Soledad
Del blog Nova Bella:
Yo no sé de pájaros,
no conozco la historia del fuego,
pero creo que mi soledad debería tener alas.
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Del blog Nova Bella:
Yo no sé de pájaros,
no conozco la historia del fuego,
pero creo que mi soledad debería tener alas.
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¡Que pocas hogueras!
Fuegos débiles,
llamas tenues,
rescoldos sin fuerza
que son ya solo ceniza.
No se oye el crepitar,
ni se siente el calor,
ni se ilumina la oscuridad,
ni se acrisolan los tesoros
con este fuego que llevamos dentro.
Pero yo sigo soñando que tu fuego prenda
en nuestros corazones,
en los pueblos,
en las iglesias,
y en la creación entera.
Porque para eso has venido
a nuestro mundo
y te has desvivido,
día a día, entregándote
y comunicando la buena noticia.
¡No me atraen los que se encierran,
los que no se exponen al viento,
los que , por temor, huyen
o se protegen cuando vienes
y soplas suave o fuerte.
Yo anhelo tu fuego
para que este mundo arda,
se acrisole e ilumine.
Deseo que tu fuego nos sorprenda
y que prenda en nuestro corazones
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Florentino Ulibarri
Fe Adulta
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La reflexión de hoy es del colaborador de Bondings 2.0 Michael Sennett, cuya breve biografía se puede encontrar haciendo clic aquí.
Las lecturas litúrgicas de hoy para el domingo 20 de la hora ordinaria se pueden encontrar aquí.
Durante la noche de esta pasada vigilia de Pascua, esperé con entusiasmo que las luces se atenuaran. Continué con anticipación mientras miraba sobre el balcón del loft del coro. Mis ojos apenas se habían ajustado a la oscuridad total cuando noté que los cirios se acercaban a la llama de la vela pascual. Los feligreses encendieron solemnemente las velas de sus vecinos. Banco a banco, la luz se volvió más brillante. Pronto la nave fue iluminada por los cirios, la iglesia en llamas con fuego, una congregación unificada a la luz de Cristo.
Este recuerdo de paz y unidad parece estar en desacuerdo con la lectura del evangelio de hoy, ya que Jesús anuncia con entusiasmo a sus discípulos que ha venido a no traer paz a la tierra, sino que su misión es de división. Incluso las familias, dice, se dividirán. ¿Cómo puede ser que Jesús, descrito como el Príncipe de la Paz, se centre en ser divisivo?
Por lo general, atribuimos a Jesús como gentil y suave, y por una buena razón. Nuestros encuentros con él en las Escrituras se basan principalmente en el amor, el perdón y la justicia, y no hay nada de malo en esta imagen.
Jesús, sin embargo, también volcó mesas. También desafió las reglas de los líderes religiosos hipócritas. Estos son ejemplos de ira justa de un salvador apasionado. Incluso a lo largo de la agonía de la pasión, seguía siendo apasionado.
El deseo de Jesús de prender fuego a la tierra es una invitación para que compartimos su fervor. Las familias no siempre estarán de acuerdo, pero Jesús se dispara a pesar de esto, de modo que los padres, los hijos, los primos, los abuelos y otros familiares pueden encender sus relaciones entre sí con la luz de Cristo.
Las historias de católicos LGTBIQ+ y sus familias al comienzo de la crisis del SIDA se ven en mi mente. Las personas devotamente religiosas que cuidan a los miembros de la familia enferma enfrentaron un desafío a su fe y fueron condenadas al ostracismo por su interacción. Algunos experimentaron una conversión de corazón atendiendo a su hijo o padre enfermo, al darse cuenta de que la persona era un hijo amado de Dios y no merecía la condena. Hoy, escuchamos que las personas que abandonan la iglesia en apoyo de la familia y amigos LGBTQ+, o participan en ministerios que elevan a la comunidad queer. La vida de los católicos LGBTQ+ enciende a sus vecinos y los alienta a actuar en el amor.
Jesús no trata de causar conflictos deliberadamente. Su predicación nos asegura repetidamente que somos uno en el Señor. Sin embargo, entiende que su mensaje de amor es radical en comparación con las costumbres sociales, lo que sin duda causará cierto grado de división.
El conflicto es inevitable, pero Jesús nos instruye a amar. Una y otra vez, conoce a personas donde están mientras se apegan a su misión por la justicia. Camina con los excluidos y afirma su lugar en la mesa. A través de la tensión Jesús crea una paz mayor. Los líderes católicos que sirven a las personas excluidas, especialmente LGBTQ+, son ejemplos vivos de esta idea.
Dios nos convoca a unirnos a Jesús para difundir el fuego de la justicia. Aceptar esta pasión cristiana viene con una gran responsabilidad: amar sobre todo. En medio del conflicto, sin embargo, podemos perder fácilmente de vista este mandamiento. Ciertamente soy culpable. A veces me quedo tan atrapado en mi pasión por la justicia social, especialmente por los problemas LGBTQ+, que mi actitud hacia los demás puede ser dura.
Por ejemplo, un primo con el que estoy particularmente cerca no me ve de cara a cara en muchos temas. Hemos tenido nuestros argumentos a lo largo de los años, pero ninguno tan intenso como en 2020. Nos enfrentamos con frecuencia y yo era implacable en mi vergüenza sobre sus posiciones. Nuestra disputa se trataba principalmente de racismo, pero también incluía leyes de baño anti-transgénero. No fue sino hasta un momento de vulnerabilidad que admitió el peaje que le había asumido a ella y a nuestra relación. Nunca consideré su perspectiva o por qué tenía sus propias opiniones. En nuestras disputas, no encendía su fuego, sino que quemaba nuestro puente.
En la reflexión bíblica del domingo pasado, Mark, Hakes discutió este tipo de polarización. Escribió: “Estamos tan concentrados en quién tiene razón que a menudo olvidamos hacer lo correcto”. Conocer a otros donde están es una parte crítica del discipulado. En lugar de centrar toda nuestra energía en la conversión, necesitamos concentrarnos en el encuentro en sí mismo y abrir nuestros propios corazones también.
Considere la pasión de los defensores que aseguran la igualdad LGBTQ+, aquellos que ayudan a los refugiados y migrantes a encontrar refugio, las personas que trabajan incansablemente enseñan a otros a ser antirracistas. Estas personas a menudo se encuentran con ira hacia su trabajo, pero aún así logran tener conversaciones fructíferas y servir a las comunidades que las necesitan. Sonen la tierra con el fuego de Cristo.
El himno de reunión en la misa el fin de semana pasado fue “Quiero caminar com9 un hijo de la luz”. Canté con entusiasmo, aunque fuera de tono. Un versículo atrapado en mi cabeza: quiero seguir a Jesús. Siguiendo a Jesús, como hijo de la luz, significa abrirnos al conflicto y responder en el amor, especialmente cuando no estamos de acuerdo. Necesitamos compartir la llama con nuestros vecinos, no quemarlos sino encender su propio fuego. Cirio a cirio, persona a persona. La pregunta en tiempos de conflicto no es quién está de acuerdo con nosotros, sino prefuntarnos esto: ¿soy un cristiano tibio o alguien que está incendiando con pasión por la justicia para servir a los excluidos?
—Michael Sennett (él/él), 14 de agosto de 2022
Fuente New Ways Ministry
>Creo que la vida no es una aventura que debamos vivir según las modas que corren, sino con un compromiso encaminado a realizar el proyecto que Dios tiene sobre cada uno de nosotros: un proyecto de amor que transforma nuestra existencia.
Creo que la mayor alegría de un hombre es encontrar a Jesucristo, Dios hecho carne. En él, todo -miserias, pecados, historia, esperanza- asume una nueva dimensión y un nuevo significado.
Creo que cada hombre puede renacer a una vida genuina y digna en cualquier momento de su existencia. Cumpliendo hasta el final la voluntad de Dios no sólo puede hacerse libre, sino también derrotar al mal.”
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Thomas Merton
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En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
– “He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!
¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división.
En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.”
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Lucas 12, 49-53
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Los apóstoles, instruidos por la palabra y por el ejemplo de Cristo, siguieron el mismo camino. Desde los primeros días de la Iglesia, los discípulos de Cristo se esforzaron en convertir a los hombres a la fe de Cristo Señor no por acción coercitiva ni por artificios indignos del Evangelio, sino ante todo por la virtud de la Palabra de Dios. Anunciaban a todos resueltamente el designio de Dios Salvador, «que quiere que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4), pero, al mismo tiempo, respetaban a los débiles, aunque estuvieran en el error, manifestando de este modo cómo «cada cual dará a Dios cuenta de sí» (Rom 14,12), debiendo obedecer a su conciencia.
Al igual que Cristo, los apóstoles estuvieron siempre empeñados en dar testimonio de la verdad de Dios, atreviéndose a proclamar cada vez con mayor abundancia, ante el pueblo y las autoridades, «la Palabra de Dios con confianza» (Hch 4,31). Pues defendían con toda fidelidad que el Evangelio era verdaderamente la virtud de Dios para la salvación de todo el que cree. Despreciando, pues, todas «las armas de la carne», y siguiendo el ejemplo de la mansedumbre y de la modestia de Cristo, predicaron la Palabra de Dios confiando plenamente en la fuerza divina de esta palabra para destruir los poderes enemigos de Dios y llevar a los hombres a la fe y al acatamiento de Cristo. Los apóstoles, como el Maestro, reconocieron la legítima autoridad civil: «No hay autoridad que no venga de Dios», enseña el apóstol, que, en consecuencia, manda: «Toda persona esté sometida a las potestades superiores…, quien resiste a la autoridad resiste al orden establecido por Dios» (Rom 13,12). Y al mismo tiempo no tuvieron miedo de contradecir al poder público cuando éste se oponía a la santa voluntad de Dios: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5,29). Este camino lo siguieron innumerables mártires y fieles a través de los siglos y en todo el mundo.
La Iglesia, por consiguiente, fiel a la verdad evangélica, sigue el camino de Cristo y de los apóstoles cuando reconoce y promueve la libertad religiosa como conforme a la dignidad humana y a la revelación de Dios. Conservó y enseñó en el decurso de los tiempos la doctrina recibida del Maestro y de los apóstoles.
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Concilio Vaticano II,
Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, llss.
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Por los caminos de Galilea Jesús se esforzaba por contagiar el «fuego» que ardía en su corazón. En la tradición cristiana han quedado huellas diversas de su deseo. Lucas lo recoge así: «He venido a prender fuego en el mundo: ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!». Un evangelio apócrifo más tardío recuerda otro dicho que puede provenir de Jesús: «El que está cerca de mí está cerca del fuego. El que está lejos de mí está lejos del reino».
Jesús desea que el fuego que lleva dentro prenda de verdad, que no lo apague nadie, que se extienda por toda la Tierra y que el mundo entero se abrase. Quien se aproxima a Jesús con los ojos abiertos y el corazón despierto va descubriendo que el «fuego» que arde en su interior es la pasión por Dios y la compasión por los que sufren. Esto es lo que le mueve y le hace vivir buscando el reino de Dios y su justicia hasta la muerte.
La pasión por Dios y por los pobres viene de Jesús, y solo se enciende en sus seguidores al contacto de su Evangelio y de su espíritu renovador. Va más allá de lo convencional. Poco tiene que ver con la rutina del buen orden y la frialdad de lo normativo. Sin este fuego, la vida cristiana termina extinguiéndose.
El gran pecado de los cristianos será siempre dejar que este fuego de Jesús se vaya apagando. ¿Para qué sirve una Iglesia de cristianos instalados cómodamente en la vida, sin pasión alguna por Dios y sin compasión por los que sufren? ¿Para qué se necesitan en el mundo cristianos incapaces de atraer, dar luz u ofrecer calor?
