“Dejar espacio al señor”, por Carmen Barba Pérez.
“Sales al encuentro del que practica gozosamente la justicia y recuerda tus caminos” (Is 64,4)
Instituto Superior de Pastoral, 25 de noviembre de 2017
1. Introducción: una nueva oportunidad
Con la fiesta de Cristo Rey los cristianos terminamos el año litúrgico confesando a Jesús como el centro de nuestras vidas, como el eje sobre el que gira toda nuestra existencia, confesando –como nos ha recordado el Papa Francisco en el Mensaje con motivo de la primera Jornada mundial de los pobres– que “el inocente clavado en la cruz, pobre, desnudo y privado de todo, encarna y revela la plenitud del amor de Dios”1.
El Adviento nos abre las puertas de un nuevo año. Del mismo modo que el inicio de cada año natural se nos ofrece como una oportunidad, como una posibilidad abierta, para dar lo mejor de nosotros mismos en los 365 días que tenemos por delante…, así tendríamos que vivir el comienzo de cada año litúrgico que se no ofrece como novedad, oportunidad, nuevo comienzo…
Creo –es mi percepción, quizás equivocada– que los cristianos solemos caer en un error: considerar el año litúrgico como un “ciclo” como un tiempo circular que vuelve una y otra vez, sin cambio, repitiéndose monótonamente: otro Adviento, otra Navidad…, después vendrá otra Cuaresma, otra Pascua…, y así para volver a empezar.
Esta sensación de circularidad imprime monotonía y rutina y no se corresponde con lo que proclamamos como creyentes que es, justamente, lo contrario: domingo a domingo celebramos al Dios de la sorpresa, al Dios de la novedad, a Aquel que va siempre por delante, que no se repite, a Aquel que sostiene y empuja nuestra historia (personal, comunitaria, mundial, eclesial…), que nos interpela y compromete en la construcción del Reino, hasta que Jesús (el centro de nuestra vida) sea realmente todo en todos.
Nuestro caminar personal, familiar, social, histórico… es un caminar hacia delante, hacia lo mejor, hacia la superación constante…, es un caminar que se nos abre lleno de posibilidades, que nos debe ilusionar, que nos debe llenar de nuevas energías… porque Dios, que es novedad constante, lo impulsa desde dentro.
Creo que si miramos el nuevo año litúrgico desde esta perspectiva, seremos capaces de romper con la rutina para dejarnos sorprender, conmover y movilizar. Ya no será “otro Adviento más”, sino “un Adviento nuevo y distinto”; ni “una Navidad más”, sino “una Navidad nueva e inolvidable”…
Nuestra experiencia nos dice que todo comienzo pone en marcha nuevos resortes, nuevas actitudes. Voy a detenerme en cuatro movimientos a las que, expresamente, nos invita el Adviento y la Navidad.
2. Ponernos en marcha
2.1. Primer movimiento: despertar para servir
En los tiempos en que vivimos es urgente estar despiertos, vigilantes, atentos, en vela. Si vamos por la vida dormidos, distraídos, inconscientes… no tendremos el gozo y la oportunidad de descubrir la novedad que se nos ofrece. Si no estamos despiertos, pasarán este Adviento y esta Navidad, acabará el “cansancio” de estas fiestas y todo volverá a ser igual que antes “a la espera de otro Adviento”.
La Palabra de Dios insiste en la necesidad de despertar del sueño, de estar vigilantes. Se nos llama a “velar y orar porque no sabemos ni el día ni la hora”2. Estar despiertos y conscientes es la condición para acoger la permanente venida de Dios a nosotros, su constante adviento.
Es la actitud que descubriremos en los pastores de Belén, aquellos marginados de la historia que se mantenían despiertos y vigilantes en medio de la noche, con esa atención necesaria para poder percibir y acoger lo importante.
No se trata de un esfuerzo titánico y voluntarista sino de esa forma de ser y de vivir que se transforma en movimiento cotidiano de apertura, de disponibilidad, de acogida, de espera paciente y activa, porque como decía Simone Weil: «los bienes más preciados no deben ser buscados, sino esperados»3.
