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“Cosas de la noche (III): Mudanzas”, por Gema Juan OCD

Domingo, 8 de febrero de 2015
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15228888315_c6aa709fdf_mDe su blog Juntos Andemos:

Mudanza y seguimiento son dos palabras que están profundamente unidas desde que Jesús de Nazareth dijo que «el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza». Algunos exegetas dicen de Él que fue un itinerante perpetuo y, como poco, los evangelios reflejan que no se instaló por mucho tiempo en ningún lugar, tras comenzar su vida pública.

Juan de la Cruz entendió claramente que instalación y seguimiento no podían ir juntos. No por un afán caprichoso o por inconstancia, sino por la necesidad evangélica de vivir desprendidos para poder servir. Y vio también la dificultad de muchos creyentes para mudar y desinstalarse.

Desde el comienzo de sus escritos, mientras va explicando el camino de seguimiento –o «de la unión», como lo llama él– habla de la necesidad de desinstalarse. Sin duda, porque tenía conciencia de que el seguimiento, como «la vida solo se conserva cambiando, en una cadena de transformaciones misteriosas que no rompen la identidad»*.

Y Juan habla rápido y claro. Para mudar, lo primero es dejarse mover. Si el Cántico Espiritual comienza con una herida que hace salir: «Habiéndome herido / salí tras ti clamando», en el primer libro de la Noche insiste en que es Dios el mudador: el que hace pasar a una nueva etapa, el que «comienza a llevar por estas soledades del desierto», el que «desteta», como gráficamente explica.

Destetar, desarrimar, desapropiar, desamparar… utiliza una infinidad de verbos para hablar de la necesaria mudanza. Y para advertir de que, casi siempre, mudanza y noche se dan la mano, porque los cambios remueven el suelo en que se ha hecho asiento.

Pero, al mismo tiempo, Juan hace lo posible para que no se pierda la perspectiva del camino, para que, en medio de la oscuridad, la luz del seguimiento vaya iluminando todo. La mudanza forma parte del discipulado. Por eso, recordará que Jesús pide libertad para seguirle –la renuncia a barcas y redes propias– en todos los aspectos de la vida. El abandono que pide es una mudanza, un cambio de intereses, acentos y del modo de conducir las propias apetencias.

Cada seguidor debe tomar la decisión por sí mismo, pero Juan no se cansa de recordar que «hasta que Dios lo hace», la persona no acaba de realizar la verdadera mudanza. Si «no le envían el exceso de calor» necesario para moverse, no se decide a salir de donde está. Y el calor que mueve es el amor, por eso dice que «muda como amante» y «muda en amor», para cambiar el «modo de recibir y obrar».

Con esta idea por delante, será muy claro con quien quiera hacer este camino: es necesario «que arroje todos los dioses ajenos… las extrañas aficiones y asimientos… estar muy en pie y desarrimada, según el afecto y sentido». Es imprescindible abrir el corazón, sincerarse, dejarse limpiar, como el leproso de los evangelios. Y dejar «el viejo entender» para vivir «un nuevo entender de Dios en Dios… y un nuevo amar a Dios en Dios».

De todo eso habla Juan cuando trata de «cuán necesario sea al alma ir a Dios en esta noche oscura». Dios mueve, pero la persona «ha de ir», ha de hacer mudanza, sin huir de la oscuridad que produce el cambio. Que, además, será diferente para cada quien, pues se muda «según el afecto», según dónde se está instalado.

En todo caso, para avanzar en el seguimiento, «para aprovechar en el camino espiritual [es necesario] mudar estilo y modo de oración», es decir, dejar atrás lo que se va adquiriendo y comprendiendo. No convertir las ideas sobre Dios en cómodos sillones sino en pistas de despegue. No permitir que las cosas, del tipo que sean, retengan. Mudar es relativizar sin negar ni rechazar lo que se va descubriendo, es andar con soltura ante Dios y ante los demás.

Juan hila fino, porque sabe que en el seguimiento se juega el cristiano su autenticidad, y advierte de un peligro próximo a la instalación: el de no asentar en nada ni comprometerse con nadie, por no parar de buscar el propio gusto en todo. Y así dice que hay a quienes se «les acaba la vida en mudanzas de estados y modos de vivir», simplemente por no tolerar la oscuridad, por no aceptar las renuncias que abren la puerta de la mejor libertad.

A las mudanzas de la vida, Juan las llama «noche», porque el camino por donde se hacen suele ser oscuro. Pero siempre advierte que es una noche transformadora, que la mudanza no es un simple preludio del siguiente cambio, es mucho más, porque en ella se hace viva la experiencia de ser hijos de Dios y por eso habla de «recibir el espíritu de Dios en pura transformación».