Las palabras de Jesús nos invitan a dejarnos encender por su Espíritu sin perdernos en cuestiones secundarias o marginales. Quien no se ha dejado quemar por Jesús no conoce todavía el poder transformador que quiso introducir él en la Tierra. Puede practicar correctamente la religión cristiana, pero no ha descubierto todavía lo más apasionante del Evangelio.
José Antonio Pagola
Leído en Koinonia:
Jeremías 38, 4-6. 8-10: Me engendraste hombre de pleitos para todo el país.
Salmo responsorial: 39:Señor, date prisa en socorrerme.
Hebreos 12, 1-4: Corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos.
Lucas 12, 49-53: No he venido a traer paz, sino división.
Estamos en camino con Jesús y sus discípulos en su último viaje a Jerusalén, donde sabe que va a morir, y así se lo va diciendo. Esta subida a Jerusalén se alarga en el evangelio de Lucas como en ningún otro, pues aprovecha para situar ahí la mayor parte del material peculiar, sobre todo los discursos, las parábolas y los relatos que conoce por otro lado distinto a Marcos. Las frases que leemos en este domingo aparecen también en el evangelio de Mateo, pero en distinto orden y contexto. Esto hace que el sentido sea algo diverso, pues el contexto forma parte del significado de las frases; pero indica a la vez que muchos dichos de Jesús, como los de cualquier persona, son polivalentes; tienen alcances diversos y aplicaciones distintas según las circunstancias de los lectores u oyentes de los mismos. Así se nos abre también a nosotros el camino y la posibilidad de leerlos, con la libertad de los hijos de Dios, desde nuestra propia situación y para nuestro propósito. No es una traición, sino una fidelidad al Espíritu que inspiró a Jesús y a los evangelistas; pues ellos también se tomaron su libertad para situarlos diversamente y sacar sentidos distintos.
La liturgia, a su vez, nos pone estas frases en otro contexto diverso, al anteponer un episodio de la vida del profeta Jeremías, que suele llamarse “la pasión de Jeremías”; porque le toca sufrir golpes, burlas, acusaciones y prisión en una cisterna llena de fango por causa de la palabra de Dios que tiene que anunciar. El salmo que se nos propone es una súplica y acción de gracias a Dios, porque libra al pobre de la fosa; y parece así reforzar la situación del profeta, y anticipar una situación semejante para las frases del evangelio. Con ello se da un sentido de anuncio de la pasión, que ciertamente parece tener, sobre todo si lo leemos junto con la frase semejante de Marcos 10, 38; pero que no está muy resaltado en Lucas; apenas en la frase del “bautismo” por el que ha de pasar. El resto apunta a las diversas posturas que los hombres toman ante el mensaje de Jesús, como ya le acontecía a Jeremías y a otros profetas. Pero la segunda lectura, que nos presenta a Jesús como modelo germinal y definitivo de nuestra fe, vuelve a insistir en su pasión y cruz, y en la posibilidad de que también los cristianos nos veamos envueltos en la persecución y muerte; y, en todo caso, en la dura lucha contra el pecado, tanto personal como social.
Parece que Jesús cambia aquí radicalmente su mensaje. La Buena Nueva nos parece tan hermosa, tan atenta a los débiles y pequeños, tan llena de amor y solicitud hasta por los pecadores y enemigos, que su mensaje no puede ser otro que el de una gran paz y armonía entre todos los hombres. Eso es lo que proclamaban ya los ángeles en el momento del Nacimiento (Lc 2, 24) y lo que vuelve a proclamar el Resucitado apenas se deja ver por los discípulos atemorizados (Lc 24,20-21). Aquí, sin embargo, Jesús parece decir todo lo contrario. Su mensaje no viene a producir paz y concordia entre todos, sino que lleva a la división incluso entre los miembros más allegados de la familia, padres e hijos, nueras y suegras. Pero no se trata de cualquier mensaje, de cualquier propuesta, sino de la presencia misma del Reino de Dios en sus palabras y sus gestos, en sus milagros y sus actuaciones. No cabe oír esa Buena Nueva del Reino y permanecer neutral o indiferente; no cabe entusiasmarse con Jesús y seguir en lo mismo de siempre. Por eso hay que optar con pasión, hay que tomar decisiones y actuaciones que implican cambios muy radicales en la vida. Por eso nos van a afectar a todos profundamente, más allá incluso de los vínculos familiares, por muy respetables que estos sean. El que no pone por delante a Jesús, incluso sobre su propia familia, no puede ser su discípulo (Lc 14, 26).
El episodio de Jeremías nos pone un triste ejemplo de este sufrimiento que acarrea al profeta su fidelidad a la palabra de Dios, cuando el pueblo y sus líderes no la quieren escuchar. Él tenía que anunciar la destrucción del templo, de la dinastía davídica y de la ciudad de Jerusalén, por no querer someterse a Babilonia en ese momento. Era como poner punto final a las solemnes promesas hechas por Natán y otros profetas a David y a su ciudad capital, Jerusalén. Además, este descendiente de sacerdotes, debe predecir la ruina del templo salomónico. No le gustaban para nada esas desgracias que le tocaba anunciar, y sufrió enormemente por causa de esa misma palabra dura que debía predicar; pero lo que pretendía era precisamente que eso no ocurriera, porque le hacían caso, se convertían y se evitaban esas catástrofes. No logró esa conversión del pueblo, y menos aún de los líderes religiosos y políticos. Más bien logró esa división entre unos y otros, pues hasta entre el alto liderazgo político encuentra opositores y ayudantes, mientras el rey se deja llevar del viento político que sopla en cada momento. Pero la palabra de Dios y su profeta no es un viento cambiante, sino una palabra firme y segura, que exige darle fe y cambiar de mente y de conducta; que pide una opción radical de parte de los oyentes.
Esto mismo y en grado supremo le acontece al oyente de la Palabra que es Jesús. Por eso, el radicalismo con que se expresa en esta ocasión, pues se trata de la urgencia misma del Reino presente. Mateo dice en el pasaje paralelo: “¿cómo es que no son capaces ustedes de interpretar los signos de los tiempos?” (Mt 16, 3). Ver los signos de la gracia de Dios, de la presencia del Reino en las palabras y gestos humanos, en las acciones y hasta maravillas que acontecen en la vida. También en nuestro duro y doloroso presente, pues no existen tiempos sin gracia de Dios, sin presencia y fuerza de su Espíritu en medio de la historia, por oscura que sea. Ciertamente son los santos los que más perciben esto y donde mejor podemos ver los demás esa presencia, misteriosa pero eficaz, de la gracia de Dios en medio de esta empecatada historia humana; pero no faltan mil pequeños gestos, incluso o tal vez precisamente, en pobres y pequeños, en prostitutas y pecadores, en publicanos y hasta en ricos zaqueos y centuriones extranjeros. Hay gestos de solidaridad y simpatía con los pobres y pequeños, con los marginados y despreciados, que nos muestran esa fuerza del Espíritu de Dios y de Jesús actuando ya ese fuego en la tierra. Leer más…
Del blog de Xabier Pikaza:
Los primeros cristianos, emocionados, sorprendidos, ardientes, concibieron a Jesús como fuego y su obra como incendio de Dios. Nosotros (agosto 2022), mientras los montes de gran parte del mundo están ardiendo, tenemos la impresión de que el fuego de Jesús está apagado. Sobre ese fuego como transfiguración, y “separación” trata este evangelio.
Hemos hecho un cristianismo y una iglesia de aceptación, adaptación y sacralización de lo que hay (de la injusticia del sistema). Necesitamos fuego de Dios, para que arda, se destruya. Por eso dice Jesús “he venido a dividir”… Sin superar (dejar a un lado) el mal del mundo con sus poderes “fácticos”, la iglesia no es fuego de Dios, no es Pentecostés (lenguas de fuego).
| X.Pikaza
Texto.
(Deseo) “He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!
(Bautismo de fuego) Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!
OSeparación) ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división.En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra (Lc 12, 49-53)
1. PRESENTACIÓN
Deseo. Éste es el deseo más hondo de Jesús. Él se define a sí mismo como fuegode transformación y de vida. Posiblemente él ha dicho en alguna ocasión: “Yo soy fuego de Dios, he venido para que todo el mundo arda” (en la línea de otras comparaciones, que aparecen sobre todo en el evangelio de Juan: Yo soy la semilla, yo soy la palabra, yo soy el camino, la verdad y la vida”
Sin embargo es más probable que esa palabra y esa imagen (yo soy fuego) forma parte de la tradición más antigua de la iglesia, que aparece en sus estratos más antiguo, como muestra la tradición del Q… y el evangelio de Tomás, que concibe a Jesús como fuego de Dios. Los evangelios posteriores, empezando por Marcos, matizan e interpretan esa imagen, pero en el fondo sigue estando la experiencia clave: Jesús ha venido a prender fuego al mundo, en una línea de muerte y de resurrección: Sólo destruyendo un mundo anterior de pecado, puede crearse y nacer la vida de Dios.
Bautismo de fuego. Esa experiencia está vinculada de un modo especial al bautismo de fuego, entendido como culminación de la vida y obra de Jesús. Jesús ha definido su obra como un “bautismo de fuego, de muerte que da vida. En esa línea, conforme al testimonio del Q (retomado por Mt y Lc), frente al bautismo de Juan, que era en agua para perdón de los pecados, la iglesia más antigua ha definido su “sacramento” (experiencia inicial) como bautismo en Espíritu Santo y Fuego (en el Espíritu, que es Fuego de Dios, hecho palabra de Vida). Así lo ha mostrado Lucas en su relato de Pentecostés, vinculado al Dios de Jesús que recrea a los hombres con sus “lenguas de fuego”, que reposan sobre cada uno de los creyentes.
2. Separación. Historia de Jesús. El evangelio de este domingo (Lucas 12, 49-53) interpreta ese “bautismo y pentecostés” de fuego como principio de gran “división”, ruptura radical de los cristianos frente (contra) el mundo viejo. No he venido a traer la paz, sino la división…”.
Ciertamente, Jesús es signo y presencia de la paz (Shalom) universal de Dios… Pero esa paz no es un simple irenismo, como si dijéramos: “Todo está bien, todo es bueno, démonos sin más un gran abrazo, aceptemos todo lo que existe: La opresión social, la dictadura del dinero, la violencia organizada de los fuertes, la guerra del poder, la expulsión de los pobres…”.
Jesús es la unión universal, pero es unión que exige una gran división, representada en forma de ruptura de “familia”. Se trata de “separar” aquello que nos parece unido: Padres e hijos, madres e hijas, suegros hermanos… No todo da lo mismo, no todo es igualmente bueno… La muerte y bautismo de Jesús se define aquí como gran gran incendio: Todo lo malo del mundo tiene que arder y morir para renacer… a la vida de Dios: Un tipo de estructuras familiares (las primeras) y sociales, la oposición entre personas y pueblos, ricos contra pobres, naciones poderosas contra pueblos marginados…
Este mundo, tal como está configurado (en forma de opresión económico-social y de lucha por el poder) tiene que arder y destruirse, para que llegue el nuevo bautismo, para que emerja el evangelio. Hemos “bautizado” mal (en el mal) todo lo que nos ha parecido “bautizable”: Hemos “divinizado” a reyes y tiranos, a ejércitos, conquistas, invasiones…, con imposiciones económicas de muerte . La maldad ha llegado a ser insoportable. Y encima tendemos a decir que es buena, que el mundo es así.
Por eso tiene que llegar el fuego de Jesús (no para después, para el final del mundo), sino ahora, aquí, como fuego histórico de Jesús. Sin que este mundo arda no se podrá dar “bautismo de resurrección. Sin que este mundo arda, por los cuatro costados, no podrá darse de verdad iglesia.
