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“Mirar con Fe al Crucificado”. 14 de septiembre de 2017. Exaltación de la Cruz (A ). Juan 3, 13-17

Jueves, 14 de septiembre de 2017
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imageLa fiesta que hoy celebramos los cristianos es incomprensible y hasta disparatada para quien desconoce el significado de la fe cristiana en el Crucificado. ¿Qué sentido puede tener celebrar una fiesta que se llama “Exaltación de la Cruz” en una sociedad que busca apasionadamente el “confort” la comodidad y el máximo bienestar?

Más de uno se preguntará cómo es posible seguir todavía hoy exaltando la cruz. ¿No ha quedado ya superada para siempre esa manera morbosa de vivir exaltando el dolor y buscando el sufrimiento? ¿Hemos de seguir alimentando un cristianismo centrado en la agonía del Calvario y las llagas del Crucificado?

Son sin duda preguntas muy razonables que necesitan una respuesta clarificadora. Cuando los cristianos miramos al Crucificado no ensalzamos el dolor, la tortura y la muerte, sino el amor, la cercanía y la solidaridad de Dios que ha querido compartir nuestra vida y nuestra muerte hasta el extremo.

No es el sufrimiento el que salva sino el amor de Dios que se solidariza con la historia dolorosa del ser humano. No es la sangre la que, en realidad, limpia nuestro pecado sino el amor insondable de Dios que nos acoge como hijos. La crucifixión es el acontecimiento en el que mejor se nos revela su amor.

Descubrir la grandeza de la Cruz no es atribuir no sé qué misterioso poder o virtud al dolor, sino confesar la fuerza salvadora del amor de Dios cuando, encarnado en Jesús, sale a reconciliar el mundo consigo.

En esos brazos extendidos que ya no pueden abrazar a los niños y en esas manos que ya no pueden acariciar a los leprosos ni bendecir a los enfermos, los cristianos “contemplamos” a Dios con sus brazos abiertos para acoger, abrazar y sostener nuestras pobres vidas, rotas por tantos sufrimientos.

En ese rostro apagado por la muerte, en esos ojos que ya no pueden mirar con ternura a las prostitutas, en esa boca que ya no puede gritar su indignación por las víctimas de tantos abusos e injusticias, en esos labios que no pueden pronunciar su perdón a los pecadores, Dios nos está revelando como en ningún otro gesto su amor insondable a la Humanidad.

Por eso, ser fiel al Crucificado no es buscar cruces y sufrimientos, sino vivir como él en una actitud de entrega y solidaridad aceptando si es necesario la crucifixión y los males que nos pueden llegar como consecuencia. Esta fidelidad al Crucificado no es dolorista sino esperanzada. A una vida “crucificada”, vivida con el mismo espíritu de amor con que vivió Jesús, solo le espera resurrección.

José Antonio Pagola

Biblia, Espiritualidad , , , , , , , , ,

“Mirar con Fe al Crucificado”. 14 de septiembre de 2014. Exaltación de la Cruz (A ). Juan 3, 13-17

Domingo, 14 de septiembre de 2014
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imageLa fiesta que hoy celebramos los cristianos es incomprensible y hasta disparatada para quien desconoce el significado de la fe cristiana en el Crucificado. ¿Qué sentido puede tener celebrar una fiesta que se llama “Exaltación de la Cruz” en una sociedad que busca apasionadamente el “confort” la comodidad y el máximo bienestar?

Más de uno se preguntará cómo es posible seguir todavía hoy exaltando la cruz. ¿No ha quedado ya superada para siempre esa manera morbosa de vivir exaltando el dolor y buscando el sufrimiento? ¿Hemos de seguir alimentando un cristianismo centrado en la agonía del Calvario y las llagas del Crucificado?

Son sin duda preguntas muy razonables que necesitan una respuesta clarificadora. Cuando los cristianos miramos al Crucificado no ensalzamos el dolor, la tortura y la muerte, sino el amor, la cercanía y la solidaridad de Dios que ha querido compartir nuestra vida y nuestra muerte hasta el extremo.

No es el sufrimiento el que salva sino el amor de Dios que se solidariza con la historia dolorosa del ser humano. No es la sangre la que, en realidad, limpia nuestro pecado sino el amor insondable de Dios que nos acoge como hijos. La crucifixión es el acontecimiento en el que mejor se nos revela su amor.

