No se trata de una fiesta muy antigua, la instituyó Pío XI. Para comprender por qué lo hizo hay que recordar la fecha de la institución: 1925. La Primera Guerra Mundial ha terminado hace siete años. Alemania, Francia, Italia, Rusia, Inglaterra, Austria, incluso los Estados Unidos, han tenido millones de muertos. La crisis económica y social posterior fue tan dura que provocó la caída del zar y la instauración del régimen comunista en Rusia en 1917; la aparición del Fascismo en Italia, con la marcha sobre Roma de Mussolini en 1922, y la del nazismo, con el Putsch de Hitler en 1923. Mientras en los Estados Unidos se vive una época de euforia económica, que llevará a la catástrofe de 1929, en Europa la situación de paro, hambre y tensiones sociales es terrible.
Ante esta situación, Pío XI no hace un simple análisis socio-político-económico. Se remonta a un nivel más alto, y piensa que la causa de todos los males, de la guerra y de todo lo que siguió, fue el “haber alejado a Cristo y su ley de la propia vida, de la familia y de la sociedad”; y que “no podría haber esperanza de paz duradera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de Cristo Salvador”. Por eso, piensa que lo mejor que él puede hacer como Pontífice para renovar y reforzar la paz es “restaurar el Reino de Nuestro Señor”. Las palabras entre comillas las he tomado del comienzo de la encíclica Quas primas, con la que instituye la fiesta.
La posible objeción es evidente: ¿se pueden resolver tantos problemas con la simple instauración de una fiesta en honor de Cristo Rey?, ¿conseguirá una fiesta cambiar los corazones de la gente? Los cien años que han pasado desde entonces demuestran que no.
Por eso, en 1970 se cambió el sentido de la fiesta. Pío XI la había colocado en el mes de octubre, el domingo anterior a Todos los Santos. En 1970 fue trasladada al último domingo del año litúrgico, como culminación de lo que se ha venido recordando a propósito de la persona y el mensaje de Jesús.
Ahora, la celebración no pretende primariamente restaurar ni reforzar la paz entre las naciones sino felicitar a Cristo por su triunfo. Como si después de su vida de esfuerzo y dedicación a los demás hasta la muerte le concedieran el mayor premio.
Las lecturas
La primera lectura, de Daniel, anuncia el triunfo del Hijo del Hombre, que recibe el poder y la gloria.
Yo seguía contemplando en las visiones de la noche: Y he aquí que en las nubes del cielo venía como un Hijo de hombre. Se dirigió hacia el anciano y fue llevado a su presencia. A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás.
La segunda, del Apocalipsis, llama a Jesús “Príncipe de los reyes de la tierra”. Pero no se considera por encima de nosotros ni lejos de nosotros. “Nos ama y nos ha lavado con su sangre”, y nos hace compartir su dignidad convirtiéndonos en un “reino de sacerdotes”. Tras la desaparición de la monarquía judía, esta expresión significaba que el pueblo estaría regido por sacerdotes. El Apocalipsis lo enfoca de manera distinta: no exalta el poder de los sacerdotes, sino el carácter sacerdotal del pueblo de Dios.
Y de parte de Jesucristo, el Testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra. Al que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados y ha hecho de nosotros un Reino de Sacerdotes para su Dios y Padre, a él la gloria y el poder por los siglos. Amén. Mirad, que viene acompañado de nubes; todo ojo le verá, hasta los que le traspasaron, y por él harán duelo todas las razas de la tierra. Yo soy el Alfa y la Omega, dice el Señor Dios, Aquel que es, que era y que va a venir, el Todopoderoso.
La tercera, del evangelio de Juan, ofrece una visión más crítica de la realeza. Es un auténtico interrogatorio, en el que Pilato formula cuatro preguntas; pero Jesús no es un acusado que se limita a responder. A la primera pregunta responde con otra pregunta casi insultante para un prefecto romano. A la segunda, “¿Qué has hecho?”, tampoco responde. Se remonta a la pregunta inicial de Pilato sobre si es el rey de los judíos, y se expresa de forma tan desconcertante, hablando de “un reino que no es de aquí”, que a Pilato no le quedan las ideas claras. Su pregunta final no es “¿Eres tú el rey de los judíos?”, sino “¿Luego tú eres rey?”. La dimensión nacionalista desaparece; lo importante es la realeza misma de Jesús. Después de lo anterior, lo lógico sería que Jesús se limitase a responder: “Sí, soy rey”. En cambio, añade algo absolutamente nuevo: no ha venido a gobernar, ni a recibir honor y gloria, sino a dar testimonio de la verdad. Si recordamos que él es “el camino, la verdad y la vida”, Jesús ha venido a dar testimonio de sí mismo, a darse a conocer, a demostrar a la gente que “tanto amó Dios al mundo, que le dio a su hijo unigénito”. Un testimonio por el que lo acusarán de blasfemo y que, entre otros motivos, le costará la vida.
Entonces Pilato entró de nuevo al pretorio y llamó a Jesús y le dijo: – “¿Eres tú el Rey de los judíos?”
Respondió Jesús: + “¿Dices eso por tu cuenta, o es que otros te lo han dicho de mí?”
Pilato respondió: -“¿Es que yo soy judío? Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?”
Respondió Jesús: +“Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos: pero mi Reino no es de aquí.”
Entonces Pilato le dijo: – “¿Luego tú eres Rey?”
Respondió Jesús + “Sí, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz.”
Reflexión personal
Generalmente esperamos de la homilía que nos ilumine y nos anime a ser mejores, a vivir de acuerdo con la enseñanza y el ejemplo de Jesús. Y esto es esencial si tenemos en cuenta las últimas palabras del evangelio: “Todo el que es de la verdad escucha mi voz”. Pero la fiesta de Cristo Rey nos invita también a felicitar, dar la enhorabuena a quien tanto ha hecho por nosotros.
Al mismo tiempo, el sentido primitivo de la fiesta encaja perfectamente con la situación que vivimos hoy de problemas sociales, políticos y económicos. No podemos ser ingenuos en las soluciones, pero tampoco podemos negarle la razón a Pío XI: si el mundo viviese de acuerdo con el evangelio, otro gallo nos cantaría.
“Tú lo dices: Soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz.”
Jesús es Rey. Hoy celebramos precisamente eso: Jesucristo Rey del Universo. Pero hay que reconocer que después de tantos reyes (¡y de tantos tiranos!) la imagen de rey no nos cae simpática. Tampoco los gobernantes nos ofrecen una imagen en la que apoyarnos.
Vivimos un cambio de época en el que las instituciones y los organismos de poder se encuentran en crisis, algo que sucede en la historia con una rítmica periodicidad.
El poder tiende a convertir a todos en lo mismo. Da exactamente igual si uno llega al poder por heredar un apellido o por aclamación popular, una vez en el poder se sucumbe al propio bienestar y al de los más cercanos. Pasa con los grandes poderes y pasa con los pequeños.
Tal vez por eso Jesús se apartó siempre del poder. Cuando las multitudes quieren proclamarlo rey él se aparta. Él había venido para servir. Parece que el único antídoto contra la tiranía es precisamente el servicio al estilo de Jesús.
Pero no nos engañemos, el servicio es desagradable. Ponerse a los pies de los demás facilita el ser pisoteado. Y también se corre el peligro de caer en el servilismo que denigra.
El camino que recorre Jesús es estrecho y poco claro. Caminar tras sus huellas es decidirse a dejarse confrontar continuamente.
El mismo Jesús se pasa medio evangelio “retirándose a orar”. Jesús se hizo ser humano y pasó por las mismas dudas y las mismas tentaciones que pasamos todas las personas.
Su reinado estaba al servicio de la verdad. Y la verdad suele ser siempre más amplia. Nuestros puntos de vista, nuestra claridad meridiana suelen palidecer cuando se descubre la verdad. La verdad no se deja poseer por una sola persona. Al contrario, se reparte. Todas tenemos algo de verdad. El problema es creer que esa pequeña verdad que tenemos es la verdad completa. Ese es el principio de la tiranía y del fanatismo.
Oración
¡Que venga tu reino, Trinidad Santa! Ábrenos la mente para que podamos reconocer que Tu Verdad es siempre más amplia de lo que alcanzamos a ver.
Es muy importante que tengamos una pequeña idea del momento y el por qué motivo se instituyó esta fiesta. Fue Pío XI en 1925, cuando la Iglesia estaba perdiendo su poder y su prestigio acosada por la modernidad. Con esta fiesta se intentó recuperar el terreno perdido ante un mundo secular, laicista y descreído. En la encíclica se dan las razones para instituir la fiesta: “recuperar el reinado de Cristo y de su Iglesia”. Para un Papa de aquella época, era inaceptable que las naciones hicieran sus leyes al margen de la Iglesia.
Ha sido para mí una gran alegría y esperanza el descubrir en una homilía sobre esta fiesta del papa Francisco, una visión mucho más de acuerdo con el evangelio. Pio XI habla de recuperar el poder de Cristo y de su Iglesia. El papa Francisco habla, una y otra vez, de Jesús y su Iglesia poniéndose al servicio de los más desfavorecidos. No se trata de un cambio de lenguaje sino de la superación de la idea de poder en el que la Iglesia ha vivido durante tantos siglos. El cambio debía ser aceptado y promovido por todos los cristianos.
El contexto del evangelio que hemos leído es el proceso ante Pilato, a continuación de las negaciones de Pedro, donde queda claro, que Pedro ni fue rey de sí mismo ni fue sincero. Es muy poco probable que el diálogo sea histórico, pero nos está transmitiendo lo que una comunidad muy avanzada de finales del s. I pensaba sobre Jesús. Dos breves frases puestas en boca de Jesús nos pueden dar la pauta de reflexión: “mi Reino no es de este mundo”, “para eso he venido, para ser testigo de la verdad”, no para ser más que nadie.
Lo que está diciendo Juan en su evangelio es que Jesús está hablando de la autenticidad de su ser. Falso es todo aquello que aparenta ser lo que no es. Nuestro ego es falso porque se fundamenta en apariencias equivocadas. Ser Verdad es ser lo que somos sin falsearlo y lo que somos está más allá de lo que creemos ser (nuestro ego individual). El objetivo de tu vida es descubrir tu verdadero ser y manifestarlo en todo momento.
¿Qué significa un Reino que no es de este mundo? Se trata de una expresión que no podemos “comprender” porque todos los conceptos que podemos utilizar son de este mundo. ¿En qué estamos pensando los cristianos cuando, después de estas palabras, nombramos a Cristo rey, no solo del mundo sino del universo? Con el evangelio en la mano es muy difícil justificar el poder absoluto que la Iglesia ha ejercido durante siglos. Tal como lo entendemos, Jesucristo Rey es lo más contrario al evangelio que predicó.
Tal vez encontremos una pista en la otra frase: “he venido para ser testigo de la verdad”. Pero solo si no entendemos la verdad como verdad lógica (adecuación de una formulación racional a la realidad) sino entendiéndola como verdad ontológica, es decir, como la adecuación de un ser a lo que debe ser según su naturaleza. Jesús siendo auténtico, siendo verdad, es verdadero Rey. Pero lo que le pide su verdadero ser (Dios) es ponerse al servicio de todo aquel que le necesite, no imponer nada a los demás.