Este es un fuego de separación (tema que aparece en los 4 evangelios, y en el quinto de Tomas). El fuego de Jesús quema y recrea… pero lo hace dividiendo, separando… Ese fuego separa a familiares (padres, hijos, esposos, parientes…) y a grupos, como fuerza radical de “división”… La iglesia seguidores de Jesús tiene que separarse de un modo radical de un mundo que se cierra en su egoísmo, en su deseo de poder… Sin esa separación (persecución), sin ese fuego que quema lo malo, no se puede hablar de Iglesia o comunidad de Jesús.
Así lo mostraré en las reflexiones que siguen, en un contexto de pentecostés, de transfiguración (por el fuego de Dios), culminando en dos apéndices: Uno sobre el hermano fuego de Francisco, otro sobre la llama del fuego de Dios que transforma la vida del hombre, según Juan de la Cruz.
DESARROLLO DEL TEMA. TRES PUNTOS CENTRALES.
(1) Fuego de Dios: teofanía y castigo. Antiguo Testamento. El fuego está ligado a lo divino como fuerza creadora y destructora. La misma revelación de Dios, que transciende y fundamenta los principios y poderes normales de la vida, se halla unida repetidamente al fuego. Hay fuego de Dios en la teofanía del Sinaí (Ex 19. 18), lo mismo que en la visión de la zarza ardiendo (Ex 3, 2) y en la nube luminosa (Ex 13, 21-22: Num 14, 14).
El fuego acompaña a las grandes teofanías apocalípticas de Ez 1, 4.13.27 y Dan 7, 10 y, lógicamente, puede adquirir rasgos destructores para aquellos que se oponen al proyecto de Dios, dentro de la misma historia. En ese plano se sitúa el castigo de las viejas ciudades pervertidas de la hoya del Mar Muerto (Gen 19, 24-25), lo mismo que la séptima plaga de Egipto (Ex 9, 24). Por eso, no es extraño que se diga que del seno de Dios pro¬viene el fuego que devora a los rebeldes (Lev 10, 2) o destruye a los murmuradores del pueblo de Israel en el desierto (Num 11, 1-3).
Éste es el fuego que obedece a Elías, profeta (1 Re 18, 38-39; 2 Re 1, 10-12), castigando a los enemigos de Dios o a los mismos israelitas pervertidos (cf. Am 1, 4-7; 2, 5; Os 8, 14; Jer 11, 16; 21, 24; Ez 15, 7, etc.). Pero el fuego de Mt 25, 41 desborda el nivel histórico y debe situarse en una perspectiva escatológica: en el momento final de la historia, cuando Dios realiza el juicio sobre el mundo.
En esta línea siguen las formulaciones de Joel, con su visión del fuego que precede y comienza a realizar el juicio (Jl 2, 3; 3, 3). También es importante el fuego en Ez 38, 22; 39, 6, que presenta el fuego como instrumento de la justicia de Dios, que destruye al último enemigo de los justos, Gog y Magog, antes de que surja un mundo nuevo. Por su parte, Mal 3, 1–3.9 anuncia la venida escatológica de Elías con el fuego de Dios que purifica y prepara la llegada de Dios. Éste es el fuego de Juan Bautista, que habla del Dios que viene a quemar la paja al lado de la era.
(2) Moisés. La zarza ardiente.
Conforme a un esquema usual en muchas tradiciones religiosas de oriente y occidente, la manifestación de Dios se encuentra vinculada al fuego: es llama que arde y calienta. El texto más significativo es el de la zarza ardiente:
“Entonces se le apareció el ángel de Yahvé en una llama de fuego en medio de una zarza. Moisés observó y vio que la zarza ardía en el fuego, pero la zarza no se consumía. Entonces Moisés pensó: Iré, pues, y contemplaré esta gran visión; por qué la zarza no se consume. Cuando Yahvé vio que se acercaba para mirar, lo llamó desde en medio de la zarza diciéndole: ¡Moisés, Moisés! Y él respondió: Heme aquí” (Ex 3, 2-4).
Este pasaje vincula fuego y zarza (árbol y llama), en paradoja que ilustra el sentido radical de lo divino. Moisés ha tenido que atravesar el desierto y llegar a la montaña sagrada, donde ve a Dios en la zarza que arde. Árbol y arbusto son desde antiguo signos religiosos, como aparece en la historia de Abrahán (encina de Moré: Gen 12, 6) y como sabe la tradición religiosa cananea, combatida por los profetas (culto de la piedra y árbol, de Baal y Ashera).
Del blog de Xabier Pikaza:
En la postal anterior he presentado y comentado el evangelio del domingo (Lc 12, 49-53), diciendo que Jesús vino a traer fuego de vida a la tierra. Hoy retomo ese motivo, presentando una breve teología del fuego en el AT, para detenerme después en el “fuego del Diablo” (contrario a Jesús), que no es poder de amor y creación de Dios, sino riesgo satánico de destrucción humana, conforme a los jinetes de la muerte de Mt 25,31-45: Los que condenan a otros al hambre y desnudez, a la enfermedad, injusticia y cárcel, pierden su humanidad, apartándose de la vida de Dios destruyéndose a sí mismos en el fuego del diablo, como he mostrado en Dicionario de la Biblia
| X. Pikaza
TEOLOGÍA DEL FUEGO. AT
(1) Fuego. Revelación de Dios, posible castigo de los hombres. mmm
El fuego está ligado a lo divino como fuerza creadora y destructora. La misma revelación de Dios, que transciende y fundamenta los principios y poderes normales de la vida, se halla unida repetidamente al fuego. Hay fuego de Dios en la teofanía del Sinaí (Ex 19. 18), lo mismo que en la visión de la zarza ardiendo (Ex 3, 2) y en la nube luminosa (Ex 13, 21-22: Num 14, 14).
El fuego acompaña a las grandes teofanías apocalípticas de Ez 1, 4.13.27 y Dan 7, 10 y, lógicamente, puede adquirir rasgos destructores para aquellos que se oponen al proyecto de Dios, dentro de la misma historia. En ese plano se sitúa el castigo de las viejas ciudades pervertidas de la hoya del Mar Muerto (Gen 19, 24-25), lo mismo que la séptima plaga de Egipto (Ex 9, 24).
Por eso, no es extraño que se diga que del seno de Dios proviene el fuego que devora a los rebeldes (Lev 10, 2) o destruye a los murmuradores del pueblo de Israel en el desierto (Num 11, 1-3). Éste es el fuego que obedece a Elías, profeta (1 Re 18, 38-39; 2 Re 1, 10-12), castigando a los enemigos de Dios o a los mismos israelitas pervertidos (cf. Am 1, 4-7; 2, 5; Os 8, 14; Jer 11, 16; 21, 24; Ez 15, 7, etc.).
Pero el fuego de Mt 25, 41 desborda el nivel histórico y debe situarse en una perspectiva escatológica: en el momento final de la historia, cuando Dios realiza el juicio sobre el mundo. En esta línea han empezado a situarse ya las formulaciones de Joel, con su visión del fuego que precede y comienza a realizar el juicio (Jl 2, 3; 3, 3). También es importante Ez 38, 22; 39, 6, que presenta el fuego como instrumento de la justicia de Dios, que destruye al último enemigo de los justos, Gog y Magog, antes de que surja un mundo nuevo. Por su parte, Mal 3, 1–3.9 anuncia la venida escatológica de Elías con el fuego de Dios que purifica y prepara la llegada de Dios.
(2) Moisés. El Dios de la la zarza ardiente.
Conforme a un esquema usual en muchas tradiciones religiosas de oriente y occidente, la manifestación de Dios se encuentra vinculada al fuego: es llama que arde y calienta. El texto más significativo es el de la zarza ardiente:
«Entonces se le apareció el ángel de Yahvé en una llama de fuego en medio de una zarza. Moisés observó y vio que la zarza ardía en el fuego, pero la zarza no se consumía. Entonces Moisés pensó: Iré, pues, y contemplaré esta gran visión; por qué la zarza no se consume. Cuando Yahvé vio que se acercaba para mirar, lo llamó desde en medio de la zarza diciéndole: ¡Moisés, Moisés! Y él respondió: Heme aquí» (Ex 3, 2-4).
Este pasaje vincula fuego y zarza (árbol y llama), en paradoja que ilustra el sentido radical de lo divino. Moisés ha tenido que atravesar el desierto y llegar a la montaña sagrada, donde ve a Dios en la zarza que arde. Árbol y arbusto son desde antiguo signos religiosos, como aparece en la historia de Abrahán (encina de Moré: Gen 12, 6) y como sabe la tradición religiosa cananea, combatida por los profetas (culto de la piedra y árbol, de Baal y Ashera). Pues bien, en este momento, en medio del desierto, la visión de Dios se encuentra vinculada con un árbol ardiente: la misma vegetación se vuelve ardor y fuego donde Dios se manifiesta.
Éste es un fuego paradójico: es zarza llameante que arde sin consumirse. Esto es Dios: llama constante, vida que se sigue manteniendo en aquello que parece incapaz de tener vida. Quizá pudiera trazarse un paralelo: los hebreos oprimidos son la zarza, arbusto frágil que en cualquier momento puede quebrar y destruirse, consumidos por el desierto o aniquilados por la montaña de los grandes pueblos de este mundo. Pues bien, en esa pobre zarza se desvela Dios, como vida en aquello que es más débil, más frágil. Moisés ha ido a la Montaña de Dios dispuesto a ver el espectáculo, como simple curioso que mira las cosas desde fuera. Pero Dios, que le hablará desde el fuego de la zarza, tiene otra intención, se manifiesta de otra forma, revelándose como Yahvé (El que Es) y enviándole a liberar a los hebreos.
(3) Fuego destructor, fuego de condena (Gehenna).
El la línea anterior, el fuego puede presentarse como signo de la totalidad cósmica, como principio positivo y constitutivo de la realidad (uno de los cuatro elementos; los otros son agua, tierra, aire) o domo poder destructor, que todo lo aniquila para recrearlo (Heráclito). En esa línea, el fuego, en fin, tiene una clara connotación psicológica y se muestra como expresión de aquel poder que nos conduce a la conquista del mundo (complejo de Prometeo) o nos lleva hacia la luz oscura de la muerte (mito de Empédocles), convirtiéndose así en sinónimo de muerte, destrucción.
En ese sentido, el fuego puede presentarse como es símbolo del fracaso del hombre que se pierde, destruye y se quema ante Dios, contra Dios.. A pesar de ello pensamos que hay algunas líneas que pueden destacarse. Del fuego que destruye a los malvados habla Jb 36, 9-10 y de forma todavía más concreta en 4 Es: los perversos se han alzado contra el pueblo de los justos y parece que van a destruirlo; pues bien, entonces surgirá «ese hombre» (Hijo de hombre), arrojará fuego de su boca y destruirá a los enemigos (4 Es 13, 10-11; cf. BarucSir 37, 1; 48, 39). Este fuego destructor suele tener carácter propedéutico: función suya es quemar a todos los perversos, a fin de que resulte posible el orden de Dios, el mundo nuevo. Sólo viven y perviven, resucitan, los amigos de Dios o los salvados. De los otros no queda más recuerdo positivo ni existencia; serán aniquilados. El fuego de condena está simbolizado por la gehena.
Dentro de la lógica de la teología israelita, resulta normal que en un momento dado el castigo de los pecadores deje de tomarse como aniquilación y se interprete en forma de condena duradera. Junto a la vida de los justos en el nuevo eón que ya se acerca está el castigo o sufrimiento de los condenados. El fuego, que antes era destructor, se vuelve ahora principio de tortura. Así lo supone Is 66, 22-24: frente a los salvados, que ascienden y llegan al templo, se amontonan en la parte más honda del valle que está junto al templo los cadáveres de los rebeldes, pudriéndose y quemándose por siempre (cf. Jdt 16, 17; Eclo 21, 9-10). Esta doble imagen, de la montaña de Dios (templo, cielo) y del valle de los muertos (corrupción, fuego), pervive a lo largo de la tradición posterior.
