Ante la situación de quienes migran. Contra el miedo que excluye y mata.
El naufragio de personas migrantes en el Mediterráneo y en el río Bravo al intentar entrar en Europa y EE.UU. ha evidenciado que mares y ríos se han convertido en fosas comunes de vidas perdidas y cuerpos dañados. En lugar de unir pueblos, comunicar personas e intercambiar bienes, se han poblado de muertes anónimas. La solución no vendrá de negarles el auxilio y cerrar los puertos, ni de las expulsiones a países fronterizos y zonas desérticas, ni de convertir los pueblos vecinos en policías sino de respuestas cívicas, éticas, solidarias, políticas, culturales y religiosas.
1.- Es urgente liberar los sentimientos de miedo interesado y discursos irracionales que vinculan la inmigración con la delincuencia, lo forastero con la peligrosidad y que siembran el odio y el rechazo de seres humanos empobrecidos que sólo buscan oportunidades para ellos y sus familias. Necesitamos una pedagogía social en las parroquias, en las catequesis, en los medios de comunicación, en las calles, en los bares… que favorezca respuestas afectivas y efectivas, la convivencia cívica y el encuentro humano. Denegarles protección, cobijo y reconocimiento de sus derechos conduce a la barbarie y es prueba de inhumanidad.
2.- La ética no puede aceptar que unas vidas sean protegidas y otras abandonadas, ya que toda vida humana es valiosa y merece ser defendida. Ninguna de ellas puede perderse sin que eso nos afecte a todos los seres humanos. Está en juego nuestra humanidad, la identidad humana y cristiana, la justicia y la decencia de nuestra sociedad.
Con esas muertes entramos en un grave proceso de decadencia moral y de degradación de todo el mundo: pierde la gente que queda sin raíces y arraigos, pierden sus familias al privarse de la presencia de algunos de sus miembros, pierden sus pueblos y sus comunidades de origen que quedan sin personas con coraje e inteligencia colectiva para trasformar sus condiciones. La hermandad nos compromete en su defensa. Nos unimos a quienes procuran por sus vidas, las ayudan y defienden, las acogen y acompañan arriesgando la propia integridad personal y se exponen a persecuciones desde la legalidad vigente.
3.- Especial responsabilidad política tienen los Estados a la hora de rescatar y auxiliar, sin condiciones, a las personas que han naufragado, de ofrecerles el estatuto jurídico necesario para poder vivir con dignidad y de promover condiciones de vida justas y dignas en sus países de origen. Tienen también la obligación de oponerse a la industria migratoria en manos de mercaderes que anteponen sus beneficios a la seguridad de los seres humanos. Hay que superar las políticas incendiarias y xenófobas que atribuyen a los inmigrantes acciones violentas, olvidando que son ellos quienes sufren violencias y muertes que una política solidaria podría evitar. Sólo la movilización ciudadana logrará políticas justas que defiendan a la gente necesitada y no promuevan la inmigración. Estas políticas son fundamentales en sus países empobrecidos o en guerra para transformarlos en lugares donde se pueda vivir. Al fin y al cabo, el fenómeno de la emigración actual no es otra cosa que la otra cara de la moneda de un bienestar y de un consumismo excluyente y privativo.
4.- Denunciamos los discursos y las ideologías que presentan la inmigración como un peligro para la seguridad, la identidad nacional o el nivel de ocupación en el país de destino. En realidad son hombres, mujeres y menores que vienen en busca de pan, refugio, trabajo y paz. Es importante potenciar una visión de la persona inmigrante como sujeto con unos valores y una capacidad para ayudarnos a transformar nuestro mundo y construir una sociedad más integradora desde la pluralidad cultural. Es engañoso considerar a las personas migrantes simples víctimas necesitadas de atención e incapaces de emprender procesos autónomos de transformación. Con sus naufragios, muere la dignidad de todo el mundo y desaparecen sueños y capacidades que nos hacen falta para construir una sociedad más humana y cambiar el orden mundial.
5.- La comunidad cristiana tiene que llorar esos seres humanos muertos como propios, acompañar sus duelos, recordarlos y nombrarlos por su nombre propio en la liturgia. En efecto, tenemos motivos para hacer duelo mientras se muera un ser humano por alcanzar unas condiciones de vida que nadie tiene derecho a poseer en exclusiva. ¿Acaso no sería razonable que sus nombres resonaran de algún modo en las liturgias hasta golpear nuestras conciencias reconociendo así su derecho a ser llorados?
6.- Queremos también mencionar a los muertos civiles, es decir, de los seres humanos que vagan por nuestras calles durante años sin que se les reconozca su existencia por no disponer de una documentación en regla. Después de haber sobrevivido a la muerte, que acaso sí hayan sufrido familiares o amistades en el recorrido migratorio, se encuentran con el peligro de ser encerrados en los CIEs durante sesenta días y privados de la posibilidad de rehacer sus vidas y contribuir al mismo tiempo al bienestar de la sociedad en la que malviven. Resuena con especial intensidad la sugerencia del papa Francisco: hace falta abrir parroquias, conventos, instituciones eclesiásticas a la gente migrante que solicita asilo y refugio.
Noviembre de 2019
Fuente Grup Cristià del Dissabte
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