La mudanza puede ser costosa y la noche muy oscura pero, sobre todo, es una «noche dichosa y amable» porque va iluminando lo que más desea el corazón humano: vivir en la plena armonía, «en la interior bodega», en la comunión más profunda y liberadora.

Por eso, se puede llegar a exclamar con Juan: «Múdese todo muy enhorabuena, Señor Dios, porque hagamos asiento en ti».

* La cita pertenece a J. I. Gonzáles Faus, en «Calidad Cristiana», Sal Terrae, Santander 2006, 379.

Ni el evangelio ni Juan de la Cruz reducen la necesidad de mudanza al ámbito personal. Para una reflexión en clave de comunidad eclesial, remito a otra obra del autor citado: «Otro mundo es posible… desde Jesús», capítulos 10 y 14, especialmente.

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“Cosas de la noche (II): la sed”, por Gema Juan OCD

Viernes, 26 de septiembre de 2014
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14626597914_d4e6703d8a_mDe su blog Juntos Andemos:

La vida no es un mar tranquilo, una línea recta o un tramo llano donde se sucede el tiempo y los acontecimientos se entrelazan. Tiene ritmo ondulatorio, grandes desniveles, arriba y abajo y, a veces, se pierde el equilibrio. Hay, dice Juan de la Cruz, un «anochecer y amanecer a menudo».

Él se propone acompañar para que los desequilibrios, inevitables, no arrollen todo a su paso. Es cierto que es un maestro radical, que no le gusta detenerse en las cosas de poco tomo, salvo para despejarlas rápidamente. Pero, desde su posición, abre una puerta para que cada quien llegue hasta donde pueda o quiera.

El lenguaje de Juan resulta a veces fuerte, aunque para quien vive una noche, resulta iluminador, porque se ve reflejado. Hay más y menos, y él dice que la noche es primero «amarga y terrible» y, después, «horrenda y espantable». Rumi, el místico sufí, hablaba de ella como de «un cúmulo de penas que violentamente dejan tu casa vacía de muebles». Las noches tienen algo de implacable.

La sequedad es una de las cosas que definen la noche, cuando de una manera u otra, el paisaje de la vida se vuelve completamente árido. Entonces, la sed puede guiar hasta el manantial, pero también paralizar totalmente. Juan sabe que, al fondo de todo, se trata de «sed de amor» y va a ayudar a mantener la sed de una manera que sea positiva, es decir, que haga caminar dando pasos hacia el manantial más profundo, pero bebiendo a lo largo del camino.

En su precioso «Cantar del alma que se huelga de conocer a Dios por fe», dice: Qué bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche. Y allí escribirá que es tan caudalosa que riega infiernos, cielos y las gentes, es decir, el agua cubre todo y nada queda fuera de su alcance. Mientras se vive, y aunque sea en medio de la noche, la confianza permite siempre beber.

Del sediento, dirá Juan, que «en el interior conoce una falta de un gran bien» y le avisa de que necesita un traje para el camino. Un vestido de tres colores, «blanco, verde y colorado». No es un capricho colorista del maestro, es solo una imagen de las tres cosas necesarias para el camino, «las tres virtudes teologales, que son: fe, esperanza y caridad».

De modo que avisa: «Sin caminar a las veras con el traje de estas tres virtudes, es imposible llegar a la perfección de unión con Dios por amor». Es este vestido el que «libra y ampara», en las adversidades del camino y, también, el que «despoja y desnuda» de otras ropas que no sirven para caminar.

Juan lo tiene muy claro: las sequías que se pueden vivir a lo largo de la vida tienen dos causas. Por un lado está el andar sin el traje adecuado. En lenguaje sanjuanista: vivir sin fe, esperanza y amor genera continuos agostamientos. Y, por otro lado, cuando la «sed de amor» es la que alienta la vida, siempre se desea crecer más y en el amor solo se avanza a base de desnudarse de lo que no viste: del egoísmo. El despojo, voluntario o imprevisto, también hace entrar en la aridez.

El maestro avisa, además, de que no todo es sed. A veces hay «tibieza» y esta se caracteriza por la flojedad, decae la voluntad y el ánimo, y se pierde la «solicitud de servir», que es precisamente lo que define la sed: el deseo de amar. La tibieza aleja de la voluntad de avanzar.

