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“Soledad que hiere, soledad que sana”, por José Arregi

Jueves, 18 de mayo de 2023
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desiertoDe su blog Umbrales de Luz:

Cuando los compañeros organizadores de este ciclo sobre “espiritualidad y sufrimiento” me propusieron hablar sobre soledad y sufrimiento, lo primero que pensé–como me ocurre con frecuencia– fue en la ambigüedad de los términos, del término soledad en este caso, y en la necesidad de aclararlos. Por ahí empezaré.

Hay una soledad que nos hiere de muerte.“Vae soli!”, “Ay del solo”, dice el adagio latino, extraído de un versículo del sabio bíblico Kohelet: “Ay del solo si cae: no tiene quien lo levante” (Kohelet 4,10). Es verdad: pobre del que camina solo por el monte y cae. Pero ¿no es aun más pobre el que, yendo en compañía, es derribado y abandonado por sus propios compañeros? ¿Y no es también más pobre quien, por la razón que fuere, se va apartando de toda compañía y se va hundiendo hasta la muerte? En definitiva, la “soledad que hiere” es siempre la soledad del aislamiento.

El término soledad expresa también, sin embargo, justo lo contrario del aislamiento, a saber: la absoluta solidaridad que nos constituye, la plena comunión que somos en lo más profundo. A eso llamo “la soledad que sana” y hace vivir. No sé si es muy oportuno que designemos con el mismo término –soledad– cosas tan opuestas y a la vez tan fundamentales, pero así es nuestro lenguaje.

Así nos sucede igualmente con el término “espiritualidad”, que todavía sigue sonando a introspección insolidaria, a interioridad solipsista y apolítica. En estas reflexiones, quiero reivindicar, por el contrario, la espiritualidad como experiencia vital profunda, inseparablemente individual y política, sanadora de las soledades que nos hieren. Y voy a señalar algunos elementos fundamentales de la espiritualidad como soledad-solidaridad sanadora, algunos hitos del camino de la soledad-solidaridad que lleva a la sanación de la soledad-aislamiento.

  1. Mirar con compasión a las caídas en soledad

Junto con la guerra y el hambre y sus terribles secuelas, en este mundo hiperconectado y globalizado, en este mundo de redes y metaversos, la soledad es una de las grandes causas del sufrimiento de los seres humanos.

El panorama es planetario y terrible, y más presente y evidente que nunca en esta era de la digitalización y de la globalización planetaria: la soledad del niño mal querido o abandonado, la soledad de la adolescente que necesita romper su dependencia y no acaba de encontrarse a sí misma, la soledad de quien no llega a querer ni a sentirse querido, la soledad de la familia desahuciada de su casa, la soledad de quien pierde su trabajo y con el trabajo pierde el pan de hoy y de mañana para sí y las suyas, la soledad de las expulsadas de su tierra y de su pueblo por el hambre o por la guerra, la soledad de los enfermos olvidados, la soledad de los deprimidos, la soledad de las ancianas, la soledad de los prisioneros, la terrible soledad de una patera abarrotada y abandonada a su desgracia en medio del mar… La soledad, la soledad, la soledad. Multitudes sin un lugar para vivir en un mundo común.

La soledad hiere hoy más que nunca. Hace unos días, Nuria Larari publicaba un artículo titulado “Me siento más sola que nunca (en la historia de la humanidad)”. Decía, por ejemplo: “Las relaciones se han vuelto más líquidas entre nosotros y más difusas. La ciudad primero e Internet después se convirtieron en auténticas trituradoras de los lazos que nos unían a los demás” (Diario EL PAÍS, 25 de marzo de 2023).

No podemos desviar la mirada y pasar de largo, con toda clase de excusas, como el sacerdote y el levita de la parábola del Buen Samaritano, uno de los relatos más interpelantes, provocadores y conmovedores de la literatura universal. El caminante solitario asaltado y abandonado al borde del camino desmantela todos los argumentos justificadores de este desorden planetario creciente. La soledad y el desamparo de la abandonada grita a nuestros oídos: Quien no se hace prójimo se hace cómplice, y el cómplice pierde su aliento vital.

