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Dios en tiempos líquidos (V).

Jueves, 28 de noviembre de 2019
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es215_0LA ESPIRITUALIDAD QUE NOS HACE «EXCÉNTRICOS», JUSTOS Y COMPASIVOS

«Nuestra espiritualidad es a menudo poco más que un recurso terapéutico… La relación con Dios es una forma de hacernos sentir mejor, pero no esperamos ser desafiados» (R. Wuthnow, God and Mammon in America).

«Dios es Amor» (1Jn 4,20).

¿Qué es la espiritualidad?

Todo ser humano –dice Jon Sobrino– tiene una «vida espiritual», pues, lo quiera o no, lo sepa o no, está abocado a confrontarse con la realidad y está dotado de la capacidad de reaccionar ante ella con ultimidad. «Vida espiritual» puede ser, por tanto, una tautología: pues todo ser humano vive su vida con espíritu. Otra cosa es, por supuesto, cuál sea ese espíritu con el que vive. Pero indudablemente vive con espíritu. Precisando más: espiritualidad es más bien el espíritu con que se afronta lo real y la historia en que vivimos, con toda su complejidad. Se podrá discutir entonces qué espíritu es adecuado y cuál no. Pero cualquiera de ellos está remitido a lo real para confrontarse con ello y para decidir qué hacer de ello.

Los horizontes últimos marcan, pues, los signos de identidad de las distintas espiritualidades. Importa mucho clarificar esto para no perdernos en discusiones estériles sobre el valor de unas prácticas que, aunque se presentan como espirituales, no son sino ejercicios «intrascendentes» en el sentido literal y no peyorativo del término. Aunque una mirada externa observe prácticas análogas, no toda praxis meditativa es una praxis espiritual; para que pueda considerarse como tal, ha de proyectarse hacia un horizonte trascendente no autorreferencial, requisito que de entrada invalida las prácticas terapéutico-higiénicas, cuyo fin último es la búsqueda del bienestar personal. Y, además, ha de estar referida a la realidad, lo que la aleja de las propuestas analgésico-evasivas que huyen del mundo.

La tentación de una espiritualidad ajena a la historia

Las «nuevas» corrientes de espiritualidad –si bien son menos nuevas de lo que se cree– parecen recoger mucho de las religiones de Oriente: la riqueza del hombre del hinduismo, la mentira del hombre del budismo y el camino entre ambas típico del taoísmo. De ningún modo queremos rechazar nada de esas riquezas espirituales, pues las necesitamos. Pero como cristianos creemos que han hallado su plenitud en la revelación de Dios como Amor, acaecida en Jesús de Nazaret.

  1. B. Metz consideró como una tentación para el catolicismo esta propuesta religiosa, que busca un Dios ajeno a la historia, a la carne y a los pobres. También el papa Francisco se ha referido reiteradas veces a la proliferación de un cierto neognosticismo que, como afirma la Congregación para la Doctrina de la Fe, presenta una salvación meramente interior, encerrada en el subjetivismo, que consiste en elevarse con el intelecto hasta los misterios de la divinidad desconocida. «Se pretende, de esta forma, liberar a la persona del cuerpo y del cosmos material, en los cuales ya no se descubren las huellas de la mano providente de Creador, sino solo una realidad sin sentido, ajena de la identidad última de la persona, y manipulable de acuerdo con los intereses del hombre».

Antes hemos hablado de la interioridad y la trascendencia como constitutivas de toda persona. Cuando el ser humano todavía no conoce el progreso, lo normal es que todas esas espiritualidades descuiden la historia y atiendan sobre todo a la interioridad. La aportación judeocristiana, al hablar de un Dios que se revela «en la historia», pone de relieve que toda esa riqueza de nuestro interior existe para ser derramada amorosamente hacia fuera, en esa progresiva liberación de toda esclavitud que Jesús calificaba como «reinado de Dios». Si la construcción de la historia no brota de esa riqueza interior derramada amorosamente, está destinada al fracaso como enseña la experiencia. Pero, también, si el cultivo de nuestra intimidad y de nuestra profundidad no lleva a esa salida amorosa, entonces, parodiando una frase de Marx podemos decir sobre esas espiritualidades: «el hombre hace esa espiritualidad; esa espiritualidad no hace al hombre».

Jesús no busca reducir el estrés

Jesús fue un hombre espiritual, su vida se orientó y se configuró desde el horizonte del Reino de Dios. El convencimiento íntimo y último de la intervención soberana de Dios sobre la historia marcó sus modos de actuar, de hablar, de relacionarse y de orar.

Los evangelios muestran a Jesús en actitudes y prácticas que asociamos espontáneamente con el universo de lo espiritual: se retira a lugares solitarios para reflexionar y orar, reza a Dios con el que se relaciona como Abba, participa de los ritos judíos, reconoce y agradece la presencia de Dios en el trasfondo de la realidad… Pero, reconstruyendo su biografía espiritual, caeríamos en una caricatura obscenamente reductora si asimiláramos sus prácticas espirituales con la búsqueda de la atención plena que propone el mindfulness* (por poner un ejemplo actual).

Con sus prácticas espirituales, Jesús no busca reducir el estrés, conservar su materia gris, ni conectarse con su yo interior. La pasión vital que configuró su existencia fue el anunció del advenimiento y la instauración plena del Reino de Dios. Cuando sus discípulos piden que les enseñe a orar, no reciben una enseñanza de yoga sobre posturas corporales, técnicas de respiración, ni modos de vaciar la mente, sino las recomendaciones de una mistagogía* que busca situarlos en la misma senda de su espíritu: el horizonte del Reino («venga a nosotros Tu Reino»), la voluntad de Dios sobre sus vidas y sobre la historia («hágase Tu voluntad»), la atención a las necesidades físicas cotidianas («nuestro pan de cada día»), la necesidad del perdón como actitud vital y relacional («perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos deben algo»), y la conciencia lúcida de las dinámicas de muerte que anidan en el corazón de todo ser humano («no nos dejes caer en la tentación»).

Un horizonte habitado por un Dios solidario con las víctimas

La espiritualidad de Jesús nunca es una práctica elusiva, pues siempre parte de la realidad vital e histórica de la persona concreta. El hambre, la enfermedad, la muerte, el desconsuelo, la culpa, la opresión, la injusticia, así como la alegría, la fiesta o la acción de gracias, no son accidentes que el orante deja en la puerta junto a sus zapatos para sumergirse en una experiencia transpersonal de fusión con un misterio innombrable. En el horizonte trascendente de la espiritualidad cristiana, habita un Padre que se abraza enloquecido de alegría a un hijo pródigo mil veces esperado, un Pastor que busca a la oveja perdida, un Rey que promete un mundo bienaventurado a los que ahora lloran, pasan hambre y luchan por la justicia, un Juez que visita presos, viste desnudos y da de comer a los hambrientos.

Hay muchas espiritualidades, muchas maneras de relacionarse con la ultimidad de lo real. Hay horizontes trascendentes que persiguen la Belleza, la Bondad, la Justicia, la Paz… Los cristianos confluimos con todos ellos desde un horizonte habitado por un Dios conmovido por el sufrimiento de las víctimas. Todos podemos –y debemos– participar en encuentros ecuménicos* que celebran la belleza del mundo, reclaman el cuidado y la preservación del regalo de la Creación, fomentan relaciones de no dominación, reconocen identidades históricamente negadas, invitan a llevar una vida austera, valoran la importancia de alimentar nuestro mundo interior, etc. Todos estos horizontes espirituales contribuyen a construir un mundo mejor en el que los creyentes reconocemos sin dudar signos del Reino de Dios.

Pero, inevitable y proféticamente, en esa inmersión en un océano espiritual compartido, el cristiano alzará la voz para recordar que –como expresó Josep Cobo– el fondo de ese océano aparentemente en calma está hoy lleno de cadáveres de migrantes que reclaman redención y justicia. La espiritualidad cristiana –esto es, la espiritualidad que se deja mover por el Espíritu de Jesús– es tremendamente lúcida y, lejos de alejarse de la realidad, se sumerge en ella para llamar a las cosas por su verdadero nombre.

Ética y mística se requieren mutuamente

Todas las propuestas espirituales (proféticas, místicas y sapienciales) dignas de tal nombre reconocen la importancia de la misericordia. Las personas espirituales de cualquier tradición desarrollan una sensibilidad especial ante el sufrimiento de los demás. Si la espiritualidad auténtica nos confronta con la realidad, también nos sitúa inevitablemente cara a cara ante la presencia insoslayable del mal individual y social. La compasión forma parte de los mínimos éticos que comparten todas las espiritualidades creyentes o no.

