¿Jesús resucitó?”, por José Arregi
Querida amiga, amigo: ¡Que tengas la paz de Jesús!
Llegó la Pascua, como todos los años, en el domingo siguiente a la primera luna llena de la primavera. “Noche de paso a la vida. Noche de luz y alegría. ¡Alleluya, alleluya! ¡Alleluya, alleluya”. Contemplamos el fuego, encendimos el cirio, cantamos a Jesús “santo y feliz”. Hicimos memoria de los antiguos hebreos liberados y de los esclavos liberados de todos los tiempos. Escuchamos la promesa del Espíritu que revive y consuela, que vuelve el corazón de piedra en corazón de carne. Escuchamos en pie el Evangelio de la Pascua, el alegre saludo del Resucitado a María de Magdala y sus compañeras, llorosamente aferradas al Calvario y al sepulcro: “¡Alegraos, no temáis! Volved a los caminos y las tareas de Galilea. Anunciad el Evangelio a vuestros hermanos, sed evangelistas, y vivid en paz a pesar de todo”. Y dijimos que sí. Derramamos el agua y toda su bendición sobre nuestras manos pequeñas y vacías, ungimos con aceite perfumado nuestras almas necesitadas. Y desde el fondo vacilante de nuestro ser prometimos: “Quiero ser como Jesús, bueno y feliz”.
Luego, la vida sigue, todo es como es. Los días se alargan, pero la luna ha menguado y la noche es más oscura. María de Magdala vuelve al sepulcro a llorar la ausencia. Muchos discípulos caminan tristes, el corazón ha dejado de arder, la esperanza decae como la luz de la tarde.
Y seguimos preguntando: ¿Hay en el mundo menos dolor que antes de la Pascua? ¿Dónde vemos el Reino de la liberación universal que soñó Jesús en las hermosas colinas y en las humildes aldeas de Galilea? ¿No siguen los caminos atestados de enfermos e inmigrantes? ¿No sigue mandando la ley del imperio y del Sanedrín religioso? ¿No acabó el profeta de Nazaret en la muerte, sea que fuera devorado por los perros, o arrojado en una fosa común o dignamente sepultado en una tumba decorosa por su influyente amigo José de Arimatea? Sea lo que fuere de la suerte del cadáver, ¿no sigue el crucificado, al fin y al cabo, clavado en su cruz, abandonado de Dios, como innumerables crucificados de la historia? ¿He dicho “abandonado de Dios”? ¡Absurdo! No se puede creer en un Dios que haya abandonado a Jesús, el profeta de la bondad feliz, y a innumerables profetas y profetisas que han quedado, fracasadas, en las cunetas de la historia. ¿Será, pues, que no hay Dios? Realmente, ¿resucitó Jesús? ¿Han resucitado todos los muertos?
María, Pedro, los discípulos de Emaús… también ellos sintieron el vértigo de estas preguntas. Como tú y como yo. Su duelo tuvo que durar mucho más que tres días. Tuvieron que ser meses, incluso años… (¿no hace ya siglos y milenios que seguimos esperando el “tercer día”?). Y, sin embargo, a pesar del vértigo y del duelo, en el corazón mismo de la noche y del desengaño, fue brotando una certeza como una llama de luz pequeña y poderosa: “En la cruz, Dios estaba con Jesús. Dios ha estado siempre con todos los mártires, en su vida y también en su muerte. Dios estaba con Jesús cuando curaba, cuando compartía la mesa con los “pecadores”, cuando inventaba parábolas desconcertantes y consoladoras. Y en el horror de la cruz, Dios siguió estando con Jesús, padeciendo sus heridas, todas las heridas, padeciendo su abandono, todos los abandonos. Y también en la fosa común o en la tumba amiga, Dios estaba con Jesús. Y Jesús estaba con Dios. Jesús está con Dios. Luego Jesús vive”.