Para poder distinguir tibieza y sed, Juan explica largamente lo que a través de las sequedades se aprende. Son tantas cosas que no se pueden nombrar, pero basta decir que la sed da «ordinaria memoria de Dios». Esa memoria limpia de las cosas que «embotan y ofuscan el ánima» y, sobre todo, de la ansiedad por ellas. También dirá que «estas sequedades hacen, pues, al alma andar con pureza en el amor… ya no se mueve a obrar por el gusto». La sequedad realiza el mejor despojo.

Así es como la persona se hace «no presumida ni satisfecha», es decir, se vuelve realmente amable, «y de aquí nace el amor del prójimo, porque los estima y no los juzga como antes». Y advierte que todo esto empieza a suceder porque ha «cobrado fortaleza en Dios por el dulce y sabroso trato» con Él. El roce con Dios es lo que va haciendo «la igualdad de amor».

Sobre la sed y las sequedades queda mucho por decir pero, para empezar, bastaría comprender que la sed más honda del ser humano es la «sed de amor», de amar y ser amado. Después habrá que ocuparse de algunos «empachos» que no dejan caminar y, sobre todo, de la «cristalina fuente», de donde «manan al alma las aguas de todos los bienes».

Ahora, importa recordar que Dios, que es solo amor, «nada precia ni de nada se sirve fuera del amor». Y vive ocupado en acompañar a cada ser humano a la fuente de agua viva, aunque sea necesario atravesar muchas noches, para que sienta «que por todas partes rebosa aguas divinas», cuando se deja en sus manos, cuando se viste de amor.

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“Cosas de la noche: el hambre”, por Gema Juan OCD.

Lunes, 26 de mayo de 2014
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14198467322_d095e96a15_mDe su blog Juntos Andemos:

En ocasiones, al leer a Juan de la Cruz, da la impresión de que le urge algo. No es solo que no quiere perder el tiempo, sino que le cuesta mucho ver cómo lo pierden lo demás. «¿En qué os entretenéis?» es uno de sus gritos más hondos.

Ha visto que lo de entretenerse no es por vicio –al menos no solo–, sino que algunas puertas se han cerrado –«para tanta luz estáis ciegos, y para tan grandes voces sordos»– y hay necesidad de volver a abrirlas. Va a empeñarse en ayudar a abrir los ojos y los oídos, para que ciegos y sordos puedan percibir «la ternura y verdad de amor con que el inmenso Padre regala». Eso quiere Juan: abrir, no una vez, sino muchas, porque la vida también es insistencia.

Y así, al tratar de cómo vivir en apertura –«verdadera libertad», lo llama él– y de cómo andar con Dios –«camino de unión», en palabras suyas–, dice que va a dar unos avisos «breves y pocos… que son tan provechosos y eficaces como compendiosos». Nada de falsas modestias… sabe que puede decir una palabra iluminadora, y se ha comprometido con el don que tiene.

Para abrir los ojos y los oídos, Juan invita a algo tan extraño como es «saber y poder entrar en la noche». Y lo primero que dice es que sin hambre no hay nada que hacer, no se camina. Si se tiene hambre, se irá a buscar el pan –sea cual sea ese pan–, aunque el sitio al que se tenga que ir esté muy lejos… tanto como en lo profundo de uno mismo y de la propia vida.

Juan conocía muy bien lo que era tener hambre. La había sentido en sus tripas y en su alma. Seguramente, hubiera dado la razón a Maritain, cuando este decía que el ser humano necesita más metafísica que carbón —y no dijo que no necesitara carbón.

Pero es Maritain quien da la razón a Juan, que se ocupaba –y ocupa– de la gente hambrienta, con tanto tesón. Como quien ha comprendido que el ser humano no es una marioneta rota ni un robot programable. Que no está determinado ni es puro azar, pero está desmadejado y no marcha tan bien como podría hacerlo.

No sirve comida rápida, avisa, porque a la larga, lo que hace esa comida es «enflaquecer al alma y cegarla», cerrar las puertas. Humilde paciencia y constancia serán esenciales. Y, aunque haya tropiezos en el camino, se puede avanzar a base de confiar y permanecer.

Entonces, Juan va a hablar de tener hambre de Jesús, convencido de que por ahí otras hambres se curan. Por aquello de que «otra inflamación mayor de otro amor mejor» apaga fuegos menores. Él lo llama «ordinario apetito», o sea, tener hambre por costumbre: «traiga un ordinario apetito de imitar a Cristo en todas sus cosas, conformándose con su vida, la cual debe considerar para saberla imitar y haberse en todas las cosas como se hubiera él».

Una pregunta surge, inevitablemente: ¿es necesario ir «de noche» a por el pan?