Frente al lugar de la vida o salvación se encuentra el campo de la muerte, identificado con la gehenna, valle de mala memoria, al borde de Jerusalén (cf. 2 Rey 16, 3; 21, 6), basurero donde arden sin fin los desperdicios de la ciudad, lugar que se convierte en signo de castigo para los injustos (cf. 1 Hen 90, 26; Jer 7, 32; 19, 6; ApBar 59, 10). Del sheol, donde todos los muertos llevaban sin distinción vida de sombras, en el momento en que se va expresando la esperanza en una supervivencia, pasamos al simbolismo de la doble suerte de los hombres: nuevo eón para los justos, gehenna o castigo para los impíos. Sólo ahora puede hablarse de una doble resurrección: unos para la vida y otros para la ignominia eterna (Dan 12, 1-2).
(6) ¿Novedad de Jesús?
En este contexto se sitúa la palabra de Jesús. Recordemos que, según la tradición evangélica, Jesús ha rechazado el uso del fuego como expresión de un castigo dentro de la historia: no ha querido ser Elías que destruye con la llama de Dios a las personas enemigas (cf. Lc 9, 54-55). Tampoco alude al fuego como fuerza del juicio que aniquila, en la línea de aquello que se pone en boca del Bautista (Mt 3, 1-12 y par; cf. ApJn 20, 9). Jesús anuncia el juicio y lo anuncia seriamente; pero nunca ha interpretado a Dios en forma de principio o portador de un fuego que destruye a los malvados. Dios viene a salvar, no a destruir; viene para amar a los pecadores y no para aniquilarlos con su llama.
Pues bien, rechazando el fuego del castigo histórico, Jesús parece haber acentuado el papel del fuego en la condena escatológica, pero lo ha hecho siempre de forma parabólica, en forma de llamada a conversión. El mismo Jesús que no quiere actuar como juez que destruye a los hombres del mundo ha anunciado, con radicalidad hasta entonces insospechada, la posibilidad de un rechazo humano, el peligro de un final que se expresa en la condena (cf. Mc 9, 42-45; Mt 10, 28; 13, 40-42).
En ese contexto se sitúa Mi 25, 41, cuando dice a los que están colocados a su izquierda: «Id al fuego eterno». Fuego (pyr) significa alejamiento del Señor, separación respecto al Hijo del Hombre («apartaos de mí»). Fuego es Dios como principio de vida (→ luz). Por el contrario, a lejanía de Dios se convierte fuego de destrucción, en soledad, fracaso. Ese fuego es aionios, es decir, definitivo, es la expresión de una vida que llega a su fin, a un final que no tiene retorno. Pero, dicho eso, debemos añadir, que el texto de Mt 25, 31-46, no es un texto filosófico, dedicado a la naturaleza del fuego o del infierno, sino un texto parenético.
No está diciendo lo que pasará al final, sino que está intentado precisar el sentido del presente, como tiempo en que los hombres pueden comunicarse entre sí, en amor mutuo. En ese sentido, el infierno (fuego definitivo) es el rechazo del otro, es el negar la vida al pobre, hambriento sediento, es el negar la comunión al distinto (desnudo, extranjero), es el negar la ayuda al oprimido (enfermo, encarcelado). Jesús ha ofrecido un mensaje de gracia total, de manera que ha ofrecido el Reino de Dios a todos los hombres y mujeres, sin condiciones de ningún tipo, con la sola comunión de que lo acepten, es decir, de que se acepten a sí mismos como amigos, perdonados, agraciados. Donde ellos no se aceptan así, donde no se reconocen unos a los otros, corren el riesgo de perderse, pero siempre en el interior de un Dios que acaba siendo fuego de → amor.
2. Mt 25, 31-46. BENDICIÓN DE DIOS, INFIERNO DE FUEGO DEL DIAGLO
Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino
El Reino ha sido hêtoimasmenên hymin (preparado para vosotros) apo katabolês hosmou (desde el comienzo del cosmos). El Reino es Dios, el Dios de Cristo, como herencia de bendición para los hombres. , de manera que se implican y separan de esa forma Reino (basileia) que es objeto de la herencia (vinculado al holam ha-ba, el eón que viene, el futuro de la la esperanza de Israel) y este mundo entendido en forma de kosmos temporal, que ha tenido un comienzo y tendrá igualmente un fin. El mismo cosmos se encuentra internamente dirigido al Reino, preparado por Dios para los elegidos a quienes se dirige aquí la palabra del Hijo del hombre.
Al decir que el cosmos ha tenido un comienzo (katabole) se supone que ha sido creado por Dios y que no es divino, superando de esa forma todo tipo de dualismo teológico. Si tiene comienzo tendrá igualmente un fin, como una y otra vez lo indica Mateo, al emplear la palabra synteleia (13, 39.40.49; 24. 3; 28, 20), pero aplicada al aiôn, que es el mismo cosmos entendido de manera temporal (eón, siglo) . Es más, entre la katabole tou kosmou de 25, 34 y la syntelela tou aionos de 13, 49 y 28, 20 se establecen unas relaciones de complementariedad muy concretas: del comienzo del cosmos al final del siglo se mueve el curso de la historia [1].
‒ La palabra cosmos proviene del mundo intelectual griego y significa el mundo como un orden, armonía de elementos, totalidad bien integrada en la que existe unidad de conjunto; lo espacial tiene prioridad sobre lo temporal, la permanencia de estructuras sobre su mutabilidad y desarrollo.
‒ El eón, en cambio, deriva de un pensamiento hebreo en que las cosas se interpretan como historia: lo temporal prevalece sobre lo espacial, de tal manera que el conjunto de las cosas se interpreta a partir de su comienzo y de su meta [2].
Pues bien, la novedad de nuestra expresión, preparada ya en una larga tradición de convivencia entre la visión israelita y griega de la realidad, consiste en el hecho de haber enriquecido mutuamente los dos términos, dando al cosmos un sentido temporal (tiene un comienzo) y concediendo al eón caracteres espaciales (significa el conjunto de las cosas). Desde esta perspectiva se entiende el hecho de que al comienzo del cosmos.
El cosmos tiene un fundamento, un principio o katabole que consiste en la creación. Sin embargo, el hecho de que esa palabra cosmos esté bastante ligada a las representaciones de este mundo malo hace que en el NT no aparezca para indicar el mundo que viene, prefiriendo en ese contexto otras palabras como -nuevo cielo y nueva tierra» (cf. Ap 21, 1; Mt 12, 32) 28. Las observaciones precedentes pueden ayudarnos a entender la oposición entre cosmos y reino. Del cosmos se dice que ha sido creado; y se añade que aun antes de haberlo creado, en la supratemporalidad de su designio omnipotente, Dios ha preparado para los justos la herencia del reino. Dios mismos quiere ser rey-reino de los hombres, bendición, vida definitiva. [3].
La estructura de la frase (Mt 25, 34b) y el conjunto del NT, de acuerdo con la expectación apocalíptica, atestiguan que este mundo está creado en función del eón futuro, es decir, en función del amor y la vida de Dios, como plenitud de amor y realidad para los hombres. En la . Hen terminología de Mt 25, 34: el cosmos se dirige al reino.
Del blog El Evangelio del Domingo, de José Luis Sicre:
En el contexto de tres olas de calor extremo y de numerosos incendios forestales, parece de mal gusto que Jesús se presente como un gran pirómano ansioso de pegar fuego al mundo. Y no para ahí la cosa. Los europeos concebimos el mes de agosto como un momento de vacaciones, de descanso, al menos para muchos. Y las lecturas de este domingo no ayudan a descansar. Comienzan hablando del profeta Jeremías, arrojado a un aljibe para que muera (1ª lectura). Sigue la carta a los Hebreos hablando de Jesús, que soportó la cruz, y nos recuerda que todavía no hemos derramado sangre en nuestra lucha con el pecado (2ª lectura). Y el evangelio, al deseo de Jesús de pegar fuego al mundo, añade que no ha venido a traer paz, sino división, incluso en el ámbito más íntimo de la familia.
No sé qué se atreverán a decir muchos sacerdotes en la homilía. Algunos quizá opten por el sabio consejo: “En tiempo de sandías, no hay homilía”. Pero ofrezco algunas ideas a cualquiera que desee conocer mejor los textos.
Después de las enseñanzas de los domingos anteriores sobre la oración, la riqueza, la vigilancia, centradas en lo que nosotros debemos hacer, en el evangelio de este domingo Jesús nos sorprende hablando de sí mismo: de su misión y su destino. Lo hace con un lenguaje tan enigmático que los comentaristas discuten desde los primeros siglos el sentido de estas palabras.
Presupuesto necesario para entenderlo es conocer la mentalidad apocalíptica, de la que Jesús participa en cierto modo. Según ella, el mundo malo presente tiene que desaparecer para dar paso al mundo bueno futuro, el Reinado de Dios.
Lucas va a introducir algunos cambios importantes en esta mentalidad, reuniendo tres frases pronunciadas por Jesús en diversos momentos: la primera y la tercera hablan de la misión de Jesús (prender fuego y traer división); la segunda, de su destino (pasar por un bautismo). Esta forma de organizar el material (misión – destino – misión) es muy típica de los autores bíblicos.
La misión: prender fuego
He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!
Lo primero que viene a la mente es un campo ardiendo, o el fenómeno frecuente en la guerra del incendio de campos, frutales, casas, ciudades… Esta idea encaja bien en la mentalidad apocalíptica: hay que poner fin al mundo presente para que surja el Reino de Dios. Esta interpretación me parece más correcta que relacionar el fuego con el Espíritu Santo,
El destino: la muerte
Tengo que pasar por un bautismo.
También esta imagen es enigmática, porque “bautizar” significa normalmente “lavar”; por ejemplo, los platos se “bautizan”, es decir, se lavan. Esa idea la aplica Juan (y otros muchos judíos desde el profeta Ezequiel) al pecado: en el bautismo, cuando la persona se sumerge en el río Jordán, se lavan sus pecados; al mismo tiempo, simbólicamente, la persona que entra en el agua muere ahogada y sale una persona nueva. El bautismo equivale entonces a la muerte y el paso a una nueva vida. Así lo usa Jesús en un texto del evangelio de Marcos, cuando dice a Juan y Santiago: ¿Sois capaces de beber la copa que yo he de beber o bautizaros con el bautismo que yo voy a recibir? (Mc 10,38). Jesús ve que su destino es la muerte para resucitar a una nueva vida.
La misión: dividir
¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división.
Estas palabras se podrían interpretar como simple consecuencia de la actividad de Jesús: su persona, su enseñanza y sus obras provocan división entre la gente, como ya había anunciado Simeón a María: este niño “será una bandera discutida”.
Pero Jesús habla de una división muy concreta, dentro de la familia, y eso favorece otra interpretación: Jesús viene a crear un caos tan tremendo (simbolizado por el caos familiar), que Dios tendrá que venir a destruir este mundo y dar paso al mundo nuevo. Parece una interpretación absurda, pero conviene recordar lo que dice el final del libro de Malaquías: “Yo os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día del Señor, grande y terrible: reconciliará a padres con hijos, a hijos con padres, y así no vendré yo a exterminar la tierra” (Mal 3,23-24). De acuerdo con estas palabras, Dios ha pensado exterminar la tierra en un día grande y terrible. Sin embargo, para no tener que hacerlo, decide a enviar al profeta Elías, que restablecerá las buenas relaciones en la familia (padres con hijos, hijos con padres), como símbolo de las buenas relaciones en la sociedad: la situación mejora y Dios no se ve obligado a exterminar la tierra.
Jesús dice todo lo contrario: hace falta acabar con este mundo, y por ello él ha venido a traer división en el seno de la familia.
