31.7.15 Ignacio: La meditación cristiana
Se celebra hoy la fiesta de Ignacio de Loyola (1491-1556), maestro y testigo de la meditación, el método o camino de oración (meditación) más empleado en la iglesia moderna. Con esta ocasión quiero distinguir tres formas o momentos de meditación, para desarrollar después, la última, la meditación cristiana:
— 1. Meditar es pensar con asentimiento interior, no en línea de ciencia objetiva (medible, instrumentalizable, igual para todos), sino de búsqueda y comunión personal, en verdad y armonía con el conjunto de la realidad.Así el que medita busca siempre su equilibrio interior: Saber por qué vive y vivirlo con asentimiento personal. En esa línea se puede situar el buen método de la meditación filosófica, que ha guiado a los grandes pensadores de occidente, desde Platón hasta Descartes y Husserl.
— 2. En sentido más estricto, meditar es superar todo pensamiento externo, objetivo, en una línea de interiorización oriental (yoga, budismo zen…), para adentrarse así más allá de todos los objetos y deseos en la verdad del absoluto. El que medita deja que en él piense y sea la realidad en sí, eso que algunos llamar lo divino; no se trata de pensar, sino de ser pensado más allá de todo pensamiento. No se trata de salvar el mundo, sino de salvarse uno a sí mismo del mundo.
— 3. Sin negar lo anterior, la meditación cristiana, tal como la formuló Ignacio de Loyola, es un pensamiento de encuentro con Cristo, esto es, un método de identificación personal con Jesús, para retomar con él (dese él) su camino mesiánico de transformación de la historia, es decir, de salvación humana. El que medita dialoga con Jesús, dejando que él le guía, para realizar así su obra mesiánica de salvación del mundo, es decir, de instauración del mundo en Cristo (instaurare omnia in Christo), según la voluntad y gloria de Dios (AMDG).
En las reflexiones que siguen, suponiendo conocidos los dos niveles previos de meditación, quiero fijarme en la de Ignacio de Loyola, para indicar de esa manera lo que significa (lo que tiene de específico) la meditación cristiana.
Buen día a todos (31.7.15). Me gustaría que fuera el día de la meditación cristiana, conforme al modelo de Ignacio de Loyola, estratega y animador de la nueva “compañía” de los amigos de Jesús. Dejo así para los lectores de mi blog tres cuestiones o preguntas radicales:
— ¿Cuál es el sentido esencial de la meditación cristiana? ¿Lo ha entendido y expuesto bien Ignacio de Loyola? ¿Son fundamentales los cuatro momentos que expone?
— ¿Cómo se relaciona la “meditación cristiana”, centrada en Jesús, y la “meditación transcendental” (sin objeto ni persona histórica) de gran parte del hinduismo y budismo?
— ¿Por qué son muchos los que actualmente parecen olvidar la “meditación cristiana”, mientras defienden, practican (e incluso a veces “venden”) un tipo más o menos fino de meditación trascendental?
Ignacio de Loyola
fue ante todo un maestro de oración. Su herencia para la Iglesia Cristiana y para la Cultura de Occidente es el desarrollo de un método de oración personal que se ha llamado y se llama Meditación Cristiana, que consta de cuatro momentos:
• Composición de lugar. Para iniciar el camino de su meditación, el orante ha de evocar y «componer» o recrear en su imaginación el encuadre de una determinada escena evangélica. De esa forma puede concentrarse enteramente en ella.
• Discurso mental. Centrado en la escena, el orante ha de pensar a fondo acerca de ella. Así discurre: organiza y elabora los diversos aspectos del misterio, para descubrir lo que ellos significan. La oración tiene pues un rasgo de razonamiento.
• Participación del corazón. El orante no consigue resolver con su discurso los enigmas que le ofrece el evangelio. Por eso debe introducirse en el misterio. Ya no piensa, no razona. Deja que Dios mismo hable en su hondura, al interior del corazón, y de esa forma participa en el misterio.
• Transformación de la voluntad. La oración se convierte en nuevo compromiso que brota del amor de Cristo, en actitud de entrega radical a la misión del evangelio: no soy yo quien se decide y compromete; el mismo Cristo me ama y actúa con su fuerza salvadora a través de mi existencia.
Así lo he querido desarrollar en las reflexiones que siguen, que ofrezco a mis lectores como ejemplo y guía de oración cristiana, en la línea de Ignacio de Loyola. Buena fiesta a todos en su día.
1. Principio sensible
Ignacio no ha querido fundar en la pura razón su nueva empresa (su “compañía” de voluntarios de Jesús). Sabe que la razón es importante, pero sabe que en su base están la imaginación y los recuerdos, los proyectos y deseos sensibles de la vida.
