Comentarios desactivados en Agua ideal: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro…
Agua ideal
Agua redonda y cerrada,
el agua del pozo piensa.
El agua andante del río
es buena como una arteria.
La del mar… está muy lejos
para la sed de la tierra.
El torrente lleva el agua
sin saber por qué la lleva.
La fuente, en su boca clara,
la lleva como un poeta.
…Yo busco un agua sin cauces,
pero pensativa y buena.
Honda y cercana. Y sonora.
¡Señor, el agua perfecta!
Los dos bueyes hermanos
sorben pausadamente
la sangre del ocaso.
Los plátanos aplaudían
en silencio, con sus manos verdes
y aterciopeladas.
La torrentera embestía
las rocas como una vaca
de lengua turbia.
Y la tarde
se moría desangrada…
En la feria de tus viñas,
los cascabeles dorados
—de miel y de sol—, Septiembre.
Bajo el toldo de tu cielo,
¡dulce domingo del año!
*
Pedro Casaldáliga, Palabra ungida (Poemas), 1955
***
En aquel tiempo, se acercó a Jesús un grupo de fariseos con algunos escribas de Jerusalén, y vieron que algunos discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavarse las manos. ( Los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes la manos restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y, al volver de la plaza, no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas. ) Según eso, los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús
– “¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los mayores“?
Él contesto:
– “Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos.” Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres.”
Entonces llamó de nuevo a la gente y les dijo:
– “Escuchad y entended todos: Nada que entre de fuera puede hacer la hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro.”
*
Marcos 7, 1-8. 14-15. 21-23
***
*
La lucha espiritual es un movimiento esencial de la vida espiritual cristiana. Se trata de una lucha interior, no dirigida contra seres exteriores a uno mismo, sino contra las tentaciones, los pensamientos, las sugestiones y las dinámicas que llevan a la consumación del mal. Pablo, sirviéndose de imágenes bélicas y deportivas (la carrera, el boxeo), habla de la vida cristiana como de un esfuerzo, de una tensión interior por permanecer en la fidelidad a Cristo, que implica desenmascarar las dinámicas a través de las cuales se abre camino el pecado en el corazón del hombre, para poder combatirlo en el mismo momento en que surge. El lugar de esta batalla es, en efecto, el corazón. Vigilancia y atención son la «fatiga del corazón» (Barsanufio) que permite al creyente llevar a cabo su purificación: es del corazón, en efecto, de donde brotan las intenciones malvadas y es el corazón el que debe transformarse en morada de Cristo gracias a la fe.
En este sentido, la «custodia del corazón» constituye la obra por excelencia del hombre espiritual, la única verdaderamente esencial. En esta lucha es menester ejercitarse: es preciso, en primer lugar, saber discernir nuestras propias tendencias pecaminosas, nuestras propias debilidades, las tendencias negativas que nos marcan de un modo particular; en consecuencia, Tiernos de llamarlas por su nombre, asumirlas y no removerlas y, por último, sumergirnos en la larga y fatigosa lucha dirigida a hacer reinar en nosotros la Palabra y la voluntad de Dios.
El órgano de esta lucha es el corazón, entendido en sentido bíblico como órgano de la decisión y de la voluntad, no sólo de los sentimientos. La capacidad de lucha espiritual, el aprendizaje del arte de la lucha (Sal 144,1; 18,35), resulta esencial para la acogida de la Palabra de Dios en el corazón humano. Los expertos en la vida espiritual saben que esta lucha es más dura que todas las luchas externas, pero conocen asimismo el fruto de la pacificación, de la libertad, de la docilidad y de la caridad que produce.
*
E. Bianchi, La palabra de la espiritualidad,
Milán 1999.
Hoy hace 78 años que fallecía Simone Weil… Simone Weil (París, 3 de febrero de 1909-Ashford, 24 de agosto de 1943) fue una filósofa, activista política y mística francesa a cuyos textos y vida hemos recurrido en muchas ocasiones…. Formó parte de la Columna Durruti durante la Guerra Civil española y perteneció a la Resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial. Dejó abundantes escritos filosóficos, políticos y místicos, incentivados por su publicación tras su muerte en 1943 a causa de tuberculosis. Albert Camus la describió como «el único gran espíritu de nuestro tiempo».
“No es el modo como una persona habla de Dios lo que me permite saber si ha morado en el fuego del amor divino, sino el modo en que habla de las cosas terrenas”
*
“Es falsa toda concepción de Dios incompatible con un movimiento de caridad pura”.
“No tengo necesidad de ninguna esperanza, de ninguna promesa, para creer que Dios es rico en misericordia. Conozco esa riqueza con la certeza de la experiencia, yo misma la he tocado. Lo que de ella conozco por contacto sobrepasa de tal modo mi capacidad de comprensión y gratitud que ni la misma promesa de felicidades futuras añadiría nada al significado que para mí tiene, de la misma forma que para la inteligencia humana la adición de dos infinitos no es una adición.”
Comentarios desactivados en Jesús Espeja: “Dos patologías en la Iglesia: Clericalismo y patriarcalismo”
De su blog La Iglesia se hace diálogo:
“En la Biblia escrita por hombres y en una cultura patriarcal, la mujer aparece como inferior y debe estar sometida sumisamente al hombre”
“Magisterio y teología con frecuencia vienen recomendando a las mujeres que estén sujetas a su esposo, y han dado pie a un machismo cada vez más intolerable que aún hoy sufren muchas mujeres en matrimonios cristianos”
“La minusvaloración de la mujer en la Iglesia es innegable dado que no tiene acceso ninguno a las instancias de poder hoy en manos de los ministerios ordenados que sólo pueden ejercer los varones”
“En el clericalismo se excluye a los laicos que son la mayoría de los bautizados, y en el patriarcalismo se excluye a las mujeres que son la mayoría de los creyentes”
El papa Francisco habló recientemente sobre la posibilidad de que las mujeres sean lectoras, acólitas o diaconisas. Respetando las decisiones de las autoridades eclesiásticas en el hoy de la Iglesia, es manifiesta la discriminación de la mujer no solo en la sociedad sino también dentro de la organización y funcionamiento eclesiales.
En la Biblia escrita por hombres y en una cultura patriarcal, la mujer aparece como inferior y debe estar sometida sumisamente al hombre; salió de las costilla del varón, es la culpable de la caída y todavía en tiempo de Jesús, el varón podía despedir a su esposa, mientras ella no tenía derecho a pedir el divorcio. Esa mentalidad prevalece a lo largo de la historia bíblica, si bien otro documento sobre los orígenes dice que Dios creó al ser humano “hombre y mujer” a imagen suya. Una mentalidad que tiene también su apoyo en la filosofía de Aristóteles: “la mujer es un varón mutilado”, “un error de la naturaleza”.
Esta visión discriminatoria de la mujer ha entrado en el discurso y organización de la Iglesia. Jesucristo se pudo a lado de los excluidos-niños, pobres, mujeres abandonadas; fiel a esa conducta, la primera comunidad cristiana confiesa que, entre los cristianos ya no hay discriminación “hombre ni mujer”, pues todos los bautizados tienen la misma dignidad. Pero ya san Pablo, formado en la cultura del pueblo judío, recomienda: “que los hijos obedezcan a sus padres, los esclavos a los amos, y las mujeres a sus maridos; y que las mujeres se callen”. Magisterio y teología con frecuencia vienen recomendando a las mujeres que estén sujetas a su esposo, y han dado pie a un machismo cada vez más intolerable que aún hoy sufren muchas mujeres en matrimonios cristianos.
La minusvaloración de la mujer en la Iglesia es innegable dado que no tiene acceso ninguno a las instancias de poder hoy en manos de los ministerios ordenados que sólo pueden ejercer los varones. Minusvaloración más escandalosa cuando en la sociedad civil se declara la igualdad de derechos fundamentales para el hombre y para la mujer, y algunas de ellas ocupan puestos de relevancia y de poder en organismos nacionales e internacionales.
La Iglesia está en camino y ansía todavía llegar a ser lo que no es. A la hora de responder a esa vocación sufre hoy dos patologías: el clericalismo y el patriarcalismo. El clericalismo entendido como reducción de la Iglesia al clero ha sido y es lamentable patología denunciada claramente por el papa Francisco. El patriarcalismo, por no decir machismo, es otra nefasta patología de la comunidad cristiana.