La primera expresión de la espiritualidad, religiosa o no, consiste en abrirnos con todos nuestros sentidos a esas soledades que hieren: mirar, escuchar, tocar, oler, sentir el sabor de su amargura. Padecer como propia esa soledad hiriente, que las entrañas del ser se remuevan ante el grito de la humanidad caída y de la Tierra amenazada: somos esa humanidad caída, somos esa Tierra desgarrada, somos la madre parturienta y el niño recién nacido de la barca de madera abandonada entre el oleaje.

Esa mirada-sensibilidad integral hecha de compasión es el primer criterio de la espiritualidad: su signo inconfundible y su medida más certera. Nuestra especie humana, y toda esta comunidad viviente de la que formamos parte en nuestro planeta común Tierra, solo tendrá salvación si desarrollamos la sensibilidad espiritual, personal y política, si nos dejamos convocar todos juntos a formar una ola de relaciones globales sanadoras, un tsunami salvador.

  1. Discernir las causas de la soledad que hiere

Quien mira con compasión espiritual no puede sino preguntarse por qué sufre esa persona o ese colectivo al que ve sufrir. “El amor consiste en preguntarle a otro: ¿qué te duele?”, escribió Simone Weil. ¿Por qué sufre la persona que está sola? ¿Por qué la soledad es una de las grandes causas del sufrimiento humano? ¿Sufre acaso por estar físicamente solo? ¿O solo por pensar distinto? ¿O por ser diferente (en su cuerpo, su psicología, su orientación sexual, su opción política, su origen étnico, su creencia o su pertenencia religiosa)?

La mirada espiritual es mirada compasiva, pero la auténtica compasión es lúcida, crítica y activa. La mirada espiritual se pregunta por qué la soledad hiere, por qué tanta gente cae sola y no puede levantarse, por qué se dan todas esas situaciones de sufrimiento mortal en soledad.

Al igual que no por tener más relaciones vivimos más acompañados, tampoco por vivir físicamente solos tenemos por qué sufrir: un 10,4 % de los ciudadanos del Estado Español viven solos, y un 25 % de las casas están habitadas por una sola persona, pero eso a veces es un lujo que para sí quisiera mucha gente que vive sin casa donde estar a solas. Y la peor de las desgracias, peor aun que vivir solo en la calle, puede ser vivir en una casa siendo humillada y maltratada por el compañero. Lo mismo se podría aplicar a tantas otras situaciones de soledad aparente.

Si miramos bien, descubrimos que el sufrimiento de la soledad, la soledad que hiere, no se da por la mera soledad (física, psicológica, política, étnica, religiosa, etc., sino más bien por el aislamiento. Las situaciones de soledad no hieren por la soledad sin más, sino por el aislamiento que las provoca. Y el aislamiento puede deberse a que un individuo o un colectivo se aísla a sí mismo, o a que es aislado por otro o por otros, por la sociedad, el partido, o la institución eclesial, o el Estado o la Comunidad internacional.

El ser humano no es un ser aislado. Cuando Buda dijo que “el ser humano nace solo, vive solo y, muere solo” se refería a la soledad psíquica ilusoria del ego ilusorio. Tiene razón Buda en que la mente humana se engaña cuando fabrica su ego aislado y su autoaislamiento, pero tal vez descuida demasiado la dimensión estructural y política del aislamiento. Ambos (el autoaislamiento mental individual y el aislamiento estructural socio-político) están siempre, sin excepción, inseparablemente relacionados entre sí. Me aíslo porque me aíslan y me aíslan porque me aíslo. Y, sin duda, el factor más palmario y determinante es el aislamiento estructural socio-político. Lo que hunde a un emigrante no es tanto que se encuentre solo, sino que no encuentre a quien le acoja, le socorra, le ayude a integrarse en una nueva sociedad. La desgracia de una persona LGTBIQ+ no es ser como es, sino ser marginado, humillado, abandonado.