Si toda espiritualidad nos hace más compasivos, en la singularidad de la visión cristiana la atención al sufrimiento de los demás forma parte esencial del núcleo de la propia experiencia espiritual. Hay espiritualidades que toman conciencia de las situaciones de injusticia y, en un momento ético posterior, resuelven comprometerse en erradicarlas o consolarlas. La espiritualidad cristiana se confronta con el sufrimiento en el horizonte mismo de su ultimidad. El cristiano no encuentra desconsuelo solo en el mundo ni paz solo en la oración. Su oración, su relación con un Dios trascendente, es simultáneamente un encuentro con el sufrimiento del mundo. Esto es lo que significa el texto del juicio final de Mateo 25: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, o sediento y te dimos de beber? ¿Y cuándo te vimos extranjero y te acogimos o desnudo y te vestimos? ¿Y cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?» A lo que el Rey responderá: «Os digo de verdad: Todo lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, me lo hicisteis a Mí» (Mt 25,37-40). En la espiritualidad cristiana, ética y mística se funden. La espiritualidad cristiana lleva hasta sus últimas consecuencias aquello que el profeta Jeremías expresó con rotundidad: que el conocimiento de Dios –fin de toda espiritualidad creyente– viene mediado por la práctica de la justicia (Jer 22,16).

La espiritualidad cristiana: lejos de ser un opiáceo

En ningún caso la salvación cristiana puede entenderse como un asunto privado que solo compete al individuo religioso. Con semejante bagaje, se hace sumamente problemático –si no imposible– el encuentro del ser humano con el Amor que desciende y planta su tienda entre los pobres del mundo para salvar a la humanidad y recapitular el cosmos.

En la espiritualidad cristiana, el encuentro con Dios es un encuentro con «el mundo de Dios», con su proyecto salvífico para la humanidad sufriente. En la mirada interior propia de la espiritualidad, los cristianos no solo nos encontramos con el «rostro del Otro», sino también, e inseparablemente, con los rostros sufrientes de los otros y las otras; vidas que nos interpelan y nos responsabilizan. No hay experiencia espiritual verdadera que haga abstracción del sufrimiento, o dicho en cristiano: no hay experiencia espiritual cristiana que no integre la cruz como momento constitutivo de la misma. Pero la cruz no es, por así decir, «lo central» del cristianismo –eso sería la resurrección–, sino más bien un correctivo constante a todas nuestras falsificaciones de lo Trascendente.

Repetimos una vez más nuestra acogida plena a todas las propuestas «espirituales» que persiguen la pacificación interior como objetivo de la praxis meditativa, junto con el silencio introspectivo, el vaciamiento y la búsqueda de la paz. Son una prueba palmaria de que la civilización (y la pseudorreligiosidad) del dios Dinero (con sus secuaces, el consumo y la ostentación) no puede hacernos felices por más que se nos obligue a declarar que lo somos. Detenerse y acallar nuestro mundo interior tiene beneficios terapéuticos nada desdeñables.

Pese a todo, las biografías de maestros y maestras espirituales de todas las tradiciones religiosas hacen referencia a un mundo interior agitado por «espíritus en lucha». En sus Ejercicios, Ignacio de Loyola desconfía de la calidad de la práctica espiritual de aquellos ejercitantes que permanecen impasibles. Y es que, adentrarse en el mundo espiritual es confrontarse con los «demonios» personales e históricos que se confabulan para impedir la construcción de horizontes de fraternidad.

Confrontarse con lo más profundo de la realidad es reconocer la dinámica «duélica» que batalla en su interior: la lucha entre reino y antirreino. Esa fue la experiencia espiritual de Jesús que los evangelistas sintetizan en el relato de las tentaciones del desierto, que parece recoger otros momentos de la vida de Jesús (usar a Dios en beneficio propio o en beneficio de su propia misión, ser proclamado rey o disponer de legiones de ángeles en defensa propia…).

Hoy, en un mundo en cambio que para muchos se muestra amenazante y opaco, florecen pseudoespiritualidades no conflictivas que ofertan paz y unificación personal. Una mirada crítica interrogará sobre el horizonte último de esa tranquilidad: ¿se trata de la ayuda saciante del maná que se ofrece al que marcha por el desierto, o de la tranquilidad irresponsable de una ignorancia infantil? En la praxis espiritual cristiana, hay que decidir con qué espíritus construir el Reino: con los del poder o con los del servicio.

Hay muchas espiritualidades y algunas confluyen en el horizonte del Reino. Estas nos hacen más excéntricos, compasivos, lucidos y justos. Si además reducen nuestro estrés y conservan nuestra materia gris, mucho mejor. Pero, si se trata solo de esto último, basta con pedalear sobre una bicicleta estática o consumir ciertos opiáceos. Por eso, recogiendo un texto ya viejo, «esta contraposición entre el disfrute de Dios y la voluntad de Dios es uno de los datos más fundamentales para cualquier reflexión sobre el sentido, el valor y los límites de la experiencia mística».

APÉNDICE: IGLESIA DE JESÚS, IGLESIA DE LOS POBRES

En la situación descrita y al menos en el Occidente que se considera patria del cristianismo, las iglesias cristianas atraviesan hoy una comprensible tentación: presentarse como un remanso de esa paz y tranquilidad tan anheladas por buena parte del mundo Occidental, con la pretensión de recuperar así algo de su antigua posición de «cristiandad» inconscientemente añorada por muchos (aunque solo sea porque las instituciones eclesiásticas todavía responden bastante a aquella situación histórica). Este nos parece un camino falso porque el mundo adulto ya ha comprendido que puede buscar –al menos– algo de esa paz y esa tranquilidad sin necesidad de la Iglesia.

La otra opción es renunciar definitivamente al sueño de la cristiandad y procurar ser lo que el evangelio califica como «levadura» que, en su pequeñez, es capaz de hacer fermentar toda una masa o, como semilla mínima, producir un árbol gigantesco, o como grano de trigo, que muere para dar fruto. Esta segunda será la Iglesia que Bossuet calificaba como «mundo al revés», pues en ella los pobres tienen una «eminente dignidad», los excluidos de la sociedad son señores y, aunque los ricos y poderosos también están llamados a ella, solo pueden entrar en ella por la puerta de los pobres. Por utópica e inaccesible que suene esa meta, marca la dirección en la que debe orientarse una Iglesia que define a su Dios como el que «derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, llena de bienes a los pobres y despide vacíos a los ricos». Ese segundo es el camino que Dios abre a la Iglesia hoy. Jesús de Nazaret, cuyo don más repetido es «la paz», anunció que ese camino no traería de entrada paz, sino guerra y división; pero anunció también que, a la larga, cuando se busca solo el reinado de Dios y la justicia de Dios, todos los demás bienes espirituales (la paz, la plenitud interior, el sentido y una extraña dicha…) vienen dados por añadidura.

GLOSARIO

  • Consciencia transpersonal / Transegoi- ca: Es la conciencia de que el sujeto es mucho más que un individuo aislado que tiene que relacionarse con otros sino que su yo se extiende más allá de él mismo. El término transpersonal proviene de una rama de la psicología desarrollada a lo largo del siglo xx que integra el funcionamiento del ego y la dimensión espiritual del ser humano. Invita a los seres humanos a trascenderse a sí mismos para identificarse con una Conciencia mayor, colectiva, omni-abarcante.
  • Advaita / no-dualidad: Se trata de un concepto propio de la tradición hindú que subraya que el atman (o alma) y Brahman (la Divinidad) no son dos entidades distintas. Dios y el mundo no son dos, así como dos criaturas de este mundo tampoco son propiamente dos. La salvación del ciclo de las reencarnaciones supone tener una visión unitiva de todo. • Unión hipostática: Se trata de la expresión que intenta explicar cómo, en Cristo, la naturaleza divina se unió a la naturaleza humana por medio de la encarnación. Es un concepto que nos dice que Dios y el ser humano en Cristo no son dos ni puramente uno. Se rechaza el dualismo y la fusión. De igual manera, el creyente cristiano no aspira a fusionarse con lo divino ni a mantener la separación con él, sino a conseguir la plena comunión.
  • Pelagianismo: Es la doctrina de un monje de los siglos iv-v que acabó siendo condenada por la Iglesia, y que defendía la capacidad del ser humano de llevar una vida santa si así lo deseaba y decidía. En última instancia, la salvación dependía de la propia voluntad y no de la gracia o don de Dios. Podemos hoy en día llamar pelagianos a los que defienden la literalidad de la exclamación «¡querer es poder!» y viceversa, lo que he conseguido es fruto de mi esfuerzo. Se suele defender desde una meritocracia capitalista («lo que gano es fruto de mi esfuerzo») o desde una meritocracia religiosa («mi salvación o nivel espiritual es fruto de mi esfuerzo o camino espiritual»).
  • Gnosis / gnosticismo: Significa literalmente «conocimiento». Fue una doctrina importante en los primeros siglos del cristianismo. Defendía que se accedía a la salvación por medio del conocimiento tanto del propio yo como de Dios y del mundo. Formaban comunidades elitistas, los maestros de las cuales desvelaban solo a sus miembros y de manera procesual los secretos ocultos que solo ellos conocían. Frente a la ortodoxia que ponía el acento en la fe y en la vida moral de las personas, el gnosticismo lo ponía en el conocimiento, como si conocer a Dios y el bien supusiese automáticamente practicarlo. En el gnosticismo era imposible o contradictoria la afirmación paulina: «hago el mal que no quiero (hacer)» y «no hago el bien (que conozco) y que quiero (hacer)».
  • Mindfulness: Literalmente se trata de una serie de técnicas de meditación para adquirir la «conciencia plena». Busca la reducción del estrés y la valoración de cada momento presente, mediante la atención a todo lo que se percibe.
  • Mistagogia: Literalmente significa «la conducción hacia la mística», es decir, trata de la capacidad de un discurso o de unas prácticas de conducir al individuo a la unión con Dios o el Absoluto.
  • Ecuménico / ecumenismo: Es el trabajo del cristianismo para conseguir la unión de todos los cristianos e iglesias. Se trata de llegar a estar todos en una misma casa (oikos) común.