En realidad, esto no es una idea extravagante de un santo del siglo XVI, ni una manía ascética o un modo de hacer la vida más difícil. Ni es porque a Kant nada le fascinara más que ver el cielo estrellado. A la vista de lo que dice Juan, y han contado otras gentes que se han atrevido a esta aventura, la noche guarda un tesoro que solo se descubre al alba y, algunas cosas destartaladas, únicamente se pueden recomponer durante la noche.

La noche tiene muchas formas, y Juan las irá mostrando, por si puede evitar que alguno se pierda. Se entra en ella dejando caer resistencias, se trata de «no impedir al todo» y, a la vez, de decidir «arrojarse al todo». Son dos avisos importantes para empezar: Dios siempre está queriendo darse, hay que dejar de impedírselo y prescindir de lo que no alimenta.

Juan explica que el inicio de la noche está marcado por el hambre y por una experiencia clave que se presenta en la vida, de diferentes maneras: cuando se cae en la cuenta de que es posible entretenerse en nada y dejar pasar la vida. Y se descubre, al mismo tiempo, que el amor cerca la existencia y merece la pena vivir en él.

Nada sucede rápidamente y el maestro va poco a poco: hay que hacer ensayos, y preparar lentamente lo que se ha de comer. Juan va a decir que es bueno dejar de lado lo que no ayuda a vivir en el amor, es decir, «cosas que no importen para el servicio y honra de Dios».

La suavidad marca el comienzo. Lo que Juan pide es un poco de soltura de uno mismo y no poner mucha resistencia a las llamadas de la vida. Cuando habla de ir dejando lo que no contribuye al amor, dice: «en cuanto lo pudiere excusar buenamente». Así de considerado y flexible es: cuanto y como se pueda. Y anima: «procure siempre inclinarse»… procurar… inclinarse. No hay ninguna imposición, no puede haberla en el amor. Pero deja caer ese «siempre», invitando a insistir y permanecer, a no dejar pasar las oportunidades.

Por ahora, hay hambre y se busca el pan, en medio de la noche. El punto de apoyo es claro: si hay hambre de Jesús y de la vida que ofrece, hay que hacer como Él, que se alimentaba de la voluntad del Padre. Habrá que comer muchas veces, porque el Padre es «todo bueno», luce «sobre buenos y malos» y «come con pecadores». Así que su alimento se mastica poco a poco.

El camino de la noche hay que iniciarlo con frecuencia, pero dice Juan que, cuando por fin se hace de día, Dios se convierte en luz, una luz que atraviesa todo y «es al alma el mismo Dios muchas lámparas», que dan luz y calor, y noticia y amor. Es bueno saberlo, para animarse a avanzar. Después de cada noche, cada vez que amanece, una lámpara de Dios se enciende.

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“Acompañar a Jesús (II)”, por Gema Juan OCD.

Martes, 15 de abril de 2014
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13365854333_9d5f925054_mDe su blog Juntos Andemos:

A Teresa de Jesús le conmovía mucho lo que le había sucedido a Jesús tras su entrada en Jerusalén, y en una Cuenta de conciencia escribió lo que hacía cada año al llegar el domingo de Ramos: «Procuraba aparejar mi alma para hospedar al Señor; porque me parecía mucha la crueldad que hicieron los judíos, después de tan gran recibimiento, dejarle ir a comer tan lejos, y hacía yo cuenta de que se quedase conmigo».

En esta misma Cuenta, escribirá algo que entiende de su Señor: «Hija, yo quiero que mi sangre te aproveche, y no hayas miedo que te falte mi misericordia; Yo la derramé con muchos dolores, y gózasla tú con tan gran deleite». Teresa ve al Crucificado en el Cristo viviente, al Señor de la vida en el hombre entregado. Y la experiencia que relata aquí es la de reconocer a Cristo, siervo sufriente, que da su vida para que todos vivan. El siervo de Yahveh que se convierte en luz, para ella y para las gentes.

Antes, en una de sus Exclamaciones, había dicho, y muy encendidamente, que era tiempo de acompañar a Jesús, de «acompañarle en tan gran soledad». Para eso, Teresa solo va a pedir una cosa: «Miradle». Responde así ante aquel hombre de quien se dice que es «evitado de los hombres… y ante quien se vuelve el rostro». Ella no vuelve el rostro, decide mirarle.

«Miradle… miradle camino del huerto… lleno de dolores… perseguido… en tanta soledad… cargado con la cruz». Mirar al Crucificado es reconocerle encarnado y presente en el mundo real. Y es acompañarle en su misión.

Si Él lleva sobre sí las enfermedades de la humanidad, si abre los ojos a los ciegos y los cerrojos de las cárceles y lo hace promoviendo el derecho y sin quebrar la caña cascada ni apagar el pábilo vacilante ¿qué hará quien elige mirarle y acompañarle?

