos, un velero que pende del centro de la nave principal, los antiguos bancos de madera tallados.

Sergio es el pastor para una pequeña comunidad de feligreses desde 2010 y es uno de los primeros abiertamente gay que alcanza este rango en el país. El año pasado se casó por civil con su pareja, Renato, y en mayo de este año tiene fecha para la boda por iglesia. La ceremonia religiosa será aquí, en esta “iglesia de puertas abiertas”, como la define. Desde que se aprobó la ley de matrimonio igualitario, cerca de un centenar de parejas, protestantes y de otros credos, recibieron la bendición matrimonial de manos de Sergio.

2629203w740Sergio López se casó por civil con Renato Crédito: Facebook

El explica esta postura desde su formación como Teólogo. “En el protestantismo no tenemos ninguna autoridad por sobre la escritura. Y la palabra de Dios no dice nada respecto al matrimonio como matrimonio entre un hombre y una mujer. Podemos bendecir a una pareja que hoy decide vivir junta, en función de que el matrimonio no está para la procreación sino para hacer que la otra persona sea mejor y yo a su vez dar lo mejor de mí; el protestantismo se rige por una doble ley: la de los mandamientos y la del Estado, es decir, lo que el Estado dictamina como matrimonio, la iglesia puede bendecirlo”. Aclara que previo a la ley de matrimonio igualitario nunca realizaron una ceremonia de casamiento homosexual en la iglesia porque faltaba el aval del Estado.

Pero este es el final de la historia. Y Sergio quiere contar todo desde el comienzo. El tereré, esa costumbre correntina que convida en la casa parroquial, a una escalera de distancia de la capilla, lo dispone a conversar.

2629201w740Sergio López junto a los fieles de su parroquia Crédito: Facebook

Recuerda que hacía calor en Apóstoles, el pueblo misionero en el límite con Corrientes donde vivía su abuela. El era un niño y la visitaba a menudo. Ella terminaba de lavar la ropa y, mientras que las sábanas se blanqueban con jabón en el patio, al rayo del sol, se sentaba; él se arrodillaba y rezaban juntos. “Me acuerdo todavía del delantal mojado cuando me apoyaba en sus rodillas. Mi abuela fue mi primera maestra de la oración”. A Sergio, que hoy tiene 46 años, rezar lo acompañó toda la vida. Desde pequeño sintió lo que en la iglesia definieron como una vocación religiosa.

Lo que también supo de niño, desde Jardín de Infantes, cree recordar, es que no le gustaban las chicas sino los varones, algo imposible de decir en aquellos años -mediados de los 70- en un pueblo. Ni siquiera se los pudo contar a sus padres. “Lo primero que aprendí en la escuela es cómo sobrevivir en un ambiente hostil en el cual se valora la hombría, el machismo y el hacer cosas que ‘son de varones’. Y me hizo consciente de cómo sentarme, cómo hablar, gesticular. Tuve que vivir controlando y reprimiendo cosas que fui sintiendo porque iban por caminos supuestamente equivocados”.

Sergio fue creciendo y la iglesia de su pueblo, Gobernador Virasoro, Corrientes, fue su refugio. Su referencia era la iglesia, algo que sus padres y abuelos fomentaban porque eran muy creyentes. “Fue un refugio para mí porque ahí está bien visto el celibato y nadie me iba a preguntar si tenía una novia”, dice. Al mismo tiempo, ser el monaguillo protegido del cura párroco lo expuso socialmente. “Me sentía resguardado y expuesto a la vez“, comenta ahora, que puede narrar su vida en retrospectiva después de años de terapia y reflexión.

Por entonces todo era más intuitivo y confuso para él, que sentía una vocación fuerte y que también encontraba en la iglesia católica la excusa justa para camuflar lo que percibía como una anormalidad a corregir. “Recuerdo que rezaba para despertarme siendo un chico normal”, dice ahora. Se ríe, como apiadándose de aquel niño.

En las puertas de la adolescencia, a los once años, decidió que lo mejor era ir a estudiar a un internado de varones a 300 kilómetros de su casa. “Se me venían encima preguntas que no podía responder: por qué no tenés novia, por qué no salís a bailar, todo ese tipo de cosas”, cuenta Sergio, por entonces un niño experto en callar y huir.

“Pero caí en la boca del lobo, porque en un ambiente pupilo, entre varones, estuve mucho más condicionado. Y al mismo tiempo todo lo que me pasaba con los enamoramientos, que reprimía porque no los podía decir”, recuerda. Por eso en tercer año volvió a su pueblo, donde se hizo más potente en él la idea de que el sacerdocio sería su “salvación”. Ingresó en el Seminario más cercano. “Hice toda la Filosofía en el Seminario Mayor de Resistencia y, otra vez, en la convivencia cercana los superiores fueron viendo signos. Uno puede disimular mucho, pero ciertos gestos se notan. Saltaba. Siempre que alguien me preguntaba qué pasaba con mis sentimientos no podía hablarlo, no podía asumirlo“.

Le gustaban los varones desde siempre, pero la adolescencia lo volvía más evidente.

“Mi meta era: el día que llegue a cura y esté solo en una parroquia no voy a tener problemas. Era pasar esto, con tal de llegar allá, y esa meta me aseguraba un mañana mejor”, dice. Vuelve a sonreír por lo que hoy siente como una reflexión equivocada. Tendría que transcurrir mucho hasta que él lo reconociera. Incluso, un viaje a Roma que terminó intempestivamente. Leer más…

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