En el clericalismo se excluye a los laicos que son la mayoría de los bautizados, y en el patriarcalismo se excluye a las mujeres que son la mayoría de los creyentes. En la Iglesia como pueblo de Dios, todos los bautizados tienen la misma dignidad y los mismos derechos, aunque haya distintas funciones. Nadie es más que nadie. Cuando alguno cree que solo él tiene hilo directo con el Espíritu se equivoca, porque todos recibimos el Espíritu que a todos nos hace hermanos.
He aquí una natividad singular, que, probablemente, sorprenderá a algunas personas.
Pero después de todo … dado que Dios nos hizo hombre y mujer … este secuestro de la obra de Domenico Beccafuni no debería sorprendernos.
Esto no quiere decir que un hombre varón sea una mujer, un individuo femenino.
Tampoco se trata de decir, de manera irreverente, que María era un varón;
Pero Dios hizo al hombre, macho y hembra.
A partir de ahí, todo lo que se dice sobre el hombre – se entiende, la humanidad – debería aplicarse tanto al individuo masculino como al femenino.
Esto ya debería dejar claro de una vez por todas que no hay superioridad de un género sobre otro. El individuo femenino es igual a la combinación. Ciertamente no hemos pensado lo suficiente sobre este enorme avance del Libro del Génesis en un mundo donde la naturaleza animal no siempre aboga en esta dirección.
Pero aún más, sugiere que todos los valores sexuales: amor, amistad, paternidad, igualdad, justicia, promesa de vida … no tienen nada que ver con nuestro ser de género sino con nuestro propio ser.Esto abre enormemente el campo de posibilidades.
Comentarios desactivados en Jose Arregi: Jesús, una persona humana como nosotros.
Roger Lenaers es un anciano y sabio jesuita belga, autor de libros como Otro cristianismo es posible y Aunque no haya un Dios ahí arriba (Abya Yala, Quito, 2008 y 2013), escritos con inteligencia y con alma para quienes quieren seguir siendo discípulos de Jesús sin exiliarse del mundo actual con su cosmovisión, sus ciencias y su lenguaje.
Tras haber dedicado su vida a enseñar teología a jóvenes universitarios, a sus 70 años, ya jubilado, inició otra vida: se fue de párroco a un pueblecito de 300 habitantes perdido en los Alpes, en el Tirol austríaco. Lo de perdido es un decir, pues mucho más perdidas están nuestras grandes ciudades inhumanas con sus lujosas avenidas y sus barrios de miseria.
Allí se fue el sabio jesuita guiado por su luz, buscando luz y libertad, y entre los pacíficos habitantes de Vorderhornbach las encontró. Allí ha respirado el aire de las alturas y de lo más profundo, el Aliento vital que anima el Cosmos, el Espíritu que gime y goza en el corazón de todos los seres. Allí ha vivido y convivido, pensado y escrito, predicado y escuchado el mensaje de Jesús, hasta los 95 años. Allí ha formulado en palabras claras y sencillas las claves fundamentales para decir y vivir otro cristianismo posible –y necesario– en estos tiempos de cambios culturales tan profundos: un cristianismo liberado de dogmas y creencias trasnochadas, de intervenciones arbitrarias de un Dios Supremo omnipotente, de revelaciones y de elecciones particulares, de nacimientos virginales y resurrecciones físicas, de exorcismos y curaciones milagrosas, de muertes expiatorias e infiernos eternos, de normas morales de otro mundo caduco, de instituciones eclesiales propias del Medioevo.
Allí escribió hace cinco años un libro-resumen, traducido al español y prologado por Manuel Ossa, recientemente editado y presentado por José María Vigil y Santiago Villamayor: Jesús,¿una persona humana como nosotros? En él, el anciano sabio jesuita, que desde hace unos meses vive en una residencia de mayores en Lovaina (Bélgica), invita con pasión y libertad a liberar a Jesús del ropaje mitológico de los Evangelios, y dejar que emerja de su fondo como figura inspiradora de vida y de liberación para hoy.
En las líneas que siguen quiero referirme a la pregunta formulada por el título del libro: ¿Fue Jesús una persona humana como nosotros? Que en el año 2021, con la Tierra más amenazada que nunca por la pandemia humana, con la humanidad más desgarrada que nunca por la prisa y la competición universal, más peligrosa que la Covid-19 con todas sus incertidumbres y angustias, cuando todos nuestros telediarios debieran abrirse con la pregunta –científica, filosófica, teológica– más crucial de nuestro tiempo: “¿Cómo lograremos entre todos una vacuna para esta loca y asfixiante competitividad universal?”, que en esta encrucijada alarmante en que nos hallamos nos preguntemos si Jesús fue una persona humana como nosotros… revela dónde se halla todavía la teología cristiana. Perdida en cuestiones bizantinas y escolásticas, con perdón de bizantinos y escolásticos. Pero ahí estamos, y el sabio anciano jesuita tiene razón de plantear la pregunta, para devolver a la persona y al mensaje de Jesús de Nazaret su fuego profético, sus bienaventuranzas subversivas y consoladoras, su pregón pascual, su potencial transformador para este pobre mundo nuestro.
Volvamos, pues, a la pregunta: ¿fue Jesús una persona humana como nosotros? Solo para poder entenderla, hay que volver muchos siglos atrás. Tras 100 años de intrincadas e interminables, para nosotros hoy extravagantes, discusiones que siguieron al Concilio de Calcedonia (451) sobre Jesús, constituido de dos naturalezas (humana y divina) y una persona (divina), el Concilio II de Constantinopla (553) estableció que Jesús era un ser humano completo (cuerpo y mente), pero no una “persona (hipóstasis) humana” propiamente dicha, pues su centro y sujeto personal profundo o su yo último era divino, “uno de la Trinidad”. Y suponía el Concilio que lo divino es esencialmente distinto de lo humano.
Roger Lenaers quiere devolver la cordura o el sentido común –la cordialidad o la sensibilidad profunda, en definitiva– a nuestra manera de entender a Jesús, para que nos haga más humanos. Creo, sin embargo, que no lo consigue del todo. ¿Era Jesús como nosotros? Sí y no, responde Lenaers. Yo estoy de acuerdo allá donde dice que sí, pero disiento allá donde dice que no. Y no es porque niegue lo evidente, a saber, que todos los seres humanos somos muy semejantes, pero absolutamente únicos a la vez, sino porque pienso que el teólogo belga, bajo una igualdad superficial y formal, sigue imaginando una desigualdad esencial y de fondo entre Jesús y todo el resto de los humanos.
Supera, sí, el Concilio de Calcedonia y el II de Constantinopla, y no es poco: Jesús no fue un ser híbrido compuesto de doble naturaleza (humana y divina) cuya “hipóstasis” o sujeto o centro personal era la “persona divina”. “Fue persona humana como nosotros” (p. 158), y tuvo, por lo tanto, “las mismas necesidades, deseos y reacciones que nosotros” (p. 158). Fue un Homo Sapiens como nosotros. Faltaría más.
Pero ahí se acaba la igualdad. Pues Jesús, afirma Lenaers, no se sitúa en el “bajo nivel evolutivo en que estamos nosotros” (p. 52). “Nosotros no somos más que el eslabón perdido entre el Hombre del Neanderthal y el ser humano como debería llegar a ser alguna vez. Con su modo de ser otro, Jesús de Nazaret nos da una idea de cómo podrá ser ese humano por venir” (p. 68). Así, por ejemplo: “hombre como nosotros, debió haber tenido las mismas necesidades sexuales que nosotros, pero de toda evidencia [?] las manejó de manera distinta al término medio de la humanidad y no fue dependiente de ellas, sino interiormente libre, con la misma libertad que demostró tener frente al dinero, a las apariencias y a la crítica de sus adversarios” (p. 158). “La trascendencia humana de Jesús consistía esencialmente en su ser y vivir totalmente para otros” (p. 162), lo que es “inalcanzable para nosotros” (p. 162). ¿Quién vive, quién puede vivir “totalmente para otros”?
Conclusión rotunda y no poco aventurada: Jesús “no era una persona como nosotros” (p. 162). Sic. Es como un salto al vacío desde lo alto de un pico alpino. Jesús habría sido, pues, un Homo Sapiens, sí, pero perfecto. ¿Cómo lo sabemos? Ahí flaquea el sabio jesuita, pues se limita a decir que “la normalidad humana… no explica la irradiación que salía de Jesús” (p. 162).