Por eso no se puede empezar por el pensamiento. La oración ha de fundarse en los principios sensibles de la vida, centrándolos en Cristo; sólo así podrá centrar y dirigir después el pensamiento. Hay otra causa. La meditación cristiana no se ocupa de problemas que se pueden resolver por la teoría: misterios inmutables y verdades eternas de la mente que supera el mundo y se introduce en lo divino. La meditación cristiana ha de enfrentarse con Jesús y con su historia, con aquellos hechos primordiales que suscitan y sostienen nuestra vida de creyentes, arraigándola en el tiempo y espacio de la tierra.
Nótese la diferencia que esto implica con respecto a métodos o técnicas que vienen del lejano oriente. Cierto tipo de yoga y otras técnicas hindúes y budistas quieren que el hombre prescinda en la oración de ese nivel sensible. Para hallarse ante el misterio, les parece necesario superar todo ese plano donde imperan las imaginaciones y deseos de la historia. Sólo en el vacío de mi propio yo interior, cuando la vida externa ya se encuentra silenciada, puede haber lugar para el misterio.
La meditación cristiana sigue un camino diferente. No trata de olvidar nuestro pasado, sino de cimentarlo en Cristo. No trata de borrar nuestros deseos, las imágenes sensibles que parecen dominar la fantasía. Quiere centrar todo eso en Cristo, concentrando nuestra fantasía y sentimiento en los aspectos más visibles y más fuertes de su historia: nacimiento, vida y pascua.
Esta opción ignaciana es teológicamente importante: Dios no se encuentra en el vacío de este mundo, sino allí donde este mundo madura como humano, en apertura hacia el amor y vida plena, en Cristo. Por eso resulta teológicamente peligroso para el cristianismo un método de tipo introspectivo, una meditación trascendental donde no exista lugar para el encuentro con el Cristo que ha venido en carne, haciéndose por tanto historia humana.
En esta perspectiva podemos enfocar el tema psicológico. La meditación trascendental del oriente pone de relieve el aspecto supracósmico de Dios. Por eso, en la oración debemos superar los rasgos que podemos llamar «categoríales», las imágenes y formas concretas de este mundo. Dios emerge en el vacío trascendente de la mente. Por eso, para orar hay que aprender a suscitar ese vacío, superando las pre-ocupaciones de este mundo. Ciertamente, este camino me parece valioso en un primer momento, como medio de lograr autodominio, de tal forma que yo sea dueño de mí mismo. Sin embargo, eso no puede llamarse todavía una oración cristiana. La meditación cristiana debe penetrar en lo sensible, en el recuerdo de Jesús y de su historia, de manera que esa historia se convierte en lugar de Dios y campo de manifestación de su misterio. La misma ley de encarnación nos pone sobre el mundo, iniciando en lo sensible aquel camino que conduce a lo divino.
Veamos un ejemplo. Supongamos que la meditación tiene por lema el nacimiento (cf. Le 2, 1-21). Partiendo del texto evangélico, el orante ha de intentar que sus sentidos y potencias se concentren en la escena: dejará que vayan emergiendo los diversos personajes en su fantasía; se adentrará en los hechos viendo, escuchando, gustando lo que allí sucede. De esa forma, la evocación del pasado se convierte en fuente de experiencia para el presente. El orante no es un simple espectador que mira desde fuera lo que pasa. En su oración se vuelve actor: penetra en la vivencia de la escena y deja que ella misma le penetre, le conforme, le transforme.
Este ejercicio de concentración sensible resulta necesario por la misma forma de actuar de nuestra mente. Nosotros pensamos sintiendo; y muchas veces dejamos que la misma sensación nos lleve y nos transporte a su capricho. Nos hallamos, sobre todo, a merced de una fantasía que va y viene, que vuela y sobrevuela sobre un mundo de fantasmas y deseos que nosotros no podemos dominar del todo. Por eso, la oración implica un ejercicio de dominio de esa fantasía: queremos concentrarla, dirigirla hacia un suceso donde pueda reposar y enriquecerse. No se trata de un control cualquiera, que nosotros ejercemos por decreto; todo lo contrario, dirigimos y centramos la atención sensible en un momento de la vida de Jesús, el Cristo.
Por eso, el mismo ejercicio de concentración implica ya un encuentro religioso. No centramos y aquietamos los sentidos sobre un dato puramente hermoso o agradable de la vida, como quieren ciertas formas de relajación sensible, psicológica. No buscamos una hermosa escena de familia, de mar o de montaña, aunque sepamos que eso pueda ser valioso en un momento, para descargar nuestra atención, como terapia de tipo psicológico. Nosotros queremos concentrarnos en el Cristo, de manera que la fuerza de su vida pueda introducirse de manera creadora y transformante en nuestra vida. Este ejercicio tiene, por tanto, dos finalidades.