La unión de las tres frases
¿Qué quiere decirnos Lucas uniendo estas tres frases? Que Jesús anhela y provoca la desaparición de este mundo presente para dar paso al Reinado de Dios, pero que ese cambio está estrechamente relacionado con su muerte.
La comunidad de Lucas, cuando escuchara estas palabras, vería también reflejada en ellas su propia situación. La conversión de algunos de sus miembros había supuesto división en la familia, enfrentamiento de hijos y padres, de hijas y madres. Los miembros no cristianos podrían decir de Jesús lo que se había dicho de Jeremías: «Este hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia».
¿Tiene sentido todo esto para nosotros?
Este mensaje apocalíptico resulta lejano al hombre de hoy. De hecho, Lucas lo matiza y modifica en el libro de los Hechos de los Apóstoles: los cristianos no debemos estar esperando el fin del mundo, aunque pidamos todos los días que “venga a nosotros tu reino”; nuestra misión ahora es extender el evangelio por todo el mundo, como hicieron los apóstoles. Y la idea de la segunda venida de Jesús cede el puesto a una distinta: el triunfo de Jesús, glorificado a la derecha de Dios.
Sin embargo, incluso en una sociedad que presume de tolerante, como la nuestra, Jesús puede seguir siendo causa de división. El ejemplo de las primeras comunidades cristianas, que creyeron en él a pesar de todas las dificultades, debe seguir animándonos.
***
Lectura de la carta a los Hebreos 12, 1-4
Por una feliz casualidad, la segunda lectura ofrece cierta relación con el evangelio: el destino de Jesús sirve de ejemplo a los cristianos. La imagen de partida es fácil de entender para los antiguos cristianos, conocedores de las Olimpiadas griegas: un estadio lleno de espectadores que contemplan el espectáculo.
Jesús, como cualquier atleta, se entrena duramente, en medio de grandes renuncias y sacrificios; sabe, además, que competirá en un ambiente adverso, hostigado y abucheado por los espectadores. Pero no se arredra: renuncia a pasarlo bien, aguanta, soporta, y termina triunfando.
Ahora nos toca a nosotros coger el relevo. Hay que despojarse de todo lo que estorba, correr la carrera sin cansarse ni perder el ánimo. Incluso en una época de descanso y vacaciones, es bueno recordar el ejemplo de Jesús, su entrega plena.
Hermanos:
Una nube ingente de testigos nos rodea: por tanto, quitémonos lo que nos estorba y el pecado que nos ata, y corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que, renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios. Recordad al que soportó la oposición de los pecadores, y no os canséis ni perdáis el ánimo. Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado.
***
“He venido a traer fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo ya que arda!”
El evangelio de hoy nos puede dejar un poco perplejas. Estamos acostumbradas a ver a Jesús curando, predicando y recorriendo aldeas con sus discípulos, ¡y nos encanta verlo así!
En el fondo nos lo imaginamos imperturbable, siempre de buen humor, contento y apacible. Probablemente tuviera mucho de todo esto, pero los evangelios también nos muestran a un Jesús que se enfada, que denuncia, que se entristece.
Jesús no era un “Peter Pan” en un mundo maravilloso, se hizo humano, 100% humano, hasta sentir el cansancio en su cuerpo, la sed en su boca, la tristeza en su alma e incluso el miedo.
Tendemos a pensar que la bondad es neutral y por consiguiente que las personas buenas son las que no molestan. Grave error. La bondad genera conflicto porque se opone a todo lo que deshumaniza. Se opone a esa fuerza real y palpable que atraviesa el mundo: el mal.
El mal, una cierta maldad, nos es más cotidiana de lo que querríamos admitir y ensombrece todas nuestras relaciones… De la misma manera que nuestras casas o nuestra habitación se va llenando de cosas inútiles que se esconden en los armarios. También nuestra casa interior esconde alguna basura, y es con este material con el que Jesús quiere hacer una gran hoguera que arda.
Algunas fiestas populares en torno al fuego tienen su origen en la necesidad de hacer limpieza. La gente de los pueblos y los barrios a provechaba esa fecha para sacar una silla rota o un mueble viejo y con todo eso se hacía una buena hoguera en la que asar unas viandas y disfrutar juntas de la velada.
Hoy podríamos darnos una vuelta por nuestra casa interior y ver qué sobra, qué podemos sacar a la hoguera. Dejemos que Jesús vaya quemando nuestra cizaña.
Oración
Pasa, Trinidad Santa, por el fuego purificador de tu amor nuestras relaciones para que no nos separe ninguna oscuridad.
Amén
*
Fuente: Monasterio Monjas Trinitarias de Suesa
***
DOMINGO 20 (C)
Lc 12,49-53
Como colofón a la larga instrucción sobre la confianza y la vigilancia, Jesús habla brevemente de sí mismo de una manera enigmática. ¿Qué clase de fuego trae al mundo? ¿Qué significa ese bautismo? ¿De qué paz está hablando? Son frases que no es fácil colocar en un contexto que las hagan significativas para nosotros. Debemos estar muy atentos para no llegar a conclusiones descabelladas.
No se trata de un fuego destructor, como el que provocó Elías o como el que anunciaba el Bautista. Se trata del fuego que purifica y da Vida. Jesús viene a traer fuego, pero nosotros nos defendemos con uñas y dientes contra todo lo que pueda consumir nuestro yo. El bautismo era signo de pruebas terribles, las aguas caudalosas del AT que destruyen todo lo que encuentran a su paso. Está haciendo clara alusión a su muerte, la gran prueba que demostrará la autenticidad de su ser.
¿Cómo podremos armonizar estas palabras: “no he venido ha traer paz, sino división”, con aquellas otras: “La paz os doy, mi paz os dejo?” La primera lectura nos habla de la guerra que le hicieron a Jeremías por ser auténtico. Pablo nos habla de la guerra que debemos hacernos a nosotros mismos. Todo lo que hay de terreno y caduco en nosotros debe ser demolido para que surja lo eterno. Solo de esa manera podemos alcanzar la verdadera consumación a la que estamos llamados.
1.- Tenemos en primer lugar la paz romana, que se consigue con violencia. Los romanos, cuando conquistaban un país, ponían allí sus tropas, y nadie se movía. Es una paz que nace de la injusticia, nunca puede ser auténtica ni duradera. Es una paz injusta. Es una paz que se sigue dando también hoy, a escala internacional y a escala doméstica. Por ejemplo la paz que existe en muchos matrimonios, porque uno de los miembros está anulado y ya no tiene posibilidad de rechistar.
2.- Existe otra clase de paz que podíamos llamar la paz justa: Es la que se da entre personas o países que dialogan, que defienden posturas distintas, pero que saben atender y respetar los derechos de los demás. Sería un equilibrio de intereses que puede impedir la guerra. Solo por eso sería una paz positiva, aunque no se trata de la verdadera paz, porque no es suficiente evitar los conflictos para alcanzar la paz.
3.- La paz que equivaldría a la ausencia de problemas. ¡Que me dejen en paz! ¡Mucho cuidado! Es una trampa. Es la paz de los cementerios. Es una paz que anula la vida, porque la vida es, por naturaleza, lucha, superación de obstáculos. Si llegáramos a conseguir esa paz y en la medida que la consigamos, dejamos de vivir, estamos ya muertos. Incluso la vida biológica es constante lucha. Mucho más la Vida trascendente exige de nosotros una actitud de constante superación.
4.- La paz que Jesús propone es el equilibrio que un ser humano alcanza cuando es lo que tiene que ser sin dejarse arrastrar por las fuerzas que tienden a deteriorar su humanidad. Esta es la autentica paz. Esta es la paz (Shalom) que los judíos se deseaban al saludarse y al despedirse. Esta es la base de la paz verdadera. Esa armonía con uno mismo lleva a estar en armonía con los demás y con Dios. Esta paz es la consecuencia de un descubrimiento de lo trascendente en nuestro ser.
Tenemos paralelamente cuatro clases de guerra que debemos analizar:
1.- La guerra que se hace para someter al otro, para subyugarlos y utilizarlo, para ponerlo a nuestro servicio y anularlo como persona libre. Es la ley de la selva. Es el fruto del egoísmo más feroz. Surge siempre que utilizamos la superioridad biológica, mental o psicológica para machacar al otro. Es la guerra más frecuente y dañina.
2.- La guerra que hace el que está sometido, para salir de su situación. A primera vista, parece lo más natural del mundo, pero hay que tener mucho cuidado de no caer en la misma violencia contra la que se lucha. La Iglesia ha bendecido a través de la historia cañones y bombardas. Y sin embargo todo el evangelio es un canto a la no-violencia, que supera la opresión sin entrar en su misma dinámica. Esta actitud es la clave del mensaje de Jesús: ni oprimir a nadie ni dejarse oprimir.
3.- La guerra que hace el egoísta a otro solo por ser auténtico. Esta guerra no debemos provocarla, pero tampoco debemos temerla. Esto no es fácil, porque, la mayoría de las veces, actuamos pensando más en nuestro falso yo que en nuestro verdadero ser. Con frecuencia, lo que determina que obremos de una o de otra manera, es la respuesta que vamos a obtener de los demás. Si tratamos de no molestar a los demás, antes o después dejaremos de ser auténticos.
4.- La guerra de la que habla Pablo, la que debemos hacernos a nosotros mismos. Dentro del ser humanos existen fuerzas que le mantienen en tensión. Tenemos que pelear contra aquellas partes de nosotros mismos que nos impiden alcanzar mayor humanidad. Con frecuencia caemos en la trampa de creer que los instintos son malos. Para nada. Solo el ser humano es capaz de tergiversar los instintos y hacerlos malos poniéndolos al servicio del falso yo y deteriorándose como humano.
Con todos estos datos, cada uno podrá descubrir, qué paz hay que buscar y qué paz hay que evitar, qué guerra debemos evitar a toda costa, y qué “guerra” debemos aceptar como la cosa más natural del mundo. Pero debemos estar muy atentos, porque la diferencia es a veces muy sutil. El falso yo que creemos ser puede hacernos creer que estamos luchando por nuestro bien y solo estamos potenciando ese falso ser. Si no tomamos conciencia de la diferencia, la guerra está perdida.
Jesús se presenta como la misma causa del conflicto. La actitud de Jesús no es la causa de la división. Jesús no viene a garantizar una paz exterior como esperaban lo judíos de su Mesías. La paz o la guerra exterior no afectarán para nada a la interioridad de los que le sigan. Mi paz os doy, pero yo no la doy como la da el mundo, dijo Jesús con toda claridad. La paz de Jesús consistiría en alcanzar una armonía interna, más allá de las luchas que toda vida proporciona.
En resumen podíamos decir que en estos versículos se presenta la figura de Jesús como el modelo de ser humano. Debemos afrontar toda nuestra vida como un bautismo, como una inmersión en aguas abismales que en la tradición judía son el signo de lucha y sufrimiento. Pero ese fuego y ese bautismo son positivos porque de ellos surgirá la verdadera paz. Las tensiones e incluso rupturas violentas no las origina Jesús, sino los que deciden rechazarle.
Meditación
Jesús nos da unas orientaciones valiosísimas.
Solo cuando dentro haya conseguido la paz,
estaré preparado para ganar otras batallas.
Tu verdadero ser es paz, es armonía y es felicidad.
Vete más allá de tu falso ser.
Fray Marcos
Fuente Fe Adulta
Lc 12, 49-53
«He venido a prender fuego a la Tierra, y ¡cuánto deseo que ya esté ardiendo!»