Un Homo Sapiens perfecto ¿no es una contradicción en los términos? ¿No somos por definición fruto, maravilloso fruto, frágil fruto, de una evolución azarosa esencialmente inacabada y abierta? ¿Puede alguien siquiera concebir una persona humana de nuestra especie con inteligencia perfecta, voluntad perfecta, emotividad perfecta, espiritualidad perfecta…? ¿No nos define el “no hago lo que quiero y hago lo que no quiero”, a causa de nuestro cerebro limitado, de sus disfunciones congénitas, de la genética heredada, de las condiciones ecológicas y económicas, la cultura recibida, los miedos acumulados, toda nuestra historia personal y colectiva? ¿Y por qué no vamos a imaginar que, en un planeta lejano o en nuestro propio planeta dentro de millones de años o dentro solo de 100 años o menos haya una especie, humana, transhumana o posthumana, más “humana” –solidaria y bienaventurada– y por lo tanto “divina” que nosotros, incluido Jesús?
¿Y por qué tendríamos que imaginar a un Jesús “milagrosamente” libre de esa finitud constitutiva de nuestra especie y de todas las especies? ¿Podemos imaginar razonablemente a un Jesús que nunca hubiera padecido rencillas, resquemores ni resentimientos, que nunca hubiera experimentado envidia, codicia y orgullo, que nunca hubiera flaqueado y sucumbido en su confianza, su solidaridad y su esperanza? Si fuera así, no sería humano. Y yo no puedo imaginarlo sino como una persona humana, hecha como todos –cada uno a su manera y con su nivel de realización que nadie puede medir ni juzgar desde fuera– de arcilla animada llena de luz y de sombras. Solo así, y no porque fuera perfecto ni siquiera el más perfecto, podría seguir inspirándome.
Y yo, por la cultura “cristiana” que me ha forjado y por mi historia personal que no puedo ni quiero borrar, quiero seguir inspirándome en Jesús, en esa figura recia y dulce, desconcertante y también contradictoria, que ha quedado consignada en los evangelios, tanto canónicos como apócrifos, y ha sido transmitida de generación en generación, de bondad en bondad y de error en error, hasta hoy. Para que la humanidad se levante y camine hacia la paz que busca.
En el hombre actúan múltiples fuerzas: conociéndolas, puede abarcar todas las cosas que hay a su alrededor -estrellas y montañas, mares y ríos, plantas y animales, y toda la humanidad que está cerca de él, y de este modo puede enriquecer su mundo interior. Puede amarlas, puede odiarlas y rechazarlas; puede ponerse contra ellas o bien tender a ellas y atraerlas hacia sí.
Puede actuar sobre el mundo que le rodea y modificarlo según su propia voluntad. Un variado fluctuar de alegría y de codicia, de aflicción y de amor, de calma y de excitación acompaña el ritmo del corazón.
Sin embargo, su fuerza más noble es ésta: reconocer que hay algo más elevado por encima de él, venerar este algo más elevado e insertarse en él. El hombre puede conocer a Dios por encima de él, puede adorarle y puede ofrecerse a sí mismo «a fin de que Dios sea glorificado». Ésta es la ofrenda: que la sublimidad de Dios brille en el espíritu; que el hombre adore esta sublimidad; que no se detenga de una manera egoísta en sus propias posesiones, sino que las trascienda, que se comprometa a sí mismo a fin de que sea glorificado el excelso Dios. La fuerza más profunda del alma es su capacidad de ofrenda. Es en lo íntimo del hombre donde tienen su sede la calma y la limpidez de donde sube la ofrenda a Dios (Romano Guardini).
Comentarios desactivados en Dios no se hizo ángel, se hizo hombre
Del blog Amigos de Thomas Merton:
(Elisabeth Olsson Wallins “Ecce Homo“)
¡La alegría de ser hombre! Este hecho, que soy un hombre, constituye una verdad y un misterio teológicos. Dios se hizo hombre en Cristo. Al convertirse en lo que yo soy, Él me unió a Sí mismo e hizo de mí su epifanía, de manera que ahora se supone que yo lo revelo a Él. Mi existencia misma como hombre depende de que, en virtud de mi libertad, yo obedezca Su luz, permitiéndole así revelarse a Sí mismo en mí. Y el primero en ver esta revelación es mi propio yo. Yo soy Su misión para mí mismo y, a través de mí, para todos los hombres. ¿Cómo podré yo verlo o recibirlo a Él, si desprecio o temo lo que soy, un hombre? ¿Cómo puedo yo amar lo que soy –hombre–, si odio al hombre en los demás?
El simple hecho de mi humanidad debería ser fuente inagotable de gozo y placer. Al alegrarme por aquello que mi Creador ha hecho de mí, estoy abriendo mi corazón a la salvación que me ofrece mi Redentor. Es una manera de saborear las primicias de la redención y la restauración. El gozo de ser hombre es tan puro que quienes tienen una comprensión cristiana débil pueden incluso llegar a confundirlo con el gozo de ser algo distinto del hombre: por ejemplo, un ángel o algo parecido. Pero Dios no se hizo ángel. Se hizo hombre.
El hombre curado por la salvación de Dios, íntegro, y en este sentido simplemente santo, permanece en una situación de incertidumbre sorprendente, incomprensible para sí mismo, y, precisamente por eso, capaz de darle, de una manera misteriosa -por así decirlo-, alas. Aunque, evidentemente, está convencido de la imposibilidad de alcanzar la perfección en esta tierra, esa imposibilidad no se transforma, sin embargo, en él en una cárcel opresora, ni tampoco el pensamiento de tener que alcanzar su propia perfección se le convierte en una idea obsesiva. Puesto que sabe, en efecto, que su morada tiene que ser construida ¡unto a Dios en la gracia, habita confiado en su cabaña destinada a la destrucción y prosigue caminando libre a través del tiempo. Al consentir padecer misteriosas privaciones en vistas a un más allá inaccesible, da también su consentimiento a las misteriosas misiones que le han sido confiadas de lo alto; precisamente cuando pensaba que no podría disponer ya de fuerza alguna, aumentan las fuerzas en él, las alas le sostienen y lo que le ha sido confiado para que lo administre es incluso más de lo que él mismo podía imaginarse. De ahí que pueda repartirlo, aunque sea sólo como algo que pertenece a otros, llegado de una manera incomprensible a sus manos.
*
H. U. von Balthasar, Todo en el Fragmento,
Milán 1990, p. 94
Maurice Zundel escribió páginas emocionantes sobre el corazón humano, este espacio donde la conciencia que se despierta accede en el sentido de su dignidad de su inviolabilidad, y que se revela, detrás del mí prefabricado y condicionado que lo recubre, como un espacio de pura acogida del otro, el espacio que no puede ser violado por principios autoritarios, ni siquiera divinos, sino que vive de la apertura y de la comunión con el Otro, a la imagen del Dios de Pobreza que se desposee de él mismo perpetuamente en la relación de ofrenda que mantienen entre ellas las tres Personas de la Trinidad.
” (…) La Trinidad es la liberación de una pesadilla en la que la humanidad se debate cuando se sitúa frente a una divinidad de la que depende y a la que es sometida: ¿Por qué Él bastante más que yo? ¿Por qué soy la criatura, y Él el Creador? ¿Por qué, si es mi creador, me puso en esta situación de saber que yo soy su esclavo? ¿Por qué me dio justo bastante inteligencia para comprender que dependo de Él? ¡Hay una rebelión sorda e implacable qué sube del corazón del hombre en esta confrontación de su espíritu con esta especie de Dios que aparece en él como la apisonadora del espíritu!
En la apertura del Corazón de Dios a través del Corazón del Cristo, hay justamente esta manifestación increíble y maravillosa que Dios es Dios porque se comunica, que es Dios porque se da todo, porque el es la desapropiación infinita y eterna, porque tiene la transparencia de un niño, la transparencia en la que toda especie de apropiación es imposible, donde la mirada siempre es dirigida hacia “El Otro”, donde la personalidad, donde el yo, es sólo un altruismo puro e infinito. ¡Allí está la gran confidencia qué resplandece en el Evangelio de Cristo! ¡La perla del reino, es para que Dios sea este Dios!
¡Jesús, revelándonos la Trinidad, nos libró de Dios! Nos libró de este Dios pesadilla, exterior a nosotros, límite y amenaza para nosotros: ¡nos libró de aquel Dios! Nos libró de nosotros mismos que necesariamente estábamos, y sordamente, aunque no nos atrevíamos a reconocerlo, en rebelión contra este Dios.