Descubrir la grandeza de la Cruz no es atribuir no sé qué misterioso poder o virtud al dolor, sino confesar la fuerza salvadora del amor de Dios cuando, encarnado en Jesús, sale a reconciliar el mundo consigo.

En esos brazos extendidos que ya no pueden abrazar a los niños y en esas manos que ya no pueden acariciar a los leprosos ni bendecir a los enfermos, los cristianos “contemplamos” a Dios con sus brazos abiertos para acoger, abrazar y sostener nuestras pobres vidas, rotas por tantos sufrimientos.

En ese rostro apagado por la muerte, en esos ojos que ya no pueden mirar con ternura a las prostitutas, en esa boca que ya no puede gritar su indignación por las víctimas de tantos abusos e injusticias, en esos labios que no pueden pronunciar su perdón a los pecadores, Dios nos está revelando como en ningún otro gesto su amor insondable a la Humanidad.

Por eso, ser fiel al Crucificado no es buscar cruces y sufrimientos, sino vivir como él en una actitud de entrega y solidaridad aceptando si es necesario la crucifixión y los males que nos pueden llegar como consecuencia. Esta fidelidad al Crucificado no es dolorista sino esperanzada. A una vida “crucificada”, vivida con el mismo espíritu de amor con que vivió Jesús, solo le espera resurrección.

José Antonio Pagola

Red evangelizadora BUENAS NOTICIAS
Invita a mirar al Crucificado con fe. Pásalo.

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“Tiene que ser elevado el Hijo del hombre”. Domingo 14 de septiembre de 2014 Exaltación de la Santa Cruz 24ª semana de tiempo ordinario

Domingo, 14 de septiembre de 2014
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pascuaLeído en Koinonia:

Números 21,4b-9: Miraban a la serpiente de bronce y quedaban curados.
Salmo responsorial: 77: No olvidéis las acciones del Señor.
Filipenses 2,6-11: Se rebajó, por eso Dios lo levantó sobre todo.
Juan 3,13-17: Tiene que ser elevado el Hijo del hombre.

En el diálogo entre Jesús y Nicodemo, en el fragmento del evangelio de Juan que hoy leemos, encontramos una alusión al relato de la serpiente de bronce elevada por Moisés en el desierto (Núm 21,8s) y que el evangelista retoma para compararlo con la manera como el Hijo del Hombre fue levantado en la cruz. La palabra “levantar” es usada en dos sentidos: la elevación en la cruz y la elevación a la diestra del Padre. La tradición cristiana la ha traducido por “exaltación”. Juan, en su teología, ve en la crucifixión el momento culminante de la vida de Jesús, la “hora” de su glorificación. La “exaltación” sería el tránsito de Jesús del mundo al Padre, la Pascua salvadora en la que Jesús es glorificado. Éste sería el sentido en el que celebramos hoy la exaltación de Jesús, más que de la cruz. La cruz no la exaltamos. La cruz un signo del gran amor de Jesús para con la humanidad. Sólo en ese sentido podría exaltarse la cruz. Por eso, el evangelio insiste en que Jesús no vino a juzgar, condenar o acabar el mundo, por el contrario, vino a dar testimonio de que el amor es el camino seguro que conduce a la resurrección.

Jesús no amó la cruz, sino que quiso evitarla. Lo cual no fue una «debilidad humana», sino su deber lógico. Porque tampoco podemos ya decir que «el Padre lo envió a la muerte y una muerte de cruz… En Jesús no hay nada de una visión ni masoquista (que ame o valore la cruz por sí misma), ni que la incorpore «al plan de Dios» por voluntad divina, ni una visión expiadora: Jesús sufriendo, muriendo en la cruz para ofrecer a Dios Padre ese sufrimiento violento en nombre de la humanidad, para así «aplacar» al «airado» Eterno Padre, que habría cancelado sus relaciones con la humanidad por causa de un supuesto pecado original cometido por una supuesta «primera pareja» de primates humanos…

Lamentablemente –tenemos que reconocerlo– la cruz es también, no sólo ese signo del amor consecuente y de la coherencia de Jesús con su misión, sino sobre todo el signo central de todo este relato mitológico de pecado original, masa humana condenada, envío desde el cielo de un Mesías redentor, expiación en la cruz, recuperación de la humanidad. Se puede decir, sin temor a exagerar, que durante demasiado tiempo ha fungido como el relato esencial cristiano. Ha sido el mensaje concentrado en que las Iglesias cristianas han hecho coincidir su doctrina, su visión, y su misión. Y es la visión más ampliamente difundida… en nombre de Jesús, que nunca supo de ello ni nunca quiso morir para expiar un pecado original.