Estar despiertos, espabilarnos… equivale a caer en la cuenta de nuestra realidad y de la realidad de quienes nos rodean. Es descubrir que no estamos solos, que todos nos necesitamos, que nada ni nadie puede sernos indiferente porque “nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en el corazón del seguidor de Jesús”4. Se trata de vivir con consciencia nuestro día a día, poniendo lo mejor de nosotros mismos en lo cotidiano.
Estar despiertos es, en definitiva, sentirnos vivos, ponernos en marcha, salir de nuestras rutinas y hacer de nuestra vida un servicio, a pesar de la indiferencia o el escepticismo que podamos encontrar a nuestro alrededor.
Estar despiertos exige aprender a discernir los signos de los tiempos para reconocer la presencia de Dios y de su reino en los acontecimientos de la vida y actuar en consecuencia.
Una forma de vida despierta, atenta y vigilante, en servicio al otro, comporta superar el «no tengo tiempo» (para lo más valioso: la escucha de la Palabra, la oración-contemplación reposada, la dedicación a los demás) por el «aquí estoy». Supone una permanente atención para rechazar las “obras de la oscuridad” (apatía, comodidad, indiferencia, rutina, afán de protagonismo, hedonismo, corrupción de toda índole) y acoger “las armas de la luz” (paz, justicia, dignidad personal, derechos humanos para todos, compromiso en la transformación de la sociedad y construcción de unas redes sociales nuevas)5.
SÓLO DESPIERTOS PODEMOS ESCUCHAR CON PACIENCIA, SALIR CON PRONTITUD Y ACOGER CON TERNURA.
2.2. Segundo movimiento: escuchar para liberar
Despiertos y vigilantes ¿para qué? ¿con qué objetivo?
Despiertos, atentos y expectantes, con los ojos y los oídos bien abiertos para poder sacudirnos todo lo que nos embota y atonta y emprender la apasionante tarea de liberarnos y liberar.
El Adviento es una llamada a la libertad, a romper las ataduras de todo aquello que nos encierra, nos encoge, nos empequeñece como personas. Es una llamada a eliminar los obstáculos que nos incapacitan para recibir a Aquel que, estando ya en nuestras vidas, nos invita a dejarle espacio, a ensanchar nuestra tienda, la tienda de nuestro corazón, para ser cada vez más conscientes de su presencia.
Escuchar con todo nuestro ser es desprendernos de todo aquello que nos impide abrirnos a la novedad de Dios. Es reencontrarnos con nuestro yo más profundo, superar la locura en la que nos sumergimos tantas veces, salir de la instalación en la superficie de nuestro ser, de la reducción de nosotros mismos a lo que tenemos, a lo que hacemos, a las funciones que ejercemos, a la imagen que damos.
Abrirnos a la escucha que libera es abandonar todo aquello que nos hace ir demasiado deprisa, demasiado encerrados en nuestros pensamientos, ocupaciones y problemas. Es –como decía Dietrich Bonhoeffer– “permitir que [en medio del trajín cotidiano] Dios nos interrumpa. Constantemente Él se cruzará en nuestro camino y cancelará nuestros proyectos humanos enviándonos personas que vienen con sus propios reclamos y peticiones. Puede que, absortos en nuestras importantes ocupaciones diarias, pasemos de largo como hizo el sacerdote ante el hombre que había caído en mano de los ladrones… quizás también enfrascados en la lectura de la Biblia. De este modo pasamos de largo ante el signo que Dios ha erigido bien visible en nuestra vida para mostrarnos que lo que cuenta no es nuestro camino sino el suyo” 6.
Por eso el Adviento es una llamada a la “conversión”.
Pero ¡cuidado!, convertirse no se trata tanto de hacer un nuevo esfuerzo voluntarista por cambiar, cuanto de caer en la cuenta de que nuestra única tarea es vivir lo que ya somos: hijos e hijas de Dios Padre/Madre y, por tanto, hermanos y hermanas entre nosotros.
En Jesús, hecho niño en Belén, se nos da la oportunidad de redescubrir nuestra identidad más profunda y celebrarla con gozo. Él no sólo nos revela quién es Dios, sino que proclama quienes somos cada uno de nosotros. Por eso, desde la contemplación expectante y humilde del misterio de la Encarnación tenemos que aprender que mirar a Jesús es como mirarnos en un espejo.