Con la Trinidad, entramos en el mundo de la relación. (…)
Subsistir en forma de don, subsistir como una relación con los demás otro, subsistir en una respiración pura de amor, tenemos ahí el Dios que se transparenta y se revela personalmente en Jesucristo. (…)
Lo que justamente es tan patético, y lo que nos hace sensible la diferencia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, y el paso que trasciende que hay que obrar del uno al otro, es que, mientras que en el Antiguo Testamento el pecado supremo, el pecado original, es querer ser como Dios, en el Nuevo, es esto mismo lo único que es necesario. (…)
¡Se trata de ser como Dios! Y, en el fondo, esta intuición nietzscheana, esta voluntad de ser Dios, de no sostener a ningún Dios aparte de sí mísmo, es el bosquejo de una vocación auténtica. ¡Pero atención! ¡Sí, ser como Dios, pero después de haber reconocido en Dios justamente la desapropiación infinita, la pobreza suprema, el despojo translúcido!
Si Dios es aquel Dios, si hay en nuestro corazón una espera infinita, ser como Dios, ahora esto quiere decir desapropiarnos fundamentalmente de nosotros mismos para que nuestra vida se cumpla como la suya en un don sin reserva.”
Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito para que todo el que cree en él no perezca, sino que tengan vida eterna.
Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios.
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Juan 3, 16-18
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Si se pretendiese que una oración tuviera la precisión de un tratado de teología, entonces la oración a la Trinidad seria una cima casi inalcanzable. Sin embargo, la oración no es el fruto de unos razonamientos. En caso contrario, esperemos que la teología nos saque de esta contradicción. Ella, en efecto, ha creado el término técnico de circumincesión (o pericoresis, según la etimología griega) para hablar del “movimiento inamovible” de la presencio recíproca de las tres personas de la Trinidad – “Lo mismo que tu estés en mi y yo en ti”, le dice Jesús al Padre- en el rico “tránsito” de la circulación del Amor. De la misma forma, la verdadera oración trinitaria, como cualquier oración cristiana pasa sin cesar de una Persona a la otra. De este modo, Cristo, desde el momento que lo contemplamos como Hijo de Dios, nos remite al Padre, que nos lo “entrega”, y el Padre, cuando le expresamos nuestra acción de gracias, nos remite al Espíritu que el Hijo nos da “de parte” del Padre, y así incesablemente, cualquiera que sea el orden que empleemos e indistintamente de la Persona a la que inicialmente nos dirijamos en nuestra oración. Porque la oración trinitario sigue la lógico del amor, que es compartido y comunicado.
*
J. Moingt, Los tres visitadores. Conversaciones sobre la Trinidad,
Mensajero, Bilbao 2000.
Comentarios desactivados en No tengo miedo de nada… porque tengo un defensor
A nosotros van dirigidas estas palabras… Jesús nos envía un defensor que nos irá enseñando todo recordando lo que Él nos ha enseñado… “El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama”.
“Hay que hacer la guerra más dura, que es la guerra contra uno mismo. Hay que llegar a desarmarse.
Yo he hecho esta guerra durante muchos años. Ha sido terrible. Pero ahora estoy desarmado.
Ya no tengo miedo a nada, ya que el Amor destruye el temor.
Estoy desarmado de la voluntad de tener razón, de justificarme descalificando a los demás. No estoy en guardia, celosamente crispado sobre mis riquezas.
Acojo y comparto. No me aferro a mis ideas ni a mis proyectos.
Si me presentan otros mejores, o ni siquiera mejores sino buenos, los acepto sin pesar. He renunciado a hacer comparaciones. Lo que es bueno, verdadero, real, para mí siempre es lo mejor.
Por eso ya no tengo miedo. Cuando ya no se tiene nada, ya no se tiene temor.
Si nos desarmamos, si nos desposeemos, si nos abrimos al hombre-Dios que hace nuevas todas las cosas, nos da un tiempo nuevo en el que todo es posible.
¡Es la Paz!”
*
Atenágoras I
(1886-1972), patriarca de Constantinopla,
*
(en: OLIVIER CLÉMENT, Dialogues avec le Patriarche Athénagoras I, Éd. Fayard, Paris 1969, p.183. Traducido y ofrecido por Xavier Melloni, en Cetr.)
***
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
“Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que os dé otro defensor, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque vive con vosotros y está con vosotros. No os dejaré huérfanos, volveré. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy con mi Padre, y vosotros conmigo y yo con vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él.”
*
Juan 14,15-21
***
Estando en comunión con Jesús, nos encontramos bajo el influjo del Espíritu Santo y podemos ser creativos, obrar plenamente de un modo nuevo en la lucha por el Reino, la ciudad del amor. En Jesús y a través de él, podemos hacer frente a las fuerzas del mal y de la mentira inscritas en los corazones y en los grupos humanos, fuerzas que aplastan la vida, que aplastan a los débiles y a los humildes. Ya no somos nosotros quienes hablamos, sino el Espíritu Santo en nosotros.
Ya no somos nosotros los que vivimos, sino Jesús en nosotros. Jesús ha venido a hacer nuevas todas las cosas. En comunión con él en el Espíritu Santo, también nosotros podemos hacer nuevas todas las cosas y hacer cosas más grandes aún que las hechas por Jesús (Jn 14). Estando en comunión con Jesús, nuestras acciones nacen de la comunión y están orientadas hacia la comunión. También nuestras palabras están llamadas a brotar del silencio de la comunión para llegar al silencio del amor. Estamos llamados a beber en el corazón de Cristo para volvernos fuentes de vida para los otros, para dar nuestra vida a los otros.
*
Jean Vanier, Jesús, el don del Amor,
Editorial Claret, Barcelona 1994.
Comentarios desactivados en “Ecce Homo”: Jesús, la imagen del hombre que somos
Del blog Amigos de Thomas Merton:
El hombre es un ser múltiple, que cambia. No le ha sido concedido ni atribuido permanecer siempre idéntico. Por eso es difícil de decir quién y qué es realmente. Hay muchas cosas de las que posiblemente no le gusta hablar. Huye de sí mismo. Lo consigue, porque para reflexionar en sí mismo y hablar de sí mismo hace falta tiempo y no estar continuamente ocupado. Uno de los elementos que constituyen lo que el hombre es, es lo indecible; y por eso permanece mudo.
¿Qué aspecto tendría la imagen del hombre que mostrase precisamente aquello que el hombre es, pero que ni quiere con tesarse a sí mismo que lo es ni está dispuesto a serio?
1. Tendría que ser la imagen del hombre que está para morir. Porque no queremos morir y, sin embargo, estamos tan entregados a la muerte que ésta lo domina ya todo en la vida como un poder siniestro.
2. Ese moribundo debería estar colgado entre el cielo y la tierra. Porque en ninguno de los dos sitios nos encontramos plenamente como en nuestra casa: porque el cielo está lejos, y la tierra no nos resulta una patria agradable.
3. Ese moribundo debería estar solo. Porque cuando se trata de dar el último paso tenemos la impresión de que los demás se despiden de nosotros con perplejidad y recato -incapaces de solucionar su propio problema- y nos dejan solos.
4. Ese hombre de la imagen debería estar empalado entre una vertical y una horizontal. Porque la intersección de la horizontal, que todo lo quiere abarcar en la anchura, con la vertical, que exclusivamente tiende en su verticalidad a la unidad única, corta el centro del corazón humano y lo destroza.
5. Ese moribundo debería estar bien clavado. Porque nuestra libertad en este mundo desemboca necesariamente en la necesidad de la miseria. Debería tener un corazón traspasado. Porque al final todo se transforma en una lanza que hace correr hasta la última gota de la sangre de nuestro corazón.
6. Debería llevar sobre sí una corona de espinas. Porque los últimos dolores vienen del espíritu, no del cuerpo. Y dado que, en definitiva, todos los hombres son como es ese hombre, ese solitario debería estar rodeado de las imágenes de sus semejantes, que son exactamente iguales que él. A uno de ellos se le podría pintar como lleno de esperanza, y al otro como lleno de desesperación. Porque nunca acabamos de saber si al morir prevalece en nuestro corazón la desesperación o la esperanza.
Con eso la imagen quedaría prácticamente terminada. No mostraría todo lo que hay en el hombre, pero sí todo aquello que es preciso que nos muestre, porque estamos empeñados en no verlo -la misma desesperación no es más que una forma de no querer ver. Todo lo demás, que también somos, no es preciso que nos lo muestren, porque lo conocemos amplia y sobradamente con alegría. Lo que esa imagen nos muestra de nosotros mismos nos plantea un problema, y es el problema mismo sobre nosotros mismos, que por nosotros solos somos incapaces de resolver.