No se trata de morir por defender una doctrina. Se trata de morir por el hombre. Se trata de dar testimonio de lo que es el hombre. El “Hijo de hombre” nos da la clave para entender lo que pensaba de sí mismo. Se considera el hombre auténtico, el modelo de hombre, el hombre acabado. Su intención es que todos lleguen a identificarse con él. Jesús es la referencia para el que quiera manifestar la verdadera calidad humana.
Pilato saca afuera a Jesús y dice a la multitud: “Este es el hombre”. Jesús no solo es el modelo de hombre y exige a sus seguidores que responden al modelo que ven en él. Jesús dice: soy rey, no: soy el rey. Indicando así que todo el que se identifique con él, será también rey. Esa es la meta que Dios quiere para todos los seres humanos. Rey de poder solo puede haber uno. Reyes somos todos en la medida que seamos servidores.
Cuando los hebreos (nómadas) entran en contacto con la gente que vivía en ciudades, descubren las ventajas de aquella estructura social y piden a Dios un rey. Los profetas lo interpretaron como una traición (el único rey de Israel es Dios). El rey era el que cuidaba de una ciudad o un pequeño grupo de pueblos. Era responsable del orden; les defendía de los enemigos, se preocupaba de los alimentos, impartía justicia… El Mesías esperado siempre respondió a esta dinámica. Los seguidores de Jesús no aceptaron un cambio tan radical.
Solo en este contexto podemos entender la predicación de Jesús sobre el Reino de Dios. Sin embargo, el contenido que él le da es más profundo. En tiempo de Jesús, el futuro Reino de Dios se entendía como una victoria del pueblo judío sobre los gentiles y una victoria de los buenos sobre los malos. Jesús predica un Reino de Dios del que nadie va a quedar excluido. El Reino que Jesús anuncia no tiene nada que ver con las expectativas de los judíos de la época. Por desgracia tampoco tiene nada que ver con las expectativas de los cristianos hoy.
Jesús, en el desierto, percibió el poder como una tentación: “Te daré todo el poder de estos reinos y su gloria”. En Juan, después de la multiplicación de los panes, la multitud quiere proclamarle rey, pero él se escapa a la montaña, él solo. Toda la predicación de Jesús gira entorno al “Reino”; pero no se trata de un reino suyo, sino de Dios. Jesús nunca se propuso como objeto de su predicación. Es un error confundir el Reino de Dios con el reino de Jesús. Mayor disparate es querer identificarlo con la Iglesia, que es lo que pretendió la fiesta.
La característica fundamental del Reino predicado por Jesús es que ya está aquí, aunque no se identifica con las realidades mundanas. No hay que esperar a un tiempo escatológico, sino que ha comenzado ya. “No se dirá, está aquí o está allá, porque mirad: el reino de Dios está entre vosotros”. No se trata de preparar un reino para Dios, se trata de un reino que es Dios. Cuando decimos “reina la paz”, no estamos diciendo que la paz tenga un reino. Se trata de hacer presente a Dios entre nosotros, descubriendo que debemos ser para los demás.
Cualquier connotación que el título tenga con el poder, tergiversa el mensaje de Jesús. Una corona de oro en la cabeza y un cetro de brillantes en las manos, son mucho más denigrantes que la corona de espinas y la caña. Si no descubrimos esto, es que estamos proyectando sobre Jesús nuestros propios anhelos de poder. Ni el “Dios todopoderoso” ni el “Cristo del Gran Poder” tienen absolutamente nada que ver con el evangelio.
Jesús nos dijo: el que quiera ser primero, sea el último y el que quiera ser grande, sea el servidor. Ese afán de identificar a Jesús con el poder y la gloria es una manera de justificar nuestro afán de poder. Nuestro yo, sostenido por la razón, no ve más futuro que potenciarse al máximo. Como no nos gusta lo que dice Jesús, tratamos por todos los medios de hacer le decir lo que a nosotros nos interesa. Eso es lo que siempre hemos hecho con la Escritura.
«Sí, como dices, soy rey … pero mi reino no es de este mundo»
Jesús será rey en la medida en que sus criterios reinen en el mundo, pero si nosotros, sus seguidores, no nos comprometemos con la tarea de proclamarlos, dejará de reinar y su puesto será ocupado por otros reyes deseosos de convertirnos en sus siervos.
Esos reyes son el dinero, el consumo, la comodidad, la indiferencia, la banalidad, la falta de compromiso, el egoísmo, la envidia, la avaricia, la explotación, la violencia… Y son reyes peligrosos porque nos someten a esclavitud y nos impiden avanzar; porque nos invitan a instalarnos aquí, en la Tierra, y olvidar nuestro destino; porque le arrebatan el sentido a nuestra vida; porque conducen a la humanidad a un lugar sombrío que no está a la altura de nuestra condición ni de nuestras esperanzas.
«Yo para eso he nacido y para eso he venido al mundo»… Jesús viene a liberarnos de esos reyezuelos que nos tiranizan, pero es crucificado y su obra queda inacabada. No importa, todavía quedamos nosotros, sus seguidores, y, para completarla, nos envía por todo el mundo a proclamar su Reino; a proclamar sus criterios de vida: «Cómo el Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros». Jesús se había comprometido con la misión que el Padre le había encomendado hasta el punto dar la vida por ella. Ahora nos tocaba a nosotros coger el relevo.
Pero quizá por pereza, o por complejo, o por miedo a ser crucificados por una sociedad que no admite discrepantes, hemos optado mayoritariamente (salvo minorías heroicas comprometidas) por cuestionar la vigencia de la misión y la hemos abandonado. El resultado es que nuestros nietos apenas conocen a Jesús, y que esa cadena de transmisión de la Palabra que ha durado 20 siglos está a punto de quebrar; justo por nuestro eslabón. Nosotros recibimos un regalo inestimable de nuestros padres, Jesús, y no hemos creído oportuno legárselo a nuestros hijos. Y es que nosotros, la Iglesia, estamos tan ocupados en nuestras cosas, que no nos queda tiempo ni ganas para dedicarlo a trabajar por el Reino.
Es frecuente escuchar que la Iglesia no es capaz de seguir el ritmo al que avanza la sociedad, y esto, como concepto, es un disparate soberano, pues los cristianos estamos llamados a ser la vanguardia que marque el rumbo; no desde el poder, claro, sino al estilo de Jesús; desde abajo, desde dentro, desde el servicio, como la semilla, como la levadura… Jesús fue vanguardia radical y produjo escándalo, y lo crucificaron, pero nosotros estamos tan cómodos en el mundo, tan preocupados por merecer su aplauso, que nos resulta imposible ser vanguardia de nada y nos conformamos con no perder contacto con el pelotón de cabeza.
«Vosotros sois la sal de la Tierra, pero si la sal se vuelve insípida…».
Miguel Ángel Munárriz Casajús
Para leer un artículo de José E. Galarreta sobre un tema similar, pinche aquí
La iglesia celebra este domingo el final del año litúrgico con la fiesta de Cristo Rey. Hay que remontarse a Pio XI, en 1925, para descubrir el origen de ésta. En un mundo agitado tras la Primera Guerra mundial y las consecuencias dramáticas de la misma, parece que se ha olvidado de Cristo. Argumenta como causa el crecimiento de un ateísmo que comienza a ganar terreno en las conciencias. Quizá no resulta muy inspirador este origen para celebrar el profundo calado de esta fiesta, pero Pablo VI reconduce la festividad trascendiendo su significado y ya solo para el ámbito de la fe.
No sé si tiene mucho sentido en los tiempos que corren mostrar a Jesús de Nazaret como un Rey que funda un imperio para luchar contra el ateísmo. De hecho, en el diálogo que Jesús mantiene con Pilato, le insiste en que su reino no es de este mundo, es decir, no está presente en nuestras categorías humanas. No es el ateísmo el mal de este mundo, no, es, más bien, el negacionismo de todo aquello que atenta contra la dignidad más profunda de cada ser humano, es decir, su valía como ser humano que es la esencia de ese reinado al que se refiere.
Jesús y Pilato mantienen una interesante conversación en el marco de un juicio político que deriva en una dialéctica filosófica sobre la verdad en la que Jesús ya tiene clara su misión; Según este escrito joánico ha venido a dar testimonio de la Verdad –alētheia- que no parece ser una larga lista de argumentos y razones con la intención de vencer y convencer a otra posición. Más bien, la verdad más honda del ser humano tiene su raíz en ese espacio interior, habitado y dónde estamos conectados unos con otros a través de la Fuente que nos iguala. Testimoniar la verdad se aproxima más a desvelar lo oculto, a ser transparente y dejar brotar, sin coacciones, influencias, estereotipos y dogmas, la auténtica esencia que somos.
La Verdad, según Jesús, tiene mucho que ver con la escucha a una voz interior, la voz de la conciencia que nace de nuestro ser libres, no la conciencia moral que divide el bien y el mal, sino la conciencia que reconcilia todo, lo bueno y lo malo bajo la fuerza del Amor Universal. Por eso, todo el que ama la verdad escucha mi voz, así cierra Jesús sus palabras con el Procurador quien lanza una pregunta que no es respondida ¿Qué es la verdad?
A nosotr@s nos toca abrazar esa verdad en una búsqueda incesante de lo que realmente da sentido a la existencia humana. La propuesta de Jesús es clara: si le llamamos Rey no es para situarnos en una élite religiosa que nos separe de la vida real. Reconocer su Reinado tiene mucho que ver con la puesta en marcha de un nuevo modo de vivir, de mirar, de pensar, de actuar, de comunicar, en base a los grandes valores que definen el cristianismo en su misma esencia: las Bienaventuranzas; Necesitamos que en nuestro mundo reine la limpieza de corazón, la solidaridad, la justicia, el servicio, la coherencia, la paz, la sanación, la valentía, la liberación de todo aquello que nos retiene como seres apáticos, desmotivados y egocéntricos tanto en lo personal como en lo institucional.
Que la fiesta de Cristo, Rey del Universo, sea una oportunidad para conectar con este Reinado que trasciende lo humano, pero que impacta en el aquí y ahora en formato de igualdad de derechos y de reconocimiento de la dignidad de tod@s. ¿No es esta la verdad de Jesús?
Cuando, en nuestra ignorancia, identificamos la verdad con un concepto o una creencia, llegamos al absurdo de pensar que ser “testigos de la verdad” significa defender de manera tajante nuestra propia postura, en la creencia -autojustificadora e incluso autocomplaciente- de que estamos defendiendo la verdad. En este error de partida es donde encuentran asiento todas las actitudes dogmáticas, fundamentalistas y fanáticas, típicas de quienes se creen en posesión de la verdad. De ahí, el conocido dicho: «Admira a quien busca la verdad y huye de quien dice tenerla».
La verdad nunca puede ser poseída. Lo que poseemos son solo constructos mentales, con frecuencia -aunque sea de manera inconsciente- hechos a nuestra propia medida. Poseemos ideas, creencias, convicciones…, creaciones y proyecciones de nuestra propia mente, según lo que hemos ido recibiendo de otros; en definitiva, conocimientos de segunda mano.
La verdad no solo no se deja atrapar, sino que nos desnuda de todas nuestras pretensiones. Esa es la razón por la que siempre lleva de la mano a la humildad, según el conocido y acertado dicho de Teresa de Jesús: “Humildad es caminar en verdad”.
