T0más Maza Ruiz
Madrid
ECLESALIA, 20/05/16.- Los relatos de la venida del Espíritu Santo en la liturgia de Pentecostés parecen contradictorios: en Hechos 2, 1-11 hay un ruido como de “un viento recio” y aparecen unas como lenguas de fuego que se posan sobre las cabezas de cada uno de ellos y llenos del Espíritu Santo empezaron a hablar lenguas extranjeras. Sin embargo en el evangelio de Juan (20, 19-23) dice simplemente que Jesús se apareció a los discípulos encerrados por miedo a los dirigentes judíos, les dio la misión de predicar su mensaje y soplando sobre ellos les dijo “recibid el Espíritu Santo”.
En las predicaciones se nos dice que el Espíritu Santo es el gran desconocido y se nos exhorta a tener devoción hacia este Espíritu Santo. Pero nos quedamos igual porque en nuestro interior pensamos: ¿y quién es el Espíritu Santo?
Parece que el llamado dogma de la Santísima Trinidad lo formularon los llamados Padres capadocios, Basilio de Cesarea, Gregorio de Nisa y Gregorio de Nacianzo en el siglo IV. Como dice Karen Armstrong en su precioso libro “Una historia de Dios”: “los Padres capadocios elaboraron este paradigma imaginativo, entre otras razones, para evitar que Dios se convirtiera en una realidad tan racional como lo había sido en la filosofía griega… La Trinidad recordaba a los cristianos que la inteligencia humana no puede comprender la realidad de lo que llamamos Dios… En lugar de considerarla una afirmación sobre Dios, se ha de tener, quizá por un poema o una manifestación teológica que se encuentra a caballo entre lo que los simples mortales piensan y aceptan sobre “Dios” y el reconocimiento tácito de que cualquier afirmación de este tipo sólo puede ser provisional…. En el Concilio de Nicea (325) sólo hubo tres teólogos occidentales. Muchos cristianos de Occidente no estaban a la altura de la discusión y como no podían comprender parte de la terminología griega se sentían descontentos con la doctrina de la Trinidad. Quizá no era completamente traducible a otra lengua. Cada cultura ha de crear su imagen de Dios.”
Yo diría que no solamente cada cultura sino que cada persona cristiana debe hacerse una imagen (simbólica, claro está) de lo que representa Dios para él. Así, aunque sea muy difícil de explicar quiero decir lo que significan para mí Dios, Jesús y el Espíritu Santo.
Cuando visitamos Toledo decimos que el espíritu de El Greco se respira en aquel lugar y si estamos en Salzburgo sentimos el espíritu de Mozart. Son expresiones metafóricas que no tienen nada que ver con que los fantasmas de El Greco o de Mozart estén deambulando por aquellos lugares. También cuando recordamos a nuestros padres o a las personas que han dejado huella en nuestras vidas sentimos como su presencia entre nosotros.
Dios no está arriba en el cielo. El cielo es la metáfora de lo que no podemos alcanzar. Dios, creo que lo decía San Agustín, es más íntimo para cada uno de nosotros que nuestro más profundo interior pero como no podemos definir lo que sentimos más profundamente tampoco podemos definir a Dios. El Espíritu Santo es el Espíritu de Dios, el Espíritu de Jesús, no es un soplo, una paloma o una lengua de fuego. Está siempre actuando desde nuestro yo más profundo. Los relatos bíblicos como los que se refieren a la liturgia de Pentecostés no son otra cosa que imágenes metafóricas de cómo se manifiesta Dios a cada uno de nosotros.
¿Y cómo se manifiesta Dios? Ya lo dice el apóstol Juan: “Dios es Amor”. Por lo tanto lo que transmite el Espíritu de Dios es amor. Pero también el Espíritu es memoria de Jesús. Jesús repite a los discípulos que todo lo que Él enseña no lo pueden asimilar de momento. El Espíritu se encargará de recordárselo todo y entonces comprenderán. Así es la naturaleza humana. Cada uno va acumulando recuerdos que muchas veces pasaron inadvertidos en su momento y al rememorarlos caemos en la cuenta de su significado. A lo largo de nuestra vida hemos acumulado recuerdos de personas, de situaciones y palabras que al cabo del tiempo adquieren un significado nuevo. Las enseñanzas que recibimos como revelaciones de Dios en el pasado hay que rememorarlas, digerirlas para interpretarlas a la luz de los acontecimientos de la vida. En esto nos acompaña el Espíritu de Dios. Los dogmas no son fósiles que hay que conservar en un altar. Son semillas para nuestro crecimiento interior que tenemos que desarrollar para que nos ayuden en el camino de la vida. Como en la parábola de los talentos no hay que enterrar la moneda sino hacerla fructificar.
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Espiritualidad
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