Esa imagen de nosotros mismos, que no nos hace ninguna gracia, nos la ha puesto Dios ante nuestros ojos en el Viernes Santo de su Hijo. Momentos antes de que se levantase esa imagen para que la viéramos, hubo uno que dijo: «Mirad al hombre» (Jn 19,5). […]
Al haber propuesto Dios de esta forma ante nuestros ojos la imagen según la cual hemos sido creados, ya no nos vemos obligados al contemplarla a considerar únicamente la cuestionabilidad de nuestra propia existencia. Dios, al forzarnos a hacernos la pregunta que somos nosotros mismos, nos da también la respuesta a esa pregunta. Solamente nos ha encontrado a nosotros, que somos la pregunta, en el juego incomprensible de su amor, porque sabe la respuesta. Y al haberse hecho hombre su misma palabra eterna, y al haber muerto ese hombre en la cruz de nuestra existencia, nos ha dado la respuesta y nos ha comunicado valor para contemplar la imagen de nosotros mismos, que se nos ocultaba, para colgarla en nuestros aposentos, para colocarla en nuestros caminos y para ponerla sobre nuestras sepulturas. […]
Porque somos de la misma madera que él, y porque también nosotros podemos morir ya nuestra muerte en plena vida, podemos no sólo entender su destino desde fuera, sino también participar de él internamente. Por la fe percibimos que su descenso a la impotencia del ser hombre ha santificado todas las horas del Sábado Santo de nuestra vida. Dejados a nosotros mismos, todo se habría reducido a un simple y solitario quedar expuestos a las tinieblas y al vacío de la muerte. Pero por el hecho de que El participó de nuestro destino y nos redimió por ello, ese Sábado Santo en su oscuridad nos trae la luz de la vida. Desde el momento en que él descendió a las profundidades sin fondo y sin base del mundo, ya no existen más abismos de la existencia en los que el hombre quede abandonado. Hay uno que ha ido por delante y lo ha sufrido todo para victoria nuestra. En el fondo de todas las caídas puede uno ya encontrar la vida eterna. «El que descendió es también el que subió sobre todos los cielos para llenar el universo» (Ef 4,10).
Comentarios desactivados en Pedro Castelao: “En la oración aspiramos a que lo imposible, sea posible. A que lo ya irremediable pueda tener remedio”
“Orar es un sentirse bañado y personalmente acompañado por la envolvente atmósfera de quien sostiene el compás del tiempo”
“No es cierto que, en sí misma, cualquier actividad sea oración, pero sí lo es que todo puede convertirse en oración”
“Lo decisivo no es ni el momento, ni el lugar, ni el modo, sino la activación de nuestro interno receptor de eternidad”
“La oración nos hace vivir adelantadamente una leve fracción de esa plenitud, pero a veces nos parece ensoñación y otras un vano autoengaño”
“Somos llevados por la atracción de un movimiento que no dominamos hacia cumbres insondables que nos dejan sin palabras sin que nosotros nos movamos en absoluto del lugar que ocupamos ni del habitáculo en el que nos sentamos”
| Pedro Castelao, Universidad Pontificia Comillas
«Estad siempre gozosos. Orad sin interrupción. Dad gracias por todo» (1Tes 5, 16-18a). Orar es cobrar conciencia explícita de la presencia omnímoda del amor de Dios y dirigirse a Él como un hijo habla con su padre o con su madre. Es ponerse en presencia de Dios, abrirse al influjo de su Espíritu y dejarse moldear por su Verbo.
Pero no es sólo, ni principalmente, un acto de conciencia. Se trata más bien de un sentirse bañado y personalmente acompañado por la envolvente atmósfera de quien sostiene el compás del tiempo, para percibir su imperceptible «estar», más allá y más acá de toda otra forma ordinaria de habitar el espacio y la secuencialidad temporal.
Hay innumerables formas de oración. Y todas son saludables si nos ayudan a ponernos en presencia de Dios.
Unos rezan con breves fórmulas repetitivas sin apenas callarse. Otros en completo silencio sin casi proferir palabra. Unos rezan con la Biblia, otros con la contemplación de la naturaleza. Hay quien entona salmos, otros meditan los Evangelios. Otros observan distantes su flujo interno de conciencia en la máxima quietud que les es posible. Otros rezan en el metro transfigurando el ajetreo de la ciudad luego de visitar enfermos en el hospital o de trabajar en barrios pobres con inmigrantes o marginados. Otros experimentan la presencia de Dios en su activa lucha por la justicia y otros cultivan la disciplina de la lectura, el estudio, la meditación y la escritura.
No es cierto que, en sí misma, cualquier actividad sea oración, pero sí lo es que todo puede convertirse en oración.
No hay oración cuando estamos horizontalmente dispersos en la superficie de nuestros quehaceres, por más que estemos arrodillados ante la custodia.
Y no hay situación o actividad, por más caótica o tumultuosa que sea, que no pueda servir como catalizadora de un impulso de transcendencia que nos catapulte realmente ante la presencia última de Aquel frente al cual todo es penúltimo.
Lo decisivo no es ni el momento, ni el lugar, ni el modo, sino la activación de nuestro interno receptor de eternidad sean cuales sean las circunstancias externas o internas en las que nos veamos.
Orar es, pues, unirse con nuestros sentidos, afectos, sentimientos, pensamientos e imaginación con Dios, en una relación de intimidad en la que nos mostramos, querámoslo o no, desnudos de todos nuestros roles y de todos nuestros relatos de propia justificación para confesar el mal que hacemos, el bien que dejamos de hacer y, en la medida en que nos es dado recibirlo y gustarlo, experimentar el perdón de un amor de Dios que nos impulsa a ser mejores y más exigentes con nosotros mismos y mucho más indulgentes con los demás.
Orar contribuye decisivamente a nuestra sanación interior, a la más honda integración de todas aquellas tendencias que, a veces, tiran de nosotros en direcciones opuestas hasta el punto de desgarrar nuestro interior.
Orar repercute en todo nuestro ser, pues somos una unidad. Y toda ella vive tanto nuestras alegrías y éxitos como nuestras heridas y fracasos.
Orar es como ponerse moreno. Uno lo hace queriendo y sin querer. Hay que exponerse, queriendo, a los rayos solares, pero una vez ahí son ellos los que, sin querer, activan la melanina que tiñe nuestra piel.
Y es que la iniciativa, la actividad incitadora, el protagonismo es siempre de esa divinidad que, como el sol, jamás deja de comunicarnos los destellos de su amor, porque, aunque su recepción inmediata implica la acción positiva de nuestra libertad, esta no es nunca lo primero, por más que lo parezca, sino la respuesta a una llamada anterior que antecede completamente todo nuestro obrar.
En la oración aspiramos a que lo imposible, sea posible. A que lo ya irremediable pueda tener remedio.
Y no me refiero aquí a esas primarias e infantiles peticiones que convierten la oración en un ejercicio inverso de lo que, en realidad, debería ser. La oración consiste en estar abiertos a la voluntad de Dios, a su palabra, a su moción. Y es, entonces, el ejercicio espiritual en el que debemos dejarnos convencer y moldear, en nuestros sentimientos, deseos e ideas, por el amor de Dios, en lugar de, endurecidos en nuestro ego, pretender convencer a Dios para que se cumpla nuestra voluntad estableciendo con quien todo nos lo da una horrible relación de mercantil compraventa.
Lo que los niños hacen con su imaginaria hada madrina podemos hacerlo nosotros con Dios —¡ay!— cuando, en lugar de ponernos nosotros a su servicio —y ninguna plenitud es mayor para el hombre que el servicio de Dios— pretendemos que sea Dios el que nos sirva a nosotros realizando aquello que creemos desear. Porque lo cierto es que, la mayoría de las veces, no sabemos ni lo que queremos, y somos como infantes caprichosos e inconstantes, como en todas esas incontables ocasiones en las que, queriendo algo con todas nuestras fuerzas, resulta que luego no lo reconocemos como lo que, en realidad, queríamos.
La cuestión es, pues, de escucha, adoración y entrega y no tanto de petición, exigencia y trueque, porque lo que realmente está en juego en la oración es si es posible lo imposible y si lo ya irremediable, puede tener remedio en Dios.
El problema real es el mal, el dolor, el sufrimiento y la muerte como realidades cuya derrota definitiva sólo Dios puede llevar a cabo en la plenitud escatológica allende la historia ordinaria de la creación.