Afortunadamente, ello ha sido algo tan extendido masivamente en las Iglesias y tan ingenuamente (mitológicamente) aceptado, que ni siquiera ha sido declarado oficialmente dogma… se dio por supuesto simplemente. De forma que, sencillamente, no es dogma; es –aunque pueda sorprendernos este su status– una tradición, tan antigua y venerable como superable y prescindible. Esto alivia a muchos cristianos que ya no pueden vivir en el mundo mitólógico (ni siquiera siendo conscientes de que se las han con símbolos…: muchas personas de la sociedad de hoy ya no toleran símbolos de determinado tipos mitológicos, ni siquiera sabiendo conscientemente que son mitos; su cultura actual no tolera ya mitologías a la hora de manejar/expresar el sentido de su vida humana: se ha convertido incluso en una cuestión de dignidad, de honor).

Son demasiadas cosas las que están implicadas en esta mitología de la cruz, que no sólo ya no puede ser «exaltada», sino que debe ser «deconstruida». Ya los hemos insinuado, pero merecerían un abordaje detenido, detallado y a fondo: pecado original como pecado mitológico primordial que causa la desgracia de la humanidad (mito común en muchas religiones); la massa damnata o humanidad condenada por el pecado original, de la que san Agustín hablaba y que marcó a la teología por más de un milenio; la interpretación de todos los males como castigo de Dios por «nuestro» pecado original (pérdida de los supuestos dones preternaturales, de la ciencia infusa, de la inmortalidad, del equilibrio psíquico-espiritual, condena a ganar el pan con el sudor de nuestra frente, condena de la mujer a dar a luz con dolor y a estar sometida al varón…); la interpretación de la muerte de Jesús como expiación para aplacar al Padre Eterno; la interpretación esencial del bautismo como instrumento para el perdón del pecado original; el valor expiatorio del dolor asumido (incluso provocado, la mortificación) voluntariamente; el amor a la cruz…

El cristianismo tiene ahí una responsabilidad colectiva por tanto sufrimiento psíquico infligido a tantas generaciones humanas, durante tanto tiempo, aunque haya sido involuntariamente, por un espejismo cultural, no por mala voluntad. No basta dejar de hablar de aquello que ya da vergüenza hablar. Es una obligación de responsabilidad colectiva «agarrar el toro por los cuernos», de frente, reconocidamente, sin callar nada vergonzantemente, y negar explícitamente lo hoy reconocemos que fue un error, y tratar de liberar a tantas personas que aún arrastran en su conciencia, y con frecuencia en las capas subconscientes de su psiqué, la desconfianza ante el mundo, ante la materia, ante la sexualidad, ante el placer y la felicidad. O una visión espiritual masoquista (como aquella de la Imitación de Cristo, de Kempis: «Tanto más santo te harás, cuanta más violencia te hicieres»). Leer más…

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Dom 14. 9. 14. Exaltación de la Santa Cruz

Domingo, 14 de septiembre de 2014
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SIC18692Leído en el blog de Xabier Pikaza:

Dom 14.9 14. Fiesta de la Santa Cruz. El signo de la cruz constituye quizá la mayor aportación del cristianismo a la simbología y a la experiencias de las religiones Ciertamente, un tipo de cruz se ha utilizado desde hace mucho tiempo, como símbolo solar (cruces aspadas, laburus) o como signo de todo el cosmos, especialmente en clave espacial (cuatro líneas abiertas a los cuatro puntos cardinales que se cruzan en un centro).

Sin embargo, ninguno de esos elementos constituye el rasgo específico de la cruz cristiana, que ha empezado siendo un signo de tortura y un patíbulo donde Jesús ha muerto, en contra de las expectativas y esperanzas de sus seguidores. La cruz es el signo supremo de la injusticia de la historia, de la prepotencia asesina de los poderosos, del sufrimiento y muerte de los vencidos.

Pero esa cruz, con un hombre muerto en ella, siendo en principio el escándalo supremo de la fe, se ha interpretado después, partiendo de la pascua, como símbolo mesiánico y como principio de seguimiento cristiano.