 

 

CUESTIONES PARA LA REFLEXIÓN

  1. ¿Por qué crees que han aparecido nuevas espiritualidades?
  2. Un lenguaje sobre Dios en el que no aparezca ni una sola vez el sufrimiento, ni la opresión del hombre por el hombre, ni la afirmación cristiana de que Dios se ha revelado no para respuesta a los intelectuales, sino como buena noticia a los oprimidos…, no pasará de ser una religiosidad burguesa (y quizás farisea).

¿Qué opinas de esta afirmación?

  1. ¿Qué tipo de Dios y qué tipo salvación buscan los hombres y mujeres espirituales de nuestro siglo xxi? ¿Qué valores positivos tienen?, ¿qué respuestas se están ofreciendo desde ámbitos religiosos y seculares?, ¿todas las ofertas son compatibles con la construcción de un mundo más fraterno, justo e igualitario?
  2. Si la espiritualidad cristiana es el encuentro con el Otro.

¿Has experimentado la presencia del Otro en tantos otros y otras a los que te has acercado?

  1. La Iglesia de Jesús, la Iglesia de los pobres.

Es la Iglesia que Bossuet calificaba como “mundo al revés”, pues en ella los pobres tienen una “eminente dignidad”, los excluidos de la sociedad son señores y, aunque los ricos y poderosos también están llamados a ella, solo pueden entrar en ella por la puerta de los pobres. ¿Has experimentado o conocido alguna vez esta Iglesia que es “mundo al revés”?

  1. ¿Qué te ha aportado la lectura de este Cuaderno?

¿A quién le aconsejarías que se lo leyese?

Los Cuadernos Cristianisme i Justícia (CJ) presentan reflexiones de los seminarios del equipo del centro y trabajos de sus miembros y colaboradores. Pueden descargarlos en: www.cristianismeijusticia.net/es/quaderns

Últimos títulos: 207. J. MoRERA, Desarmar los infiernos; 208. J. I. GONZÁLEZ FAUS, El Silencio y el Grito; 209. VARIOS AUTORES, ¡Despertemos!; 210. J. LAGUNA, Acogerse a sagrado; 211. C.M.L. BINGEMER, Transformar la Iglesia y la sociedad en femenino; 212. J. TATAY, Creer en la sostenibilidad; 213. CRISTIANISME I JUSTÍCIA, Abrazos de vida; 214. J. CARRERA, Vivir con menos para vivir mejor; 215. SEMINARIO TEOLÓGICO DE CJ, Dios en tiempos líquidos

La Colección Virtual está formada por cuadernos que, por su extensión, formato o estilo, no hemos editado en papel pero que tienen el mismo rigor, sentido y misión que los Cuadernos Cristianisme i Justícia (CJ). Pueden descargarlos en: www.cristianismeijusticia.net/es/virtual Últimos títulos: 14. J. I. GONZÁLEZ FAUS, Economistas profetas; 15. J. F. MÀRIA, R. XIFRÉ, Cataluña y España: entre el reconocimiento y la negociación; 16. VARIOS AUTORES, Soñamos la ciudad, la construimos juntos

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Cristianisme i Justícia (Fundació Lluís Espinal) es un centro de estudios creado en Barcelona el año 1981. Agrupa un equipo de voluntariado intelectual que tiene por objetivo promover la reflexión social y teológica para contribuir a la transformación de las estructuras sociales y eclesiales. Forma parte de la red de centros Fe-Cultura-Justicia de España y de los Centros Sociales Europeos de la Compañía de Jesús.

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Cristianisme i Justicia s.j.

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Cristianisme i Justicia: Dios en tiempos líquidos (IV).

Miércoles, 20 de noviembre de 2019
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es215_0LA SALVACIÓN CRISTIANA, ¿SALVARSE O SER SALVADO?

«Vosotros no lo visteis pero le amáis; creyendo en Él sin verlo, sentís un gozo indecible porque os da el resultado de vuestra fe: la salvación» (1Pe 1,8). «A Mí me lo hicisteis» (Mt 25).

La ilusión de autonomía absoluta del individuo.

Hablar del Evangelio de la Salvación (Hch 4,12; 1Tim 2,5) de modo creíble y convincente se ha vuelto hoy extraordinariamente difícil. Al no poder desarrollar aquí toda esta problemática, nos limitaremos a esbozar con trazos de brocha gorda algunos rasgos de esas dificultades.

Algunas causas de esta dificultad son endógenas: en los dos mil años de historia de la Iglesia se han producido desviaciones y deformaciones del Evangelio de la Salvación. Algunas nacen de la oscuridad que el vocabulario catequético, litúrgico y teológico tradicional supone para nuestros contemporáneos. Conceptos como «divinización», «redención», «justificación», «sacrificio», «expiación», «satisfacción» son categorías opacas para la inmensa mayoría de quienes las escuchan y utilizan, pues no les remiten a ninguna experiencia humana real. Sin embargo, cuando nacieron sí remitían a experiencias humanas bien reales (liberación de la esclavitud, de las deudas…).

Algunas de estas categorías teológicas han sido incluso rechazadas como pervertidas o portadoras de ideas peligrosas sobre Dios. La teoría satisfaccionista ha concitado muchas de esas críticas. J. Ratzinger rechazó esta teología por su implícita noción de un Dios «cuya justicia inexorable habría reclamado un sacrificio humano, el sacrificio de su propio Hijo». «Esta imagen –añade– es tan extendida como falsa… Con ella se distorsiona la justicia divina, cuya sombría cólera elimina toda la credibilidad al mensaje de amor».

 El individuo, radicalmente autónomo, pretende salvarse a sí mismo, sin reconocer que depende de Dios y de los demás.

Pero las causas más importantes de esta problemática son exógenas y tienen que ver con cambios culturales. La propuesta cristiana de Salvación en Jesucristo ha recibido tres impactos sucesivos que ahora veremos. Cada uno de estos no sustituía al anterior, sino que lo desplazaba, acumulando así dificultades para la fe en el Evangelio de la Salvación. Enunciémoslos:

a) En primer lugar, la experiencia del mundo generada por los procesos modernos de emancipación. La teología debía dar cuenta y razón de la relación existente entre salvación entendida cristianamente y emancipación interpretada según la época moderna. La tensión entre autonomía emancipadora y heteronomía salvadora aún no está totalmente resuelta. Por eso, «en nuestros días, prolifera una especie de neo-pelagianismo*, por el cual el individuo, radicalmente autónomo, pretende salvarse a sí mismo, sin reconocer que depende, en lo más profundo de su ser, de Dios y de los demás. La salvación es entonces confiada a las fuerzas del individuo, o las estructuras puramente humanas, incapaces de acoger la novedad del Espíritu de Dios».

b) Recién iniciado el intento de responder al desafío de la emancipación, impactó en el discurso cristiano otro reto, aún mayor, planteado por las víctimas de esa historia moderna de emancipación y su sufrimiento injusto. ¿Cómo hablar de Dios y su salvación después de Auschwitz? (J. B. Metz) ¿Cómo hablar de Dios y su salvación desde el sufrimiento injusto? (G. Gutiérrez) ¿O cómo hablar de Dios en el campo de concentración global en el que se ha convertido nuestro mundo? Este es el gran desafío que ineludiblemente debe afrontar hoy cualquier discurso sobre la salvación que quiera ser cristiano.

c) La posmodernidad, por su parte, trajo consigo la negación de todo discurso capaz de dotar de sentido a la historia: lo único posible era tratar de buscarle el sentido a la historia en esa pérdida de sentido. Esta nueva deriva colocó en una situación de precariedad cultural la oferta de un «gran relato» de salvación, como el cristiano, que pretende dotar de un sentido absoluto a la historia.