Y es ahí donde el cristianismo, en la oración, nos anticipa lo imposible y lo irrealizable. Aquello sobre lo que Unamuno reflexionó en su escrito Nicodemo el fariseo y que consiste fundamentalmente en que Dios pueda sanar nuestras heridas, curar nuestras cicatrices, perdonar el mal cometido y borrarlo completamente del universo transformándolo de tal manera que fuese como lo nunca acontecido al quedar totalmente desactivado y carente de negatividad.
Nuevo nacimiento, sanación completa, redención absoluta, perdón incondicional. Eso es lo que la oración nos hace pregustar aquí y ahora en unas condiciones bien precarias tendentes a la dispersión espiritual y al sometimiento a las condiciones horizontales de una existencia ante la que dichas condiciones se presentan como definitivas y últimas. Como si una palabra de salvadora eternidad no sólo fuese impensable, sino del todo imposible.
La oración nos hace vivir adelantadamente una leve fracción de esa plenitud, pero a veces nos parece ensoñación y otras un vano autoengaño.
Las aproximaciones de la neurología o la psicología profunda a la cuestión de la oración —siendo en sí mismas extraordinariamente interesantes— adolecen todas de un mismo déficit.
Tienden a confundir la profundidad de la mente y sus internos mecanismos fisiológicos con el abismo del espíritu humano. Y es que el yo profundo, por más profundo que sea, por más estructuras transpersonales de las que se libere, por más que se disuelva su perfil, por más inconsciente y oscuros que sean los sótanos de su trastienda, no son —en este nivel analítico, transegoico o neurofisiológico— sino la superficie más accesible de una personalidad que, cerebralmente sostenida por interacciones sinápticas y procesos bioquímicos, se muestra, ciertamente, fascinante, compleja y profunda, pero con una hondura y profundidad de un alcance siempre medible, evaluable y explorable en términos de análisis, sondeo y experimentación.
Quiere esto decir que, siendo del máximo interés todo cuanto la neurobiología y o la psicología nos pueda enseñar sobre la complejidad y profundidad de nuestro yo cerebral, la dimensión hacia la que apunta la oración transciende infinitamente todo fenómeno fisiológico para emboscar al ser humano en un nivel de profundidad en el que las brújulas se vuelven locas, los sónares tienen comportamientos extraños y no hay mecanismo de verificación empírica que funcione, en definitiva, de manera cabal.
Porque de lo que aquí se trata, finalmente, es de nuestro yo místico, de nuestra identidad abisal, de la raíz última de nuestro ser de criatura, creada a imagen y semejanza de Dios, y constituido en su hondura más íntima por una singularidad tan especial y genuina que, curiosamente, permanece siempre ella misma a lo largo de la vida como si fuese sin edad durante todas las edades de su biografía. Como si su verdadero tiempo y su verdadero lugar no fuesen de este mundo y, por tanto, pudiese percibirse a sí misma siendo niña, joven, adulta o anciana, siendo todo esto a la vez y ninguna de ellas por separado al margen del flujo vital en el que está. Me estoy refiriendo a ese hondón de nuestra alma y de nuestro espíritu al que siempre se han referido los autores espirituales y místicos que en el mundo han sido. Es en esa dimensión y en esa insondable profundidad de nuestro yo en la que acontece la experiencia de la oración.
Como se ve, no se trata, pues, del alcance cuantitativo de una hondura determinada de conciencia, sino del encuentro con una infinitud —la divina— que diviniza la condición humana al transportarla a una dimensión en la que el tiempo ya no es duración, el espacio no es extensión y la materia —como en la transfiguración— se vuelve translúcida.
En esta dimensión a la que somos transportados —sin movernos de donde estamos y sin que, en apariencia, nada cambie cuando, en realidad, ya todo es distinto— en los momentos de mayor lucidez e intensidad orante nos situamos en la onda vital de lo que la Escritura y la Tradición han llamado Espíritu Santo.
Y es en él, en el movimiento incesante del Espíritu divino, donde nuestro espíritu humano se encuentra con la fuente de toda vitalidad, con el dador de vida, con aquel que, sin ser creación, literalmente anima a todo lo creado desde su más íntimo interior.
En un interior en el que, en la oración, somos siempre invitados a configurarnos con la hechura biográfica de Jesucristo, siendo nuevamente remitidos al anclaje vital, espacio temporal, histórico y concreto del que nunca hemos salido.
Y es que en el proceso orante ocurre —pero sin histrionismos, ni gritos, ni aceleraciones— lo mismo que en una gigantesca noria o en una montaña rusa.
Somos llevados por la atracción de un movimiento que no dominamos hacia cumbres insondables que nos dejan sin palabras sin que nosotros nos movamos en absoluto del lugar que ocupamos ni del habitáculo en el que nos sentamos. Y las cosas que vemos, sentimos y gustamos en esos movimientos de oscilación —que no son ni cosas, ni visibles, ni sensibles, ni gustables— hacen que nuestro punto de inicio —del que jamás nos hemos movido ni un ápice— lo percibamos, después de y durante la experiencia de la oración, de un modo cualitativamente transfigurado, cuando, sin saber muy bien por qué, finaliza la oración —cosa que, en el fondo, querríamos que no ocurriese nunca.
Y en nuestro punto obligado de llegada nos volvemos a encontrar con la referencia cristológica que nos mueve al seguimiento de quien, en el mismo mundo, en la misma línea espacio temporal que nosotros habitamos ahora, vivió en transparencia diáfana su relación con Dios.
Por eso la oración no nos hace huir de la vida, como no hizo huir a Jesús de la suya, sino que nos resitúa ante sus problemas y vicisitudes de una forma enteramente nueva: en la lógica del Reino, del amor a Dios y del amor al prójimo.
Vista desde una perspectiva tecnocrática y meramente utilitaria la oración no sirve para nada. Comprendida en su ser más auténtico lo es todo.
En ella se encuentra el hombre con su Creador y es invitado a vivir como su Hijo eterno siendo interiormente transformado por el amor infinito de su santo Espíritu.
El magno e inefable diálogo entre Dios y el hombre que constituye nuestra religión supone, en el hombre mismo, una actitud receptiva particular. Si el hombre busca y escucha la Palabra de Dios, la Verdad salvadora entra en el alma y engendra nuevas relaciones entre Dios y el hombre: la fe, la vida sobrenatural. Pero si el hombre no escucha, Dios habla en vano; se abre un drama tremendo.
En la Biblia aparece por doquier esta alternativa decisiva, la escucha del hombre es, por excelencia, un acto racional y voluntario, pleno y consciente del obsequio tributado al Dios que revela, pero supone la maduración interior, trabajada por la gracia, de una disposición innata y honesta para el encuentro con Dios. Como edad de la crisis y edad de la elección, la juventud está más expuesta a padecer el influjo arreligioso y antirreligioso de nuestro tiempo. Ahora bien, en cuanto edad del pensamiento y edad del amor, la juventud es la más capaz de comprender el valor religioso de la vida y de dar a su piedad un profundo significado personal, que adquiere a menudo una dramática expresión moral, una especie de fidelidad inmolada y total, plena de impulso apasionado, si bien todavía poco segura, como un vuelo, aunque espléndida y generosa, precisamente como un vuelo milagroso realizado en los cielos del heroísmo y de la poesía. Esto tiene lugar cuando el sentido religioso se pronuncia -como tormento, como atractivo, como alegría, poco importa- de un modo tan vigoroso que constituye un juego íntimo y sublime de libertad y de obligación, y se vuelve determinante desde el punto de vista moral.
Es entonces, por lo general, cuando la voz interior se revela, no ya como propia, sino como eco de otra voz, lejana y próxima, la de Dios. .
*
Giovanni Battista Montini
(Pablo VI), El sentido religioso,
Ediciones Sígueme, Salamanca 1964
La toma de conciencia solidaria puede ser a menudo un ejercicio más de detenerse, serenarse y adentrarse que de movimiento y agitación. La empatía no nos lleva inequívocamente a la calle y a la pancarta. La pancarta tiene sus evidentes límites a la hora de transformar el mundo y las relaciones humanas. No tanto pasearla como encarnarla. No tanto gritar la consigna sino integrarla, ser testimonio de lo se proclama a los cuatro vientos, entre otras cosas porque, de vuelta de su recorrido, los vientos siempre acaban pidiéndonos cuentas. No necesariamente activismo, sino “seísmo”, o como diría Ghandi “ser nosotros el cambio que queremos ver en el mundo”.