La verdad nos desnuda porque cuestiona de manera radical todas nuestras construcciones mentales, pone en duda nuestras aparentes seguridades, provoca el silencio de la mente y nos introduce en la sabiduría del “no-saber”, tal como expresó, de forma bella y poética, Juan de la Cruz: “Entreme donde no supe / y quedeme no sabiendo / toda ciencia trascendiendo”. O como expresara otro gran místico, el turolense Miguel de Molinos, en el siglo XVII: “El vacío, el no-saber, el silencio interior constituyen las bases y cimientos de esta sabiduría de íntimas proporciones”.
La verdad no es algo que nuestra mente puede elaborar -todo lo que sale de la mente, sin excepción, son solo “mapas”-. Y la verdad, de entrada, no tiene que ver con mapas ni conceptos, que conducen al enfrentamiento y, llegado el caso, a la aniquilación de quien no comparte las propias creencias. La verdad es una con la realidad. Nada queda fuera de ella. Escapa a la mente que, incapaz de atrapar la realidad total, se ve abocada a permanecer en el lúcido “no-saber”; la verdad no puede ser pensada, sino vivida. Quien piensa la verdad, corre el riesgo de volverse fanático. Quien la vive, es humilde.
Concluimos el curso litúrgico con esta fiesta de honda raigambre bíblica: Xto Señor del universo, si bien como fiesta en el calendario litúrgico es relativamente nueva, ya que la instituyó el papa Pío XI en 1925.
Por otra parte, haremos bien en purificar esta imagen de Cristo rey de toda connotación política.
Hemos escuchado en el evangelio el diálogo “judicial” que Pilatos sostiene con Jesús. El eje del relato de Jesús es su realeza enmarcada en el estilo y criterios propios de la tradición de San Juan.
La escena tiene un fuerte tono de ironía, muy propia -por otra parte- de este evangelista.
San Juan podía haber presentado a Jesús como rey en otro u otros momentos más brillantes de su vida. Sin embargo Jesús es presentado y proclamado rey en el juicio y cuando va a ser entregado a su ejecución y muerte en la Cruz.
A la pregunta acerca de si “tú eres rey”, Jesús responde que sí, Yo soy Rey, pero su corona es de espinas, su manto de sangre y su trono la cruz… y en el rótulo de condena puesto en la cruz reza: Jesús nazareno REY de los judíos.
02.- Yo soy rey.
Unas notas previas para centrarnos en Cristo
Muy al estilo del evangelio de San Juan, el encuentro entre Jesús y Pilato, como todo el relato de la pasión según san Juan tiene un ritmo lento, hierático, majestuoso.
Una vez más el evangelista Juan emplea un solemne “Yo soy”, sobre el que está construido todo el evangelio. El evangelista san Juan aplica a Jesús esta expresión: “Yo soy”, o la idea de que Cristo es o nosotros somos en Cristo en más de 50 ocasiones
Jn 4,10-15 Yo soy el agua viva
Jn 6,35 Yo soy el pan de vida.
Jn 8,12 Yo soy las luz del mundo.
Jn 10,14 Yo soy el buen pastor y conozco las mías.
Jn 11,25 Yo soy la resurrección y la vida.
Jn 14,6 Yo soy el camino, la verdad y la vida.
Jn 18,5 Yo soy: los soldados por tierra…
Jn 18,37 Yo soy rey.
San Juan recoge la expresión “Yo soy” del AT.
Lo mismo que en tiempos del Éxodo, Dios es: “Yo soy el que soy” y el faraón es un “don nadie”, ahora, ante Pilatos -y ante todos los hombres de poder- Jesús hace suyo este tono (espíritu) vital: Yo soy Rey.
Este modo de construir este evangelio el evangelio de Juan imprime una gran densidad cristológica: Yo soy. Quien es decisivo es Cristo.
Jesús no hablaba así en su lenguaje habitual. Más bien el modo de hablar de Jesús sería el de los sinópticos: la parábola del hijo pródigo o del buen samaritano, de Lucas, etc.
El “Yo soy” imprime una gran solemnidad a la comprensión de JesuCristo
03.- O sea que ¿tu eres rey?
Los judíos en el evangelio de Juan no solamente son una etnia, un pueblo, sino que son una magnitud negativa. Cuando Juan hace alusión a las fiestas judías dice con un cierto distanciamiento: “se celebraba la fiesta, la pascua de los judíos”, no la Pascua cristiana.
Pues bien, Los judíos son los que entregan a Jesús al poder romano, Pilatos, porque tenían miedo de que Jesús cambiase la mentalidad religiosa del pueblo frente al templo, la ley, los sacerdotes, etc. Y “malponen” a Jesús frente al poder romano, diciendo que Jesús no es amigo del César…
El poder siempre tiene miedo a perderlo.
Que Pilato le pregunte a Jesús si es rey tiene, por otra parte, una cierta ironía y retranca más que llamativa. Imaginemos que un pobre hombre, detenido de noche hace unas pocas horas en un huerto, es llevado como reo al tribunal de Estrasburgo o al Capitolio de Washington y le acusan de ser o de hacerse pasar por rey.
¿Quién es ese pobre hombre frente a Pilatos, ante Roma, frente al esplendor del Templo?
Jesús responde que sí, que es rey, pero que su reino no es como los de este mundo. Sí yo soy rey, pero mi reino no es como los de este mundo.
Los reinados de este mundo se fundamentan en el poder: político, económico, militar y, a veces, -demasiadas- en el poder eclesiástico. Los reyes de este mundo controlan los mercados internacionales. Los reyes de este mundo, las multinacionales controlan todos los mecanismos de poder del mercado: fijan los precios de las materias primas y de los productos, la banca, dominan y dictan sobre los medios de comunicación, sobre la educación. El poder religioso se entromete y domina abusivamente las conciencias de los fieles.
Mi reino ciertamente no es de este estilo. El señorío, la realeza de Cristo hace referencia a que Él -y los cristianos- no podemos pensar como los reyes de este mundo. Su Reino es de la Verdad. Los reinados de este mundo se fundamentan en el dominio, en el poder, en las armas, en la economía. La realeza de Cristo se fundamenta en la Verdad, en el amor y en el servicio)
El estilo, el reino de Jesús no es como el de los reyes y poderosos de este mundo.
04.- Yo soy. Ser frente a la nada.
En estos tiempos de nihilismo (nada) nos hace bien saber que JesuCristo es: “Yo soy”.
JesuCristo es, es principio y fin.
El momento cultural en el que vivimos es más bien de vacío y un vivir en el suspenso de la nada. Nos angustia la vida, la muerte y el “más allá”, la enfermedad, el pecado, nuestros vacíos.
Decía Oteiza de los vacíos de sus piedras: los apóstoles de Aránzazu, las “cajas metafísicas” que esos vacíos los llena solamente Dios…
No sabemos cómo será el más allá, esperamos -esperanza- que será. Terminaremos en el que es: “Yo soy”.
Ánimo, no temáis, soy yo.
El Señor pacifica y serena nuestra existencia.
05.-Título, manto y corona.
Poco antes, durante la cena de la noche anterior, la Última Cena, Jesús se había quitado el manto de señor para ceñirse la toalla de siervo y lavar los pies de sus discípulos.
Pilatos deja a Jesús en manos de los soldados. Enseguida lo azotan y le visten de rey con un manto rojo, “el mismísimo” manto que se había quitado la víspera, en la Cena, con sus amigos. Igualmente le ponen una corona de espinas.
Y el título, eso que firman los parlamentarios y ministros al tomar posesión de su dosis de poder, se lo dan a Jesús en la cruz: Jesús nazareno rey de todos (hebreo, latín y griego). Y este es nuestro rey.
Jesús Nazareno, rey de los judíos.
06.- Unidos al Señor, terminamos siendo.
Es también propia de S Juan la escena de la sanación del ciego del templo. Jesús le devuelve la vista (Yo soy la luz). Los del Templo (como siempre) discutían si el ciego curado era la misma persona o se parecía o era otro hombre. Y el que había sido ciego. “Soy yo”.
Es decir, al acercarnos al que es, terminamos siendo como Él.
Entonces Pilato entró de nuevo al pretorio y llamó a Jesús y le dijo:
– ¿Eres tú el Rey de los judíos?
Respondió Jesús:
+ ¿Dices eso por tu cuenta, o es que otros te lo han dicho de mí?
– Pilatos respondió:
– ¿Es que yo soy judío? Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí ¿Qué has hecho?
Respondió Jesús:
+ Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuera de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos. Pero mi Reino no es de aquí.
Entonces Pilato le dijo:
– ¿Luego tú eres rey?
Respondió Jesús:
+ Si, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz
(Jn 18, 33-37).
Este domingo se concluye el ciclo litúrgico con la festividad de Cristo Rey. Siguiendo el evangelio de Juan -muy distinto de los evangelios sinópticos- va a quedar en evidencia quién es Jesús, por qué se le juzga y porque será crucificado. Conocemos que Pilatos les dijo a las autoridades religiosas judías, cuando le entregaron a Jesús, que lo juzgaran según su Ley, pero ellos adujeron que no podían aplicar la pena de muerte y Jesús era un malhechor (Jn 18, 29-32). Entonces Pilatos entra nuevamente a interrogar a Jesús y el diálogo gira en torno al “reinado”, causa civil que podría juzgar Pilato. Pero es ahí donde se devela la diferencia de planos en los que se sitúan. Pilatos habla de los reyes de este mundo y Jesús deja claro que su reinado es distinto. Explícitamente dice que su reino es de paz, de lo contrario hubieran combatido para que no lo apresaran. También dice que su reino es un reino de verdad. En este punto es importante entender que en la Biblia la verdad no es una palabra que se conforma con la realidad sino con la alianza. En ese sentido, la verdad es fidelidad, lealtad, amor. Por lo tanto, lo que revela este interrogatorio es lo que ha estado presente en el evangelio de Juan desde el inicio: creer o no creer en Jesús es el verdadero juicio. Y aquí Jesús se afirma como aquel que esta testimoniando la verdad frente a la cual algunos la aceptan -escuchan su voz- y otros la rechazan.
Es importante entender que al hablar de dos reinos no se está refiriendo al mundo de lo sagrado y de lo profano, o de lo religioso y de lo secular. Jesús no habla de otro mundo distinto al único mundo en que vivimos, sino a la actitud que se toma en ese mundo: la de creer en los valores del reino, la de creer en Él o la de rechazarlo. El mundo de la luz es el reinado de Dios que se comienza a vivir en la historia concreta. El mundo de las tinieblas son los antivalores al reino que también se viven en el aquí y ahora. Jesús contrasta, entonces, el mundo del creer y del no creer, del reino y del anti reino, del discipulado o del rechazo a la llamada.
La fiesta de Cristo Rey, por lo tanto, no significa celebrar a Jesús al estilo de los reyes del mundo, con sus valores, estilos, poder y majestuosidad. El Cristo Rey es el que realiza la plenitud del servicio, de la misericordia, de la inclusión, en otras palabras, de las bienaventuranzas donde los primeros son los pobres y no está lejana la persecución por parte de tantos que no aceptan este actuar de Dios. Lamentable que las imágenes que tenemos de Cristo Rey revelan más la majestuosidad de los reyes de este mundo que el reinado que testimonio Jesús con sus palabras y obras. Es tarea de nosotros, como discípulos, testimoniar el verdadero reinado con nuestras palabras y obras.