En conclusión, en los últimos sesenta años, a menudo hemos tenido la impresión de que, cuando empezábamos a perfilar las respuestas a las nuevas preguntas sobre la salvación cristiana, estas cambiaban y vuelta a empezar. Esta situación da plena actualidad a la pregunta que hace casi cincuenta años se formulaba E. Schillebeeckx: «¿Qué debemos hacer aquí y ahora, a la vista de los nuevos modelos de experiencia y pensamiento para conservar una fe viva –en la salvación ofrecida por Jesucristo– que también hoy, gracias a su verdad, sea significativa para el hombre, para la comunidad humana, para la sociedad?».

Otra media verdad: la mentira del ego

Se dice que no nos salva ningún credo, sino el reconocimiento de nuestra propia verdad, siendo esa gran verdad nuestra la mentira de nuestro ego. Creemos que hay aquí otra «media gran verdad»: el reconocimiento de esa inflación del yo es indispensable para nuestra salvación, pero no basta por sí solo, sino que más bien lleva a gritar como Pablo «¿quién me librará de esa mentira mortal?» (cf. Rom 7,24) Más aún: la experiencia creyente de haber sido salvados es la que más nos ayuda a reconocer la mentira de nuestro ego y todas las sutilezas con que esa mentira vuelve a posesionarse de nosotros.

En definitiva, esa mentira que nos constituye es la que impide toda comunión auténtica; y esa mentira sigue actuante si se elimina la comunión en nuestra idea de salvación. El «Dios todo en todos» final (1Cor 15) es lo que posibilita esa comunión que es el verdadero nombre de la salvación. La constitución del Vaticano II sobre la Iglesia define la salvación humana como comunión, con Dios y entre nosotros (LG 1). Ahora bien, en la comunión, la subjetividad no desaparece, sino que se trasforma. El sujeto sigue siendo sujeto, pero ha entregado esa subjetividad propia en el amor; una subjetividad que ahora recibe del amor del otro. Dios es uno y trino porque solo es sujeto en la entrega de su subjetividad.

Precisamente por eso, el anuncio de Dios por Jesús va inseparablemente unido a la noción de «reinado de Dios» que es una expresión de comunión. Jesús no predica perderse en la vaguedad de «lo que es». En realidad, desde la óptica cristiana, «lo que es» no es meramente el «Ser Subsistente», sino el «Amor Subsistente».

Como era de esperar, se percibe aquí que la concepción de la salvación va muy unida a la noción de Dios.

¿Negación u olvido del ego?

Esta corrección que hemos hecho permite no cerrar los ojos ante el inmenso dolor y la inmensa injusticia de este mundo, ni pasar de largo ante ellos como el sacerdote y el levita de la parábola. Y no solo no cerrar los ojos ante ellos, sino convertirlos en decisivos para la propia vida espiritual, pues ellos son los que más nos ayudarán a percibir y nos darán fuerza para combatir esa mentira de nuestro ego. Por el contrario, pretender que el ser humano es capaz de salir por sí mismo de su propia mentira es, otra vez, una forma sutil de afirmación del propio ego.

Y es que nuestro inconsciente es tan sutil que, sin ese amor y esa atención a los que G. Gutiérrez llamaba «el reverso de la historia», hasta la negación del propio ego puede convertirse en una forma sutil de narcisismo, como ya dijimos. Salvarse solo por reconocer la mentira del propio ego degenera en una forma de gnosis*.

El valor divino de lo humano

Estamos totalmente de acuerdo en que salvación es despertar a nuestra integridad verdadera y vivir lo que somos integrando todas las dimensiones de nuestro ser. El problema reside en cuál es esa integridad y cuáles son las dimensiones de nuestro ser.

Ahora bien, cuando la futura «vida eterna» desaparece del horizonte de nuestras vivencias y expectativas, se hace inevitable una revaluación de la caducidad presente. Esa revaluación solo podrá hacerse sin peligros, ya sea a costa de una devaluación de nuestra subjetividad (en una espiritualidad difusa y resignada), o a fuerza de anticipar la dimensión de lo eterno en la caducidad actual: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad ahora las dimensiones de la resurrección» (cfr. Col 1,3 y ss.).

Hasta la negación del propio ego puede convertirse en una forma sutil de narcisismo.

Esa «anticipación» es lo verdaderamente típico del paradigma cristiano, pero eso no significa que el cristianismo le haya sido siempre fiel ni que haya conseguido dicha anticipación en cada contexto histórico. Pablo, por ejemplo, en un momento en el que el cristianismo era tan minoritario y cuando era imposible que hubiera un repentino cambio estructural, no podía luchar contra la esclavitud, pero luchó contra la divinización de los emperadores, proclamando a Cristo como «único Señor». Además, mandó a Filemón considerar a su esclavo Onésimo como «hermano en la carne y en el Señor», sembrando así una nueva mentalidad que, a la larga, acabó con la esclavitud.

Cosa muy distinta es también que ese paradigma cristiano ha sido muchas veces mal formulado o mal entendido, pero, en esos casos, lo correcto es sustituir esa mala intelección por una intelección correcta (lo cual requiere estudio y paciencia), en vez de pretender rechazar el cristianismo cuando lo que en realidad se rechaza es una falsa imagen de él. Con todo, este es un problema que afecta no solo al cristianismo, sino a todo el lenguaje e inteligencia humanos.

Jesús, ¿salvador o maestro espiritual?

Los clásicos acrónimos cristianos designaban a Jesús, sobre todo, como Divino y Salvador. Así se constata en el IHS latino (Iesus hominum Salvator, ‘Jesús Salvador de los hombres’) y en el griego ichthys (‘pez’), cuyas letras son las iniciales griegas para «Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Salvador».

En algunas de las nuevas espiritualidades, Jesús deja de ser propiamente «salvador» y se convierte en un maestro espiritual más (el más sabio, si se quiere) entre tantos como han existido. El hombre se salva por sí mismo, cayendo en la cuenta de la mentira de su ego.

Pero la investigación histórica confirma hoy que Jesús (aunque contiene muchos elementos sapienciales) fue sobre todo un Profeta y «más que profeta» por ser el Profeta Definitivo: «el Profeta Escatológico» lo llamó E. Schillebeeckx. Precisamente la gran conflictividad que desató es lo que más le diferencia de los otros grandes maestros espirituales.

Eliminada esa conflictividad y la llamada a «participar en la vida divina» (2Pe 1,4), tampoco parece necesario que Jesús sea el «Hijo Único» de Dios, pues, como mero maestro espiritual, basta con que haya sido el primero que cayó en la cuenta de que todos somos hijos. No «hijos en el Hijo» (según la fórmula clásica de la teología), sino hijos como el otro hijo. Según eso, todos somos plenamente Dios y hombre como Jesús, por lo que nuestro pecado es no atrevernos a reconocer eso que Jesús nos habría dicho.

Con todo, ahí late cierta manipulación de Jesús porque lo que Él nos dijo en realidad no es que nosotros seamos exactamente lo que Él, sino que podemos llamar a Dios como Él le llamaba (Abbá), y que quien le ve a Él ve al Padre. De hecho, el lenguaje de Jesús en los evangelios distingue constantemente entre «Mi Padre» y «vuestro Padre». Ciertamente, puede discutirse cuál de estas dos visiones de Jesús es la más verdadera (a fin de cuentas, la fe solo tiene confirmación definitiva en el más allá), pero nos parece que no cabe duda de que solo una de esas dos maneras de ver es la cristiana.

Fuente Cristianisme i Justicia s.j.

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Cristianisme i Justicia: Dios en tiempos líquidos (III).

Miércoles, 13 de noviembre de 2019
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es215_0EL DIOS NO BURGUÉS: EL ÚNICO EN QUIEN PUEDO CREER

«Cuando se manifieste lo que somos, seremos semejantes a Dios pues le veremos tal cual es» (1Jn 3,2). «Una cosa te falta: pon todo lo que tienes al servicio de los pobres» (Mc 10,21).

La no dualidad: una media verdad

Todo lenguaje sobre Dios es enormemente imperfecto e inevitablemente proyectivo. El IV Concilio de Letrán enseñó que de Dios no podemos decir nada con tanta verdad que no contenga más mentira que verdad («más desemejanza que semejanza»). Buena llamada de atención para preservar esa pequeña dosis de verdad sin por ello absolutizarla. El dicho clásico «Dime qué idea de Dios tienes y te diré qué imagen tienes del hombre» vale también en dirección contraria: «Dime qué imagen tienes del hombre y te diré qué idea te haces de Dios». Y Santo Tomás, que no es moderno ni posmoderno, ya afirmaba que la última palabra que podemos decir sobre Dios es que lo dicho anteriormente no vale nada.