Pueden tocar o no la aldaba, que el reclamo será primeramente interior. La empatía con respecto a quienes sufren no implica después necesariamente una exteriorización. “¿Qué estás haciendo tú?” Me preguntan por “washapp” en un mensaje/cartel contra la violencia hacia las mujeres que firma, entre otras entidades, el Gobierno de Navarra. Quisiera hacer más, pero hoy por hoy me retiro, respiro y me reitero internamente en favor de quienes padecen, pido igualmente para que se arríen todas las manos amenazantes. Estamos haciendo todo lo que podemos. Es preciso poner todo cuanto esté a nuestro alcance para erradicar esa lacra, es preciso comprometerse en la urgente causa contra el maltrato de la mujer, pero tenemos delante legión de empeños. En realidad, no hay plazas, ni avenidas para tanto anhelo. Hay también otras apremiantes causas que requieren nuestra atención y compromiso. No deberíamos entrar en la peligrosa espiral de pedirnos cuentas los unos a los otros por nuestros grados de respuesta.
Somos cada vez más los que optamos por la revolución de la distancia corta, del círculo más cercano. “¿Y yo que hago…?” Pues mirarla con mis mejores ojos. Buscar mis más amables palabras, a sabiendas de que quizás mis gestos nunca lleguen a la altura de lo que ella merece. Cariño y ternura siempre suman, pero no compitamos en su derroche. Cada quien fije sus propios retos. Hay un ámbito de intimidad que ningún Gobierno debería traspasar. Es preciso preservar lo que ocurre en el hogar. Sí hay infiernos a erradicar puertas adentro, pero no se extienda la sospecha.
Es preciso afianzar el principio supremo de la libertad. Es preciso ser cuidadosos a la hora de respetar las opciones de preferencial solidaridad de cada quien. Hay que respetar al que agita conciencias, también a quien simplemente sopla sobre ellas. Es preciso sumar las causas altruistas y no hacer cundir recelos. Hay que acabar con la terrible lacra del maltrato de la mujer, pero igualmente salvar los bosques de la Amazonía, rescatar a los hermanos que se ahogan en el Mediterráneo, erradicar el hambre de la Tierra, proseguir en la profundización democrática… El etcétera sería largo.
“¡Queremos tíos buenos!” dice la actual campaña de la Diputación de Bizkaia, pero a nosotros no se nos ocurre, ni siquiera en broma, poner esa frase en femenino. Lo sagrado frena en seco hasta el chiste. La portadora de vida lo es y lo llevamos tan dentro escrito que no necesitamos sábanas, ni rotuladores para recordárnoslo. Por lo tanto, la sola condición de varón no auspicie recelo. No propiciemos separación de sexo ante lo que a todas y todos nos concierne. Unamos corazones y voluntades de ambos géneros tras la misma y noble causa morada. Queremos hombres y mujeres de buena voluntad armonizados y haciendo todos los posibles para erradicar la violencia machista.
Cada quien sabe dónde puede aportar más, dónde puede ser más útil, dónde se encuentra más a gusto… Sí podemos pedir ayuda, sí podemos y debemos recabar apoyos, pero creo que no debemos inquirir: “¿Qué estás haciendo tú…?” Quien más, quien menos, en una medida u otra, todos y todas estamos haciendo los posibles por construir un mundo definitivamente nuevo, más cordial y amable en el que esté erradicado todo tipo de violencia. Todas y todos estamos por hacer posible una nueva sociedad más justa, solidaria y sostenible, en la que por supuesto a ningún varón se le ocurra la infamia de poner la mano agresiva sobre ninguna mujer. Permanecemos por lo tanto unidos/as tras la causa lila, también tras la causa verde, roja, amarilla…
Somos devotos de la mujer que nos ha tocado en suerte poder acompañar. Perdón si nos movemos en el asiento cuando alguien cuestiona nuestra devoción. Perdón si no salimos a la calle para manifestarla. Nos estamos midiendo cada día puertas adentro.
“Si estoy entre hombres que no están de acuerdo en absoluto con mi naturaleza, difícilmente seré capaz de acomodarme a ellos sin cambiar notablemente yo mismo.
El hombre libre que vive entre ignorantes se esfuerza cuanto puede por evitar sus favores.
Un hombre libre actúa honestamente, no engañosamente.
Sólo los hombres libres son verdaderamente útiles los unos a los otros y pueden crear amistades auténticas.
Es abolutamente permisible, por el derecho más elevado de la Naturaleza, que cada uno haga uso de la clara razón para determinar cómo vivir de un modo que le permita florecer”
El paso de Jesús de este mundo al Padre abarca, en una unidad estrechísima, pasión y resurrección: a través de su pasión es como llegó Jesús a la gloria de la resurrección. Pasión y paso van unidos entre sí; la Pascua cristiana es un transitus per passionem: un paso a través de la pasión. Pero hay una síntesis más importante: la que se da entre la Pascua de Dios y la pascua del hombre. ¿Cómo se lleva a cabo esa síntesis en la nueva definición de la Pascua? En Jesús, los dos protagonistas de la Pascua -Dios y el hombre- dejan de aparecer como alternativos o yuxtapuestos y se convierten en uno solo, porque, en Cristo, la humanidad y la divinidad son una misma persona. El autor y el destinatario de la salvación se han encontrado; la gracia y la libertad se han besado. Ha nacido la «nueva y eterna alianza»; eterna, porque ahora nadie podrá separar ya a los dos contrayentes, convertidos, en Cristo, en una sola persona.
Con todo, queda una duda por disipar: entonces ¿es sólo Jesús quien lleva a cabo la Pascua? ¿Es sólo él quien pasa de este mundo al Padre? ¿Y nosotros? El de Jesús no es un paso solitario, sino un paso colectivo, de toda la humanidad, al Padre. En Pascua nació la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, como espiga crecida en la tumba de Cristo. En consecuencia, todos hemos pasado ya, con Cristo, al Padre y «nuestra vida está escondida ya con Cristo en Dios» (cf. Col 3,3); sin embargo, todos debemos pasar aún. Hemos pasado In spe e in sacramento, en esperanza y por el bautismo, pero debemos pasar en la realidad de la vida cotidiana, imitando su vida y, sobre todo, su amor.
*
Raniero Cantalamessa, El misterio pascual,
Milán 1985, pp. 19-21).
Maurice Zundel escribió páginas emocionantes sobre el corazón humano, este espacio donde la conciencia que se despierta accede en el sentido de su dignidad de su inviolabilidad, y que se revela, detrás del mí prefabricado y condicionado que lo recubre, como un espacio de pura acogida del otro, el espacio que no puede ser violado por principios autoritarios, ni siquiera divinos, sino que vive de la apertura y de la comunión con el Otro, a la imagen del Dios de Pobreza que se desposee de él mismo perpetuamente en la relación de ofrenda que mantienen entre ellas las tres Personas de la Trinidad.
” (…) La Trinidad es la liberación de una pesadilla en la que la humanidad se debate cuando se sitúa frente a una divinidad de la que depende y a la que es sometida: ¿Por qué Él bastante más que yo? ¿ Por qué soy la criatura, y Él el Creador? ¿ Por qué, si es mi creador, me puso en esta situación de saber que yo soy su esclavo? ¿ Por qué me dio justo bastante inteligencia para comprender que dependo de Él? ¡ Hay una rebelión sorda e implacable qué sube del corazón del hombre en esta confrontación de su espíritu con esta especie de Dios que aparece en él como la apisonadora del espíritu!
En la apertura del Corazón de Dios a través del Corazón del Cristo, hay justamente esta manifestación increíble y maravillosa que Dios es Dios porque se comunica, que es Dios porque se da todo, porque el es la desapropiación infinita y eterna, porque tiene la transparencia de un niño, la transparencia en la que toda especie de apropiación es imposible, donde la mirada siempre es dirigida hacia “El Otro”, donde la personalidad, donde el yo, es sólo un altruismo puro e infinito. ¡ Allí está la gran confidencia qué resplandece en el Evangelio de Cristo! ¡ La perla del reino, es para que Dios sea este Dios!
¡Jesús, revelándonos la Trinidad, nos libró de Dios! Nos libró de este Dios pesadilla, exterior a nosotros, límite y amenaza para nosotros: ¡ nos libró de aquel Dios! Nos libró de nosotros mismos que necesariamente estábamos, y sordamente, aunque no nos atrevíamos a reconocerlo, en rebelión contra este Dios.
