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“Extraños familiares “, por Gema Juan OCD.

Jueves, 20 de febrero de 2014
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12052519854_e393a1a6e1_zDe su blog Juntos Andemos:

«Para los cristianos –decía Edith Stein– no existen los “extraños”. Nuestro “Prójimo” es todo aquel que en cada momento está delante de nosotros y nos necesita». Y añadía que no hay excepciones, ni por ausencia de lazos, ni por gustos, ni por dignidades. Porque «el amor de Cristo no conoce fronteras, no se acaba nunca y no se echa atrás frente a la fealdad y suciedad».

Bajo sus palabras se encuentra el único mandamiento de Cristo: amar a Dios con todo el ser y al prójimo como a uno mismo.

Wessely, un antiguo poeta hebreo, traducía el mandamiento del amor al prójimo diciendo: «Ama a tu prójimo, él es como tú». Es decir, los seres humanos, en cuanto seres humanos, son iguales entre sí, y ahí radica la posibilidad de la obligación de amar al prójimo. —Así lo recoge Hermann Cohen, hablando de este mandamiento*.

A día de hoy, en este mundo tan desajustadamente globalizado y desde una sociedad –similar en esto a la de Edith–en la que el acceso a la miseria se ha convertido en una especie de puerta giratoria, es importante reconsiderar que no existen los extraños. Que no hay motivo para dejar a nadie fuera, para echarle del suelo compartido. Que hay sitio para todos.

Sin necesidad de contraponer cristianismo y mundo increyente, como hacía el escritor H. Böll, puede ser bueno recordar sus ideas, refiriéndose al mundo que pueden crear los cristianos: un mundo en el que hay lugar para quienes no tienen lugar, los mutilados, los enfermos, los ancianos y los débiles. Y en el que hay algo más que lugar: hay amor para aquellos que resultan inútiles. Un mundo donde nadie es extraño.

Comprender que el prójimo «es como tú» –otro como yo– lleva la intuición de que en el descubrimiento del prójimo, la humanidad se va haciendo consciente de sí misma. Porque, como también decía Edith, el ser humano aislado no es; pertenece a su estructura profunda el ser en un mundo común, en una vida compartida.

Desde aquí se entienden mejor sus palabras: «El individuo… tiene que llegar a hacerse. Este hacerse dura plenamente toda su existencia… individuo y comunidad no son algo acabado, están siempre haciéndose, en vía de desarrollo».

Parece claro que, para «llegar a hacerse» persona, es de capital importancia el reconocimiento del otro. De todo otro. Y la resistencia a aceptar al diferente o inesperado no hace otra cosa que ralentizar el proceso de desarrollo de las personas y las sociedades.

Decidir que no hay extraños, tomar en serio el significado de que el prójimo es un igual y no un intruso, abre a una universalidad real y ensancha los límites naturales de la acogida. Reconocer que los otros forman parte de uno mismo, los convierte en familiares, no porque se produzca una intimidad imposible, sino porque se les acepta como lo que son: parte del propio ser.

Son ideas radicales, como la medida que propone Edith: «Si Dios es Amor y vive en cada uno de nosotros, no puede ser de otra manera, sino que nos amemos los hermanos. Por eso precisamente es nuestro prójimo la medida de nuestro amor a Dios». Pero, más radical es la propuesta de Dios que se hace carne, de tal modo que para Él nadie es ajeno y nadie queda fuera de su ámbito.

La radicalidad amorosa de Dios hace posible «medirse» de esta manera. Por ello, sin ingenuidad y contando con las herramientas que presta el conocimiento social, Edith propone una «toma de posición» que puede influir realmente en la marcha de la vida del mundo y en la forma que adoptan las sociedades, marcadas por las continuas elecciones de los individuos.

El egoísmo personal o institucional tiende a dejar fuera a muchos, a impedir entrar a otros y a anular a no pocos. Pero hay alternativa, se puede elegir ir creando un mundo sin extraños y arriesgarse a creer que el prójimo «es como tú», determinarse a no poner barreras en ningún contexto.

Edith dirá: «El amor hace del que ama una fuerza estimulante que alimenta su fuerza más de lo que se desgasta amando, y el odio consume todavía más la fuerza del que odia. El amor es la toma de posición que con mayor fuerza nutre a la vida comunitaria».

Una posición que se puede tomar con fe y sin ella. Porque la fe cristiana confiesa que Dios es justo y bueno, pero también que «todo el que practica la justicia ha nacido de Él». Sin más etiquetas.

Es posible vivir reconociendo al prójimo como ese extraño familiar, y tomar la posición del amor, de modo que la comunidad humana, a través de gestos, acciones, grupos, leyes… haga todo lo necesario para que nadie quede fuera. Y todo ello es buscar a Dios, seguir a Jesús y vivir en el Espíritu. Es comprender que, por lo general, el Dios que llega, «el esposo esperado es el prójimo inesperado»*.

* Hermann Cohen, El prójimo. Ed. Anthropos, 12; XVII

 

Imagen de Los Diversículos del Hermano Cortés (José Luis).

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