El paradigma transegoico del que hablábamos más arriba implica, según algunos, un cambio en la idea de Dios. Creemos más bien que desde el binomio Abbá-Reino que Jesús propone, se garantiza mejor ese paradigma transpersonal: porque implica un elemento relacional, de confianza, que, a la vez que constituye un riesgo, es la actitud que mejor nos realiza como personas.

No obstante, se nos dice que ese paradigma «transpersonal» evita el inconveniente del «dualismo», típico del paradigma moderno; y se propone la expresión advaita (no dualidad)*, tomada del hinduismo, como la más apta para hablar de Dios. Dios viene a ser entonces como ese «Todo sin nombre» en el que estamos inmersos y del que no podemos salir. Solo la aparición de la mente y, con ella, de la idea de Dios, hace brotar la concepción de un Dios «separado».

Ya en el siglo v, San Agustín dijo algo de eso: Dios es «más íntimamente yo que mi yo más íntimo» (intimior intimo meo). Pero sorprendentemente añade que Dios es también «más distante de mí que lo más distante» (summior summo meo). Así, San Agustín habla, a la vez, de no dualidad y de dualismo.

La mejor tradición teológica ha hablado también de un panenteísmo (todo-en-Dios: «en Él vivimos, nos movemos y existimos»), como opuesto al panteísmo (todo es Dios) y, en nuestra hora actual, distinto también de ese panteísmo difuso que parece brotar de la no dualidad, cuando se la afirma en exclusiva.

Y es que la expresión no dualidad puede tener, al menos, tres sentidos:

a) Metafísicamente, ya la afirmaba la escolástica más tradicional: Dios está en todas las cosas dando el ser, etc. A eso apuntaba la doctrina clásica del «concurso» o la oración aquella de Rerum Deus tenax vigor (‘Dios fuerza perenne de las cosas’). Pero una afirmación metafísica no puede convertirse en experiencia psicológica inmediata, como parecen proponer algunas espiritualidades pretendidamente nuevas.

b) En el sentido antes expuesto, el hinduismo llama no dualidad (advaita) a la experiencia de Dios presente en lo más hondo de mí mismo (atmanBrahman). El cristianismo conoce esa experiencia y la define como experiencia del Espíritu Santo. Una experiencia semejante se cuenta en el famoso diario de Etty Hillesum, que fue la que le hizo descubrir a Dios. Añadamos además que, ya en el hinduismo, hay varias escuelas intérpretes de esa no dualidad: unas más panteístas y otras más dualistas. La no dualidad es aclarada también como no unidad. Y eso obliga a recuperar un cierto dualismo.

c) Finalmente, la más profunda y verdadera realización de esa no dualidad sería lo que llamamos «unión hipostática»* en Cristo: la plena realización de la advaita. En este sentido, decía Rahner que «el hombre es una pretensión de unión hipostática», parafraseable en una pretensión de no-dualidad. Mirar esa pretensión como real y accesible en todos parece una clara anticipación escatológica de lo que el Nuevo Testamento llama «Dios todo en todas las cosas» (1Cor 15). Por ello, si tomamos esa pretensión como ya realizada, la advaita podría convertirse, paradójicamente, en el mejor mito y la más tácita y oculta afirmación del ego.

Para evitar ese peligro, sería mejor proyectar la no-dualidad a la relación entre los otros y yo, pero como una tarea para realizar y no como riqueza que ya se posee; esto es, la igualdad entre todos. No existe por tanto –ni debe existir–, alguien superior omnipotente, supuestamente divino como los antiguos emperadores en China, Egipto o Roma…, ni como los modernos dictadores (aunque eso se hiciera para salvaguardar la autoridad y para que así la sociedad pudiera funcionar). Somos solo una pretensión de advaita: afirmar más es otra forma de afirmar nuestro ego.

Para señalar a Dios, creemos que la palabra Misterio es preferible a Silencio.

Por eso, el error de este lenguaje es concebirlo como opuesto, y superador del dualismo: «El dualismo es un mito y la no dualidad no lo es». Pues no. Tan verdad (y tan mito) es uno como el otro. Solo son válidos ambos a la vez, por contradictorio que eso nos parezca. Pero ya en el siglo II, Ireneo de Lyon reivindicaba ese lenguaje bipolar sobre Dios: lo que no cabe decir de Él por su grandeza, podemos decirlo por su amor. Más tarde Nicolás de Cusa definió a Dios como «la armonía de contrarios». En este sentido, para señalar a Dios, creemos que la palabra Misterio es preferible a Silencio porque resulta menos ambigua: el Misterio siempre incluye plenitud; el silencio puede ser vacío y llevarnos a una espiritualidad vaga, que sería una espiritualidad sin fe.

El Dios transpersonal y relacional

Las nuevas espiritualidades sacan consecuencias importantes que no podemos negar, aunque pensamos que muchas veces se trata de «verdades olvidadas» más que de descubrimientos nuevos. Pero, también, a esa unilateralidad que hemos denunciado le siguen otras consecuencias negativas u olvidos importantes:

  • La comprensión de lo indecible de Dios lo convierte en crítico de la religión. De acuerdo, pero eso no es nuevo: Jesús y Pablo fueron grandes críticos de la religión, mucho antes que Nietzsche o Freud, porque la religión no es un elemento de nuestra relación con Dios (que acaba difuminando la auténtica fe), sino una necesidad del carácter comunitario de nuestra fe en Dios.En este sentido, cabe una recuperación de la religión después de su negación.
  • Se afirma también que Dios como enemigo del pecado humano pasa a ser Dios como enemigo del hombre. También aquí hay mucha verdad, aunque debamos añadir que Dios, como amigo del hombre, es enemigo radical del pecado que habita en nosotros y destroza nuestra humanidad, dividiéndola en verdugos y víctimas. Precisamente como enemigo de su pecado, es Dios el mayor amigo del hombre.
  • La trascendencia de Dios (separado «en el cielo») sugiere una relación dialogal con Él (dualista, se nos dice), desde nuestra debilidad. Y lleva a leer nuestro contacto con Él en clave relacional, de petición, etc., e incluso a sentirnos «superiores» cuando nos creemos en relación con Dios. Este peligro es real, pero solo será tal si esa relación con Dios como «interlocutor» se afirma negando el otro tipo de relación que algunos llaman «oceánica»en Él vivimos, nos movemos y somos», Hch 17,28). En cambio, si solo se afirma esto último y se niega el contacto relacional, desaparece toda posibilidad de auténtica «fe (es decir, confianza) en Dios».

Dicho en otras palabras, la insuficiencia del Dios «personal» no debe llevar a la afirmación de un Dios «apersonal», sino más bien «transpersonal». En este sentido, la doctrina de la Trinidad aporta algo decisivo por cuanto diversifica y «complica» nuestra relación con Dios: inaccesible como Padre, crucificado e irreconocible como Hijo, pero presente en nosotros como Espíritu que nos hace llamar a Dios Padre y reconocer a Jesús como Señor.

Creer es, entonces, algo más que un «caer en la cuenta»; es una forma de entrega confiada que acepta incluso la posibilidad de que ese «Silencio» se haya revelado de alguna manera y esa revelación permita reconocerle como Dios de los desheredados de la historia.

Contra la religión burguesa

Por todo ello, un lenguaje sobre Dios en el que no aparezca ni una sola vez el sufrimiento, ni la opresión del hombre por el hombre, ni la afirmación cristiana de que Dios se ha revelado no como respuesta a los intelectuales,

sino como buena noticia a los oprimidos…, no pasará de ser una religiosidad burguesa (y quizás farisea). Con toda razón los conocidos versos de Atahualpa Yupanki desenmascararon a ese dios: «Hay cosas en este mundo, más importantes que Dios: que un hombre no escupa sangre, pa’que otros vivan mejor».

Un lenguaje sobre Dios en el que no aparezca ni una sola vez el sufrimiento no pasará de ser una religiosidad burguesa.

Pero ¿y si resultara que precisamente en una afirmación como la de esos versos es como se ha revelado Dios en Jesucristo? Entonces, Dios sería primariamente una interpelación, un desafío, una voz que te llama («sal de lo tuyo…», cfr. Gn 12,1). Paradójicamente, cuando el hombre obedece a esa llamada difícil, es cuando Dios, «por añadidura», se va convirtiendo en consuelo y en terapia: «Buscad primero el Reino de Dios y la justicia de Dios, y lo demás se os dará por añadidura.”(Mt 6,33)

Fuente Cristianisme i Justicia s.j.

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Cristianisme i Justicia: Dios en tiempos líquidos (II).