Jesús crece en el seno de una sociedad de desiguales; de gente aceptada por Dios y gente rechazada por Él. Escucha en la sinagoga que Dios derrama bendiciones sobre los puros y envía calamidades a esa gran mayoría del pueblo que se ve condenada a una vida de miseria y exclusión por causa de sus pecados. A él se le revuelven las entrañas ante la tragedia de aquella pobre gente rechazada y desalentada, y se siente cada vez más incómodo dentro de esa fe que los condena de por vida…
Y se acaba rebelando.
Sale de su casa y se echa a los caminos de Galilea a proclamar que Dios no es el juez que nos castiga por nuestros pecados, sino el padre que nos ama incondicionalmente como aman las madres. Sabe que esta concepción de Dios choca de bruces con la de los letrados y los fariseos, pero no se arredra ni duda en alimentar un permanente enfrentamiento con ellos que a la postre le iba a costar la vida. Los tres primeros capítulos de Marcos muestran el grado de confrontación que desde el principio provoca con su actitud.
A aquella «chusma maldita que no conoce la Ley» —según expresión de los fariseos— les dice que no son unos pobres desgraciados como todos aseguran, sino que poseen la dignidad de hijos de Dios y son herederos de su Reino; que son los más importantes a Sus ojos, por delante de los sacerdotes, los doctores y los fariseos.
Y no solo les habla, sino que cura sus enfermedades, les enseña y se ocupa de ellos como nadie lo había hecho jamás… Para aquellos míseros, malditos, desarrapados, excluidos, marginados, empecatados, abandonados, ignorados, a veces cojos o ciegos, casi siempre impuros, aquello es el reino de Dios en la tierra. Ya no hay que esperar más; está allí, junto a ellos.
Y quieren hacerle Rey.
Las autoridades se sienten violentamente agredidas por ese impostor que arrastra tras de sí a la gente, porque si lo suyo prevalece, todo su poder y su influencia acabarán por desaparecer. Cuando sube a Jerusalén y ven el entusiasmo que suscitan sus palabras, temen que su fuego se transmita a la gente y haga arder la sociedad entera.
Y se conjuran para matarlo.
En definitiva, Jesús declara la guerra a la opresión, a la injusticia, a las leyes injustas, y tienen que matarlo para que su fuego no calcine las estructuras de Israel y a sus dirigentes con ellas. Nosotros en cambio somos gente de paz que convivimos en muy buena armonía con la sociedad de consumo y la injusticia atroz que ésta provoca; porque una cosa es tener fe en Jesús, y otra, muy distinta, que esa fe altere demasiado nuestro modo de vida o perturbe nuestro estatus…
Y es que, como decía Ruiz de Galarreta: «Ni la Palabra nos quema por dentro, ni nosotros hacemos arder a la sociedad»
Miguel Ángel Munárriz Casajús
Para leer el comentario que José E. Galarreta hizo en su momento, pinche aquí
Fuente Fe Adulta
Lucas 12,49-53
14 de agosto de 2022
Quizá el Evangelio de este domingo nos resulta muy sorprendente por las palabras que Lucas pone en boca de Jesús. Se trata de un texto complejo que, leído al pie de la letra, nos puede confundir, incluso generar cierto rechazo en los tiempos que corren; un texto que, sacado de contexto, resultaría casi ofensivo y decepcionante.
Sin embargo, son palabras que tienen una lógica aplastante como consecuencia de todo lo tratado en los versículos anteriores. Este breve texto, situado en la cuarta parte del Evangelio de Lucas, narra diferentes momentos del camino de Jesús hacia Jerusalén. En uno de esos momentos instruye a los discípulos para revelarles actitudes y valores imprescindibles que son esenciales en su movimiento: confianza, fidelidad, servicio, autenticidad, coherencia, pasión, radicalidad y libertad, entre otros.
Comienza con una afirmación decisiva, típica de un texto profético, algo apocalíptico, de moda en algunos grupos judíos de la época, pero con un lenguaje sagaz y denso, inesperado y desconcertante: “Vine a poner fuego sobre la tierra, ¡y cómo quisiera que ya estuviera ardiendo”. Es esta la esencia de todo el mensaje más allá de la confusión que puedan provocar sus palabras. El fuego al que se refiere Jesús no es el que asola bosques sino el fuego interior que nace de la energía y pasión por vivir en libertad y en plenitud, una pasión transformadora que nada tiene que ver con una vida raquítica y centrada en la creencia dogmática o en una práctica ritual vacía de calor.
Es el mismo fuego de Pentecostés que movilizó a los creyentes para salir “sin vergüenza y sin miedo” a mostrar al mundo la presencia de Dios en lo profundo de cada vida humana. Sin duda, este fuego despierta, calienta, dinamiza y renueva. Jesús expresa su deseo de que ya arda este fuego, pero no parece ser una realidad en sus destinatarios. Es quizá una de las frustraciones que vivió porque sus contemporáneos no parecían muy dispuestos a comprometerse de fondo con la nueva imagen de Dios y del ser humano revelada por él: un Dios que forma parte de la humanidad y un ser humano pleno que forma parte de la divinidad como única manera de expresarse en nuestra historia.
Jesús es consciente de que su mensaje transformador no es neutral y que, tomado en serio, va a generar división porque es necesario tomar postura con audacia y libertad en esta nueva ruta que propone. Esta es la fuerza de Jesús y de su movimiento: ser totalmente parcial y no intentar dar a la razón a todos para generar una falsa paz que haga la vista gorda ante la injusticia, la opresión, el sometimiento; una ilusoria paz llena de inmovilismo y vacía del fuego de una vida auténtica.
Ante Jesús sólo vale posicionarse y activar la valentía, confianza, siempre en una clara conexión con Dios y con la energía que de Él brota. A veces preferimos el bienestar emocional, las aguas tranquilas, las cebollas de Egipto (como le ocurrió al Pueblo de Israel en tiempos de esclavitud) sacrificando la libertad personal y una vida llena de sentido. Por eso, Jesús avisa de esa posible división tras posicionarse en lo esencial del Evangelio. Y no es una mera práctica religiosa, sino que se trata de revindicar la dignidad personal, la libertad, la simetría en las relaciones, la igualdad de derechos, asuntos que pueden incomodar a quienes ejercen su soberanía en vidas de otros(as) porque pierden el control y el poderío. Dejo a los lectores (as) que lleven estas palabras a sus contextos personales, de pareja, familiares, laborales, religiosos, para tomar la temperatura de esta realidad hasta donde sea posible.
Resulta llamativo que los ejemplos que usa Jesús para ilustrar la división que podría provocar, se centra en vínculos generacionales y de género. Toda una simbología que apunta hacia una incomprensión y conflicto por elegir vivir desde la raíz de lo que nos hace ser. Nada llamativo en el contexto de este evangelio porque Lucas escribía a comunidades donde algunos miembros habían sido rechazados por sus familias al hacerse cristianos. En aquel tiempo, bautizarse y entrar en la comunidad era una decisión radical que transformaba la vida. Quizá, ahora, salir de la zona de confort personal, social, elegir salir de una religión acomodada y burguesa, no tiene nada que ver con un cambio de lugar, de entorno, sino con una nueva posición ante la vida, ante la Trascendencia y ante la realidad que vivimos y somos.
Pero no nos ocurre sólo a nivel personal. También comunidades, iglesias, instituciones, grupos humanos y religiosos han decidido vivir con el fuego escondido para hacerlo inofensivo, rendido ante las injusticias reales, en una apatía gigante ante las grandes desigualdades y marginaciones humanas por temor a perder el «status». Jesús sabía que podría ser causa de división entre los muchos adeptos del inmovilismo. Por eso despertó la ira de los funcionarios del templo y de todos los que se consideraban amos de la verdad. El fuego que trae Jesús, ese que todos llevamos dentro en pequeñas ascuas, no es aceptado ni comprendido por quienes sirven y aman por obligación moral, por quienes están saturados de doctrinas y/o deseosos de poder.
Este texto tan duro puede ser un aviso para que nos planteemos la dirección de nuestras decisiones de cada día. No se trata de crear divisiones y disputa allá donde vayamos. Se trata más bien de vivir la vida y la fe como una opción arriesgada y aceptar pagar un alto precio, en numerosas ocasiones, por vivir en verdad y honestidad. Que cada uno (a) mire su saldo de fuerza para vivir este fuego de la autenticidad, coherencia, libertad y capacidad de transformación de nuestro mundo y de nuestros pequeños mundos.
¡No nos encerremos en un confinamiento personal, social, eclesial, para no dar los grandes o pequeños pasos a los que nos mueve este Fuego liberador!
Rosario Ramos
Fuente Fe Adulta
Domingo XX del Tiempo Ordinario
14 agosto 2022
Lc 12, 49-53
Parece que el texto que antecede no solo no habría salido de los labios de Jesús, sino que se trataría de un vaticinio ex eventu. Es decir, habría sido escrito después de que aquellas primeras comunidades hubieran experimentado la división en sus propias familias, como consecuencia de la adhesión al nuevo movimiento religioso. Para cuando se escriben esas frases, lo descrito en ellas en forma de profecía para el futuro, ya había sucedido: de la misma manera que los seguidores de Jesús empezaron a ser excomulgados de la sinagoga, sintieron igualmente el rechazo por parte de aquellos miembros de la propia familia que se situaban en una posición contraria.
Ambas reacciones son frecuentes en la historia de los grupos humanos: quienes adoptan un camino nuevo suelen alejarse de los demás, en una actitud con ciertos tintes sectarios; por el otro lado, quienes se oponen a las innovaciones tienden a juzgar, descalificar y condenar a los primeros.
Más allá de la anécdota, es inevitable que en todo grupo humano existan tensiones, consecuencia de ser diferentes. La tensión estimula y enriquece cuando es bien vivida. Por el contrario, cuando no se asume ni gestiona de manera adecuada, se convierte en conflicto y enfrentamiento.
Mientras, en el primer caso, la diferencia es vivida como factor de enriquecimiento, en el segundo se absolutiza en ella misma, olvidando cualquier otra referencia.
Todo ello invita, desde mi perspectiva, a cuestionarnos en que tipo de consciencia nos vivimos. Si nos movemos en una consciencia de separatividad, las diferencias se absolutizan y desembocan en conflicto tan irremediable como doloroso y estéril. Si estamos anclados en la consciencia de unidad, comprendemos que, aun siendo diferentes, somo lo mismo. Y es esta comprensión la que nos permite reconocer, permitir, aceptar y gestionar las tensiones sin fomentar la división o separación excluyente.
¿Cómo vivo las inevitables tensiones? ¿Desde qué tipo de consciencia?
Enrique Martínez Lozano
Fuente Boletín Semanal
Del blog de Tomás Muro La Verdad es libre:
01.- El texto evangélico de hoy
El Evangelio de hoy resulta un tanto extraño. No son palabras blandas, sino más bien fuertes y molestas. Jesús habla con energía de fuego, guerra, división.
Quizás estamos acostumbrados a pensar y vivir una fe sociológica, de mera tradición y algo flácida, una fe decorativa o, como decía J.A.T. Robinson (1919-1983), Dios y la fe son la guinda del pastel: algo meramente superfluo, pero que queda bien, aunque no sirve para nada.
La vida, la sociedad, la política, la economía, la cultura, etc. funcionan perfectamente (o malamente) sin la hipótesis de trabajo “Dios” (fe). Pero queda bien una Misa para inaugurar un año, para que los niños hagan una fiesta llamada Primera Comunión; una boda por la iglesia queda muy bien tiene siempre una cierta solemnidad; un funeral, aunque ya cada vez menos, pero siempre queda bien…
Muchos cristianos tendemos a vivir la fe como una religión de adorno.
Sin embargo, la Palabra de hoy, nos mueve el suelo que pisamos, porque la fe tal como la vivió Jesús, no fue “líquida” ni neutral.
Las palabras de fuego, guerray división son fuertes, purifican nuestra fe. Porque si Él vivió así, poniéndose del lado de los que sufren, sus seguidores no podemos callarnos ante los atropellos cometidos y esto provocará lucha e incomodidad.
