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“Aquel escándalo”, por Gema Juan OCD

Jueves, 21 de agosto de 2014
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14230145004_9ac1d4a840_mDe su blog Juntos Andemos:

En el evangelio de Marcos, Jesús cuenta una parábola inquietante. Tanto que, siglos después de haber sido escrita, Teresa de Jesús se vio bajo sospecha por vivirla en sí misma.

Contaba Jesús que con el Reino de Dios pasaba lo mismo que con una semilla que se echaba en tierra. El sembrador veía crecer la semilla, pero no sabía cómo. La tierra daba fruto por sí misma. Jesús estaba diciendo que el Reino de Dios, Dios mismo, venía sin que nadie influyera en ello.

Por entonces, esta idea arañaba las concepciones de zelotas y fariseos. Que Dios viniera por sí mismo, sin provocación humana… por pura gracia. Ni por la fuerza o por reivindicaciones, ni por cumplir exquisitamente programas religiosos. A Dios, nada de eso le mueve.

Teresa, con poco espíritu zelota, decía que «no se negocia bien con Dios a fuerza de brazos» y que, «sin saber cómo… sin entender cómo», Él se abre paso: para dar libertad, encender el corazón, iluminar la inteligencia… Que «no está deseando otra cosa, sino tener a quien dar».

Aseguraba que una semilla había crecido en ella, y que no habría prosperado «si el Señor tan misericordiosamente no lo hiciera todo de su parte». De hecho, dirá que «hasta que por su bondad lo puso todo», no maduró ni dio fruto. No había sido por su buena conducta –reconocía–, y provocarlo hubiera sido imposible. Tampoco tenía alma de buen fariseo.

El fruto que había dado era algo maravilloso: «Es otro libro nuevo de aquí adelante, digo otra vida nueva. La de hasta aquí era mía; la que he vivido desde que comencé a declarar estas cosas de oración, es que vivía Dios en mí».

Teresa tuvo la paciencia de la que habla la parábola. Una paciencia hecha de confianza en Dios y desconfianza en sí. No desconfianza de lo bueno propio, ni de las grandes posibilidades humanas, sino la sinceridad de reconocerse bendecido. Y la honestidad que Jesús reclamaba a los maestros de la ley: dejar la autoafirmación que hace que todo redunde en el propio honor.

Pero, hombres rectos y sabios –como debían de ser muchos zelotas y fariseos–, le decían que eso no podía ser. La semilla del Reino solo crece con trabajo y sacrificio y cumpliendo con todo el deber. Dios se regala –decía a Teresa el sacerdote Gaspar Daza– a personas muy mortificadas. Él y Francisco de Salcedo, el «caballero santo… de vida tan ejemplar y virtuosa», le dijeron que tenía «mal espíritu», que lo suyo «era demonio».

De Jesús, habían dicho que actuaba con el poder del demonio, que estaba endemoniado. El evangelista Juan dice que Jesús replicó: «Estáis desconcertados». Porque no podían asimilar que Dios hiciera el bien fuera de los parámetros establecidos, rompiendo la lógica de merecimientos. Daza y Salcedo también estaban desconcertados: Dios se salía del canon.

La gratuidad de Dios es un escándalo. Lo era para fariseos y zelotas. Lo era, también, para muchos letrados del siglo XVI y las autoridades eclesiásticas. Y lo sigue siendo. Porque la gratuidad produce un vértigo importante: el de no poder controlar. No se puede controlar a Dios, que deja de ser previsible y comprable. No se puede manejar a quien vive bajo esa experiencia, porque su tierra da fruto por sí misma. Y tampoco se puede saber qué dirección va a tomar la propia vida. La gratuidad asusta a la lógica gestora.

Teresa entró en la lógica de Dios, primero confundida y desbordada, después con inmensa alegría. Como si su más profundo deseo hubiera encontrado el cauce por el que discurrir. Tal vez por eso, al hablar de la unión íntima con Dios, decía que era «como si un arroyico pequeño entra en la mar, no habrá remedio de apartarse».

Entrar en esa lógica fue, para ella, poder decir: «Si Él quiere que crezcan estas plantas y flores a unos con dar agua que saquen de este pozo, a otros sin ella, ¿qué se me da mí? Haced vos, Señor, lo que quisiereis». Era releer la vida, al paso que la vivía, sintiendo que en «todo parece obra el Señor».

Intuyó, entonces, una gratuidad compartida en aquel «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama». El silencio con Él se convirtió, para ella, en la paciencia del sembrador. Sencillamente, «estarse con su Señor a solas».

También así, la gratuidad humana se convierte en un grano de mostaza, «la más pequeña de todas las semillas», que crece misteriosamente y «echa ramas tan grandes que las aves del cielo pueden anidar en ellas». Unas ramas que pueden acoger todo lo humano.

Quien ha bebido siquiera unas gotas de ese vino único sabe que la pasividad que produce entrañarse con Dios, redunda en todo y da el ciento por uno. Nadie que viva en la experiencia de la gratuidad quedará quieto… ni querrá moverse de esa bodega.

Teresa no es más que un testigo de Jesús y del Reino, del Dios que siempre está llegando. Por eso, dirá que aquel escándalo que supone el superávit de bondad de Dios invita, también, al descanso: «Entonces, alma mía, entrarás en tu descanso cuando te entrañares con este sumo bien, y entendieres lo que entiende, y amares lo que ama, y gozares lo que goza».

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