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“Florecillas de San Francisco”, por José Arregi, teólogo

Viernes, 9 de octubre de 2015
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18benLeído en su blog:

Si nunca has leído las “Florecillas de San Francisco”, hoy (04/10/2015), fiesta entrañable del Poverello de Asís, te animo a leerlas. Descubrirás una joya literaria, escrita hace 750 años a la luz de la Toscana y del recuerdo de Francisco. En seductores relatos sueltos, describen un mundo transfigurado en el que también tú puedes habitar, en el que ya habita y sueña despierto el niño mejor que llevas dentro de ti.

“Este libro contiene –así reza el encabezado– ciertas florecillas, milagros y ejemplos devotos del glorioso pobrecillo de Cristo messer San Francisco y de algunos de sus santos compañeros”.

Cómo un día, por ejemplo, predicó a los pájaros. Y cómo a un joven que llevaba al mercado unas tórtolas silvestres se las pidió, librándolas de una muerte cruel, y las domesticó y vivieron en familia con los frailes en Santa María de los Ángeles.
O cómo, en Gubbio, amansó a un lobo ferocísimo, con solo que la gente le diera de comer, porque la violencia nunca convierte al violento. Y cómo en cierta ocasión, yendo de camino con el hermano Maseo, al llegar a un cruce de caminos le hizo dar vueltas sobre sí y parar en seco, para saber la dirección que hacían de tomar.

Y cómo al hermano Rufino, noble de Asís y muy tímido, le envió una vez a predicar en calzones en una iglesia de Asís, y Francisco, apenado por haber puesto a su hermano en semejante aprieto, le siguió detrás igualmente desnudo y así predicó, y la gente pensó que estaban locos, pero al final todos quedaron muy edificados y consolados.

Hoy no estamos, dirás, para cándidas florecillas, para fábulas milagreras ni cuentos moralistas. Tienes razón, no estamos para eso, pero las Florecillas son otra cosa, lo verás. Rezuman frescura, sencillez, libertad. Irradian, sobre todo, alegría y bondad. Y también mucho inconformismo. Las Florecillas son menos cándidas y más subversivas de lo que parece, pero no hallarás en ellas ni pizca de amargura. Son como el Evangelio de Jesús.

Eso quiso Francisco: vivir el Evangelio de Jesús, junto con los hermanos que se le fueron uniendo (nunca se le ocurrió, por cierto, hacer eso que hoy llaman “Pastoral vocacional”). Quiso vivir el Evangelio sin glosas y sin reglas complicadas, sin conventos ni moradas estables, sin nada, sin nada, caminando de aldea en aldea, conviviendo con los últimos y trabajando con sus manos, pidiendo limosna solo cuando el trabajo no les daba para comer, e invitando a todos a perdonarse a sí mismos y a los otros, a vivir en paz con todas las criaturas, a ser hermanos y menores, a cuidarse los unos a los otros, a ser felices con poco, y a no querer más. Eso es todo.

De eso hablan las Florecillas, Bienaventuranzas plasmadas en retazos de vida. Son retazos imaginarios, pero de vida muy real. Fueron en su origen y siguen siendo todavía una clara protesta, una provocación profética y pacífica, pacífica y enérgica, contra el poder, la riqueza y todas las convenciones sociales, contra el mundo de los poderosos de entonces y de hoy, contra la Iglesia establecida de entonces y de hoy con sus muchos cánones, catecismos y jerarquías clericales.

Y contra la propia Orden franciscana, que se había vuelto tan numerosa, culta y admirada, y se había establecido dentro de las ciudades en grandes conventos y habían convertido la pobreza en virtud ascética y la mendicidad en forma de vida a costa de los pobres. Las Florecillas protestan.

En cierta ocasión, Francisco iba de camino con el hermano Maseo y, al llegar hambrientos a una aldea, fueron a pedir limosna cada uno por un barrio. A Francisco, que era pequeño y feo, solo le dieron sino mendrugos y desperdicios de pan seco. A Maseo, que era gallardo y de buena presencia, le dieron buenos y grandes trozos. Y se juntaron ambos a la salida del pueblo, junto a una fuente, y sobre una piedra colocaron cada uno la limosna recibida.

Al ver Francisco que los trozos del hermano Maseo eran más numeroso y hermosos que los suyos, no cabía de gozo y exclamó: “Oh hermano Maseo, no somos dignos de un tesoro como éste”. Y como lo repetía una y otra vez, el hermano Maseo le dijo: “Hermano carísimo, ¿cómo se puede hablar de tesoro donde hay tanta pobreza y donde falta lo necesario? Aquí no hay ni mantel, ni cuchillo, ni tajadores, ni platos, ni casa, ni mesa, ni criado, ni criada”.

Y Francisco le repuso: “Esto es precisamente lo que yo considero gran tesoro: estos trozos de pan, esta mesa de piedra, esta fuente tan clara. Es el tesoro de la santa pobreza que al despojarnos de todo nos hace hermanos de los pobres y libres del todo”.

En alabanza de la Vida más plena. Amén.

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