Es normal que los cristianos celebren su fiesta. Por si a alguno le sirven presento unas reflexiones de tipo más litúrgico tomado de mi Diccionario Bíblico, con el famoso signo de la Cruz de la Cartuja de Miraflores (Burgos) que comento al final del post. Buen día a todos.

Texto Juan 3,13-17

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: “Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna.
Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen el él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.”

El escándalo de la cruz

ha sido formulado de manera clásica por Pablo: «Los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles, pero para los llamados, poder y sabiduría de Dios, porque lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres» (1 Cor 1, 22-25). Más aún, Pablo sabe que, conforme a la Ley de Israel, la cruz es una maldición: «Maldito es aquel que ha sido colgado de un madero» (Gal 3, 10, con cita de Dt. 27, 26).

Los evangelios han escenificado esa maldición de la cruz en unos relatos de fuerte dramatismo. Los espectadores que pasan ante el Calvario se mofan de Jesús crucificado y, de un modo especial, lo hacen los sacerdotes y escribas, indicando con sus burlas que Dios ha rechazado a Jesús. La cruz no es para ellos un signo de presencia, sino de abandono de Dios: «¡Ay, tú que destruías el templo y lo reedificabas en tres días! ¡Sálvate a ti mismo, bajando de la cruz!… Y de manera semejantes, los sumos sacerdotes, riéndose entre sí, con los escribas, decían:¡A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse! ¡El Mesías! ¡El rey de Israel! ¡Que baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos! (Mc 15, 28-32). El mismo Jesús reconoce el escándalo y grita: «Eloí, Eloí, ¿lemá sabaktaní?, es decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 14, 34), ratificando con su fracaso y soledad el escándalo de una vida humana sometida a la injusticia y sufrimiento.

Un escándalo anunciado: era necesario.

Para aquellos que saben leer las Escrituras y la paradoja de la historia humana, la cruz se ha venido a presentar como signo supremo de solidaridad de Jesús con los pobres, llegando a ser de esa manea un símbolo mesiánico. Esto es lo que han descubierto y formulado los cristianos cuando han dicho que era necesario (dei): era necesario que el Hijo del hombre padeciera (Mc 8, 31 par), compartiendo así la suerte de los hombres y mujeres que buscan y fracasan, que sufren y no logran descubrir la verdad. Ellos, los dolientes de la tierra, los perdedores de la historia son ahora la comunidad de Jesús, forman su iglesia.

Esta no es una necesidad ontológica, vinculadas a los mitos del eterno retorno del sufrimiento, sino una “necesidad” histórica (o quizá mejor una fatalidad y un pecado), que la Escritura había ido descubriendo y mostrando en algunos de sus textos más paradigmáticos (el → siervo sufriente del Segundo Isaías, el justo perseguido de Sab 2). Este descubrimiento de la necesidad del sufrimiento constituye la primera norma interpretativa cristiana del Antiguo Testamento, el principio hermenéutico supremo de la iglesia (cf. Lc 24, 26.44; Hech 1, 16).

El Cristo crucificado.

Los investigadores no han llegado todavía a un acuerdo total sobre la manera en que Jesús entendió su tarea mesiánica; pero es evidente que el letrero de la cruz: «Jesús nazareno, rey de los judíos» (cf. Mc 15, 26 par) ha golpeado la conciencia de los cristianos, de manera que han descubierto la verdad de ese letrero. Lo que Pilato había hecho escribir en son de burla y condena lo toman ellos como signo de la verdad de Dios. En esa línea se sitúan las más solemnes confesiones de Pablo, que entiende a Jesús crucificado como presencia y revelación suprema de Dios (cf. 1 Cor 1, 13. 22; Flp 2, 8; 3, 18). Lo que era escándalo insalvable se convierte así en principio de fe. La cruz es la señal más alta de la presencia de Dios.

Tomar la cruz.

Desde aquí se puede dar un paso y afirmar que el camino de la cruz constituye el signo distintivo de los creyentes. Así lo dice Pablo, cuando afirma que sólo quiere conocer a Cristo y a Cristo crucificado (1 Cor 2, 2), para añadir después que él mismo quiere estar y está crucificado con Jesús (cf. Gal 2, 20; 3, 1). Desde aquí se entienden las palabras más novedosas de los sinópticos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará» (Mc 8, 34-35). Rehacer el camino de la cruz de Jesús desde su mensaje de Reino, en clave de pascua; esta es la novedad del cristianismo.
A partir de la experiencia cristiana primitiva, expresada por Pablo y los sinópticos, lo mismo que por el evangelio de Juan (cf. Jn 12, 32), la cruz ha venido a presentarse como signo de Dios y de la salvación de los hombres.

