‘El dios del jardín’, de Forrest Reid
Graham es un muchachito de quince años que ha vivido siempre sin amigos, asilado del mundo en la gran casa solariega paterna.
Su único compañero es un personaje imaginario, un chico griego, un amigo secreto con el que comparte sueños y aventuras ficticias y que lo visita mientras duerme.
Cuando está a punto de cumplir los dieciséis años ingresa en un internado para continuar su formación, y allí, en aquel nuevo ambiente, rodeado de chicos como él, su secreto e invisible compañero desaparece, deja de visitarlo durante el sueño. Pero un día se encuentra con Harold, otro alumno del colegio –que se reincorpora tras una expulsión temporal por motivos un tanto oscuros–, el cual, para su sorpresa, resulta ser la viva encarnación de su amigo imaginario, del chico griego que en su casa lo visitaba durante el sueño.
Graham se enamora profundamente de Harold, “hermoso como un ángel”, y para su dicha, descubre que el amor es correspondido. Pero el destino se interpondrá de forma trágica entre los muchachos, lo que cambiará para siempre la vida de Graham.
El dios del jardín fue publicado valientemente en 1905, cuando aún estaba en su auge la ola de represión y denuncia contra homosexuales que se propagó por toda Gran Bretaña como consecuencia del juicio por sodomía a Oscar Wilde, de virulencia tal que llevó a muchos de ellos a autoexiliarse.
El autor dedicó el libro al gran escritor Henry James –homosexual también, aunque muy oculto y homófobo– que se indignó profundamente al leer la novela, tal vez asustado ante la posibilidad de que la dedicatoria de un libro que ensalzaba el amor romántico entre muchachos, pudiese dar indicios sobre su oculta sexualidad. Ni esta ni ninguna otra obra de Forrest Reid ha sido, hasta ahora, traducida al castellano.
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Para ampliar la información, incluímos este interesante comentario de Guillermo Arroniz López (en la fotografía) publicado en Universogay:
La alegría me acompaña hoy pues me satisface compartir con vosotros está reseña, la segunda de un libro de esta editorial (la primera fue sobre “El amor por los muchachos” con textos de Kavafis e imágenes de von Gloeden) que parece consolidarse en su arriesgada y hermosa apuesta por publicar textos de finales del siglo XIX y de principios del XX. Esto me recuerda aquellos prometedores arranques de Odisea Editorial que llegó a ofrecer al mercado obras de Retana o el juguetón “El clavel verde” de Robert Hitchens.
El que hoy nos ocupa es un libro rico en producir recuerdos pues resulta casi imposible no traer a la mente aquel “Maurice” de Foster, quien conocía la obra de Reid, hombre de bastante éxito en su día, según parece. Y aunque por otros motivos también trae a mi mente el dulcísimo y trágico libro de Vasconcelos: “Mi planta de naranja-lima”.
Este relato largo (o novela corta… pero muy corta, de apenas sesenta páginas) viene precedido por un prólogo muy interesante y útil, con notables explicaciones que ponen al autor y a su obra en un contexto donde se comprenden mejor, lo que puede potenciar el placer de la lectura, ya de por síhermosísima. El siglo XIX y el “college” inglés explican enormemente esta inocencia, este ensalzamiento o amor por los clásicos como Platón, está sublimación del amor entre los muchachos -o por los muchachos- cuya única manifestación física puede estar únicamente en gestos tan inocentes como posar la mano en el hombro del amigo, rozarle la mejilla o coronarlo con laurel o cualquier vegetal que pueda hacer las veces del tocado victorioso. Hay una gran pasión entre los párrafos de la obra, pero una pasión que se explica en su pureza, en su admiración por la belleza del hombre joven (aún adolescente) en su identificación con la estatuaria griega (el “Spinario” o “Niño de la espina” por ejemplo). Es la espiritualización del amor por la belleza juvenil… Una espiritualización que se explica en su paganismo, aunque la cultura cristiana no deje de estar presente (ver en la página 93 las palabras extraídas del Evangelio de Juan y en la página 69 las del Evangelio de Mateo)… y la cultura poética y literaria también (fragmentos de “Romeo y Julieta”, versos de Dante Gabriel Rossetti…).
La presencia del jardín y su belleza es constante durante toda la obra, en el mundo del sueño y en el de la vigilia:
“Y en la rosaleda había una vieja fuente cubierta de musgo, una fuente que cantaba bajo el sol, lloraba en el crepúsculo y sollozaba en la noche; una fuente que a mediodía le murmuraba a un niño perezoso, susurrándole las andanzas de Ulises y Jasón y el vellocino de oro”. Página 40.
“El jardín estaba iluminado por aquella misma luz fría, clara, y la tierra y el cielo parecían mezclarse en un extraño resplandor brumoso, pálido, azulado, casi blanco. La luz de la luna, inmóvil y soñadora, lo cubría todo; más real, aunque más oscura que la luz del día. Pensó que si uno extendiese las manos, casi podría sentirla, casi podría quitarla como si se tratase de una gran telaraña blanca y sedosa tejida con llamas”. Página 52.
Y si he elegido esta segunda cita -hay muchas otras más centradas en la descripción del jardín- es para demostrar que aun cuando el tema principal del párrafos no es el jardín, éste está también presente. El espacio de plantas y flores es fundamental en esta obra, pues trata de un niño que pasa su infancia en la casa del padre -es huérfano- y, desprovisto de amigos, es visitado en sueños por un muchacho con el que juega y con el que comparte otro mundo, quizá más real que éste. Cuando llega a la adolescencia y acude por primera vez a un colegio encuentra entre sus compañeros a uno que es idéntico al muchacho de sus experiencias oníricas, un dios, un “Dioniso”. Ese espacio de naturaleza -ese edén pagano-, delimitado, es donde surge ese lugar en el que se desarrolla otro mundo, donde el protagonista encuentra a este compañero, y todo lo demás queda fuera: padre, colegio… sólo la naturaleza, el compañero-Dioniso/Spinario y él. La obra está escrita en algo que podríamos llamar “prosa poética” y que, a veces, me recordaba remotamente a aquellos textos de “Ocnos” en los que Cernuda rememoraba los patios sevillanos de su infancia. Todo es delicadeza, descripción que va más allá de lo físico para ser -a través de lo físico- descripción espiritual. Es estilo es una apuesta por la belleza de lo que se ve y se siente, por la elección de cada palabra, como si fuera una pincelada exquisita que no puede descomponer el conjunto, tan milimétricamente adornado y calculado.
El libro hará las delicias de muchos lectores: los que sienten devoción por Platón, los que adoran el mundo clásico; los que saben encontrar la pureza de los muchachos de von Gloeden, los que tienen debilidad por el estilo decimonónico de la escritura; los que idealizan las experiencias del “college” inglés; los que se enamoraron de Maurice; los que tengan una sensibilidad poética para la prosa… y algunos otros.
Fuente Editorial Amistades Particulares/ Universogay
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