Gabriel Mª Otalora,
Bilbao (Vizcaya).
ECLESALIA, 09/03/20.- Jesús de Nazaret, en cuanto que fue hombre en todo menos en el pecado, tuvo que pasar una dura experiencia que no sé yo si somos capaces de percibirla con la radicalidad que tiene la esperanza que lleva consigo. Como si de tanto escuchar y leer los evangelios, una parte esencial la hubiésemos perdido. Si fuera así, el tiempo fuerte de Cuaresma es ideal para recuperarla.
Me refiero al entusiasmo inicial que le produciría a Jesús su misión anunciando el Reino de Dios poniendo todos sus sentidos en la acción salvadora en aquellos primeros destinatarios judíos. Un entusiasmo que dio paso a las dudas propias de quien experimenta cómo los poderosos de aquella sociedad teocrática no estaban dispuestos a dejarle realizar su misión. Como humano que fue, tuvo sus expectativas sabiendo que cumplía con la voluntad del Padre; experimentaría sentimientos de alegría y decepción, de entrega gozosa y de miedo que él canalizó admirablemente pero sin beneficiarse de su doble condición divina y humana. Por tanto, no vivió exento de sufrir la tentación del desánimo ante las dificultades cada vez mayores para cumplir la tarea encomendada.
De hecho, las cosas se fueron torciendo: su familia no le comprendía y fueron a buscarle porque estaba desacreditando al clan familiar; cuando vuelve a su pueblo, sus convecinos no le despeñan por poco, llenos de ira y rabia; las autoridades religiosas le soportaban cada vez menos y sus amigos apóstoles pensaban más en la liberación política de Israel que en la revolución del Amor. Tuvo que dejar de transitar por algunos lugares mientras descubrió una gran fe entre las personas ajenas al “pueblo escogido”, como ocurrió con la mujer sirofenicia. Estaba claro que el círculo iba estrechándose y que su misión corría riesgo verdadero de fracasar desde cualquier punto de vista humano.
El amor, la esperanza y la fe inquebrantable en el Padre a base de oración le dan fuerzas para seguir aun cuando su propia vida comenzaba a correr verdadero peligro. Y así fue. Qué terrible tuvo que ser la noche de Getsemaní con todas las peores sensaciones y tentaciones juntas y sin el apoyo de sus íntimos, dormidos en el sopor de la cena de Pascua. Ni siquiera les hizo mella entonces el mensaje de amor fraterno que hoy revivimos en cada Eucaristía. Él no se libró de la ignominia, la calumnia y el insulto, la humillación y el descrédito; ni de la tortura, el abandono o la muerte como el peor de los apestados.
De todo eso puede ocurrirnos en la vida aunque en menor escala. La sola posibilidad de un pequeño fracaso económico, de salud o sentimental, nos pone de los nervios y puede arrasar el ánimo sine die. Pero hasta de las limitaciones y fracasos de la vida Dios se vale para empujarnos a superarlo todo y para recentrarnos en lo esencial de la mano de Cristo resucitado. Escuchar, confiar, orar y cambiar nuestra pobre dinámica ayudando a los demás es la receta. La Cuaresma, desde esta óptica, es un camino de humildad y oración para desatascar nuestra zona de confort y crecer cristianamente aún en las situaciones en las que todo parece que está abocado al fracaso, incluida la muerte.
Jesús fracasó de tejas para abajo pero gracias a su confianza radical en el Padre y a su actitud de amor incondicional transformó la historia en un antes y un después, porque para el cristiano “la esperanza ya no es una expectativa, sino la certeza de que aquello que se promete en la palabra de Dios, se cumplirá” (Carlos Amigo). Su esperanza nos salva, ¡Dios salva! Aprovechemos la Cuaresma para abrirnos a la voluntad de Dios desde la realidad que vivió Jesús con la única llave posible para mantener una esperanza radical: la humildad. Y sobre esta reflexionaremos en la próxima ocasión.
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Espiritualidad
esperanza cristiana, Jesús de Nazaret
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