(Foto tomada de: https://www.almudi.org/noticias-articulos-y-opinion/16685-jesucristo-se-hizo-pobre-por-nosotros-cfr-2co-8-9)
Comentario a la lectura evangélica (Juan 18, 33-37) del XXXIV Domingo del Tiempo Ordinario.
“Pilato dijo a Jesús: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. Jesús respondió: “¿Esto lo dices tú solo, o te lo han dicho otros de mí?”. Hasta el último domingo de este año B, se pueden encontrar ecos del debate sobre la identidad de Jesús en los pasajes de Marcos y Juan. ¿Quién es Jesús? Muchos se han preguntado esto. Algunos, principalmente opositores, tuvieron el coraje de formular la pregunta directa. Por mi parte, simplemente observo que hablar de él es más fácil que interrogarlo y sobre todo cuestionarse sobre él. Las cosas de la vida pasan, los días se suceden, los compromisos y las tareas se acumulan sobre compromisos y tareas. Ciertas preguntas corren el riesgo de no ser expresadas y quedar sin respuesta; para luego resurgir, aunque sólo sea por unos momentos, en momentos “capitales“.
El tema de este domingo es el de la realeza, que las Escrituras asocian con el del sacerdocio. El trono del Rey, la Cruz, es evidentemente también un altar.
La segunda lectura del Apocalipsis añade un tercer elemento clave: el real sacerdocio no es exclusivo del primogénito, sino que pertenece a todos. Nos ha hecho un reino, sacerdotes para su Dios y Padre. A lo largo de nuestra vida, “reinando“, hacemos un sacrificio de alabanza. Reinando. Dicho así, parece una palabra grande, si pensamos en las comodidades del trono, la arbitrariedad y las ambiciones del poder autocrático. En realidad, todos esperamos conocer bien la forma más noble de reinado: el ejercicio de la responsabilidad. Somos reyes, como guardianes que nos cuidan y nos hacen crecer; reyes jardineros. Crecemos asumiendo responsabilidad en las cosas cotidianas, la familia, el trabajo; crecemos haciendo las cosas bien (llenando los cántaros hasta el borde, como nos invita el Señor), con amor. Crecemos permaneciendo en nuestro lugar, incluso cuando nos sentimos incómodos (al pie de una cruz), continuando sirviendo incluso cuando nuestras energías están bajas. Hacemos crecer a los demás incluso amando la vida en nosotros mismos.
Algunos también son capaces de ver compromisos y asumir responsabilidades incluso fuera de la rutina del hogar y del trabajo, en el ámbito civil o en la comunidad cristiana.
Por eso podemos escuchar la pregunta de Pilato como recordatorio a cada uno de los bautizados: ¿en qué (y cómo) estamos ejerciendo nuestro ministerio real?
Cualesquiera que sean los contextos, hay que recordar dos cosas: que reinar es ante todo servir, y que los servidores son siempre inútiles (en el sentido de que la tarea que se les ha confiado los trasciende).
La Buena Noticia, fresca desde el día, pero también tan antigua como la eternidad, es ésta: Jesucristo es el Señor, el único Señor, el único Santo, el único Altísimo, el único Rey de gloria. No hay otro. Él es el “alfa” y el “omega“, el principio y el fin, el principio de inteligencia de toda la creación, el eje de convergencia de toda realidad. En Él cae toda la historia y las olas del universo chocan contra Él.
Si no encontramos motivos para alegrarnos demasiado con esta noticia, si no nos abandonamos a la gratitud, si no sentimos la necesidad incontenible de levantarnos inmediatamente para ir a transmitir este anuncio a los demás, es señal de que los creyentes hemos envejecido, y ese escepticismo, la sonrisa llena de cautela, el cálculo prudencial de quien sabe mucho, la frialdad senil, han reemplazado al entusiasmo y, quizás también, a la esperanza. Y ya no nos consideramos testigos y mensajeros que entregan un feliz mensaje tan esperado, sino repartidores que entregan una letra de cambio o la factura de la luz.
Pero ¿entendemos bien lo que significa que Jesucristo es Rey y Señor?
Significa afirmar la realeza y el señorío del hombre.
Significa rechazar los ídolos del poder, las sugerencias del dinero, el encanto de las ideologías.
Significa ir contracorriente en un mundo que de vez en cuando se puebla de nuevas divinidades y obliga a prostituirse delante de ellas.
Significa luchar contra los abusos de los más fuertes, la violencia de los arrogantes, las absolutizaciones de las estructuras.
Significa cuestionar la lógica de la opresión y la sumisión del hombre al hombre.
Significa impedir que los criterios de eficiencia sean la vara para medir a los hermanos.
Significa comprometernos para que el miedo, la soledad, el desempleo, el odio, la tortura, la masacre, la marginación de los débiles, la descalificación de los humildes reduzcan cada vez más su presencia nociva en el mundo.
Significa afirmar la precariedad de la angustia, la temporalidad del dolor, la labilidad de la enfermedad, la fugacidad de la muerte.
Significa proclamar que nuestra historia, personal y comunitaria, tiene sentido, no es inútil, no está desarticulada, avanza hacia una meta, tiene trayectoria propia. Es, en una palabra, un fragmento de la Historia de la Salvación.
Este es el feliz mensaje que el Señor hoy, fiesta de Cristo Rey, nos atrevemos a creer y a anunciar.
Manera corta y fácil para hacer la oración de fe simple presencia de Dios, por Bossuet.
1.- Hay que acostumbrarse a alimentar el alma con una simple y amorosa mirada en Dios y en Jesucristo nuestro Señor; y para este efecto hay que separarla dulcemente del razonamiento, del discurso, y de la multitud de afecciones, para mantenerla en simplicidad, respeto y atención, y aproximarla así cada vez más a Dios, su único y soberano bien, principio primero y fin último.
2.- La perfección de este camino consiste en la unión con nuestro soberano bien; y cuanto más grande sea la simplicidad, más perfecta será la unión. Es por lo que la gracia invita a simplificarse interiormente a lo que quieren ser perfectos, de forma que sean capaces de transmitir la alegría del Uno necesario, es decir de la unidad eterna.
3.- La meditación es muy buena en su momento y muy útil al comienzo de la vida espiritual, pero no hay que pararse ahí, pues el alma, por su fidelidad a mortificarse y a recogerse, recibe de ordinario una oración más pura y más íntima, la cual puede llamarse de simplicidad, que consiste en una simple visión, mirada o atención amorosa en sí, hacia cualquier objeto divino, bien sea Dios mismo o alguna de sus perfecciones, o Jesucristo y alguno de sus misterios, o alguna otra verdad cristiana. Prescindiendo el alma de su razonamiento, se sirve de una contemplación dulce que la mantiene apacible, atenta y abierta a las obras e impresiones divinas que el Espíritu Santo le comunica.
4.- La práctica de esta oración debe comenzar al alba, con un acto de fe en la presencia de Dios que está en todas partes, y en Jesucristo, cuyas miradas no nos abandonan… Este acto es producido o de una manera sensible y ordinaria… o es un siempre recuerdo de la fe en Dios presente que sucede de una forma más pura y espiritual.
5.- No hay que diversificarse para efectuar otros actos o disposiciones diferentes, sino permanecer simplemente atento a esta presencia de Dios, expuesto a su divina mirada, continuando así esta devota atención o exposición, mientras que nuestro Señor nos dará la gracia, sin afanarse en realizar otras acciones que las que nos son inspiradas.
6.- Hay que conservarse puro y libre en el interior… uniéndose a Dios frecuentemente, en encuentros simples y amorosos, recordando que estamos en su presencia, y que no quiere que nos separemos en ningún momento de él y de su santa voluntad: es la regla más básica de este estado de simplicidad; es la disposición soberana del alma: hacer la voluntad de Dios en todas las cosas…
7.- En fin, se terminará la jornada animando con esta santa presencia del examen, la oración de la tarde y al acostarse; y se dormirá con esta atención amorosa, interrumpiendo su reposo, cuando nos levantemos durante la noche, algunas palabras fervientes… como tantas voces y gritos del corazón hacia Dios.
8.- No hay que olvidar que uno de los más grandes secretos de la vida espiritual es que el Espíritu Santo nos conduce no solamente a través de iluminaciones, dulzuras, consolaciones y gracias, sino también mediante oscuridades, ofuscaciones, insensibilidades, dolores, angustias, revoluciones de las pasiones y los humores: digo todavía más, que este camino de la cruz es necesario, que es bueno, que es el mejor, el más seguro y el que nos hace llegar más pronto a la perfección… …La mejor oración es aquella en la que el alma se abandona plenamente a los sentimientos y a las disposiciones que Dios mismo pone en el alma, y donde se le estudia con simplicidad, humildad y fidelidad para conformarse a su voluntad y a los ejemplos de Jesucristo…”
El silencio no es hijo de la superficialidad, sino de vivir desde la conciencia profunda. Pero esto exige un adiestramiento. Él nos ayuda a realizar el camino del silencio que termina en la quietud del corazón. Es lo que nos aporta este artículo.
Hace siglos, los Padres del desierto vivían conducidos por este principio de sabiduría: “Fuge, tace, quiesce”:”Huye calla y reposa”.
Desde la perspectiva de quienes queremos vivir la contemplación en medio de la vida diaria, creo que podríamos hacer esta traducción de aquel principio sabio: “Huye de la dispersión de la superficialidad, sosiégate, serénate, y serás conducido a la quietud del Espíritu”.
Para que el agua del Espíritu que mana dentro de nosotros pueda inundarnos e inundar todo lo que tocamos, necesitamos tener una actitud de sosiego, de serenidad y de quietud, en medio del mundo de relaciones y de acontecimientos en los que vivimos. No es fácil, pero es posible y es imprescindible, si queremos dejar al Espíritu del Padre hacer sus obras en nosotros.
Huyo de la dispersión, de la superficialidad.
Los grandes regalos que la civilización actual ofrece al hombre, entrañan una gran dificultad para vivir dentro y en reposo profundo.
Hay más posibilidades de moverse, existe un diluvio de información, nos llegan medios de presiones masivas, de estímulos de todo tipo en una sociedad rica, pluralista y libre, nuevas comodidades y objetos de todo tipo.
El uso indiscriminado de estas realidades está haciéndonos personas llenas de estrés, muy dispersas, personas nerviosas que viven fuera de sí, personas superficiales a caballo de la última novedad, personas poco silenciadas, que no viven a tope el presente, disfrutándolo; personas evadidas y desarmónicas. En El arte llamar de amar, Eric Fromm escribe: “Nuestra cultura lleva a una forma difusa y descentrada, que casi no registra paralelo en la historia. Se hacen muchas cosas a la vez… Somos consumidores con la boca siempre abierta, ansiosos y dispuestos a tragarlo todo. Esta falta de concentración se manifiesta claramente en nuestra dificultad para estar a solas con nosotros mismos”.
Es tan fuerte esta situación que incluso se percibe en la vida de muchos sacerdotes y en las comunidades religiosas de vida activa, a quienes vemos estresados, sin tiempo para el encuentro personal, cogidos por horas de TV, sin espacios gratuitos y con un clima de parloteo que, a veces, son para preocupar.