Es así como se puede acompañar al Jesús que camina hacia el calvario, así el dolor de los sufrientes olvidados o silenciados. Porque ese hombre al que Teresa mira, se corresponde con muchos hombres y mujeres llenos de dolores, perseguidos, solos… que también son evitados.

La identificación de Jesús –que «muestra la flaqueza de su humanidad antes de los trabajos» y después es fuerte por puro amor– con los dolientes resulta natural desde la experiencia teresiana. Dice ella: «¡Oh Jesús mío!, cuán grande es el amor que tenéis a los hijos de los hombres, que el mayor servicio que se os puede hacer es dejaros a Vos por su amor y ganancia y entonces sois poseído más enteramente». Así se posee más enteramente a Dios.

Después, dirá Teresa, «siempre que advierte se halla con esta compañía». Intimidad y solidaridad crecen a la par. La piedad –el amor entrañable– se acrecienta: «Paréceme tengo mucha más piedad de los pobres», y el corazón comprende mejor «cómo nunca se quita de con él este verdadero amador, acompañándole, dándole vida y ser».

Teresa quería acompañar a Jesús y se vio acompañada por Él: «no podía dejar de entender estaba cabe mí». Quiso consolarle y se vio sumergida en la alegría de la confianza: «de este amor nace confianza». Y sintió que Cristo le partía el pan y que le pesaba a Él lo que padecía ella. Quiso «ayudar en algo al Crucificado» y se vio lanzada hacia delante: «Con esta compañía, ¿qué se puede hacer dificultoso?».

Acompañar a Jesús es ir «por el camino del amor… por solo servir a su Cristo crucificado». Y Teresa no se engaña, es firme porque está convencida de que en el seguimiento de Jesús se juega la baza de vivir realmente en unión con Dios. Por eso va a decir: «Este amor, hijas, no ha de ser fabricado en nuestra imaginación, sino probado por obras» y que quienes siguen este camino querrían «abrazar todos los trabajos, y que los otros, sin trabajar, se aprovechasen de ellos», porque eso hizo «el buen amador Jesús».

«Miradle» —repite incansable Teresa. Porque tiene experiencia de que Él está pendiente de ello, esperándolo, y siempre responde: «Miraros ha él con unos ojos tan hermosos y piadosos, llenos de lágrimas, y olvidará sus dolores por consolar los vuestros, solo porque os vais vos con él a consolar y volváis la cabeza a mirarle».

Años después, terminando de escribir Las Moradas, tras grandes y profundas experiencias con Dios, volverá a hablar de dar de comer a aquel hombre que, al poco de ser aclamado, emprendió el camino que le llevaría a la muerte. Y, de nuevo, sus palabras encierran una lección de vida: acoger y acompañar a Cristo es recibir y cobijar al necesitado. «Creedme, que Marta y María han de andar juntas para hospedar al Señor y tenerle siempre consigo, y no le hacer mal hospedaje no le dando de comer… Su manjar es que de todas las maneras que pudiéremos lleguemos almas para que se salven y siempre le alaben».

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“Mística y violencia: apostar por la paz (III)”, por Gema Juan OCD.

Jueves, 3 de abril de 2014
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13045186935_91045a983c_mDe su blog Juntos Andemos:

Al comenzar esta reflexión, recordábamos con D. Sölle, esa parte esencial del mensaje cristiano que recuerda que el ser humano es capaz de cambiar. Y hemos visto que Juan de la Cruz propone un camino para hacerlo, para dejarse transformar.

Explicando esta transformación en su Cántico espiritual, dirá que el cambio consiste en dejar a Dios hacer. Lo que Él hace es evacuar todo lo que tiene ajeno de Dios, es decir, todo lo que no es amor, porque –como dirá poco después– Dios no se sirve de otra cosa sino de amor. Por eso, para Juan, apostar por la paz es poder decir: ya no tengo otro oficio, ya solo en amar es mi ejercicio. Es cambiar el móvil de la vida: todo se mueve por amor y en el amor.

En un precioso artículo sobre reconciliación*, Elías López planteaba lo siguiente:

«La cuestión es: ¿Quién quiere convertirse en un cordero de Dios junto con Jesús, para llevar la herida de ser un trabajador por la paz, y para transformar la muerte por violencia en vida de resurrección? Necesitamos «místicos políticos» (que articulen acción-pasividad y palabra-silencio) entre personas corrientes».