(1) Podemos presentar a Dios sin cruz, como una esfera,

encerrada en su quietud eterna, sin dolores ni problemas, sin cambios ni muerte en el mundo. Notas suyas serían la inmutabilidad, auto-contemplación y poderío: lo tiene todo y por tanto nada necesita. Frente a los restantes seres que ha creado, él se enclaustra inexorable en su propia perfección. Un Dios así, sin Cruz ni amor, es para muchos hombres y mujeres de este tiempo un enemigo. Pero el Dios de Jesucristo se introduce por la Cruz en nuestra historia y muere dentro de ella en favor de los humanos. Es un Dios de libertad, no es poder que goza obligando a que los otros le rindan reverencia, sino amor que se ofrece en gratuidad, abriendo así un espacio de vida compartida para los humanos.

(2) Los cristianos confiesan que Dios se expresa (se realiza humanamente) en la historia salvadora de la Cruz de Cristo.

Así entienden la Cruz como un momento integrante del proceso de amor, que brota del Padre, suscitando al Hijo como ser distinto de sí mismo y poniéndose en sus manos. El mismo Padre se regala (se pierde) dando su vida a Jesucristo: no clausura para sí riqueza alguna, no conserva egoístamente nada, sino que entrega a Jesús todo lo que tiene para que él pueda realizarse libremente. El Hijo Jesús, que ha recibido la vida del Padre, se la ofrece nuevamente, poniéndose en sus manos cuando entrega su vida por el reino (en favor de los humanos). Leer más…

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“Perdonar de corazón”. Domingo 24. Ciclo A

Domingo, 14 de septiembre de 2014
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HIJO PRÓDIGO5_thumb[1]Del blog El Evangelio del Domingo, de José Luis Sicre sj:

Argumentos para perdonar (1ª lectura)

La primera lectura está tomada del libro del Eclesiástico, que es el único de todo el Antiguo Testamento cuyo autor conocemos: Jesús ben Sira (siglo II a.C.). Un hombre culto y estudioso, que dedicó gran parte de su vida a reflexionar sobre la recta relación con Dios y con el prójimo. En su obra trata infinidad de temas, generalmente de forma concisa y proverbial, que no se presta a una lectura precipitada. Eso ocurre con la de hoy a propósito del rencor y el perdón.

El punto de partida es desconcertante. La persona rencorosa y vengativa está generalmente convencida de llevar razón, de que su rencor y su odio están justificados. Ben Sira le obliga a olvidarse del enemigo y pensar en sí mismo: “Tú también eres pecador, te sientes pecador en muchos casos, y deseas que Dios te perdone”. Pero este perdón será imposible mientras no perdones la ofensa de tu prójimo, le guardes rencor, no tengas compasión de él. Porque «del vengativo se vengará el Señor».

Del vengativo se vengará el Señor y llevará estrecha cuenta de sus culpas. Perdona la ofensa a tu prójimo, y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas. ¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor? No tiene compasión de su semejante, ¿y pide perdón de sus pecados? Si él, que es carne, conserva la ira, ¿quién expiará por sus pecados? 

Si lo anterior no basta para superar el odio y el deseo de venganza, Ben Sira añade dos sugerencias: 1) piensa en el momento de la muerte; ¿te gustaría llegar a él lleno de rencor o con la alegría de haber perdonado? 2) recuerda los mandamientos y la alianza con el Señor, que animan a no enojarse con el prójimo y a perdonarle. [En lenguaje cristiano: piensa en la enseñanza y el ejemplo de Jesús, que mandó amar a los enemigos y murió perdonando a los que lo mataban.]

Piensa en tu fin, y cesa en tu enojo; en la muerte y corrupción, y guarda los mandamientos.

Recuerda los mandamientos, y no te enojes con tu prójimo; la alianza del Señor, y perdona el error.

Pedro y Lamec

         Lo que dice Ben Sira de forma densa se puede enseñar de forma amena, a través de una historieta. Es lo que hace el evangelio de Mateo en una parábola exclusiva suya (no se encuentra en Marcos ni Lucas).