Es necesario abrir el oído y escuchar para vivir con un corazón limpio y libre de falsas tradiciones el misterio al que nos acercamos con “temor y temblor”7 experimentando en el hondón del ser la grandeza a la que hemos sido llamados: somos hijos e hijas de Dios, aunque aún no se haya manifestado plenamente8.
Sólo descubriendo con asombro lo que somos por don y gracia nos abriremos a la libertad9 que necesitamos para dejar que algo nuevo brote en nuestras vidas. En la libertad y desde la libertad, la violencia se torna justicia, la intolerancia se transforma en paciencia y consuelo; el cansancio por la rutina deja paso a la alegría de la novedad; el deseo de venganza da espacio al perdón sin condiciones…
Despiertos y liberados podemos salir al encuentro de Aquel que nos quiere encontrar.
2.3. Tercer movimiento: salir para dejarse encontrar
Sabemos que la palabra «Adviento» significa literalmente «advenimiento», «venida», «llegada». Son cuatro semanas en las que Dios (el que viene, el que tiene la iniciativa) y nosotros (los que le esperamos) somos los protagonistas. Es decir, son cuatro semanas de “movimiento” porque se va a producir un “encuentro” que va a trastocar nuestra vida.
Dios viene, se hace presente… nosotros esperamos su venida, nos preparamos para ella. Pero nuestra espera no puede ser pasiva.
En realidad, si lo pensamos despacio ¿podemos hablar de la venida del Señor? ¿No es verdad que Dios está ya siempre presente en nosotros, puesto que si existimos es gracias a su presencia en lo más profundo de nuestro ser? ¿No afirmamos con san Pablo que «en él vivimos, nos movemos y existimos»10?
Y si esto es así (que lo es) entonces, ¿tiene sentido hablar de que Dios sale a nuestro encuentro, de que Él viene? ¿acaso se ha ido?
Si Él ya ha venido, si ya está con nosotros, entonces ¿a quién esperamos?
Responder a esta pregunta es importante en nuestro camino creyente, porque en el fondo cuestiona cómo vivimos la Navidad: ¿es un recuerdo de algo que se produjo de forma puntual en Belén hace más de 2000 años, o es una realidad que sigue aconteciendo de un modo nuevo y distinto en este 2017 para ti…, para mí…, para todos…?
Afirmamos que Dios viene, que sale a nuestro encuentro. Todos tenemos experiencia de que, cuando nos abrimos con un corazón creyente a lo que nos rodea, somos capaces de percibir la constante venida de Dios que se hace presente y activo en la creación, en la historia, en la sociedad y en la vida de las personas.
Siempre y en todo lugar podemos escuchar los pasos de nuestro Dios. Él viene y está presente en la luz y en las tinieblas, en el gozo y en el dolor, en el trabajo y en el descanso… En cada instante (como dice el profeta) se rasga el cielo y desciende el salvador11.
Él sale a nuestro encuentro de un modo total y permanente. Viene a nuestro mundo, a nuestra historia, a cada uno de nosotros… Se hace presente y presencia.
Y puesto que Dios nos ha dado en Jesús todo lo que nos podía dar, somos nosotros los que debemos dejarle sitio12 allí donde quiere dejarse encontrar13. “Si realmente queremos encontrar a Cristo, es necesario que toquemos su cuerpo en el cuerpo llagado de los pobres […] en los rostros y en las personas de los hermanos más débiles”14: rostros “marcados por el dolor, la marginación, la opresión, la violencia, la tortura y el encarcelamiento, la guerra, la privación de la libertad y de la dignidad, por la ignorancia y el analfabetismo, por la emergencia sanitaria y la falta de trabajo, el tráfico de personas y la esclavitud, el exilio y la miseria, y por la migración forzada. La pobreza tiene el rostro de mujeres, hombres y niños explotados por viles intereses, pisoteados por la lógica perversa del poder y el dinero”15.
Él viene, sigue viniendo, sigue saliendo a nuestro encuentro, recordándonos que el camino del Reino se construye desde la práctica gozosa de la justicia16 porque es en estos hermanos nuestros, los más pequeños y desamparados donde Él se hace presente, donde Él se hace de nuevo Navidad. Leer más…
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