Juan de la Cruz, herido de amor por Dios y por la vida, lo hizo. Su vida y sus escritos lo muestran claramente. La lectura política de sus escritos sigue en ciernes pero, en todo caso, él se revela como un claro cordero de Dios, un no violento, un servidor de la paz.

Que una vida sea ejemplar es importante, pero se puede pedir algo más. El más de crear comunidad, dando otra fuerza a la propia vida. La vida de Juan resulta ejemplar, es decir, inspira y mueve, anima y sostiene. Hace sentir que es posible otra dignidad humana, otra forma de estar en el mundo. Su vida muestra una apuesta práctica y concreta por la paz.

Teresa de Lisieux, hermana y discípula de Juan, escribió: «cuando un alma se ha dejado fascinar…, ya no puede correr sola… porque el amor llama al amor». Eso hace Juan, no corre solo, convoca, crea una red espiritual, es decir, una comunidad que es un tejido de relaciones que mantiene la fuerza del deseo profundo: hacer del amor el centro y, por tanto, generar un mundo más pacífico y justo. Una comunidad unida por aquella sabiduría amorosa que da sostén al empeño de algo mejor para todos.

Juan apuesta por la justicia que lleva a la paz. Desde su atención a los enfermos desahuciados, hasta la que presta a los muchachos pobres del barrio de Ajates, durante los cinco años que vive en Ávila, pasando por la acogida en sus conventos de gentes, incluso «retraídos», es decir, algún refugiado de la época, al que recibió como uno de los suyos.

Apuesta por la implicación. Nadie, al pensar en un místico, en un escritor de obras espirituales, imagina la cantidad de kilómetros que Juan llegó a recorrer, tratando de llevar luz y consuelo. En aquellos ásperos viajes, tropezó en más de una ocasión con reyertas violentas y situaciones deshonestas, y se involucraba en ellas para poner paz y orden. No pasaba de largo, no andaba ni vivía abstraído, ajeno a lo que le rodeaba.

También entre sus hermanos actuó como mediador de paz. Aunque deseaba el silencio y la soledad, no rehuía el compromiso de la fraternidad ordinaria, desde su condición de hermano y, más veces de las que deseó, de superior.

Basta, para terminar, recordar un gesto y unas palabras de Juan que lo muestran como ese cordero con el Cordero, siervo con el Siervo que fue Jesús. Como un hombre capaz de sembrar la paz en la vida cotidiana y, a la vez, capaz de provocar a lo largo del tiempo la apuesta por la paz, desde la experiencia profunda de Dios.

El gesto se produce en Baeza, cuando el provincial de los carmelitas calzados de Andalucía se presenta en la comunidad de Juan —descalzo ya—, con un decreto por el cual tenía potestad para corregir y castigar a los frailes descalzos –cosa que con mucho interés iba a hacer. Sucedió que la justicia ordinaria eclesiástica apresó al provincial y a sus acompañantes porque el decreto había sido revocado. La respuesta de Juan fue inmediata: intercedió para que soltaran a sus propios enemigos y los llevó a su casa para obsequiarlos.

Estas palabras pertenecen a sus cartas, a la última que se conserva, escrita poco antes de morir, a modo de testamento por la paz:

Ame mucho a los que la contradicen y no la aman, porque en eso se engendra amor en el pecho donde no le hay; como hace Dios con nosotros, que nos ama para que le amemos mediante el amor que nos tiene.

* Revista Concilium, 349

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“Mística y violencia: apostar por la paz (II)”, por Gema Juan OCD.

Domingo, 30 de marzo de 2014
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13045178335_436f59b1b9_mLeído en su blog Juntos Andemos:

La pregunta por la implicación de la mística en la vida real siempre está abierta. Como si la mística necesitara continuamente un permiso de residencia en el corazón de los sufrimientos humanos, de sus esperanzas y sueños. Sin embargo, el místico está en las mismas entrañas del mundo, también donde las preguntas no tienen respuesta. Allá donde la vida libra su batalla, a veces tan dura, con sus luces y sus sombras, sus dolores y sus alegrías.

Se entiende que la pregunta permanezca abierta, porque se ha llamado mística a muchas experiencias pseudo-religiosas que producen ensimismamiento y un desentenderse de lo real. Experiencias que terminan por deshumanizar y que, por tanto, restan fuerza al empeño común por crear una vida y un mundo mejor.

Juan de la Cruz invita y enseña a vivir una experiencia de Dios sana y liberadora. Sus escritos piensan en la mucha necesidad que tienen muchas almas. Necesidad de aprender a vivir y a amar. Si es cierto que Juan habla directamente a los creyentes, presentando explícitamente un camino de unión con Dios a través del amor, también tiene conciencia muy clara de que el amor es un camino que pueden recorrer creyentes y no creyentes, y que la experiencia de liberación a través de él es posible para todos.