Miércoles, 30 de octubre de 2019
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es215_01 LA POSMODERNIDAD EN BUSCA DE ¿NUEVAS? ESPIRITUALIDADES

La cristiandad, sin causar gran sensación ni darse cuenta ella misma, ha identificado la existencia cristiana con la existencia natural del burgués; subrepticiamente la praxis cristiana se ha transformado en praxis burguesa (J. B. Metz, Más allá de la religión burguesa, págs. 14 y 15).

La eterna tentación de la religión burguesa.

Existe un consenso bastante amplio en reconocer que nos encontramos en un cambio de época, en un tránsito de paradigma (de mentalidad, de marco con que nos abrimos a la realidad). Pero ¿qué define ese cambio?, ¿es tan novedoso como se proclama?, ¿cómo incide en la comprensión de aquellas realidades que consideramos sagradas?

Es innegable que se dan cambios históricos de mentalidades o maneras de ver. Hoy se habla, por ejemplo, de posmodernidad, con relación a la era moderna de hace algunos años. Se habla también, con llamativa acogida, de la era de la posverdad. Semejantes cambios se producen a veces como reacción contra las decepciones o insuficiencias de un paradigma anterior. Otras veces son masivamente sugeridos por los medios de comunicación para calificar de contrabando algo que sería injustificable si se le llamara por su verdadero nombre: recordemos que hace unos años asistimos a una proclamación repetida del «fin de la historia» que, en realidad, sugería una absolutización del neoliberalismo económico como conquista definitiva. Y hoy vamos descubriendo que la sorprendente aceptación de la era de la posverdad nos está llevando a una era de la mentira, donde la única verdad absoluta es el propio egoísmo identitario. Otras veces, sobre todo en el campo de la ciencia, descubrimientos y datos nuevos obligan a mirar el mundo de otra manera: después de Darwin, la creación sigue siendo una verdad de fe, pero no puede ser entendida como antes la entendían muchos. Tampoco es infrecuente que el nuevo paradigma no haga más que descubrir una vieja verdad, olvidada por la inevitable forma oscilante (y no rectilínea) con que se mueve la historia: en este sentido, J. B. Metz habló hace años de la necesidad de ir «más allá de la religión burguesa» porque el cristianismo (si aceptamos llamarle «religión») es en realidad una religión «mesiánica». Otras veces el cambio se produce insensiblemente y llega un día en el que nos encontramos con que ya casi nadie ve las cosas de un modo que había sido común años atrás. Por lo tanto, deviene necesario que todo paradigma nuevo no se afirme negando verdades anteriores, sino encontrando su modo de convivencia con ellas. Y que la nueva conciencia no niegue logros alcanzados, sino que los trascienda, pero integrándolos.

Espiritualidad a gusto del consumidor.

Esa misma posmodernidad en la que estamos, recibe hoy caracterizaciones casi contradictorias, que suscitan la sospecha de estar inconscientemente construidas «a gusto del consumidor». Unas veces la posmodernidad es rechazada como incapaz de toda espiritualidad y otras es la puerta de una nueva espiritualidad. Unas veces el paradigma posmoderno es el triunfo de ese individualismo absoluto que ha cuajado en un relativismo total, fruto de la «era de la postverdad»; mientras que otras veces es caracterizado como un relativismo relativo que debe llevarnos a la superación del individualismo. Todo eso es comprensible porque, en la historia, nada nuevo aparece como ya definitivo, sino siempre envuelto en errores e incompleciones que habrá que ir corrigiendo y perfeccionando. Unas veces la posmodernidad es rechazada como incapaz de toda espiritualidad y otras es la puerta. Y es que los paradigmas no son estáticos ni diáfanos, como unas gafas nuevas, sino dinámicos y borrosos como una primera intuición. Por eso, un paradigma pretendidamente nuevo será sospechoso si esconde datos hirientes de la realidad o prescinde de ellos. Pues bien, recordemos que, según muchos sociólogos, el mayor pecado de hoy no es la maldad, sino la indiferencia. Hemos dicho que, a veces, lo que llamamos novedades son solo «verdades olvidadas» que coexistieron sin problema con rasgos que hoy se consideran superados por el nuevo paradigma. Por ejemplo, como luego diremos, lo que hoy se llama superación del ego, o falsedad del ego, es mucho menos nuevo de lo que se pretende: estaba ya presente en el Sôma Pneumatikón paulino (1Cor 15-44) y, fuera del cristianismo, en místicos sufíes como Ibn Arabí o en el budismo…; es decir, en épocas de paradigma «premoderno». Es el paradigma burgués, antes evocado, el que ha oscurecido esta verdad tan vieja. Y aún otro ejemplo: es innegable que antaño existía una «mentalidad mítica»; pero en esa misma época mítica aparecen sorprendentes formulaciones que hoy servirían para lo mejor del paradigma posmoderno. Bonhoeffer, S. Weil o Etty Hillesum han sido profetas que anticiparon la percepción de la crisis actual y aportaron otros caminos de superación. Aclarado esto, nos parece innegable la nueva forma de conciencia llamada transpersonal o transegoica* que hoy se atisba, como lo mejor de la nueva espiritualidad: Teilhard de Chardin, por un lado, o la teología de la liberación, por otro, habían intuido algo de eso desde otras mentalidades. Por ahí trataremos de movernos nosotros, pero pensando que ese atisbo de lo transpersonal es una tarea más que una realidad ya poseída. El problema puede hallarse en ver hacia dónde nos lleva esa trascendencia o esa salida del yo: si hacia la inconsciencia o hacia la comunidad.

La llamada a la fraternidad: requerimiento de toda espiritualidad

Como todos los paradigmas son relativos, queda por ver hasta qué punto la presunta novedad de un paradigma exige el abandono de todas las intuiciones del paradigma anterior o más bien las completa. Este es un punto fundamental para hablar de Dios, de Jesús y de la salvación. La Biblia, por ejemplo, está escrita en un paradigma premoderno, sin duda. Si esto puede crear dificultades a la hora de leerla, está claro también que muchas veces la Biblia supera ese paradigma con aportaciones que aún están casi por estrenar: que Dios quiere la plenitud y la salvación de todos no es descubrimiento de hoy, aunque pueda haber sido una verdad olvidada o formulada de un modo que ya no es nuestro. También la oferta de Jesús de una cercanía confiada con Dios (llamándole Abbá) que implica la fraternidad con todos los humanos, ha sido dolorosamente una verdad semiolvidada en el cristianismo, que hoy es urgente recuperar en cualquier nuevo paradigma. Algo parecido podría decirse de algunas intuiciones de las otras religiones de la tierra. En este contexto, se ha dicho con acierto que la clave está en no confundir la verdad con nuestra interpretación de ella. Y que lo que entendemos por verdad y el modo como la entendemos dependen del nivel de conciencia en el que cada cual nos encontramos. Siendo esto cierto, tampoco podemos olvidar que cambiar las formas de expresar una verdad no puede ser lo mismo que cambiar esa verdad; y que sería un error identificar acríticamente ese nuevo nivel de conciencia colectiva con el propio modo individual de ver. Por algo recuerda el evangelio que todos tenemos buenos ojos para percibir la inconsciencia de los demás sobre sus propios presupuestos y a lo mejor somos ciegos sobre los nuestros («la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio»). Y sobre todo cuando se trata de Dios, ningún paradigma debe ser excluyente porque la verdad está solo en esa totalidad a la que nunca tenemos acceso, no en nuestra parcialidad ni en nuestras falsas totalizaciones, que son las que muchas veces provocan, como reacción, el relativismo. Cuando se trata de Dios, ningún paradigma debe ser excluyente porque la verdad está solo en esa totalidad a la que nunca tenemos acceso. Si es innegable que está cambiando el marco de comprensión, son también muchos los contenidos que se dan a ese cambio en todo lo que afecta a la visión del hombre y de Dios, a la salvación humana y, por tanto, al significado de Cristo. Pues en esos temas globalizadores es donde la historia evoluciona más dialécticamente, porque dialéctica es la realidad total: una época descubre un rasgo olvidado de la realidad sin pretender negar el rasgo que hasta entonces más se vivía. Pero, a la larga, ese rasgo que se daba por supuesto se va olvidando de tanto insistir en el nuevo rasgo descubierto. Creemos que eso puede describir nuestra hora actual. Los seres humanos estamos constituidos por «interioridad y trascendencia» (si no hacia Dios, al menos hacia fuera de nosotros). Hemos vivido una época de pretensiones

revolucionarias que, al no haberse conseguido (aunque algo hayan aportado), nos hacen caer ahora en la cuenta de que quizá estamos vacíos por dentro. Surge así otra época que busca desesperadamente llenar esa interioridad, al principio sin pretender negar la dimensión trascendente en que vivimos, pero a la larga, de tanto afirmar esa nueva dimensión olvidada, vamos olvidando el dato anterior, que ahora parece obstaculizar la afirmación simple (o simplista) de lo que acabamos de descubrir. La historia de la cristología resulta modélica a la hora de explicar este vaivén dialéctico, al tener que afirmar a la vez la plena humanidad y la plena divinidad de Jesús. A propósito de ella, Pascal enseñó que las herejías no eran tales por aquello que afirmaban, sino por afirmarlo de una manera que no deja espacio a la otra verdad.