02.- La fe es una provocación.
La Palabra de Jesús y su vida nos pone en crisis. No he venido a traer paz sino división. (Lc 12,51). La fe no es decorar la vida con un poco de religión. ¿Creéis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división. (Lc 12, 51). ¿Qué quiso decir Jesús con la palabra división? No es una llamada a la desunión y discordia, sino que fue ocasión para que las personas, se definiesen en la vida desde el evangelio. Cuando Jesús hablaba, unos se ponían a favor y otros en contra, lo mismo que ocurre hoy.
Jesús provocaba a la gente y eso ocasionaba el rechazo de muchos, que se negaban a aceptar la provocación.
03.- La fe no son unas rebajas teológicas de verano
Hoy decimos que la Iglesia tiene que cambiar, debe adaptarse a los tiempos que corren, etc. En alguna medida es cierto. Pero la fe no son unas rebajas teológico.cristianas en las que se “vende todo a cien”. Eso no es así, ni es deseable.
Esto a su vez no significa que el cristianismo haya de ser duro, a veces violento, no. Jesús tiene una fe comprometida, unos criterios: el ser humano está por encima de la ley, el amor, el servicio en la comunidad eclesial, la bondad de Dios, etc. Y todo ello le llevará a la cruz.
Uno puede ser creyente o no, puede ser cristiano o no. Cada cual es muy libre de pensar y vivir conforme a lo que considera que puede realizar su vida. El pensamiento cristiano es el que es y lo aceptamos y vivimos no como una dictadura, sino como una liberación o lo dejamos de lado.
Hay un refrán sefardí que dice: “amigo de todos y de nesuno, todo es uno”. No se puede ser amigo de todos. Parece como si se deseara hoy que el cristianismo se adaptase como la plastilina. Se puede ser cristiano y se puede no serlo. Son opciones libres.
Cada persona se tiene que decidir por la fe cristiana o no, lo cual puede causar enfrentamientos, divisiones, etc. Jesús nos quiso poner en guardia. Seguir a Jesús, podía, puede, llegar a dividir y a romper incluso a las familias. Cada cual por sí mismo ha de tomar la decisión fundamental sobre su vida. Lo que cuenta es vivir la propia vida en coherencia de fe en el Señor.
04.- El fuego de Jesús.
En la tradición bíblica fuego puede significar tres realidades: 1. Crisis, (crisol) juicio. 2. El Espíritu de Jesús en la Iglesia. 2. El fuego de la persecución que el cristianismo por parte del mundo judío y del mundo romano.
En cualquiera de los tres casos significa que el Espíritu del evangelio de Jesús no es algo anodino, sino que tiene fuerza, provoca un juicio profundo al esquema religioso judío y a todo esquema religioso.
El fuego que Cristo quiere poner en la tierra es su Misión, es decir: La Pasión por Dios y la Compasión por los que sufren. Sin este fuego, la vida cristiana termina extinguiéndose.
¿Para qué sirve una iglesia de cristianos instalados cómodamente, sin pasión alguna por Dios y sin compasión por los que sufren? Esta Iglesia ni divierte ni convierte.
Acojamos en nuestra vida el fuego y la luz del Señor
Del blog Nova Bella:
Si lo miro despacio, descubro/
que somos misteriosos/
como el fuego.
*
Vicente Monroy
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“Creo que la vida no es una aventura que debamos vivir según las modas que corren, sino con un compromiso encaminado a realizar el proyecto que Dios tiene sobre cada uno de nosotros: un proyecto de amor que transforma nuestra existencia.
Creo que la mayor alegría de un hombre es encontrar a Jesucristo, Dios hecho carne. En él, todo -miserias, pecados, historia, esperanza- asume una nueva dimensión y un nuevo significado.
Creo que cada hombre puede renacer a una vida genuina y digna en cualquier momento de su existencia. Cumpliendo hasta el final la voluntad de Dios no sólo puede hacerse libre, sino también derrotar al mal.”
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Thomas Merton
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En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
– “He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!
¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división.
En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.”
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Lucas 12, 49-53
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Los apóstoles, instruidos por la palabra y por el ejemplo de Cristo, siguieron el mismo camino. Desde los primeros días de la Iglesia, los discípulos de Cristo se esforzaron en convertir a los hombres a la fe de Cristo Señor no por acción coercitiva ni por artificios indignos del Evangelio, sino ante todo por la virtud de la Palabra de Dios. Anunciaban a todos resueltamente el designio de Dios Salvador, «que quiere que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4), pero, al mismo tiempo, respetaban a los débiles, aunque estuvieran en el error, manifestando de este modo cómo «cada cual dará a Dios cuenta de sí» (Rom 14,12), debiendo obedecer a su conciencia.
Al igual que Cristo, los apóstoles estuvieron siempre empeñados en dar testimonio de la verdad de Dios, atreviéndose a proclamar cada vez con mayor abundancia, ante el pueblo y las autoridades, «la Palabra de Dios con confianza» (Hch 4,31). Pues defendían con toda fidelidad que el Evangelio era verdaderamente la virtud de Dios para la salvación de todo el que cree. Despreciando, pues, todas «las armas de la carne», y siguiendo el ejemplo de la mansedumbre y de la modestia de Cristo, predicaron la Palabra de Dios confiando plenamente en la fuerza divina de esta palabra para destruir los poderes enemigos de Dios y llevar a los hombres a la fe y al acatamiento de Cristo. Los apóstoles, como el Maestro, reconocieron la legítima autoridad civil: «No hay autoridad que no venga de Dios», enseña el apóstol, que, en consecuencia, manda: «Toda persona esté sometida a las potestades superiores…, quien resiste a la autoridad resiste al orden establecido por Dios» (Rom 13,12). Y al mismo tiempo no tuvieron miedo de contradecir al poder público cuando éste se oponía a la santa voluntad de Dios: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5,29). Este camino lo siguieron innumerables mártires y fieles a través de los siglos y en todo el mundo.
La Iglesia, por consiguiente, fiel a la verdad evangélica, sigue el camino de Cristo y de los apóstoles cuando reconoce y promueve la libertad religiosa como conforme a la dignidad humana y a la revelación de Dios. Conservó y enseñó en el decurso de los tiempos la doctrina recibida del Maestro y de los apóstoles.
*
Concilio Vaticano II,
Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, llss.
***
En un estilo claramente profético, Jesús resume su vida entera con unas palabras insólitas: «Yo he venido a prender fuego en el mundo, y ¡ojalá estuviera ya ardiendo!». ¿De que está hablando Jesús? El carácter enigmático de su lenguaje conduce a los exégetas a buscar la respuesta en diferentes direcciones. En cualquier caso, la imagen del «fuego» nos está invitando a acercarnos a su misterio de manera más ardiente y apasionada.
El fuego que arde en su interior es la pasión por Dios y la compasión por los que sufren. Jamás podrá ser desvelado ese amor insondable que anima su vida entera. Su misterio no quedará nunca encerrado en fórmulas dogmáticas ni en libros de sabios. Nadie escribirá un libro definitivo sobre él. Jesús atrae y quema, turba y purifica. Nadie podrá seguirlo con el corazón apagado o con piedad aburrida.
Su palabra hace arder los corazones. Se ofrece amistosamente a los más excluidos, despierta la esperanza en las prostitutas y la confianza en los pecadores más despreciados, lucha contra todo lo que hace daño al ser humano. Combate los formalismos religiosos, los rigorismos inhumanos y las interpretaciones estrechas de la ley. Nada ni nadie puede encadenar su libertad para hacer el bien. Nunca podremos seguirlo viviendo en la rutina religiosa o el convencionalismo de «lo correcto».
Jesús enciende los conflictos, no los apaga. No ha venido a traer falsa tranquilidad, sino tensiones, enfrentamiento y divisiones. En realidad, introduce el conflicto en nuestro propio corazón. No podemos defendernos de su llamada tras el escudo de ritos religiosos o prácticas sociales. Ninguna religión nos protegerá de su mirada. Ningún agnosticismo nos librará de su desafío. Jesús nos está llamando a vivir en verdad y a amar sin egoísmos.
Su fuego no ha quedado apagado al sumergirse en las aguas profundas de la muerte. Resucitado a una vida nueva, su Espíritu sigue ardiendo a lo largo de la historia. Los discípulos de Emaús lo sienten arder en sus corazones cuando escuchan sus palabras mientras camina junto a ellos.
¿Dónde es posible sentir hoy ese fuego de Jesús? ¿Dónde podemos experimentar la fuerza de su libertad creadora? ¿Cuándo arden nuestros corazones al acoger su Evangelio? ¿Dónde se vive de manera apasionada siguiendo sus pasos? Aunque la fe cristiana parece extinguirse hoy entre nosotros, el fuego traído por Jesús al mundo sigue ardiendo bajo las cenizas. No podemos dejar que se apague. Sin fuego en el corazón no es posible seguir a Jesús.
José Antonio Pagola
Jeremías 38, 4-6. 8-10: Me engendraste hombre de pleitos para todo el país.
Salmo responsorial: 39:Señor, date prisa en socorrerme.
Hebreos 12, 1-4: Corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos.
Lucas 12, 49-53: No he venido a traer paz, sino división.
Estamos en camino con Jesús y sus discípulos en su último viaje a Jerusalén, donde sabe que va a morir, y así se lo va diciendo. Esta subida a Jerusalén se alarga en el evangelio de Lucas como en ningún otro, pues aprovecha para situar ahí la mayor parte del material peculiar, sobre todo los discursos, las parábolas y los relatos que conoce por otro lado distinto a Marcos. Las frases que leemos en este domingo aparecen también en el evangelio de Mateo, pero en distinto orden y contexto. Esto hace que el sentido sea algo diverso, pues el contexto forma parte del significado de las frases; pero indica a la vez que muchos dichos de Jesús, como los de cualquier persona, son polivalentes; tienen alcances diversos y aplicaciones distintas según las circunstancias de los lectores u oyentes de los mismos. Así se nos abre también a nosotros el camino y la posibilidad de leerlos, con la libertad de los hijos de Dios, desde nuestra propia situación y para nuestro propósito. No es una traición, sino una fidelidad al Espíritu que inspiró a Jesús y a los evangelistas; pues ellos también se tomaron su libertad para situarlos diversamente y sacar sentidos distintos.
La liturgia, a su vez, nos pone estas frases en otro contexto diverso, al anteponer un episodio de la vida del profeta Jeremías, que suele llamarse “la pasión de Jeremías”; porque le toca sufrir golpes, burlas, acusaciones y prisión en una cisterna llena de fango por causa de la palabra de Dios que tiene que anunciar. El salmo que se nos propone es una súplica y acción de gracias a Dios, porque libra al pobre de la fosa; y parece así reforzar la situación del profeta, y anticipar una situación semejante para las frases del evangelio. Con ello se da un sentido de anuncio de la pasión, que ciertamente parece tener, sobre todo si lo leemos junto con la frase semejante de Marcos 10, 38; pero que no está muy resaltado en Lucas; apenas en la frase del “bautismo” por el que ha de pasar. El resto apunta a las diversas posturas que los hombres toman ante el mensaje de Jesús, como ya le acontecía a Jeremías y a otros profetas. Pero la segunda lectura, que nos presenta a Jesús como modelo germinal y definitivo de nuestra fe, vuelve a insistir en su pasión y cruz, y en la posibilidad de que también los cristianos nos veamos envueltos en la persecución y muerte; y, en todo caso, en la dura lucha contra el pecado, tanto personal como social.