Por eso apunta que aunque no sea por su Dios, es decir, dejando aparte la condición creyente, hay mucho provecho en este camino, porque «adquiere libertad de ánimo, claridad en la razón, sosiego, tranquilidad… adquiere más gozo y recreación en las criaturas… clara noticia para entender bien las verdades de ellas… las goza muy diferentemente, con grandes ventajas y mejorías… porque las gusta de verdad… porque penetra la verdad y el valor de las cosas».

Desde la conciencia de que la verdad y la justicia son las bases indispensables para crear la paz, nos acercamos al sentido de la no violencia en la mística de Juan de la Cruz. La no violencia es un principio de vida que afecta a todos los ámbitos: sociedad, convivencia próxima e intimidad. Un principio que presenta fuerzas positivas y rechaza la violencia para resolver conflictos.

La experiencia mística de Juan hace una propuesta muy positiva: recuperar el ser, recuperar la verdad de sí para vivir plenamente. Al menos, en plenitud creciente, siempre inacabada, porque siempre hay un futuro más prometedor para quien se abre a la luz. Juan propone un proceso por el cual se sale del autoengaño, donde la avaricia y la ambición cobran múltiples formas.

El desconocimiento de uno mismo –con la inseguridad e impotencia que genera– y la ambición –que pone por delante de todo el propio interés– producen violencia, sea cual sea el ámbito en el que se viven. Ambas cosas producen espejismos peligrosos y la necesidad creciente de tener poder –quizás el vicio más seductor y destructivo.

Pablo traduce la ambición diciendo que la raíz de todos los males es la pasión por el dinero y Colón, tan próximo ya a Juan, escribió que del oro se hace tesoro, y él es móvil de toda acción humana. Juan avisa: hay muchos al día de hoy, que sirven al dinero y no a Dios, y se mueven por el dinero… haciendo de muchas maneras al dinero su principal dios y fin. Por eso propone que la existencia tenga otro móvil y otro fin y, sobre todo, muestra caminos para ser y vivir de un modo más constructivo, más positivo y más feliz.

Las nadas, tan mal entendidas, de este místico no son la negación de cuanto hay de bueno, sino una advertencia sobre el uso que hasta de lo bueno se puede hacer. Por eso, dice: cada día por esta causa se ven tantas muertes de hombres, tantas honras perdidas, tantos insultos hechos, tantas haciendas disipadas, tantas emulaciones y contiendas, tantos adulterios, estupros y fornicios cometidos. Esta causa es el gozo desordenado, el mal uso o el abuso de los bienes.

Juan va a ir a las raíces de la violencia. Ha percibido que el afán de tener y de poder, cualquiera que sea la forma en que se represente y el modo en que se ejerza, produce violencia. Porque la razón y el juicio no quedan libres, sino anublados. Y marca una senda, como pedía Camus, para vivir en razón, porque la forma por la que Dios crea la paz en la persona es poniendo en razón todo su interior.

En más de una ocasión, hablará de la necesidad de una fuerte lejía para lavar y curar la sinrazón que puede apoderarse del ser humano. Porque la paz, lo mismo que la razón y el amor, no provienen de lo espontáneo, pero sí de lo más auténtico del ser. Esa lejía es la luz y sabiduría amorosa de Dios, que purga y dispone, pero a la vez, transforma.

Toda la apuesta espiritual sanjuanista está ligada a la transformación de la persona, a la confianza en que es posible renacer de otro modo, cambiar y vivir de pie sobre la verdad de uno mismo y de cuanto nos rodea. Juan está convencido de que el ser humano es capaz de vivir en paz y de generarla en su entorno.

Por eso dirá: bienaventurado el que, dejado aparte su gusto e inclinación –es decir, dejando de poner su propio interés por encima de cualquier otro—, mira las cosas en razón y justicia para hacerlas. Esos serán llamados hijos de Dios, porque construyen la paz.

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“Mística y violencia: apostar por la paz (I)”, por Gema Juan OCD.

Sábado, 29 de marzo de 2014
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13045301253_7e132e8aa9_m Leído en su blog Juntos Andemos:

a paz es uno de los deseos esenciales de la humanidad desde sus orígenes, desde que el ser humano es tal y se encuentra enfrentado a fuerzas negativas que nacen de su interior o le acosan desde fuera. Por ello, cada generación puede y debe hacer su apuesta por la paz, construyendo sobre lo recibido. Y cada presente pide creatividad, empuje y una elección clara para llevar la paz adelante.