Una es de tipo más metódico: para orar es necesario concentrarse, comenzando por la imaginación, por los sentidos exteriores. El verdadero orante es hombre que se esfuerza en dirigir y alimentar su actividad sensible. Por eso, en un momento determinado, sobre todo en el comienzo de la noche, cuando llega el tiempo del descanso, intenta revivir unas escenas de evangelio, llenando así su fantasía. El mismo sueño puede cargarse de esa forma del recuerdo de Jesús y su presencia en los niveles preconscientes de la mente.
Hay una segunda finalidad de tipo más teológico: el creyente es hombre que desea «ver» a Cristo. Por eso le imagina. Ciertamente, ya no conocemos a Jesús en un nivel de carne, como sabe Pablo (cf. 2 Cor 5, 16): no le conocemos con los juicios y principios de este mundo. Pero debemos conocerle en mucha hondura, a partir de la misma sensibilidad y fantasía, en un camino que nos lleva después al pensamiento y decisión creyente. En este aspecto, la oración es ejercicio de hombre pleno: no se cierra en un nivel de pensamiento; quiere encauzar, dirigir, enriquecer todos los planos de la mente, para así fundarlos en Jesús, el Cristo.
2. Reflexión intelectual
Como hemos indicado ya, ciertos métodos de oriente no sólo silencian lo sensible, sino también lo racional. Pero, ¿es posible? Juzgo que no. El hombre es pensante: Dios le ha dado la razón para discurrir, orientándose entre riesgos, arguyendo, investigando, argumentando. Por eso, la meditación cristiana no se puede cerrar en lo sensible, ni abandona de modo «trascendental» el pensamiento. Una vez que el orante se ha dejado enriquecer por la vivencia sensible de Jesús, ha de pasar de un modo riguroso al nivel del pensamiento.
Repetimos. Al hombre no le basta con vivir en el espacio de la fantasía. En un momento dado se pregunta «cómo», «por qué»: el significado y la función de los diversos personajes que intervienen en la vida de Jesús. Volvamos, por ejemplo, al nacimiento, que de un modo tan certero ha presentado Ignacio de Loyola (Ejercicios espirituales, 111-117).
Enriquecido por la fuerza de la escena, sintiéndose integrado en su misterio, con las voces, las figuras y colores de los personajes, el orante ha de pensar. Entonces se pregunta por qué actúan de esa forma los agentes del misterio: animales, pastores, José, María, Jesús, ángeles y Dios. Dentro de ese «por qué» se van centrando todas las preguntas del cielo y de la tierra: el sentido de la naturaleza (gruta) y de la historia, la existencia de los hombres y la gracia de Dios que se revela como niño, en la impotencia de un pequeño y perdido nacimiento.
Una vez que ha comenzado ya la reflexión, y la mente ha penetrado, razonando, en el sentido de la escena, se establece un proceso que pretende ser definitivo. El orante es racional y ha de pensar sin miedo. Por eso discurre de manera rigurosa: investiga, compara, interpreta. En un momento dado quiere resolverlo todo, penetrarlo y comprenderlo con su mente. De esa forma, el nivel de lo sensible queda en un segundo plano. Está allí, se pueden revivir colores y formas de la escena; pero hay algo mucho más valioso que se debe conocer e interpretar por medio de la mente.
De esta forma hemos llegado al corazón de la plegaria meditativa: desde el júbilo sensible, de las formas y colores, intentamos alcanzar el pensamiento. Orar implica pensar sobre Jesús, como lugar de manifestación definitiva de Dios. Frente a todos los intentos antirracionales, frente a todas las tendencias de la mística vacía o sensiblera, la oración se nos presenta en este plano como ejercicio intelectual.
Ciertamente, esta oración no será sólo un ejercicio del discurso, como luego indicaremos. Pero si ella no despliega este nivel, si busca su refugio en el silencio interior o el entusiasmo de una pretendida actuación de Dios que ciega el pensamiento, corre el riesgo de acabar degenerando dentro de sí misma. Volvemos de esa forma a los problemas del método. Ignacio ha presupuesto que el hombre, en su camino de realización cristiana (orante), ha de pasar por cuatro etapas. Las primeras ya las conocemos:
a) el hombre es ser senciente: sólo puede aprehender la realidad por los sentidos, permitiendo que ella le impresione y transfigure; por eso, en el comienzo de toda la oración hallamos el recuerdo y fantasía;
b) el hombre es racional: conoce comparando y discurriendo sobre aquello que impresiona sus sentidos; por eso, al situarse ante Jesús ha de pensar, en el nivel de causas, razones y sentidos. Sólo después podrán venir los aspectos ulteriores de la contemplación del corazón (más allá del pensamiento) y de la nueva voluntad que se compromete con el Cristo. Leer más…
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