Hemos de ser conscientes de esta situación quiénes queremos dejarnos conducir por el Espíritu hacia “el estado del hombre adulto, la madura es de la plenitud de Cristo” (Ef. 4,13). Así superamos positivamente la ambivalencia de la realidad actual en la que debemos vivir.
Es necesario vivir desde la profundidad.
No es posible que se dé en nosotros un nivel de conciencia mística, viviendo el nivel de conciencia superficial. Es necesario hacer fondo. Vivir desde lo hondo de nosotros, desde dentro, desde “la sustancia del alma”.
La vida del Espíritu es una sorprendente revelación de nuestra realidad fundamental y del Dios que vive en lo profundo de nosotros. Esto exige del creyente vivir desde su realidad esencial
Viviendo desde la profundidad, nuestra personalidad se armoniza Y cada pieza de nuestro puzle se va colocando en su sitio y aflorando nuestro rostro original.
Viviendo en ella, nos relacionamos con las personas desde una actitud de veracidad. Es mi yo verdadero quien sale a acoger al otro con quien me relaciono. Desde la profundidad puedo percibir los acontecimientos en su objetividad y puedo implicarme ycomprometerme con ellos en lo que desde mi verdadera realidad puede aportarles.
Desde la profundidad capto las ataduras, las distorsiones que desde mi falso yo están interceptando la relación verdadera con todo cuanto existe. Situo bien las tormentas de superficie que se dan en mí.
Por último solo desde la profundidad puedo valorar, puedo vivir en comunión con lo que es el Núcleo Esencial de cuánto existe, puedo ser introducido en el nivel de conciencia cristica para ir siendo unificado a Jesucristo.
Sosiégate, serénate.
Para poder vivir desde la hondura, es necesario no solo serenar la superficie, si no hacer todo el camino de sosiego que nos introduzca en la quietud del Espíritu.
Comencemos por cuidar el lugar donde vivimos. Muchos de los ruidos y de las tensiones que nos rodean son controlables. En tu casa, en el trabajo, en tu vida de relaciones pueden disminuirse los ritmos para ir construyendo un ambiente sereno, relajado, acogedor.
Una habitación ordenada, el detalle de una flor, el modo de caminar, tu manera de relacionarte con quienes vives, un tono de música apropiada, la hostilidad en los muebles y en los adornos de tu casa… son medios muy eficaces para vivir en un ambiente sereno y sosegado. Todos tenemos la experiencia de lugares que solo entrar en ellos nos sosiegan y no sitúan dentro de nosotros.
Otro paso es el sosiego de la persona. Soltar las tensiones musculares innecesarias, lograr un tono de relajación corporal que mantenga nuestro cuerpo en armonía. Hay que revisar nuestras costumbres en la comida, equilibrar más la tensión y el descanso, hacer un pequeño tiempo diario de ejercicio corporal. El cuerpo es la cara del espíritu, es la expresión sensible de la transcendencia es el templo de la divinidad… y debemos ayudarle para que puede transparentarla.
Llegamos así al sosiego psicológico.
Este es la armonía de todas nuestras dificultades. Fruto de ser señores de nuestro ser. De vivir conscientemente cada una de nuestras actividades, de estar aquí y ahora con aquellas dimensiones del ser que ahora necesitamos ejercitar.
La serenidad es el fruto de una adecuación del adentro con el afuera, en todo momento. La serenidad no es posible, además, sino en la medida en que nuestro mundo inconsciente vaya estando aclarado y descongestionado. Miedos, ansiedades, conflictos internos, influjos sutiles… todo debe irse limpiando para que haya también una adecuación entre nuestro consciente y nuestro inconsciente. La serenidad es el fruto de esta adecuación.
San Juan de la Cruz nos dirá que para que “el entendimiento está dispuesto para la divina unión ha de quedar limpio del todo. Un entendimiento íntimamente sosegado y acallado puesto en la fe”. (2 S. 9,11).
Así llegamos al gran sosiego, a la serenidad fundamental, la serenidad del corazón. Es el silencio de las raíces del ser, de donde nace el desorden radical: “Lo que sale del corazón del hombre es lo que contamina al hombre. Porque de dentro del corazón de los hombres salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraudes, libertinaje, enviada, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas prevaricaciones salen de dentro y contaminan al hombre” (Mc. 7,20-23). Por eso Tony de Mello ha dicho que el silencio profundo es “la ausencia del egoísmo”.
La persona sosegada del todo es aquella que vive en la paz del corazón. La que domina sus apetencias, la que ha salido de si para vivir en el amor al Otro y a los otros, es la persona libre que tiene todo bajo sus pies, es el indiferente positivo de San Ignacio: “Igual muerte que vida, salud que enfermedad, riqueza que pobreza…”, Es aquel que ve todo solo desde el querer de Dios, es el pobre de corazón.
“En esta desnudez halla la persona espiritual su quietud y descanso, porque no codiciando nada, nada le fatiga hacia arriba y nada le oprime así abajo porque está en el centro de su humildad”, dice San Juan de la Cruz (1S.13, 13). En este silencio del corazón el que nos capacita para ver a Dios. “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”. Y nos capacita para ver al hermano desde la verdad, para acogerlo en su realidad, sin proyectar sobre él nuestras ilusiones o nuestras frustraciones, nuestras tentaciones del dominio. Este sosiego del corazón nos capacita para amar, un amor adulto y un amor teologal. Hace salir de nosotros la actividad verdadera, ese hacer ya que nos madura y hace crecer el Reino de Dios en la vida humana.
Necesidad de adiestramiento.
Todo este proceso de sosiego y de serenidad, impulsado en nosotros por el Espíritu, necesita de nuestra colaboración.
Hace falta todo un nuevo estilo de ascesis que deje crecer en nosotros la armonía y la unidad a la que somos llamados, en medio de un ambiente consumista y burgués en el que nos toca vivir.
Es necesaria una disciplina personal, comunitaria y ambiental. Jesús lo deja claro en el Evangelio: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia y todas las demás cosas se os darán por añadidura. No os preocupéis de la mañana: el mañana se preocupara de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propia dificultad” (Mt 6, 33-34). “El que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,33). “Venid a un lugar solitario para descansar un poco. (p. 31). Porque eran tantos los que iban y venían que no les quedaba tiempo para comer” (Mc 6,31) “Sialguno quiere seguir conmigo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí la encontrará” (Mt 16, 24-25).
Necesitamos incluso, alguna metodología que nos acompañe durante esta peregrinación hacia el sosiego del corazón, al menos durante las primeras etapas. Las diversas generaciones creyentes han ido ejercitando, en su época, el método popular adecuado que conduciría al sosiego y la serenidad del espíritu.
Hoy también se nos ofrece viejos y nuevos métodos para el silencio del ser. Cada uno ha de encontrar el que más le ayude. Urge también encontrar el espacio de soledad y el ritmo de soledad que cada uno necesita para crecer. Jesús armonizaba soledad y servicio. A veces de noche, otras de madrugada. A veces marchando a la montaña, otras internándose en el mar o en el huerto de un amigo. A veces, los pequeños momentos oracionales que cada día realizaba como un buen israelita, a veces la fidelidad a los momentos semanales en la sinagoga o las grandes semanas en las que subía a Jerusalén.
La soledad es imprescindible en dimensiones diversas y en equilibrio con la actividad y el tiempo dedicado a las relaciones fraternales. La actividad será motor de crecimiento de nosotros, si encontramos el ritmo adecuado de soledad y de presencia en la vida.
“El abad Moisés dijo a el abad Macario: “Yo deseo estar en sosiego y serenidad, pero los hermanos no me dejan”. Él le contesto; “Me parece que tú eres de natural tierno y delicado y no eres capaz de deshacerte de un hermano inoportuno. Si realmente buscas el sosiego de corazón ve al desierto, bien dentro, a Petra, verás cómo allá encontrarás el reposo que buscas”. Así lo hizo y consiguió la paz”.
Cada uno según su modo de ser y las circunstancias en las que debe vivir, debe encontrar la medida de soledad que necesita para responder a las exigencias que Dios pone en su corazón.
Así entrarás en la quietud del espíritu.
El sosiego y la serenidad de toda la persona van introduciéndonos en una activa quietud que en su momento va siendo madurada por el don de la quietud del Espíritu.
La verdadera quietud es intensidad de amor. Es poner en dirección de Dios todas las fuerzas, todas las capacidades, todo el corazón. Es amar sin medida a quien nos ama desmesuradamente.
La quietud es como un enraizamiento en Dios; es tenerlo ahí como la única tierra en que hemos sido plantados, en la que crecemos y desde la que fructificamos. Va haciéndose nosotros en la medida que estamos cogidos por el único necesario. “Marta, Marta aún estás cogida por muchas preocupaciones y no te das cuenta que solo una es necesaria. María la ha encontrado y por eso, su quietud y su enraizamiento en la tierra auténtica” (Lc 10, 41-42).
Esta quietud es contemplación. Así define la contemplación San Juan de la Cruz: “La atención amorosa a Dios en paz interior y quietud y descanso” (2S. 13,4). Y también: “Es una quietud amorosa y sustancial” (2S. 14,4). Y en el mismo capítulo: “Poniéndose la persona delante de Dios, se pone en acto de noticia confusa, pacífica, amorosa y sosegada, en que está la persona bebiendo sabiduría, amor y sabor” (2S. 14,2).
La quietud es la paz de Dios que insufla en el fondo del corazón.
La quietud no es inactividad. Lo místicos han actuado, han hecho lo que tenían que hacer, pero desde ese núcleo sagrado y quieto de quien solo busca “la honra y la gloria de Dios”.
La quietud tampoco es ausencia de sufrimientos. No hay verdadera quietud sin buena cruz. Pero se puede sufrir mucho y crecer en la quietud. Algunas personas me han dicho: “Estoy sufriendo mucho desde esta situación sin salida, pero hay un núcleo dentro de mí que sigue inalterable, en total paz”.
Cuando este don de la quietud va asentándose en la persona de Dios siendo el único Maestro, el guía espiritual del ser humano. Ya no necesita otros medios y maestros que le conduzcan en su claridad oscuridad.
“En soledad vivía
y en soledad ha puesto ya su nido,
y en soledad la guía
a solas su querido,
también en soledad de amor herido” (Canción 35)
Es la sabiduría de Dios, la única sabiduría del que vive en esta quietud: “Sabiduría de Dios, secreta, escondida, en la cual, sin ruido de palabras y sin ayuda de algún sentido corporal ni espiritual, como en silencio y quietud, a oscuras de todo lo sensitivo y natural, enseña Dios cultísima y secretísimamente a la persona, sin ella saber cómo, lo cual algunos llaman “entender no entendiendo” (Canción 39,12).
Es el punto final de este largo camino del sosiego y la serenidad. “Hay personas que con sosiego y quietud van aprovechando“, (S. prologo 7).
Aventura maravillosa la que hemos descrito. Aventura esencial que va a lograr en nosotros la integración de toda nuestra persona, la fecundidad en su quehacer y el crecer sin cesar en esta tierra teologal del único Dios
Las lecturas litúrgicas de hoy del 33.º Domingo del Tiempo Ordinario están disponibles aquí.
Revelación completa: me encantan las lecturas de hoy porque incluyen una de las pocas veces que mi nombre aparece en las Escrituras: “En aquel tiempo se levantará Miguel, el gran príncipe, protector de tu pueblo…” (Daniel 12:1).