Parece que Jesús cambia aquí radicalmente su mensaje. La Buena Nueva nos parece tan hermosa, tan atenta a los débiles y pequeños, tan llena de amor y solicitud hasta por los pecadores y enemigos, que su mensaje no puede ser otro que el de una gran paz y armonía entre todos los hombres. Eso es lo que proclamaban ya los ángeles en el momento del Nacimiento (Lc 2, 24) y lo que vuelve a proclamar el Resucitado apenas se deja ver por los discípulos atemorizados (Lc 24,20-21). Aquí, sin embargo, Jesús parece decir todo lo contrario. Su mensaje no viene a producir paz y concordia entre todos, sino que lleva a la división incluso entre los miembros más allegados de la familia, padres e hijos, nueras y suegras. Pero no se trata de cualquier mensaje, de cualquier propuesta, sino de la presencia misma del Reino de Dios en sus palabras y sus gestos, en sus milagros y sus actuaciones. No cabe oír esa Buena Nueva del Reino y permanecer neutral o indiferente; no cabe entusiasmarse con Jesús y seguir en lo mismo de siempre. Por eso hay que optar con pasión, hay que tomar decisiones y actuaciones que implican cambios muy radicales en la vida. Por eso nos van a afectar a todos profundamente, más allá incluso de los vínculos familiares, por muy respetables que estos sean. El que no pone por delante a Jesús, incluso sobre su propia familia, no puede ser su discípulo (Lc 14, 26).
El episodio de Jeremías nos pone un triste ejemplo de este sufrimiento que acarrea al profeta su fidelidad a la palabra de Dios, cuando el pueblo y sus líderes no la quieren escuchar. Él tenía que anunciar la destrucción del templo, de la dinastía davídica y de la ciudad de Jerusalén, por no querer someterse a Babilonia en ese momento. Era como poner punto final a las solemnes promesas hechas por Natán y otros profetas a David y a su ciudad capital, Jerusalén. Además, este descendiente de sacerdotes, debe predecir la ruina del templo salomónico. No le gustaban para nada esas desgracias que le tocaba anunciar, y sufrió enormemente por causa de esa misma palabra dura que debía predicar; pero lo que pretendía era precisamente que eso no ocurriera, porque le hacían caso, se convertían y se evitaban esas catástrofes. No logró esa conversión del pueblo, y menos aún de los líderes religiosos y políticos. Más bien logró esa división entre unos y otros, pues hasta entre el alto liderazgo político encuentra opositores y ayudantes, mientras el rey se deja llevar del viento político que sopla en cada momento. Pero la palabra de Dios y su profeta no es un viento cambiante, sino una palabra firme y segura, que exige darle fe y cambiar de mente y de conducta; que pide una opción radical de parte de los oyentes.
Esto mismo y en grado supremo le acontece al oyente de la Palabra que es Jesús. Por eso, el radicalismo con que se expresa en esta ocasión, pues se trata de la urgencia misma del Reino presente. Mateo dice en el pasaje paralelo: “¿cómo es que no son capaces ustedes de interpretar los signos de los tiempos?” (Mt 16, 3). Ver los signos de la gracia de Dios, de la presencia del Reino en las palabras y gestos humanos, en las acciones y hasta maravillas que acontecen en la vida. También en nuestro duro y doloroso presente, pues no existen tiempos sin gracia de Dios, sin presencia y fuerza de su Espíritu en medio de la historia, por oscura que sea. Ciertamente son los santos los que más perciben esto y donde mejor podemos ver los demás esa presencia, misteriosa pero eficaz, de la gracia de Dios en medio de esta empecatada historia humana; pero no faltan mil pequeños gestos, incluso o tal vez precisamente, en pobres y pequeños, en prostitutas y pecadores, en publicanos y hasta en ricos zaqueos y centuriones extranjeros. Hay gestos de solidaridad y simpatía con los pobres y pequeños, con los marginados y despreciados, que nos muestran esa fuerza del Espíritu de Dios y de Jesús actuando ya ese fuego en la tierra. Leer más…
Una alternativa de Iglesia y Familia
Domingo 20. Tiempo ordinario. Ciclo c. Lucas 12, 49-53. Del plano económico de los domingos anteriores, el Evangelio de Lucas al plano social, ofreciendo una dura (y bellísima) terapia de familia: ha venido a prender fuego, con la espada afilada que corta como bisturí, para operar, con dolor (¡toda operación duele!) y curar con amor,rompiendo las cadenas que tienen presa a la familia.
He tratado del tema en la Historia de Jesús (VD, Estella 2012) y de un modo especial en La Familia en la Biblia (VD, Estella 2015). Es un tema fuerte, un tema esencial del evangelio:
Estamos rompiendo la familia humana, corremos el riesgo de enterrar el evangelio y destruir la humanidad. Si no creamos una verdadera familia humana, en solidaridad, en esperanza, en comunión de palabra no sólo destruimos a los otros, a quienes no acogemos, sino que nos destruimos a nosotros mismos.
Un movimiento mesiánico
Jesús inició un movimiento de paz, desde los más pobres, superando la lógica de enfrentamiento que regulaba la vida de familias y grupos de su tiempo, en Galilea. Fue una revolución desde abajo, desde aquellos que vivían en el margen de la sociedad establecida, un movimiento de seguidores y amigos, integrado básicamente por personas que habían sido expulsadas del nuevo (des-)orden social que se estaba imponiendo en Galilea, a causa de la trasformación económica y política vinculada al Imperio Romano.
Apoyándose en antiguas tradiciones (como la ley del jubileo: Lev 25) e invirtiendo el modelo dominante de política y economía importada de Roma, partiendo de su fe en Dios/Abba, Jesús no quiso formar grupos de dominio (para así imponer su proyecto en Galilea), sino de creatividad religiosa y de comunicación humana desde los más pobres. Por eso empezó “curando” a los enfermos y haciéndose prójimo de los posesos e impuros a quienes invitaba a formar parte de su nueva familia social (eclesial), entendida a modo de comunión de personas unidas desde el mensaje y camino de Reino. Por eso invitó de un modo especial a los pobres, haciéndoles iniciadores de su proyecto de familia pacificada de hermanos (hijos) de Dios.
Una guerra de familia.
El movimiento de paz de Jesús no empezó con grandes reformas económicas y/o políticas, en sentido global, sino con la creación de grupos familiares pacificados, abiertos desde los pobres (itinerantes) hacia todos los hombres y mujeres, intensificando la comunicación personal. No anunció una paz sólo futura, ni quiso que sus pobres arrebataran la hacienda de los ricos, sino que ellos mismos (los pobres) empezaran a superar el sistema de propiedad particular (violenta), pero no matando o despojando de sus bienes a los ricos, sino ofreciéndoles salud y curación (paz), precisamente a partir de los mismos pobres a quienes ellos habían expulsado y arrebatado los bienes.
Lógicamente, por querer y buscar esa paz (y por hacerlo como lo hacía) tuvo que enfrentarse a los violentos del sistema dominante. El imperio romano, que dominaba en Galilea, se había formado como un “asunto de familia”, una jerarquía descendente, a partir de los niveles superiores, de manera que el gran orden de la sociedad reproducía un modelo de buena familia patronal (¡cosa nostra!), donde los más altos “beneficiaban” a los bajos (y los bajos se apoyaban a los altos, como clientes de un sistema patronal). El Imperio era un sistema de violencia controlada, de manera que su paz era el resultado de la imposición de unos sobre otros. Lógicamente, Dios era el Orden, el Valor de los valiosos, el sistema.
En contra de eso, Jesús quiso crear unas agrupaciones de familias no patriarcalistas, donde hubiera espacio para todos, desde los más pobres. Para eso tuvo que oponerse a los esquemas de familia tradicional, pues era una familia impositiva, centrada en el valor superior de los “patriarcas” (padres de familia, varones), dejando a los demás miembros de la familia en un lugar inferior y expulsando a los huérfanos-viudas-extranjeros (cf. Ex 22, 20-23; Dt 16, 9-15; 24, 17-22), víctimas de un tipo de vida y economía mercantil. Para superar la violencia de la familia establecida (que, por otra parte, era incapaz de mantenerse en la nueva situación), Jesús tuvo que crear un nuevo tipo de familia más extensa, no patriarcalista, donde cupieran todos, no sólo los de dentro, sino los del entorno social, desde los más pobres. Ésta fue su revolución, esta su “guerra”, más difícil y dura que las guerras de Julio César o Augusto.
Lógicamente, al buscar lo que buscaba, una familia abierta a todos, para crear lo que él quería crear (grupos de Reino), no pudo empezar reforzando las instituciones existentes (¡más familia patriarcal, más orden, más ley, más templo!), sino que comenzó “creando familia” desde los huérfanos-viudas-extranjeros, es decir, desde aquellos que estaban siendo rechazados por la buena sociedad establecida. No tuvo más remedio que oponerse a un tipo de familia dominante, de carácter jerárquico-impositivo, porque ella iba en contra de su opción de Reino y porque funcionaba con modelos de imposición jerárquica, expulsando a los más pobres (cf. Mt 10, 35-37; Lc 12, 53; 14, 26). Lógicamente, tuvo que decir a sus discípulos que “aborrecieran” a padre-padre, hermanos-hermanas… (Lc 14, 26 Q; cf. EvTom 55, 1-2; 101, 1-3).
Texto
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra (Lc 12, 49-53; cf. Mt 10, 34-36)
Cuando dijo a sus seguidores que debían “aborrecer” a sus familiares (Lc 14, 26), Jesús no quiso negar o criticar unos “lazos de sangre”, de tipo biológico y social, para impulsar un tipo de comunión espiritualista, sin vínculos de tipo “carnal” (como parece querer ya el Evangelio apócrifo de Tomás), sino que rechazó un modelo de familia exclusivista, para crear otro modelo de familia, pero muy concreta (muy de carne y sangre, de amistad y comunión), pero no exclusivista; una familia donde importan los hombres y mujeres, cada uno de ellos y todos en relación concreta, sin imposiciones ni exclusiones, una familia donde cupieran los expulsados de las otras “tribus” y malas familias de su tiempo. Fue una revolución como nunca se ha dado.
La terapia de Jesús: Fuego, bautismo, espada
Para explicar esta huelga total de familia, el Evangelio de Lucas pone en boca de Jesús tres palabras simbólicas de una importancia enorme. Cada una de ellas marca una ruptura, las tres juntas evocan “la ruptura” esencial de Jesús, que así puede presentarse como impulsor de un nuevo Adán/Eva donde caben todos. Para ello recoge explosivas, que pueden aparecer separadas en otro contexto de la tradición evangélica, pero que aquí se unen para indicar la importancia de la “lucha” de familia: fuego, agua, división (espada). Más fuerte no podía haberse dicho.
Explicación.
Consta de dos partes, una negativa y otra positiva.
El evangelio sólo expone la parte negativa: «En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra».
La parte positiva se supone y hay que crearla: ha de crearse una familia de uniones nueva, una familia fundada en el fuego de Jesús, en el agua de la vida… Una familia que brota allí donde el bisturí mesiánico de crear nuevas vinculaciones.
Aquí se funda la paz familiar de Jesús, abierta a los que carecían de familia. Por eso, él no creó agrupaciones espiritualistas, de tipo gnóstico, ni quiso separarse del mundo de la vida (engendramiento, trabajo, economía, descanso…), sino trasformar esa vida concreta, las relaciones afectivas y laborales, económicas y políticas de su entorno, creando grupos de paz familiar extensa, iglesias o comunidades formadas por personas capaces de compartir en amor los diversos aspectos de la vida, espacios verdes de paz familiar, abierta a todos los que quisieran integrarse en ella
La familia Pax romana y la familia que surge del modelo sagrado del templo de Jerusalén fundamenta y sacraliza unas relaciones de poder, que separan y condenan a los inútiles, que someten a los distintos, que expulsan a los impuros. En contra de eso, Jesús quiso crear familias amplias (comunidades, iglesias) donde hubiera lugar para todos. Leer más…
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