A donde quiera que llegue nuestra mirada en el tiempo, la historia de las civilizaciones cuenta la facilidad con que la violencia cobra peso y se extiende. Hace poco más de tres décadas, el psicólogo Otto Klineberg escribía: «Existe la impresión generalizada de que nos encontramos en una era de violencia, de que presenciamos un estallido excepcional de comportamientos violentos en todo el mundo. Basta, sin embargo, un breve repaso de los datos históricos para comprobar que las generaciones anteriores pudieron haber llegado a una conclusión análoga con igual justicia»*.

Hoy volvemos a tener esa impresión, la violencia se expande y encuentra lugar en el ámbito familiar y en las calles que transitamos, pero también mantiene unos tristes altos vuelos, en forma de guerras y terrorismo, cada vez más sofisticados.

La violencia –decía Häring– es una enfermedad mortal y solo una alternativa real puede curarla. Él proponía la alternativa evangélica de la no violencia. Y la verdad como uno de los medios indispensables para crear esa alternativa. Verdad que desenmascara la falsa paz, la mentira que rompe la armonía entre los seres humanos. Verdad que destapa la injusticia, del tipo que sea, porque sin justicia es imposible la paz.

Él mismo recordaba que quien está preso del engaño y la mentira, la avaricia y la ambición de poder del mundo, ni puede tener paz ni puede estar al servicio de la misma. Lo mismo decía Juan de la Cruz: «¡Oh si supiesen los hombres de cuánto bien de luz divina los priva esta ceguera que les causan sus aficiones y apetitos, y en cuántos males y daños les hacen ir cayendo cada día!».

De alguna manera, las sociedades tienden a domesticar cuanto molesta, de modo que adormecen la conciencia crítica y la acción. Hoy, en nuestros periódicos, parece normal encontrar al lado de un crimen, un anuncio de cosmética y junto al número de muertos de la última guerra o guerrilla, la promoción de un crucero. No ocupan más espacio los muertos por causa de necesarias migraciones o el número de parados, que el número de goles de las ligas que se siguen. Y todo ello es otra forma de violencia porque consume, poco a poco, la humanidad que estamos llamados a ser.

La violencia es como una marea que afecta a la intimidad tanto como a la vida de las sociedades, en cualquier parte del mundo. Como otra peste, de la que el mismo Camus había dicho: «La única batalla razonable es el compromiso por la paz… elegir definitivamente entre el infierno y la razón».

En medio de esto ¿qué hacen los místicos? ¿Les importa todo esto? Y, la mística ¿aporta algo?

La enfermedad de la violencia es curable, pero es necesario un cambio profundo. ¿Es posible? D. Sölle insistía en que uno de los mensajes fundamentales del cristianismo es que los hombres son capaces de conversión. Y aún añadía que «fe significa tener participación en el poder creativo y sanador de Dios».

Pues bien, ahí tiene su campo la experiencia mística, en el punto que reconoce a Dios como la mano amorosa que puede curar y transformar el corazón humano, y al creyente como quien puede dar paso a esa transformación, como quien es capaz de cambiar. Dios aumenta la anchura humana hasta lo insospechado y así, Juan de la Cruz decía que el ser humano tiene capacidad infinita porque lo que en él puede caber, que es Dios, es profundo e infinito.

Apostar por la paz es elegirla y procurarla. Es crearla, inventarla hasta sacarla de los pozos profundos donde a veces está hundida. Merece la pena la apuesta porque, como decía Juan, «no puede el hombre humanamente en esta vida poseer cosa mejor que aquello que trae paz y tranquilidad y recto y ordenado uso de la razón».

Antes y después de afirmar tal cosa, dedica muchas páginas a mostrar por qué caminos se va hacia la paz y por cuáles hacia la intranquilidad y el desasosiego profundo, los caminos por los que, finalmente, se llega a la violencia, cualquiera que sea la forma en que se ejerza.

Así se implica el místico. Lo veremos en su vida y en su palabra. Su experiencia y su vida vuelta a Dios le llevan a hacer tres cosas: vivir vuelto a los demás, implicándose en su sufrimiento, intentando abrir caminos que hagan mejor la vida de todos. Tratar por todos los medios de transmitir aquello que ha comprendido —en parte por ello, mística y escritura están tan ligadas. Y, por último, crear redes, romper aislamientos a través de la confianza que produce el desvelamiento de lo auténticamente humano y a través de la experiencia compartida.

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«Las causas de la violencia desde una perspectiva socio-psicológica», en La violencia y sus causas, Editorial de la Unesco, 1981.

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