La soledad hiere cuando a alguien se le rompen sus relaciones fundantes, cuando se van disolviendo los vínculos que le construyen en su ser profundo, cuando se ve privado de las relaciones que le constituyen. En esa disolución de las relaciones constitutivas consiste el aislamiento. Y esa es la soledad que hiere y duele. El aislamiento destruye la relación, y nos lleva a morir en lo más vivo de nosotros, pues para ser nosotros necesitamos esencialmente el reconocimiento, la aceptación, el afecto de otros. La soledad del aislamiento nos destruye en nuestras raíces, nuestros vínculos nutritivos, nuestra estima y dignidad, nuestra fe y amor de nosotros mismos, nuestro aliento vital, nuestro respiro y esperanza. El aislamiento nos enferma, porque no hay salud física ni psíquica sin relaciones sanas, armoniosas. El aislamiento nos impide respirar, nos hace experimentar la muerte espiritual, porque el espíritu es relación, como la respiración. El aislamiento puede llevar a morirnos físicamente, porque la vida – desde su forma más elemental a la más compleja– se deriva de la relación, de una estructura de relaciones armoniosas.

Hay soledades que hieren, del mismo modo que hay compañías o comunidades que destruyen. De modo que el aislamiento se da tanto en forma de soledad como en forma de compañía. Y puede mucho más doloroso sentirse aislado viviendo en compañía que viviendo solo.

Nadie se siente herido en su soledad si no es aislado ni se aísla. Nadie sufre sin más por ser distinto o hallarse solo, sino por ser separado, abandonado, condenado. En realidad, como luego insistiré, nada está constitutivamente “solo”. Todos los seres son, sí, formas con identidad propia, pero cada forma se constituye a partir de la relación con el universo entero. Así es también entre nosotros, los seres humanos. Nadie está o debería sentirse de por sí aislado, por solo que se halle, pues somos individuos convivientes en comunión profunda con todo. Sin embargo, tanto la relación misma como la armonía entre identidad y relación son, en nuestra especie, más compleja y conflictiva que en ninguna de las otras especies animales conocidas.

¿Qué le pasa a esta especie humana que es capaz de tanta ternura, compasión y empatía, pero capaz también de tanto autoaislamiento suicida y de tanto aislamiento cruel de los demás? No puedo pensar que sea por maldad: nadie aísla a nadie por libre voluntad consciente, sino por falta de verdadera voluntad y de verdadera libertad. Ni podemos pensar, obviamente, como tantas culturas y religiones antiguas pensaron y muchos siguen aún pensando: que nos aislamos y matamos unos a otros por la caída de unos primeros padres de la humanidad que habrían transmitido a toda su descendencia su culpa con sus consecuencias. Y menos podemos pensar que estas consecuencias sean debidas a que habríamos sido expulsados de un paraíso originario por un “Dios” supremo castigador. Vivimos aislados y nos aislamos mutuamente porque estamos inacabados, porque estamos insuficientemente evolucionados, porque aún no hemos llegado a ser lo que somos en el fondo o podemos ser. Pero está en nuestras manos. “Tú puedes”, dice Dios a Caín en el mito bíblico. Tú puedes ser más plenamente tú siendo más plenamente hermano, hermana, de tu hermano.

  1. Acompañar a las personas aisladas

Vuelvo a la parábola del Buen Samaritano, una parábola de la violencia que hiere al mundo y de la projimidad que lo sana, un relato inspirado por el espíritu universal de la compasión subversiva: un samaritano, tachado de hereje o pagano por la religión dominante, “que iba de viaje”, llega junto al herido abandonado, lo ve, siente compasión, se acerca y le venda las heridas después de habérselas curado con aceite y y vino, lo monta en su cabalgadura, lo lleva a un mesón y cuida de él (cf. Evangelio de Lucas 10,33-34).

Todo está dicho. El “hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó”, que “cayó en manos de los salteadores”, “que, después de desnudarlo y golpearlo sin piedad, se alejaron dejándolo medio muerto”, ese hombre solo es muchedumbre, eres también tú, soy también yo. El sacerdote y el levita del templo que, al verlo, no lo miran ni se acercan, sino que “se desvían y pasan de largo”, ese sacerdote y ese levita son los poderosos, los poderes fácticos, y tanta gente normal que hace su vida y se inhibe porque no sabe o porque no quiere, ese sacerdote y ese levita también eres tú, soy también yo. Apartamos la mirada, damos mil rodeos, pasamos de largo.