Conciencia transegoica: más allá del ego

Hemos dicho que la palabra que mejor define lo mejor del nuevo nivel de conciencia podría ser esta: «transpersonal». No parece muy lejana de la propuesta antes citada de Metz de pasar «más allá de la religión burguesa». Pero sería más matizado hablar de una conciencia «transindividual» porque, como enseñaba E. Mounier, la persona no es simplemente el individuo solo, sino el individuo con los otros (de modo que el ‘trans’ ya parece incluido en lo personal). Pero, más que de una novedad total, se trata aquí de una verdad siempre nueva por siempre olvidada. Casi toda la enseñanza de Buda puede resumirse en esa afirmación de la mentira de nuestro ego. No parece pues que ese paradigma sea tan «nuevo» ni que exija abandonar totalmente y sin más otros paradigmas calificados como míticos y mentales. Seguimos necesitando los mitos porque «dan que pensar» (como decía P. Ricoeur de los símbolos); y lo mental podrá no ser la última dimensión de nuestra existencia, pero no puede ser abandonado si no queremos que lo transracional se nos convierta simplemente en irracional. Los nuevos paradigmas no debemos concebirlos como épocas históricas que pasan y son sustituidas por otras, sino más bien desde esa dialéctica hegeliana inscrita en nuestra realidad, de «tesis, antítesis y síntesis», por la que la conciencia humana parece moverse desde sus inicios. Más que abandonado, lo antiguo debe quedar integrado (y superado) en lo nuevo. Salir del ego no equivale a cerrar los ojos,  sino a abrirlos más  y mejor. Y en nuestros días, en los que se niega la condición de persona a tanta gente, esa propuesta transegoica no será auténtica a menos que se dirija a esas gentes infrapersonalizadas, en vez de apuntar a una especie de globalidad abstracta. De lo contrario, la afirmación de lo transpersonal iría a dar en lo «a-personal» y estaría así colaborando indirecta pero materialmente con la gran afirmación del ego que se da hoy en nuestra cultura y que es causa de la existencia de tantos condenados o excluidos de nuestra historia. Salir del ego no equivale a cerrar los ojos, sino a abrirlos más y mejor.

La mentira del ego y la verdad del yo

Esa conciencia transegoica y la consecuente mentira del ego pueden valer muy bien como formulación moderna del «pecado original»: este es el aferramiento a esa mentira de nuestro ego, de la que no queremos desprendernos. No parece pues necesario esgrimir esa «nueva conciencia» actual como una negación del pecado original, al que se presenta solo en su desastrosa versión agustiniana, demasiado fácil de desacreditar. Si pasamos del campo de la especulación mental al de la experiencia, veremos que creyentes y no creyentes han dado otras versiones del pecado original que aluden a nuestra incapacidad para ser buenos por nuestras propias fuerzas. Por poner un único ejemplo: «el pecado original es evidente», decía el agnóstico M. Horkheimer; para saber lo que es, «basta con mirarse al espejo», dijo un obispo español en Trento. Sin embargo, la verdad suele ser dialéctica y esto vale también para esa nueva conciencia de la mentira del ego. Imaginemos un posible chiste de El Roto: el dibujo muestra a un hombre que está siendo pisoteado, triturado y maltratado. Pasa por ahí un monje, se acerca a él y le dice: «no se preocupe, que su ego es una mentira; de modo que el dolor que siente es una ilusión». Ese ejemplo intenta mostrar que la realidad del sufrimiento desmiente en algún sentido esa supuesta mentira del ego. Se objetará que, de no darse esa mentira, no existiría hoy el sufrimiento. Quizás; pero el hecho es que el sufrimiento existe, ¡y en qué medida! Por tanto, el «pecado del mundo» ya está cometido y actuando, antes incluso de que nuestro ego comience a actuar. Sucede además que, por engañoso que sea, nuestro ego (o mejor dicho: nuestro yo) no es una falsedad total: como criatura e imagen de Dios tiene una validez permanente. Quedarse solo con uno de los dos polos de esa dialéctica (mentira del ego-verdad del yo) lleva a prescindir de la afirmación de un Dios personal, como propia de un paradigma caducado. Dios queda así sustituido por una abstracta y borrosa «totalidad del ser». De Dios hablaremos en el capítulo siguiente. Lo que ahora importa es dejar bien claro que el hombre maltratado y sufriente, y cualquier ser humano, tiene una dignidad que procede de su ser criatura e hijo de Dios y que le constituye en sujeto de derechos. Esto no debe ser negado por más que se afirme la mentira de nuestro ego. Parece pues más exacto reconocer el valor de nuestra propia entidad, pero como un valor «recibido», de modo que en la negación de esta gratuidad y en su pretensión de absolutizarnos («seréis como Dios») es donde radica la mentira de nuestro ego. Los Upanishads indios, tan cercanos a esa afirmación de la mentira del yo, hablan también de que podemos vivir «considerando el propio ego como una astilla que sirve para encender el fuego sagrado». Mentira y astilla del fuego divino; eso somos los humanos. Y eso puede reformularse también, a partir de nuestra experiencia de ser sujetos que es la que más lleva a ese engaño del ego. Es verdad que soy (o tengo algo de) sujeto, pero no soy un sujeto único. Ahí reside la contradicción y la falsedad humanas: creernos únicos. ¿Por qué? Pues porque la subjetividad tiende a objetivarlo todo constituyéndose en única; dado que no podemos experimentar las sensaciones de los otros como experimentamos las nuestras, solo podemos –¡y debemos!– creer, y aceptar, que son como las nuestras. Podemos, pues, afirmar lo siguiente: soy sujeto pero no único; y en el sentirme y comportarme como único radica la mentira radical de mi ego. En este sentido, la necesidad de salvación la plantea ya la multiplicidad de sujetos (presuntamente únicos). Solo la atencion a los demás sufrientes y víctimas, facilita el olvido del ego. Esa contradicción que nos constituye5 permite comprender tanto lo que llamamos pecado original (me creo único queriendo «ser como Dios», Gn 3,28), como la falsa resignación conservadora, que olvida que tenemos una dignidad que nos impide resignarnos. El Vaticano II fue muy preciso al definir la salvación del hombre, no como mero reconocimiento de la mentira de su ego, sino como comunión (LG 1). Y los once primeros capítulos del Génesis describen la entrada del mal en la historia humana como ruptura de la comunión en sus diversas formas: comenzando por la ruptura de la fraternidad (Caín y Abel) y acabando con la ruptura entre los seres humanos (Torre de Babel). Otra vez reencontramos aquí la conciencia transpersonal, pero más como verdad olvidada que como descubrimiento nuevo.

Somos seres divididos

Esa contradicción que acabamos de describir es la que nos constituye como «seres divididos», ya antes de todos los engaños sobre nuestro ego. Hoy se habla más bien de la no dualidad. Pero si esa no dualidad no sabe convivir con nuestra condición de seres divididos, se convierte en el algo tan mítico como el dualismo, por más que pretenda ser expresión de un nuevo paradigma. Lo que el ser humano necesita recuperar hoy es el sentido de la gratuidad, mucho más que el de la no dualidad; porque esa negación de la gratuidad pervierte el progreso humano, sin que valga decir que el miedo al progreso es como una resistencia a los cambios de paradigma. Eso solo sería válido en un mundo ideal como el de un cuento de hadas, pero no para un progreso que ha creado armas nucleares y ha provocado el cambio climático6…

Conclusión No cabe negar que la superación del ego es el camino de la espiritualidad, pero con eso no está dicho todo porque queda la pregunta de hacia dónde o hacia qué o hacia quién se dirige esa salida de sí. El corazón humano es tan sutil que podría quedar fijado en el propio ego, precisamente afirmando su mentira. Por eso creemos que lo que importa es más bien el olvido del ego. Y solo una atención a los demás –a sufrientes y víctimas-sobre todo, facilita ese olvido.

(Continuará)

 

Fuente Cristianisme i Justicia s.j.

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Cristianisme i Justicia: Dios en tiempos líquidos (I).