Ésa es la fe pascual, su fe y nuestra fe, oscura y luminosa. ¿Por qué creyeron ellos? No porque hubieran encontrado el sepulcro vacío (un sepulcro que tal vez ni siquiera conocían), ni porque hubieran tenido “apariciones milagrosas” de Jesús (“apariciones” ha habido siempre, en todas partes: es cuestión de ciertas neuronas que se activan por mil razones distintas, como inyectarse LSD, bailar, meditar, sentir una fuerte emoción, tener una firme convicción…). No hace falta que el sepulcro de Jesús haya quedado vacío, por alguna especie de “transmutación” de los átomos (como sigue sosteniendo aún, extrañamente, un científico como Polkinghorne); nuestros sepulcros no quedarán vacíos, pero seguiremos siendo en Dios. No hace falta que hayan “visto” a Jesús resucitado con otros ojos que los ojos del corazón, que es como vemos nosotros la vida de una orquídea, la belleza de unos ojos, la presencia de Dios en todo lo bueno.
Así reconocieron la Pascua de Jesús. No la reconocieron porque hubiera sucedido nada “después” de la muerte de Jesús, sino porque aprendieron a mirar la vida y la cruz de Jesús como sacramento de Dios. La Pascua de Jesús no tuvo lugar “después” de la muerte, sino a lo largo de su vida y en su muerte solidaria de los crucificados. Reconocieron su vida como sacramento de la bondad poderosa de Dios, de su compasión sanadora, y reconocieron su muerte como consecuencia de su vida profética. Miraron a Jesús como profeta mártir, a sus ojos el más grande de los profetas mártires de Dios, y reconocieron en su cruz la realización consumada del destino de todos los profetas mártires. Y, desde las entrañas oscuras de la vieja fe probada, extrajeron una confesión nueva como la luz del alba: “Dios estaba con Jesús y nunca lo abandonó. Jesús vive en Dios y nunca nos abandonará”. Y empezaron a sentirle tan cercano como cuando lo acompañaban por los caminos de Galilea, incluso más cercano que entonces. Y aprendieron a verlo presente como se ve a Dios, en el corazón de cuanto vive y hace vivir, en todo lo bello y en todo lo bueno. Y confesaron que el Reino de la liberación ya está en marcha, como semilla poderosa que ha de crecer, como primicia de una cosecha que un día cubrirá el mundo de pan y de vino. Y siguieron amando a Jesús, no solamente en la memoria dolorida, sino en el corazón de la vida. Y se propusieron seguir el camino de Jesús, aunque fueran a fracasar como él, pues Dios acompaña a todos los heridos y fracasados, curando suavemente las heridas, transformando lentamente el fracaso en camino.
Ésa fue su fe pascual, ésa es también la nuestra: “Jesús ha resucitado”, todos los muertos han resucitado. No creemos que Jesús ha resucitado por ningún argumento empírico: el sepulcro vacío o las apariciones. Ninguna cámara hubiera grabado ninguna imagen, ningún sonido. No creemos que Jesús ha resucitado por ningún argumento autoritativo: el testimonio de María y Pedro y todos los otros. No creemos porque ellos hayan creído porque ellos sean creíbles. Creemos gracias a ellos y ellas, pero creemos como ellos y ellas, por sus mismas razones. ¿Por qué? Porque en la vida y en la cruz de Jesús miramos al Dios de la compasión que cura y hace vivir. Porque en las cruces de la humanidad, en los dolores de la creación, en la entraña de la vida y de la tierra, vislumbramos la entraña de Dios, herida y sanadora. Y, pesar de todo, nos brota de dentro: “Todo vive en Dios, todo está salvado en ti, todo acabará bien”.
Amiga, amigo: ¡Que tengas la paz de Jesús! La paz del Crucificado, del Hermano herido, de sus heridas que curan. La paz de la Pascua, primavera del mundo nuevo. La paz que lo es todo, que todo lo recrea. Jesús te la regala, justamente a ti. A ti, como eres y como estás, como a María de Magdala al amanecer de la Pascua, como a Cleofás y su compañero (¿por qué no compañera?) al atardecer del mismo día, que es cada día. Pronuncia tu nombre propio, lleno de sueños y de heridas, y te dice cariñosamente: “¡Vive en paz! Tus heridas son también mis heridas, tus esperanzas son mis esperanzas. Dios está contigo, como estuvo conmigo en los verdes campos de Galilea, y también en la hora negra de la cruz”.
(Publicado el 12 de abril de 2009)
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