Y el samaritano que ve y siente compasión, que se acerca, se hace próximo, prójimo, hermano, que se hace cargo, se encarga del herido y carga con él, esa samaritana puedes ser, eres también tú, y yo, y todas, todos. Todas somos caminantes, vamos de viaje como él, y en el camino nos encontramos con personas heridas, aisladas, abandonadas por personas o por sistemas, por personas y sistemas a la vez.

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José Arregi: Algunas preguntas sobre “el camino femenino”

Jueves, 13 de octubre de 2022
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puede-apoyar-mujeres-legitimos-derechos_2212888692_14404452_660x371De su blog Umbrales de luz:

Galo Martínez de la Pera prosigue su solitaria reflexión sobre la comunidad, la construcción de la ciudadanía y de la cultura vasca, el feminismo, el futuro de la humanidad y del humanismo. Lo hace con densidad y brillantez. Acaba de publicar Emearen bidea supergizakiaren aroan (“El camino femenino en la era del superhombre”) (Alberdania 2022), escrito con excelente estilo: profundo y ágil, lleno de destellos, y minuciosamente tejido de principio a fin.

El autor es bien consciente del rumbo que lleva el mundo actual y de los graves peligros que se ciernen sobre él. Y, sin conformismo ni desesperación, hace sonar las alarmas sobre las terribles heridas que vivimos la humanidad y cada pueblo, los pueblos disminuidos y privados de su ser, los seres humanos disminuidos y privados de dignidad, y sobre el futuro aún más desolador que podemos construir. Es de agradecer su esfuerzo, y en lo fundamental coincido con él. Pero, entre las luces, encuentro también enredos. Me referiré a cinco cuestiones principales que me surgen.

1. ¿El superhombre de Nietzsche es inhumano? El término superhombre nos lleva a Nietzsche, pensador genial y profético. Hace 150 años que, en Así habló Zaratustra, anunció la llegada del superhombre. En el camino hacia su ser pleno, dice, el espíritu humano atraviesa tres metamorfosis: se convierte primero en camello, luego en león, luego en niño. El camello cargado, encorvado y sumiso, debe convertirse en león libre: mostrar sus dientes agudos, sacudirse de encima las leyes y cargas que le han impuesto todos los poderes opresores, entre ellos las religiones, y especialmente el cristianismo. Decir NO, ser libre. Ahora bien, para poder acceder a su pleno poder, el león poderoso debe convertirse en niño que juega, inocente y creativo. Decir SÍ a todo su potencial, ser niño.

¡Niño! Galo Martínez, sin embargo, siguiendo los tópicos difundidos por la filosofía conservadora y los teólogos, emplea la palabra superhombre como símbolo del deseo de poder caprichoso, nihilista e ilimitado. Hitler sería su encarnación. O Stalin. Cualquier dictador. Y en este siglo XXI, más concretamente, lo sería esa especie transhumana que, gracias a la biotecnología y la infotecnología, quisieran crear Facebook, Amazon, Google…, una máquina inhumana que convertiría al ser humano en dios, en un ser transhumano que vencerá para siempre la enfermedad y la muerte, en un cruel dictador absoluto que, dotado de conciencia y libertad sin piedad, someterá a esta humanidad normal que padece enfermedad y muerte. La pesadilla de Aldoux Huxley. El suicidio del ser humano y, en definitiva, la ruina de todos.

Estoy plenamente de acuerdo en que la creación de ese monstruo tenebroso es el peligro más grave al que se enfrenta la humanidad. Pero pregunto: ¿el superhombre que Galo Martínez entiende en el sentido más negativo tiene algo que ver con el de Nietzsche? No en mi opinión. En efecto, Nietzsche proclamó el superhombre en el sentido más positivo, como la potencialidad más alta de que está dotado el género humano: la conciencia en comunión, la libertad solidaria, la bondad feliz. Un superhombre niño. Y creo –¿ingenuamente?– que el ser humano puede dar para bien el paso evolutivo más grande que jamás haya dado, es decir, puede desarrollar las capacidades humanas físicas, mentales y espirituales mucho más allá de las del ser humano presente, gracias a las ciencias, la política, la educación y el ejercicio de la espiritualidad. No lo logrará solo con la ciencia, claro está, pero tampoco sin la ciencia. Me parece, pues, injusto decir, como dice Galo, que los científicos están aliado con los poderes financieros totalitarios para eliminar de la tierra la solidaridad y la compasión.