Viernes, 25 de octubre de 2019
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es215_0Cuaderno número 215

Fecha de publicación:  Septiembre 2019

Toda búsqueda de espiritualidad es un hecho positivo, desde el punto de vista cristiano y humano, pero obliga a un esfuerzo de examen y autocrítica: hay unos elementos ineludibles de la teología cristiana que no pueden pasarse por alto, entre ellos el hecho de construirse desde los “últimos” de este mundo. Es a este debate el que quiere contribuir este cuaderno, fruto de la reflexión de todo un curso del seminario teológico de Cristianisme i Justícia.

UN PUNTO DE PARTIDA: LA FE NACE DE UN GRITO

–¿Qué te ha pasado en la mano?

Hacía ya un tiempo que conocía a Nasser. Siempre me había fijado en su mano, pero hasta ahora no me había atrevido a preguntarle nada. Una profunda cicatriz entre la base del dedo gordo y la muñeca. Parece como si le faltara un trozo de carne.

–¿Esto? –me contesta–. Un trozo de mi mano quedó en la valla.

Silencio. Nos miramos a los ojos. Paseamos. Y poco a poco va relatando su historia que generará mis preguntas.

Abandonó su país natal, allá en el África subsahariana porque no tenía futuro. Atravesó el desierto, como pudo. Llegó junto a la valla que separa África de España. Allí estuvo un tiempo. Esperando, durmiendo al raso, calentándose con otros compañeros que había ido conociendo en el viaje o al llegar al campamento. Hasta que una noche alguien dio el aviso. Era el momento. Salieron en silencio. Todos corriendo. Como pudieron subieron la valla.

–Muchos no lo consiguieron –me dice–. Yo sí, pero dejé allí un trozo de mano y mucha sangre.

Tenía trece años cuando saltó la valla. Luego, todo debería ser más fácil. Pero no siempre lo es. Atravesó el estrecho. Ese trozo de agua que separa el continente africano de España. Sus ojos se hundían en la inmensidad de ese mar que se había comido tantas vidas y tantas esperanzas.

–Yo miraba al fondo. Intentaba encontrar a mi familia muerta, a los amigos que se tragó el mar.

Pero no solo miraba abajo. También alzó su mirada al cielo. Buscando a ese Dios suyo, intentando encontrar respuestas en él.

Nos despedimos con un abrazo, como tantas otras veces desde que nos conocimos. Yo regreso a casa. El corazón me late más fuerte. Poco antes había estado en una charla sobre la fe. Mis seguridades se convierten ahora en preguntas… Las respuestas solo pueden estar en Nasser y en su vida. Y también en la mía.

Recuerdo cómo la fe nació de la repuesta a la petición de un Dios que había oído el grito de su pueblo y al que había que liberar. Recuerdo el grito de Jesús desamparado en la cruz y resucitado por Dios.

Recuerdo sus historias, sus narraciones desde la vida, de Él que es el rostro de la misericordia. Una misericordia solo explicable desde su proyecto de reino de Dios y desde la centralidad de los pobres.

Me miro entonces a mí, miro a mi alrededor. Miro la religión que estamos construyendo, olvidando a veces nuestro origen, olvidando las preguntas importantes, construyendo una religión burguesa que no sé si tiene mucho que ver con el Dios de Jesús de Nazaret. Quizá sería bueno escribir algo que responda a esta situación actual, para no perder el horizonte y el camino presente.

¿Qué es la salvación? No sé si para Nasser y para mí es lo mismo. En ocasiones, yo la pongo en mi persona, en mi plenitud. Él la pone en su comunidad, en su familia.

Pero creo que él acierta más. No puedo hablar de salvación sin hablar de la salvación de Nasser.

¿En qué Dios creo? Nasser levantaba sus ojos al cielo generando preguntas. Yo…, parece que me he olvidado del misterio y que tengo respuestas para todo. Pero, ante su historia, me quedo vacío. Ya sé que la respuesta es decir que Dios está ahí. Pero yo no estoy ahí. Y cuando me acerco me encuentro sin Dios, cuando ese es su sitio.

Tal vez, le he sacado de su sitio y por eso no acabo de encontrarlo, y, por eso, me creo un dios a mi imagen y semejanza.

¿En qué Cristo creo? Lo he descontextualizado tanto, he espiritualizado tanto su mensaje que ya me olvido de quién es. Y cuando me encuentro con Nasser, representante de Cristo, me encuentro desnudo. Hay que plantear esta pregunta para recuperar al Cristo de la fe, a aquel que era tan humano que solo podía ser hijo de Dios.

Y en consecuencia, ¿qué Iglesia construyo? En función del Dios en quien crea, del Cristo al que siga, de la salvación que espere, será mi iglesia. ¿Ubicada en su ser, o alejada de su realidad? ¿Preocupada más de su pose y su imagen que de su esencia verdadera?

(Relato basado en hechos reales)

INTRODUCCIÓN: UNA ESPIRITUALIDAD SITUADA

DESDE LAS VÍCTIMAS

Todo pensar –también el teológico– es un pensar situado. La pertinencia de las respuestas siempre depende del «lugar» donde provienen las preguntas. Reflexionar sobre Dios, la salvación o la espiritualidad en la cultura posmoderna exige detenerse previamente en el sujeto que hace la pregunta: ¿quiénes preguntan hoy por las cuestiones trascendentes que dan título a este cuaderno? Porque no basta con afirmar el innegable revival de la religión en nuestra sociedad secularizada para lanzarse a una actualización teológica siempre necesaria,  sino que es vital reconocer el origen de la demanda para no caer en discursos tan sabidos como irrelevantes.

Las preguntas del sufrimiento no son las mismas que las preguntas de la insatisfacción. La víctima y el insatisfecho no reclaman la misma respuesta por más que ambos parezcan coincidir, al menos nominalmente, en la búsqueda de Dios, de salvación o de espiritualidad. Por eso hemos querido comenzar este cuaderno recopilatorio con el testimonio de Nasser, para anclar nuestras reflexiones en el humus del grito que reclama la respuesta urgente e inapelable de la salvación, y no en la queja descontenta de quienes pueden conformarse con el consuelo de la terapia.

En poco tiempo han aparecido entre nosotros corrientes cada vez más intensas de busca de espiritualidad.

Esa búsqueda puede ser fruto, en buena parte, del vacío y la falta de sentido que ofrece la sociedad de consumo y del cansancio, así como de la decepción ante las promesas de las pasadas revoluciones. Es una búsqueda que trasciende las fronteras de creyente o no creyente, y mantiene una relación dialéctica con las religiones: si, por un lado, molesta todo lo dogmático e institucional de ellas; por otro lado, se va descubriendo poco a poco que en muchas de ellas hay una espiritualidad común que está más allá de dogmas y verdades, por importantes que estas parezcan.

Esa espiritualidad común nos parece que cabe en tres búsquedas: la profundidad, la salida de uno mismo (o de la terna: placer-tener-poder) y la comunión (con los demás y con la naturaleza).

Toda busca de espiritualidad es un dato positivo, desde el punto de vista cristiano y humano –por más que pueda descolocar a algunos–, pero obliga a un sano afán de examen y autocrítica,

pues, desde una óptica radicalmente cristiana, la complejidad y la enfermedad del corazón humano (cfr. Jer 17,9) es tal que puede llevarle a convertir la misma espiritualidad en el último recurso que inventa el hombre para eludir a un Dios que es el Dios de los pobres, de los oprimidos y de los crucificados.

El ser humano, buscando escapar de la sequedad y esterilidad de nuestro mundo material y tecnológico, puede buscar refugio en una espiritualidad narcisista que le protege de un Dios que le interpela constantemente por el bienestar de su hermano sufriente.

Por eso, hace ya una generación, cuando, ante el paradigma dominante de la secularidad, algunos avisaban de la necesidad de un retorno a lo sagrado, publicamos otro Manifiesto en el que afirmábamos que «si la secularidad amenaza con perder de vista a Dios, el retorno a lo sagrado amenaza con falsificar al Dios verdadero» … Y que «el cristianismo no es compatible con una evasión espiritualista que busca refugio en un “sagrado” trascendente».

En el mismo sentido, y con formulación más laica, cabe citar los magníficos versos de Gabriel Celaya, que antaño popularizó Paco Ibáñez:

Poesía para el pobre,

poesía necesaria

como el pan de cada día,

como el aire que exigimos

trece veces por minuto.

Pero a continuación añadía: «maldigo la poesía del que no toma partido…».

Igualmente, ahora cabría decir: maldigo la espiritualidad del que no toma partido. Por eso, las nuevas, y comprensibles, búsquedas de «espiritualidad» deben ser sometidas a un «discernimiento de espíritus»: ¿qué Dios y qué salvación reclaman los hombres y mujeres espirituales de nuestro siglo xxi?, ¿qué respuestas se están ofreciendo desde ámbitos religiosos y seculares?, ¿son todas las ofertas compatibles con la construcción de un mundo más fraterno, justo e igualitario?

Fuente Cristianisme i Justicia s.j.

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