Una revelación completa más importante: aunque estás leyendo esta publicación después del 5 de noviembre, la estoy escribiendo antes de las elecciones. Cualquiera sea el resultado, creo que podemos llamar con seguridad a este período “un tiempo sin igual en la angustia”, en palabras de la primera lectura de hoy. Incluso las personas más irritantemente plácidas que conozco han estado operando en niveles máximos de estrés desde aproximadamente el Día del Trabajo. Aunque muchos, además de nosotros, la comunidad LGBTQ, tenemos motivos para alarmarnos, hay mucha verdad en una cita que he visto muchas veces en las últimas semanas: “Si no entiendes por qué tu amigo gay está preocupado ahora mismo, no tienes un amigo gay: simplemente conoces a una persona gay”.
Y aunque cuando leas esto sabrás si tu estrés estaba justificado o no, y si se ha aliviado o no, el estado de ánimo ansioso contemporáneo sobre los acontecimientos venideros es totalmente consonante con las lecturas típicamente apocalípticas del cierre del año litúrgico a medida que nos acercamos al Adviento.
Las visiones apocalípticas compartidas hoy tanto por el profeta Daniel en la primera lectura como por Jesús en el evangelio son relevantes e instructivas. La ubicación de estas lecturas en el leccionario al final de lo que llamamos “Tiempo Ordinario” (que termina el próximo domingo, la fiesta de Cristo Rey) nos enseña sobre el final literal de nuestro “tiempo ordinario”. El “reino de Dios” enseñado por Jesús no se refiere sólo a un futuro que sigue a nuestro presente, sino a la llegada del tiempo especial de Dios, kairos, para reemplazar el tiempo “ordinario” del calendario/reloj, chronos. Y por eso las imágenes perturbadoras siempre contienen también promesas brillantes: es el trabajo de la profecía hablar de esperanza en el horror, hacer que la eternidad se estrelle contra lo cotidiano.
La belleza de las promesas esperanzadoras en las Escrituras es que no son “simplemente ten paciencia con tu presente desagradable: recibirás un pastel en el cielo cuando mueras”. Prometen que en el tiempo real de Dios (kairos), la justicia ya vista en los profetas es la señal de la victoria de Dios. Daniel deja en claro que los justos entre nosotros son ahora nuestra luz y esperanza: “Pero los sabios brillarán como el esplendor del firmamento, y los que conducen a la multitud a la justicia serán como las estrellas para siempre”. Cualquiera que sea el mal y la opresión que ahora oscurecen nuestra vista, en kairos, Marsha P. Johnson brilla intensamente; Harvey Milk es como el esplendor del firmamento; y el padre Mychal Judge, OFM, es como las estrellas eternas.
En la predicación apocalíptica que se encuentra en el evangelio de hoy, Jesús continúa y se hace eco de la visión profética de Daniel, de una manera vívidamente personal. Su declaración “el Hijo del Hombre viniendo en las nubes con gran poder y gloria” cita al profeta, y apunta tanto hacia atrás como hacia adelante: de regreso a la escritura que invoca, y hacia adelante a su propio “tiempo de tribulación”. Es un recordatorio de que el kairos no es como nuestro tiempo ordinario. Podemos asumir razonablemente que cuando predicó estas palabras, Jesús sabía lo que vendría muy pronto para Él. Estas palabras subrayan Su conocimiento y aceptación de lo que estaba por venir: durante Su juicio, cuando se le preguntó si Él era el Mesías, dijo que sí, y luego repitió esta cita de Daniel, sabiendo muy bien que sellaría Su sentencia de muerte.
También podemos suponer que Él fue fortalecido por la promesa profética que pronuncia, que “… entonces enviará a los ángeles y reunirá a sus escogidos de los cuatro vientos” (de nuevo, en el kairos de Dios, no en nuestro chronos). Dispersos a los cuatro vientos como podrían estar en este momento, hay elegidos (Mychal, Harvey, Marsha, Bayard Rustin, bell hooks, James Baldwin y muchos otros, tanto conocidos como anónimos), y Dios enviará ángeles para reunirlos.
La última parte desconcertante de la promesa en las palabras de Jesús hoy es “En verdad os digo: no pasará esta generación hasta que todo esto suceda. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. La verdad en estas palabras no es literal sino verdad profética, y nuevamente, se refiere al kairos, no al chronos. Hubo mucha confusión en la Iglesia primitiva cuando la gente tomó esas palabras literalmente: algunas de las cartas de Pablo transmiten la clara sensación de que él y sus congregaciones esperaban que Jesús regresara a la hora del almuerzo el próximo martes. Pero la verdad en las palabras de Jesús es que el “día y la hora” del tiempo de Dios es ahora, dondequiera que los justos brillen como las estrellas, no en algún “más allá” o “dulce más allá”. Recordemos siempre eso, ya sea que estemos viendo tribulaciones o triunfos en los titulares diarios.
—Michaelangelo Allocca (él), New Ways Ministry, 17 de noviembre de 2024
Comentarios desactivados en “Plantearnos las grandes cuestiones”. 33 Tiempo ordinario – B (Marcos 13,24-32)
Al hombre contemporáneo no le atemorizan ya los discursos apocalípticos sobre «el fin del mundo». Tampoco se detiene a escuchar el mensaje esperanzador de Jesús, que, empleando ese mismo lenguaje, anuncia sin embargo el alumbramiento de un mundo nuevo. Lo que le preocupa es la «crisis ecológica». No se trata solo de una crisis del entorno natural del hombre. Es una crisis del hombre mismo. Una crisis global de la vida en este planeta. Crisis mortal no solo para el ser humano, sino para los demás seres animados que la vienen padeciendo desde hace tiempo.
Poco a poco comenzamos a darnos cuenta de que nos hemos metido en un callejón sin salida, poniendo en crisis todo el sistema de la vida en el mundo. Hoy, «progreso» no es una palabra de esperanza como lo fue el siglo pasado, pues se teme cada vez más que el progreso termine sirviendo no ya a la vida, sino a la muerte. La humanidad comienza a tener el presentimiento de que no puede ser acertado un camino que conduce a una crisis global, desde la extinción de los bosques hasta la propagación de las neurosis, desde la polución de las aguas hasta el «vacío existencial» de tantos habitantes de las ciudades masificadas.
Para detener el «desastre» es urgente cambiar de rumbo. No basta sustituir las tecnologías «sucias» por otras más «limpias» o la industrialización «salvaje» por otra más «civilizada». Son necesarios cambios profundos en los intereses que hoy dirigen el desarrollo y el progreso de las tecnologías. Aquí comienza el drama del hombre moderno. Las sociedades no se muestran capaces de introducir cambios decisivos en su sistema de valores y de sentido. Los intereses económicos inmediatos son más fuertes que cualquier otro planteamiento. Es mejor desdramatizar la crisis, descalificar a «los cuatro ecologistas exaltados» y favorecer la indiferencia.
¿No ha llegado el momento de plantearnos las grandes cuestiones que nos permitan recuperar el «sentido global» de la existencia humana sobre la Tierra, y de aprender a vivir una relación más pacífica entre los hombres y con la creación entera?
¿Qué es el mundo? ¿Un «bien sin dueño» que los hombres podemos explotar de manera despiadada y sin miramiento alguno o la casa que el Creador nos regala para hacerla cada día más habitable? ¿Qué es el cosmos? ¿Un material bruto que podemos manipular a nuestro antojo o la creación de un Dios que mediante su Espíritu lo vivifica todo y conduce «los cielos y la tierra» hacia su consumación definitiva?
¿Qué es el hombre? ¿Un ser perdido en el cosmos, luchando desesperadamente contra la naturaleza, pero destinado a extinguirse sin remedio, o un ser llamado por Dios a vivir en paz con la creación, colaborando en la orientación inteligente de la vida hacia su plenitud en el Creador?
Comentarios desactivados en “Reunirá a los elegidos de los cuatro vientos.”. Domingo 17 de noviembre de 2024. Domingo 33º del tiempo ordinario
Leído en Koinonia:
Daniel 12, 1-3: Por aquel tiempo se salvará tu pueblo. Salmo responsorial: 15: Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti. Hebreos 10, 11-14. 18: Con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a los que van siendo consagrados. Marcos 13, 24-32: Reunirá a los elegidos de los cuatro vientos.
Cercanos ya al final del año litúrgico, la liturgia de hoy nos presenta a través de la lectura del libro de Daniel y del evangelio, textos relativos al final de los tiempos. En efecto, el pasaje de Daniel anuncia la intervención de Dios a favor de sus fieles a través de Miguel, el ángel encargado de proteger a su pueblo. Estas palabras de Daniel hay que enmarcarlas en el marco amplio de todo el libro cuyo género y estilo corresponden a la corriente apocalíptica bastante popularizada a finales del período veterotestamentario. Todo el libro de Daniel es un llamado a la esperanza, característica principal de toda la literatura apocalíptica. No se trata tanto de una revelación especial de lo que sucederá al final de los tiempos, cuanto la utilización de imágenes que invitan a mantener viva la esperanza, a no sucumbir ante la idea de una dominación absoluta de un determinado imperio. El texto que leemos hoy es subversivo para la época, pues invita al rechazo del señorío absoluto de los opresores griegos de aquel entonces que a punta de violencia se hacían ver como dueños absolutos de las personas, del tiempo y de la historia.
Por su parte el evangelio nos presenta una mínima parte del «discurso escatológico» según san Marcos. Un poco antes de comenzar la narración de la pasión, muerte y resurrección de Jesús, los tres sinópticos nos presentan palabras de Jesús cargadas de sabor escatológico.
El pasaje de hoy hay que leerlo a la luz de todo el capítulo 13. Es más, conviene que en casa o en el grupo lo leamos completo y, de ser posible, leamos también el discurso escatológico de Mateo y de Lucas, eso nos ayudará a ver mucho mejor las semejanzas y las diferencias entre los tres y, por otro lado, nos facilitará una mejor comprensión del sentido y finalidad que cada uno quiso darle a esta sección.
Tengamos en cuenta que en ningún momento hablan los evangelistas del «fin del mundo», en sentido estricto, esa es una interpretación equivocada que no ha traído los mejores resultados ni a la fe del creyente ni a su compromiso con el prójimo y con la historia. No es éste, con palabras sacadas de aquí y de allá, el «fundamento» bíblico o teológico de las «postrimerías del hombre» de que nos hablaba el «catecismo del padre Astete», o de los «novísimos» que nos enseñaba la teología… O, por lo menos, no se debe reducir a eso.
Jesús no predica el fin del mundo, ése no era su interés. Las imágenes de una conmoción cósmica descrita como estrellas que caen, sol y luna que se oscurecen, etc., son una forma veterotestamentaria de describir la caída de algún rey o de una nación opresora. Para los antiguos, el sol y la luna eran representaciones de divinidades paganas (cf. Dt 4,19-20; Jr 8,2; Ez 8,16), mientras que los demás astros y lo que ellos llamaban «potencias del cielo», representaban a los jefes que se sentían hijos de esas divinidades y en su nombre oprimían a los pueblos, sintiéndose ellos también como seres divinos (Is 14,12-14; 24,21; Dn 8,10). Pues bien, en línea con el Primer Testamento, Jesús no pretende describir la caída de un imperio o cosa por el estilo, para él lo más importante es anunciar los efectos liberadores de su evangelio; y es que el evangelio de Jesús debe propiciar, en efecto, el resquebrajamiento de todos los sistemas injustos que de uno u otro modo se van erigiendo como astros en el firmamento humano.