2. Harari, ¿profeta del superhombre inhumano? Más injusta aún me parecen las descalificaciones que lanza contra Yuval Noah Harari, el joven historiador y pensador israelí. El libro abre con estas palabras sobre él: “Un joven sionista que soporta y acepta de buen corazón todas las necesidades y cargas que impone su Estado” (p. 13). ¿Ignora acaso que Harari es uno de los críticos más destacados y comprometidos contra la ley estatal que discrimina a los ciudadanos árabes de Israel, y que por ello se ganó la enemistad de Netanyahu? Galo le acusa de “legitimar y justificar el nazismo” (55), de querer destruir la democracia y los derechos humanos (19), de “creer ciegamente en los milagros de la ciencia y la tecnología” (36), de prometer que “gracias a la ciencia el ser humano se convertirá en dios” (56), de afirmar que “los derechos humanos y la democracia son el fruto más venenoso de la religión monoteísta” (61), de “mediar entre la ciencia y los poderes fácticos” (33). “A Harari solo le importa la clase gobernante, pues a ella es a quien quiere vender su proyecto” (59), dice, y se pregunta “si el superhombre de Harari no es neonazi” (60). Califica sus análisis históricos como “necedades” (24), y lo llama “buen vendedor”, “titiritero farsante” (35) y “analfabeto científico” (55). En resumen: “es evidente que el superhombre de Harari trae el totalitarismo bajo el brazo” (63).

He leído con atención más de 1500 páginas de Harari, y lo que está claro es para mí que Galo Martínez no ha entendido al escritor israelí. Porque éste no defiende al superhombre tecnológico todopoderoso Homo deus. En absoluto. Se limita a describir el monstruo (robot o ciborg) inmortal y totalitario que pueden crear las élites económico-militares, valiéndose de la infotecnología y la biotecnología; y nos advierte sobre el mayor desafío del siglo XXI, sobre el grave peligro de que se produzca el desastre más apocalíptico que jamás se ha producido en los 3 millones de años que lleva el género humano: que el monstruo que estamos alimentando convierta a la mayoría de los seres humanos en una masa inútil… Harari nos llama a abrir los ojos ante todos los proyectos totalitarios y a actuar con responsabilidad. La lectura de Galo Martínez me deja estupefacto.

3. ¿La ciencia y los médicos siervos del superhombre? La pandemia del COVID-19, con toda la red que el sistema capitalista financiero ha construido en torno a ella, nos ha enseñado inexplicablemente, dice Galo Martínez, “la verdadera cara del superhombre de Harari”(65), su naturaleza y su conducta totalitaria. La pandemia ha permitido poner por obra “el totalitarismo sanitario” (80), valiéndose del arma del miedo. “El poder y la ciencia se han unido y vuelto idénticos” (70) para sembrar el terror en todas direcciones, para controlarlo todo, para el lucro de los vencedores. “Han convertido nuestros hogares y cuerpos en nuestras cárceles” (85). Y “la respuesta a todos nuestros miedos tiene un nombre: vacuna” (82). ¿De quién dependen y al servicio de quién están los fármacos que nos recetan los médicos, “la entera ciencia objetiva de la salud?” (77). “Depende, por supuesto, del gigante de la industria farmacéutica” (67-68); en definitiva, “depende de los beneficios del capitalismo financiero (68). ¿Y por qué no diríamos lo mismo de todos los carteros, bomberos, profesores, periodistas y… escritores? Las verdades generales se convierten a menudo en mentiras concretas.