Con la Trinidad, entramos en el mundo de la relación. (…)
Subsistir en forma de don, subsistir como una relación con los demás otro, subsistir en una respiración pura de amor, tenemos ahí el Dios que se transparenta y se revela personalmente en Jesucristo. (…)
Lo que justamente es tan patético, y lo que nos hace sensible la diferencia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, y el paso que trasciende que hay que obrar del uno al otro, es que, mientras que en el Antiguo Testamento el pecado supremo, el pecado original, es querer ser como Dios, en el Nuevo, es esto mismo lo único que es necesario. (…)
¡ Se trata de ser como Dios! Y, en el fondo, esta intuición nietzscheana, esta voluntad de ser Dios, de no sostener a ningún Dios aparte de sí mísmo, es el bosquejo de una vocación auténtica. ¡ Pero atención! ¡ Sí, ser como Dios, pero después de haber reconocido en Dios justamente la desapropiación infinita, la pobreza suprema, el despojo translúcido!
Si Dios es aquel Dios, si hay en nuestro corazón una espera infinita, ser como Dios, ahora esto quiere decir desapropiarnos fundamentalmente de nosotros mismos para que nuestra vida se cumpla como la suya en un don sin reserva.”
– “Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir.
Él me glorificará, porque recibirá de mí lo que os irá comunicando.
Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará.”
*
Juan 16, 12-15
***
Lentamente he empezado a darme cuenta de que en el gran circo, lleno de domadores de leones y de trapecistas que con sus maravillosas acrobacias reclaman nuestra atención, la historia verdadera y real la contaban los payasos. Los payasos no están en el centro de los acontecimientos. Aparecen entre una gran exhibición y otra, se mueven con torpeza, caen y nos hacen sonreír de nuevo tras la tensión creada por los héroes que veníamos a admirar. Los payasos no están coordinados entre ellos, no consiguen realizar las cosas que intentan hacer; son cómicos, se mueven con un equilibrio precario y son desmañados, pero… están de nuestra parte. No reaccionamos ante ellos con admiración, sino con simpatía; no con estupor, sino con comprensión; no con la tensión, sino con una sonrisa. De los acróbatas decimos: «¿Cómo conseguirán hacerlo?». De los payasos decimos: «Son como nosotros». Los payasos, con una lágrima y una sonrisa, nos recuerdan que compartimos las mismas debilidades humanas […].
Entre las acciones emocionantes de los héroes de este mundo, tenemos una constante necesidad del payaso, de personas que con su vida vacía y solitaria -de oración y de contemplación nos revelen la otra cara y nos ofrezcan así consuelo, alivio, esperanza y una sonrisa. En esta grande, ajetreada, fascinante y turbadora ciudad continuamos sintiendo la tentación de unirnos a los domadores de leones y a los trapecistas, que reciben la máxima atención. Pero cada vez que aparecen los payasos se nos recuerda que lo que cuenta realmente es algo diferente a lo espectacular y a lo sensacional: es lo que pasa entre una escena y otra. Los payasos, con su comportamiento «inútil», nos muestran no sólo que muchas de nuestras preocupaciones, de nuestros afanes, de nuestras ansias y tensiones tienen necesidad de una sonrisa, sino que también nosotros tenemos pintura blanca en nuestro rostro y estamos llamados a comportarnos como payasos (H. J. M. Nouwen, / c/own di Dio. Una vita spirituale per ¡I nostro tempo, Brescia 2000, pp. 7 y 162, passim).
Comentarios desactivados en “El mito de Eva y la desigualdad de la mujer respecto al hombre”, por Juan Zapatero.
No cabe duda de que, a quienes nos movemos dentro de los parámetros cristianos (no en cuanto a religión, sino a cultura), la influencia judía en nuestro pensamiento ha sido determinante a la hora de concebir, en este caso, a la mujer (sexo femenino) como inferior en condición respecto al hombre (varón).
Si exceptuamos los fanáticos, de una índole y de otra, que siguen defendiendo la creación tal y como la relata el libro del Génesis, está claro que en la actualidad toda persona dotada de mínimo sentido común admite que la descripción sobre la creación en general y, por ende, también del hombre y de la mujer, que encontramos en el libro anteriormente citado, no son otra cosa sino relatos fantasiosos que responden sencillamente a la manera de concebir la vida y las relaciones humanas en su quehacer cotidiano que tenía la gente de hace ya bastantes siglos en un lugar geográfico concreto. Por ello, estoy convencido de que no son casuales cinco factores por lo que a la mujer se refiere, según dicho relato.
En primer lugar, el origen de esta, al menos según una de las versiones del libro del Génesis, no solo es posterior a la existencia del hombre (varón) en la tierra, sino que además tiene su origen en el propio varón “Entonces Yahveh Dios hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, el cual se durmió. Y le quitó una de las costillas, rellenando el vacío con carne. De la costilla que Yahveh Dios había tomado del hombre formó una mujer y la llevó ante el hombre. Entonces éste exclamó: ‘Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta será llamada mujer, porque del varón ha sido tomada’”. (Gen 2, 21-23). Tenemos, pues, que el varón y la hembra no son creados, no solamente al mismo tiempo, sino que, a su vez, la segunda procede del primero.
En segundo lugar, si seguimos leyendo el relato, se deja entrever de inmediato otro elemento fundamental y clave como es el hecho que la mujer no tiene sentido por sí misma, sino en cuanto a la función que debe desempeñar respecto al hombre: para que este no esté solo. “No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada” (Gen 22,18). Aunque es cierto que, a renglón seguido, dice “Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne”; ello no impide entrever que la mujer no aparece con una finalidad propia, por sí misma, sino en tanto en cuanto sirve de compañía al varón. Aquí podríamos entrar ya en un profundo debate sobre si nos encontramos ante alguien que se parece más a un objeto (servir a o de), en vez de frente a un sujeto que tiene sentido, autonomía y valor por sí mismo. Es más, de interrogantes se pueden plantear los que queramos y más; por ejemplo ¿Qué hacer con o de la mujer que no cumple la misión de servir de ayuda y de apoyo al varón, en todas las facetas que podamos imaginar, ya que su misión es precisamente esa? Queda la puerta abierta a todas las posibilidades, no precisamente en el mejor de los sentidos.
En tercer lugar, si continuamos con la lectura del libro (Gen 3,6) observamos que, dentro del estilo narrativo que se utiliza, aparece precisamente la mujer como la culpable, pues es la inductora, de la pérdida de aquel estado idílico de eterna felicidad en el paraíso “Y como viese la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría, tomó de su fruto y comió, y dio también a su marido, que igualmente comió”. Por tanto, la culpa de todos los males que le vinieron desde entonces a aquel hombre y, por ende, a toda la humanidad posterior, no tenían otro origen que la mujer. Una mujer que se dejó llevar por sus deseos instintivos más genuinos, en vez de por la capacidad de pensar. A algunos seguro que les faltará tiempo para acabar rematando: una capacidad de pensar exigua, mínima o inexistente en el caso de la mujer.
En cuarto lugar, no es casual que la serpiente, como encarnación del Maligno, se dirija a la mujer en vez de al varón de cara a seducirla y a liberarla del prejuicio que el Creador había infundido en el corazón del hombre: “Y Dios impuso al hombre este mandamiento: De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio” (Gen 2,16-17). ¡Cuántas interpretaciones no se han hecho a partir de este texto sobre la debilidad de carácter de la mujer y sobre su ambición, en contraposición a la fortaleza y a la moderación del varón, por ejemplo!
Por último, si bien es verdad que Yahvé impone un castigo a los tres protagonistas (serpiente, varón y hembra), no es menos cierto que a la mujer se lo incrementa; por una parte, teniendo que parir con dolor; mientras por otra, viéndose obligada a “apetecer al marido” (no así al revés) y a sufrir el dominio que este ejercerá sobre ella. Si lo observamos detenidamente, nos daremos cuenta rápidamente de que ambas cosas son fuertemente humillantes. “A la mujer le dijo: Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor parirás los hijos. Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará” (Gen 3,14-17).
Dejando de lado aquellos países en los cuales la mujer continúa siendo tenida, por desgracia, como un objeto puro y duro; me parece que, en los que nos consideramos más avanzados, o al menos así nos tienen los demás, no se puede poner en duda que las leyes en favor de la liberación y la igualdad del sexo femenino han hecho avances (aunque no tantos como cabría esperar); sin embargo, tengo la impresión de que a nivel individual y de ciertos grupos el parecer del relato del Génesis sigue planeando todavía por demasiadas mentes. Lo que quiere decir que no es cuestión solamente de leyes, sino principalmente de la transformación que debe producirse en dichas mentes.
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