            El relato empieza con una pregunta de Pedro. Jesús ha dicho a los discípulos lo que deben hacer «cuando un hermano peca» (domingo pasado). Pedro plantea la cuestión de forma más personal: «Si mi hermano peca contra mí», «si mi hermano me ofende». ¿Qué se hace en este caso? Un patriarca anterior al diluvio, Lamec, tenía muy clara la respuesta:

«Por un cardenal mataré a un hombre,

a un joven por una cicatriz.

Si la venganza de Caín valía por siete,

la de Lamec valdrá por setenta y siete» (Génesis 4,23-24).

Pedro sabe que Jesús no es como Lamec. Pero imagina que el perdón tiene un límite, no se puede exagerar. Por eso, dándoselas de generoso, pregunta: «¿Cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?» Toma como modelo contrario a Caín: si él se vengó siete veces, yo perdono siete veces.

Jesús le indica que debe tomar como modelo contrario a Lamec: si él se vengó setenta y siete veces, perdona tú setenta y siete veces. (La traducción litúrgica, que es la más habitual, dice «setenta veces siete»; pero el texto griego se puede traducir también por setenta y siete, como referencia a Lamec). En cualquier hipótesis, el sentido es claro: no existe límite para el perdón, siempre hay que perdonar.

La parábola

Para justificarlo propone la parábola de los dos deudores. La historia está muy bien construida, con tres escenas: la primera y tercera se desarrollan en la corte, en presencia del rey; la segunda, en la calle.

1ª escena (en la corte): el rey y un deudor..

Y a propósito de esto, el reino de los cielos se parece a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus empleados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. El empleado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: “Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré todo.” El señor tuvo lástima de aquel empleado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda.

Se subraya: 1) La enormidad de la deuda; diez mil talentos equivaldrían a 60 millones de denarios, equivalente a 60 millones de jornales. 2) Las duras consecuencias para el deudor, al que venden con toda su familia y posesiones. 3) Su angustia y búsqueda de solución: ten paciencia. 4) La bondad del monarca, que, en vez de esperar con paciencia, le perdona toda la deuda.

2ª escena (en la calle): el deudor perdonado se convierte en acreedor

Pero, al salir, el empleado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándolo, lo estrangulaba, diciendo: “Págame lo que me debes.” El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba, diciendo: “Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré.” Pero él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía. 

Esta escena está construida en fuerte contraste con la anterior. 1) Los protagonistas son dos iguales, no un monarca y un súbdito. 2) La deuda, cien denarios, es ridícula en comparación con los 60 millones. 3) Mientras el rey se limita a exigir, el acreedor se comporta con extrema dureza: «agarrándolo, lo estrangulaba». 4) Cuando escucha la misma petición de paciencia que él ha hecho al rey, en vez de perdonar a su compañero lo mete en la cárcel.

3ª escena (en la corte): los compañeros, el rey y el primer deudor.

Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: “¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?” Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano.

Dos detalles: 1) La conducta del deudor-acreedor escandaliza e indigna a sus compañeros, que lo denuncian al rey. Este detalle, que puede pasar desapercibido, es muy importante: a veces, cuando una persona se niega a perdonar, intentamos defenderla; sin embargo, sabiendo lo mucho que a esa persona le ha perdonado Dios, no es tan fácil justificar su postura. 2) La frase clave es: «¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?”

Con esto Jesús no sólo ofrece una justificación teológica del perdón, sino también el camino que lo facilita. Si consideramos la ofensa ajena como algo que se produce exclusivamente entre otro y yo, siempre encontraré motivos para no perdonar. Pero si inserto esa ofensa en el contexto más amplio de mis relaciones con Dios, de todo lo que le debemos y Él nos ha perdonado, el perdón del prójimo brota como algo natural y espontáneo. Si ni siquiera así se produce el perdón, habrá que recordar las severas palabras finales de la parábola, muy intere­santes porque indican también en qué consis­te perdonar setenta y siete veces: en perdonar de corazón.

La diferencia entre la 1ª lectura y el evangelio

          Ben Sira enfoca el perdón como un requisito esencial para ser perdonados por Dios. La parábola del evangelio nos recuerda lo mucho que Dios nos ha perdonado, que debe ser el motivo para perdonar a los demás.

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