Me resultan especialmente duras las barbaridades que vierte sobre quienes han sido los héroes de la pandemia, los sanitarios. “La estrategia antiterrorista y la antiviral –dice– son complementarias” (80), al igual que “la policía y el ejército sanitario” (80), “el rebaño sanitario” y “el rebaño antiterrorista” (78), “La policía antiterrorista y la policía epidemiológica”; son “dos tipos de policía” (84) “que forman parte de una red represiva”. Y sentencia: “La mayoría de los médicos se muestran casi unánimemente a favor de esta estrategia totalitaria” (81). La memoria me lleva a los miles y miles de médicos/as, enfermeras/os y a todo el personal sanitario que han arriesgado o dado su suya para salvar la nuestra. Que nos perdonen todos ellos.

4. ¿Revolución cultural sin política?Comparto la “política negativa” que propone Galo Martínez, a saber, el rechazo de la política del superhombre, basada en el poder y la ganancia, la violencia y la competencia, y el rechazo del Estado autoritario que vertebra dicha política. Concuerdo en que debemos llevar a cabo una revolución cultural, redescubriendo las fuentes vitales originarias del lenguaje, recuperando el alma y el uso de la lengua, respirando el espíritu de los mitos, los ritos, las fiestas, la música y la tierra. Concuerdo también, si lo entiendo bien, en que “la independencia lingüístico-cultural es lo que necesitamos” y “no la independencia político-económica burguesa” (100-113), porque la tierra no pertenece a nadie y la economía, para ser humana, ha de ser solidaria.

De acuerdo. Pero ¿acaso no se trata en todo ello de criterios políticos? Me parece más que discutible la oposición entre revolución cultural y revolución política, y la afirmación de que “la revolución se sitúa fuera del ámbito político” (220) o de que “la verdadera comunidad no puede constituirse mediante la política” (220). ¿Podrá constituirse acaso sin política? “No hay democracia revolucionaria, ni Estado democrático» (95), dice rotundamente –y con razón–, pero la renuncia a la política por el hecho de que la plena democracia no existe es lo que le conviene a la dictadura del superhombre inhumano. ¿Cómo quieres, Galo, llevar a cabo la “política negativa” que propugnas sin practicar algún tipo de política positiva? ¿Cómo quieres construir y asegurar una sociedad comunitaria, comunidades de resistencia revolucionarias y hospitalarias, pegadas a la tierra y no propietarias de la tierra sin hacer política, y sin tratar de imaginar y organizar alguna forma– distinta, nueva– de Estado? ¿Cómo hacer posible una conciencia humana más amplia, la sensibilidad, la cercanía, la compasión, la infancia adulta…, sin promover instituciones más humanas (políticas, quiérase o no), sin organizar la investigación científica, la educación, los servicios sanitarios o el transporte? Es imprescindible decir NO; también lo es decir SI.

5. ¿Dónde quedan los varones en el camino femenino? Para avanzar, Galo Martínez propone “el camino femenino”. También aquí concuerdo con aquello que creo entender: que necesitamos la igualdad de género, la comunidad de seres humanos vulnerables y mortales, de carne y hueso, la revolución de la compasión. Pero algunas afirmaciones me confunden. Por ejemplo, que “la vida es de por sí femenina” (222), que “se debe reconocer la prioridad de lo femenino” (223), que “solo el movimiento feminista ocupa el lugar originario de la revolución” (245), etc. No entiendo exactamente por qué reivindica “la religión de la mujer” y por qué sitúa la atención, la fiesta, la música, la danza, la compasión, la sonrisa infantil o la lógica de la vida (243), así como “la fiesta de los vascos” (247) en el camino femenino. ¿Solo en el femenino, no también en el masculino? ¿O más en el camino femenino que en el masculino? No puedo pensar que la vía revolucionaria que propone Galo Martínez consista en sustituir la sumisión al varón por la sumisión a la mujer. O es confuso mi entendimiento o es confuso su lenguaje.

¿El camino habrá de ser o masculino o femenino?  No, sino más bien femenino y masculino, todas las orientaciones sexuales e identidades de género, compañeras de camino, sin subordinación ni fronteras, pues el camino de cada una/o es también el camino de todos los demás. Porque nadie ni nada es sin el otro, sin todos los demás. En todos los átomos del mundo se complementan el polo positivo del protón y el negativo del electrón, y ambos originan la danza creadora del universo.