Jesús es consciente y sabe que la única forma de rescatar, redireccionar el rumbo de la historia por los horizontes queridos por el Padre y su justicia, es haciendo caer los sistemas que a lo largo de la historia intentan suplantar el proyecto de la justicia querido por Dios, con un proyecto propio, disfrazado de vida pero que en realidad es de muerte. Esta tarea la debe realizar el discípulo, el que ha aceptado a Jesús y su proyecto. Recordemos la intencionalidad teológica y catequética de Marcos: a Jesús, el Mesías (cuyo «secreto» se mantiene a lo largo de todo el evangelio), sólo se le puede conocer siguiéndolo; y bien, el seguimiento implica no sólo ir detrás de él, implica además, tomar el lugar de él, asumir su propuesta como propia y luchar hasta el final por su realización.
Discípulas y discípulos están entonces comprometidos en ese final de los sistemas injustos cuya desaparición causa no miedo, sino alegría, aquella alegría que sienten los oprimidos cuando son liberados. Ésa debiera de ser nuestra preocupación constante y el punto para discernir si en efecto nuestras tareas de evangelización y nuestro compromiso con la transformación de lo injusto en relaciones de justicia está causando de veras el efecto que debe tener el evangelio, o si simplemente estamos ahí a merced de las corrientes del momento esperando quizás que se cumpla lo que no ni siquiera pasó por la mente de Jesús. Leer más…
Comentarios desactivados en 17.11.24 Entonces verán al Hijo del Hombre (Mc 13, DOM 33 TO)
Del blog de Xabier Pikaza:
Este sol y esta luna no se apagarán para que el mundo quede a oscuras, sino para que pueda brillar y brille el Hijo del Hombre a quien todos verán, viniendo con gran gloria, con su luz más alta, alumbrándoles con ella. En ese sentido se puede afirmar que al final no hará falta sol o luna porque el Hijo del Hombre (Dios y su Cordero: cf. Ap 21, 23; 22, 5) serán directamente luz y vida para todos los elegidos.
Venida del Hijo del hombre (13, 24-27)
La señal que los cuatro habían pedido a Jesús (13, 4) era la Abominación de 13, 14, pues ella está vinculada, de un modo general, al cumplimiento de “todas estas cosas” (13, 4), que aluden sobre todo a la caída del templo de Jerusalén. Pero, en sentido más profundo, la señal definitiva será el Hijo de Hombre que viene, como culmen del evangelio.
(a. Tiempo) 24 Pero en aquellos días, después de aquella tribulación,
(b. Des-astre) el sol se oscurecerá y la luna no dará resplandor; 25 las estrellas caerán del cielo y las fuerzas celestes se tambalearán;
(c. Hijo del hombre) 26 y entonces verán al Hijo del humano viniendo en nubes con gran poder y gloria.
(d. La gran reunión) 27 Y entonces enviará a los ángeles y reunirá de los cuatro vientos a sus elegidos, desde el extremo de la tierra al extremo del cielo.
Ésta es la afirmación central de la escatología de Marcos, una palabra que, unida al camino de muerte y resurrección de Jesús, constituye el eje de su evangelio. Podían decirse y se decían (o se dirán) palabras semejantes sobre la venida del Hijo del hombre en otros lugares del judaísmo de aquel tiempo, partiendo de Dan 7, 13-14 (como en la tradición de Henoc y en la de Esdras), pero sólo los cristianos identifican al Hijo del hombre con Jesús crucificado y le interpretan en ese contexto.
Significativamente, este Hijo de Hombre viene “después de aquella tribulación”, de manera que no tiene que combatir directamente contra el Anticristo o contra el Diablo (o contra alguna otra figura satánica). No tiene rasgos guerreros, ni vence luchando a sus enemigos. Por eso, su venida no puede entenderse en forma de violencia, como resultado de algún tipo de guerra, sino como triunfo de la gracia sobre la violencia. Éste es el centro de la “teodicea” cristiana, la defensa de Dios, la manifestación suprema de su poder y gloria, como salvación de los elegidos[1].
13, 24a. Tiempo final, en aquellos días
24 Pero en aquellos días, después de aquella tribulación,
La escena empieza con un corte: pero (alla). Frente a todo lo anterior surge algo nuevo, distinto. Éste es el pero de Dios, que se alza y revela como divino frente a todas las cosas de los hombres, desde la altura suprema (o desde el final) de la historia, no para condenar a nadie (no hay ninguna condena), sino para mostrarse divino y salvar a los “elegidos” (a los suyos), desde los cuatro extremos del orbe. Significativamente, aquí no se dice nada de infierno, en contra del esquema dual (buenos y malos, salvados y condenados) que aparece en otros textos significativos de la Biblia (como Dan 12, 1-3 o Mt 25, 31-46)[2]. Tampoco se habla aquí de Gehena, como en Mc 9, 43-47, sino sólo de la salvación de los elegidos, como seguiremos viendo.
− En aquellos días (en ekeinais tais hêmerais) es una frase hecha que se emplea en las narraciones simbólicas (fábulas y cuentos) para indicar un tiempo indeterminado, pero de gran importancia. Es una frase que aparece con frecuencia en el Nuevo Testamento (desde Mt 3, 1 hasta Ap 9, 6; y dentro de Maros en 1, 9; 8, 1), y que denota un tiempo indefinido que no quiere o no puede especificarse más. De todas formas, aquí se vincula, de manera más concreta, al período que empieza con la Abominación de la Desolación (13, 14), un período que 13, 19 ha definido como tiempo de la crisis más grande de la historia.
− Después de aquella tribulación, señalada de un modo especial en 13, 19, tras “el despliegue” de la Abominación de 13, 14 y de la gran lucha que sigue… Según eso, el tiempo de la Abominación y el del Hijo del Hombre no coinciden, ni ellos (el Abominable y el Cristo) luchan entre sí, sino que el “tiempo” del Hijo de Hombre (si es que puede interpretarse como tiempo) viene “meta”, es decir, después que se han agotado y terminado los días de la Abominación.
Se trata, por tanto, de un tiempo que es próximo (como he venido mostrando la dinámica del evangelio, desde 1, 14-15 hasta 9, 1), pero que, por otra parte, se abre de un modo indefinido, que está marcado por la misión del evangelio en todo el mundo (13, 10; 14, 19).
De esa forma, el Jesús de Marcos libera a sus oyentes de la angustia vinculada a la inmediatez apocalíptica (¡no se puede decir que el fin viene ya, en un tiempo prefijado, pero muy cercano!), para ofrecerles una tarea de misión universal. En esa línea debemos añadir que el tiempo de la misión del evangelio es tiempo de prueba (de gran tribulación), que se extiende y abre, trazando un camino de seguimiento de Jesús y de creación de comunidades. Puede ser un tiempo “largo”, pero no es tiempo sin fin, sino que culminará con la gran manifestación del Hijo del Hombre, vinculada a los signos de un desastre cósmico.
13, 24b-25. Des-astre, el sol se oscurecerá
el sol se oscurecerá y la luna no dará resplandor; 25 las estrellas caerán del cielo y las fuerzas celestes se tambalearán;
Tomo esa palabra (des-astre) en su sentido fuerte, como destrucción del orden astral donde se sustenta (o refleja) la vida de la tierra y la historia de los hombres. Como la Biblia sabe y dice, desde su perspectiva cósmica (Gen 1, 14-19, el día cuarto), en el centro de su gran Semana creadora, Dios ha fijado el orden de la bóveda celeste, con el sol, luna y estrellas, por “encima” de la tierra, para iluminarla y hacer así posible que exista vida en ella. Por eso, el fin de la historia actual viene marcado con la destrucción de ese orden, es decir, con el gran des-astre, algo que sólo Dios puede realizar.
Los fenómenos anteriores, incluidos en la gran tribulación, sucedían antes en el plano de la tierra (terremotos, hambre), y en el plano de la historia de los hombres (guerras, persecuciones, abominación, engaños, huída…), aunque en ella viniera a proyectarse la sombra de Satán, a quien hemos visto luchando contra Jesús desde 1, 13 (pasando por 3, 23-26 y 4, 15). Ahora, al final, interviene otro agente, que es Dios, que aparece como causa del gran des-astre, con sus dos vertientes. (a) La destrucción del orden cósmico actual. (b) La creación de un orden nuevo de salvación, centrado en el Hijo del hombre (y no en este sol, luna y estrellas).
El primer motivo (destrucción del orden astral) aparece en la Biblia desde antiguo y puede vislumbrarse ya su “riesgo” en Gen 7, cuando se supone que Dios abrió las “compuertas” que cierran y regulan la caída de las aguas del gran mar que se extiende sobre la bóveda celeste, amenazando con inundar y ahogar toda forma de vida sobre la tierra. Pero Dios se “arrepintió”, cerró luego las compuertas, dejó que la tierra se secara e inicio un nuevo camino de historia prometiendo a los hombres que “mientras dure la tierra” seguirá habiendo frío y calor, verano e invierno, noche y día, con los astros regulando la vida desde arriba (cf. Gen 8, 1. 20-22). Pues bien, Mc 13, 24 supone que ha llegado ya el fin para el orden de la tierra.
En esa línea, siguiendo una antigua tradición, que no sólo es judía sino que aparece en relatos míticos (cosmogónicos) de muchos pueblos, desde la India hasta Grecia (e incluso en la América pre-colombina), 2 Ped 3, 6-7 asegura que el primer mundo fue destruido por el agua (en tiempos de Noé) y que este mundo actual (el último) lo será por el fuego, a través de una gran conflagración o incendio cósmico, que se vincula de algún modo con el infierno. Pues bien, este pasaje de Marcos no introduce ni evoca esos motivos (del agua y del fuego). Ciertamente, Marcos recuerda, en otro contexto, el fuego sin fin de la Gehena (9, 43-47); pero aquí, al final de todo, no hay fuego ninguno ni incendio, sino sólo el apagamiento del orden astral de la actualidad.
Este des-astre ha sido evocado, de un modo más poético que “científico”, en diversos textos del Antiguo Testamento, muy semejantes al nuestro (tejido con citas de Is 13, 10; 34, 4; Joel 2, 10. 31; 3, 15). En ellos se supone un gran oscurecimiento (y también un derrumbamiento). Según la cosmología de aquel tiempo, el orden actual de la tierra (y la historia humana) existe porque hay luz de sol y de luna, y porque las estrellas están “fijadas” en el cielo, sin caerse. La manera más sencilla de imaginarse el fin es un gran “apagamiento” del sol y de la luna, que dejan de emitir su luz, dejando todo a oscuras. No hacen falta más terrores, sólo una gran oscuridad, con los astros cayendo como meteoritos sobre la faz de la tierra.
De esa forma, Marcos ha compuesto un texto apocalíptico de gran sobriedad y de profundo efecto simbólico, sin apelar a ningún tipo de terrores, limitándose a recordar la fragilidad de un orden cósmico que surge de Dios y que Dios puede abandonar. Marcos sabe que los grandes y pequeños astros no son divinos, ni eternos, sino que pueden apagarse y que, de hecho, se apagarán un día (que él relaciona con el pecado de los hombres y en especial con la Abominación, evocada en 13, 14). No ha tenido que vincular de un modo más preciso esos momentos (la maldad de los hombres, la Abominación histórica, el oscurecimiento de los astros), aunque supone que están relacionados. Pero más que esa relación destructora (que algunos han visto en el Apocalipsis de Juan), Marcos ha destacado la relación positiva que existe entre el fin de este mundo y la reunión salvadora de los elegidos.