Aizarna, 12 de septiembre de 2022

 

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“Armonía”, por José Arregi

Viernes, 6 de mayo de 2022
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equilibrioDe su blog Umbrales de luz:

Armonía viene del griego harmodso que significa juntar. Se da armonía donde hay equilibrio, proporción, conjunción de elementos diversos. Como sucede en un edificio proporcionado, bien conjuntado consigo y con el entorno. O en un armónico musical hecho de sonidos distintos pero acordados.

El amanecer saludado por un concierto de mirlos, tordos, petirrojos, reyezuelos…, el atardecer envuelto en orlas de naranja, púrpura, violeta y azul oscuro…, la semilla que brota silenciosa al ritmo de la vida… La naturaleza respira y emana armonía.

El universo –o multiverso, si existe– es un prodigioso equilibrio de energías, ondas y órbitas, con sus innumerables galaxias y constelaciones, soles y planetas. ¡Y cuántos planetas probablemente vivientes como esta Tierra azul y verde! El cosmos entero –– es una asombrosa sinfonía en eterno y permanente evolución creativa.

También nosotros, los humanos, como todos los seres, somos hijos de la armonía creadora del universo, hijos de la Tierra, de la evolución de la vida en su seno. Fuimos dotados de capacidades racionales y afectivas, tecnológicas y simbólicas muy superiores a todas las demás criaturas nacidas hasta hoy en el planeta. Sin embargo, es como si la Tierra, por algún error fatal de la evolución, nos hubiera privado del bien supremo: la armonía con nosotros mismos y los demás.

En efecto, padecemos como un profundo desarreglo congénito que no observamos en ninguno de los vivientes conocidos. Ningún animal, que sepamos, es torturado como nosotros por la envidia y la rencilla, los traumas del pasado y la inquietud del futuro, el miedo a perder lo que amamos y el impulso de destruir lo que odiamos, la ambición de ganar y la angustia de perder… Ninguna especie es tan competitiva, depredadora y destructora. ¿Qué nos pasa?

¿Será que, como cuenta el mito bíblico, creados en un paraíso de pura armonía, fuimos expulsados por una divinidad celosa y cruel por un pecado de desobediencia de nuestros primeros padres? No es eso. La Biblia no describe lo que sucedió en el pasado, sino el desgarro que padecemos, el paraíso que buscamos y los destrozos que causamos.

Y no lo hacemos por maldad, sino por ignorancia e impotencia. Hacemos el mal que no queremos y no hacemos el bien que queremos, como tan certeramente dijo Pablo (Rm 7,14-23). Y no obramos así por mala voluntad, sino por no saber lo que de verdad queremos o por no poder realizar lo que queremos. Por estar dotados de un cerebro extraordinariamente complejo y poderoso, pero incapaz de gestionar adecuadamente su complejidad y capacidades. Por ser seres inacabados.

No somos culpables, pero ello no nos exime de nuestra responsabilidad personal y colectiva: avanzar hacia la armonía. Si las ciencias fueran remediando los desajustes neuronales y genéticos de nuestra especie; si el sistema educativo se centrara en la sabiduría vital más que en la mera adquisición de conocimientos; si la política planetaria se liberara de la dictadura especulativa y financiera de unos pocos, y se rigiera por el máximo Bien Común posible; si practicáramos la sabiduría vital enseñada por los diversos caminos de espiritualidad antiguos o recientes, más allá de dogmas y de marcos rígidos, entrando en nuestro interior, sumergiéndonos en la naturaleza, respirando en quietud, practicando la atención silenciosa, haciéndonos prójimos del herido…, podríamos avanzar hacia la realización de nuestro verdadero ser fraterno y feliz. Podemos avanzar.

Hoy afrontamos el mayor desafío histórico del Homo Sapiens: o, en el cénit de su poder, sellamos el fracaso de la especie o llevamos a cabo una profunda revolución espiritual y política y damos un paso irreversible hacia esa bella y fugaz armonía que irresistiblemente nos atrae.

(Publicado en Respira tu ser. Meditaciones, Ediciones feadulta.com, Illescas, Toledo 2021, pp. 53-54)

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