Estrictamente hablando, como seguiremos viendo, los astros no se apagan para castigar y condenar a los impíos (a los seguidores de la Abominación), que quedan así a oscuras y sufriendo un horror insufrible, como los perversos de Sab 17, 1−18, 4 en Egipto, sino para salvar a los elegidos. Este sol y esta luna no se apagarán para que todo quede a oscuras, sino para que pueda brillar y brille el Hijo del Hombre a quien todos verán, viniendo con gran gloria, es decir, con su luz más alta, alumbrándoles con ella. En ese sentido se puede afirmar que al final no hará falta sol o luna porque el Hijo del Hombre (Dios y su Cordero: cf. Ap 21, 23; 22, 5) serán directamente luz y vida para todos los elegidos.
13, 26. El Hijo del Hombre
26 y entonces verán al Hijo del Hombre viniendo en las nubes con gran poder y gloria.
Atrás queda el signo de la Abominación (el Abominable), elevándose allí donde no debe (13, 14). Significativamente, Marcos no ha dicho qué ha pasado con el Abominable, ni siquiera una palabra evocando su ruina, aunque supone que su intento de dominio (de elevarse frente a Dios, ocupando su lugar) ha sido vano. En esa línea debemos añadir que, según Marcos, no ha existido (no se ha dado) una batalla apocalíptica, sino sólo un intento frustrado (el Abominable no ha logrado aquello que quería), con el triunfo final del Hijo del hombre, que viene cuando Dios quiere, sin necesidad de batalla ninguna (a diferencia de lo que aparece en 4 Esd 13, donde se dice que el Hijo del Hombre aniquilará a los enemigos con el aliento de su boca; cf. también Ap 19, 21).
Introducción, Hijo del Hombre. Como sabemos ya, el Hijo del hombre tiene poder de perdonar sobre la tierra, para que todas las cosas (incluso el sábado) se pongan al servicio de los hombres (cf. 2, 20.28). Su mismo gesto de perdón y su manera de entender-superar la ley le han llevado a dar la vida en gesto de servicio hacia los otros, como temáticamente ha indicado 8, 31. Pues bien, ese mismo Hijo de hombre (implícitamente vinculado siempre con Jesús), que empieza perdonando-ayudando a los demás, y sufre por ello, es quien ha de venir al fin en la gloria de su Padre, rodeado de los ángeles santos (cf. 8, 31 y 8, 38). Esa unión de sufrimiento y gloria subyace en este pasaje, vinculando la entrega de los discípulos (13, 8-13) y la venida final del Hijo del hombre glorioso, para recoger a los elegidos de los cuatro extremos de la tierra y conducirles a su Vida (13, 27)[3].
La novedad de este pasaje (Mc 13, 24-279, en su conjunto, no está en la promesa de la venida final del Hijo del hombre (cosa que puede encontrarse ya en Dn 7), ni tampoco en su posible función de juez final (que han desarrollado más las Parábolas de 1 Henoc, en contexto no cristiano), sino en que identifica al Hijo del hombre que viene (es culminador cósmico o juez final) con el mismo hombre Jesús que ha perdonado los pecados, ha superado la vieja ley del sábado y ha sido entregado, ofreciendo su vida a favor de los demás (cf. 10, 45).
La tradición judía conocía la figura del Hijo del hombre, pero sus rasgos en Marcos (poder sobre la tierra, entrega y culminación escatológica) sólo han podido vincularse en concreto desde la experiencia cristiana, que presenta a Jesús como encarnación personal y realización histórica de la figura antes dispersa, multiforme o puramente evocativa de ese Hijo del hombre, tanto en Dn 7 (donde aparecía tras el juicio) como en 1 Henoc 37-71 y 4 Esdras 13 (donde venía también al fin de la historia).
Marcos ha sido el primero que ha escrito la historia humana de Jesús Hijo del Hombre, presentándola en su evangelio de una forma personal, encarnada y coherente. Desde ese fondo ha escrito la historia de Jesús, Hijo del Hombre, cuya figura se centra en tres momentos. (a) Es sembrador de reino: perdona los pecados y supera la vieja ley (sábado), en gesto de amor liberador que se dirige a los pobres y perdidos de la tierra (2, 10.28). b) Es aquel que sufre y entrega la vida por el reino, como hemos señalado de una forma programada en el camino de subida a Jerusalén (8, 31; 9, 31; 10, 33). (c) Por último, Hijo del hombre es aquel que ha de venir en la gloria final (8, 31; 13, 26; 14, 62), en gesto de culminación que asume y lleva a su pleno desarrollo los rasgos anteriores.
Esos tres momentos ofrecen el perfil mesiánico de Jesús, como implícitamente indica Marcos cuando reinterpreta el título de Cristo en términos de Hijo del hombre, tanto en 8, 29-31 como en 14, 61-62 (como veremos en su lugar). Por eso, este pasaje (Mc 13, 26. 27) que anuncia la venida final del Hijo del hombre, que envía a los ángeles y reúne a los elegidos, ha de verse a partir de todo el evangelio. Aquel que vendrá tras el oscurecimiento del sol y la luna, y la caída de la estrellas (13, 24-25), no es un ser divino indeterminado, un ángel supremo, ni tampoco un mediador al estilo de aquellos que aparecen en Daniel, 1 Henoc o 4 Esdras, sino el mismo Jesús que ha realizado sus signos de reino en la tierra y que ha muerto por cumplir con fidelidad lo que ellos exigían.
Venida final. Ahora podemos comentar ya el texto, señalando que su visión de la venida del Hijo del hombre ha de entenderse a la luz de la experiencia pascual (cf. 16, 6-7), que es una anticipación y primer cumplimiento de la culminación escatológica, que no se identifica con la gran crisis (13, 21-23), sino después de ella (13, 13, 24-27), como sucedía ya al principio de la historia mesiánica de Jesús que no empezaba en el bautismo, sino después, cuando Jesús había salido del agua (cf. 1, 10- 11). Entonces le verán no sólo los cuatro testigos de 13, 2, sino los jueces de 14, 61-62, de una manera, gloriosa, definitiva, inapelable.
− Verán al Hijo de hombre viniendo en las nubes con gran poder y gloria. Este pasaje es una cita de Dan 7, 13-14, pero ahora ya no es sólo el profeta el que “ve” al Hijo de Hombre, sino que le verán (opsontai) un grupo indeterminado de personas, que se identifican sin duda con todos los hombres y mujeres de la historia final (y quizá, de un modo más preciso, con aquellos que han perseguido a los cristianos). No se dice más, simplemente que “le verán”, en medio de la gran noche (pues sol y luna se han oscurecido y los astros han caído). Eso significa que él viene como gran luz, como nuevo “cielo de Dios”, realizando de manera más alta (salvadora) la función que antes realizaban sol y luna. Significativamente, el joven de la tumba vacía utiliza esa misma palabra para decir a las mujeres que ellas y los discípulos verán (opsesthe) a Jesús resucitado en Galilea, de esa forma se identifican la venida del Hijo del Hombre y la experiencia pascual de Jesús. Leer más…
Comentarios desactivados en 17.11.24. Miguel o Jesús ¿Quién resucita? ( Daniel 12, 1-3, Dom 33 TO).
Del blog de Xabier Pikaza:
Muchos cristianos prefieren la resurrección de Miguel/Daniel que la de Jesús, empezando por las historias apocalípticas made in USA. Será bueno plantear el tema, tal como lo hace la primera lectura de la misa de este Dom 33 TO (17.11.24), que puede compararse con la profecía de Isaías II, de la que traté hace dos días.
Jesús conocía los dos temas, Isaías II y Daniel. En sentido externo parece más cerca de Daniel, en sentido interno está más cerca de Isaías, aunque no todos aceptarán mi opinión
Ése es el tema: Si resucitamos y cómo lo haremos. En este contexto leeré y comentaré brevemente el texto de Daniel, ofreciendo después una interpretación más extensa, para quienes quieran seguir pensando. Se trata de relacionar la resurrección angélica de los sabios de Daniel (por obra de Miguel Arcángel) y la resurrección humana (divinamente humana) de Jesús, por amor de Dios Padre, empezando por los pobres, enfermos y excluidos de la la tierra (conforme al Adviento cristianos, que vamos a preparar dentro de dos semanas). Buen domingo a todos. Tomo lo que sigue de La Palabra se hizo carne.
| Xabier Pikaza
Daniel 12, 1-3
Por aquel tiempo se levantará Miguel, el arcángel que se ocupa de tu pueblo: serán tiempos difíciles, como no los ha habido desde que hubo naciones hasta ahora. Entonces se salvará tu pueblo: todos los inscritos en el libro. Muchos de los que duermen en el polvo despertarán: unos para la vida eterna, otros para ignominia perpetua. Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, para toda la eternidad.
BREVE LECTURA DE DANIEL
En aquel tiempo, entonces… Es el tiempo de la gran crisis antioquena/Macabea (165-162 a.C.). Los helenistas de Antioquía, con el rey Antíoco de Siria persiguen a los judíos piadosos (yahvistas). Será tiempo difícil, está en riesgo la existencia de Israel como pueblo de Yahvé, de Jerusalén como ciudad de Dios.
Por aquel tiempo se levantará Miguel, el arcángel que se ocupa de tu pueblo. No hay posible salvación humana, ni por guerra (como quieren algunos macabeos), ni por martirio y testimonio de vida (como quieren otros judíos del entorno macabeo). La única solución es que intervenga Miguel, el ángel guerrero de Dios… La nueva humanidad surgirá por intervención “angélica”, a través de un tipo de “guerra de galaxias”, en contra del mensaje de Jesús
Muchos de los que duermen en el polvo despertarán No hay más solución que una resurrección de los muertos… por obra de Dios, a través de Miguel, ángel guerrero, capitán de las milicias de Dios. No se dice cómo será.. Pero ha de entenderse como “recreación” angélica de la humanidad….. Dios hará surgir una humanidad distinta, pero no desde la nada, como al principio (Génesis 1), sino desde lo que ha sido la vida anterior de los hombres, a través de una intervención angélica, dirigida por Miguel.
El salvador no es Cristo/hombre (no hay encarnación), ni evangelio de Navidad, ni muerte en Cruz de Cristo, ni amor hasta la muerte por los demás… El Mesías/Salvador es el ángel guerrero/juez de Dios, Miguel. Dios no redime a los hombres por amor, no se encarna en ellos para enseñarles amor, sino que les manda el ejército, para matar a los malos y salvar a los buenos. No se dice si han muerto todos/todos…. Y si se trata de una muere y resurrección particular de algunos…
Unos para la vida eterna (vida sin muerte). Es evidente que son resucitados para la vida eterna son los justos mártires… Los sabios, que brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, para toda la eternidad.
Este no es un cielo para guerreros, ni para pobres, sino para sabios… Es un cielo para los sabios de la República de Platón, para filósofos elitistas como los de Qumrán…
(a) Resucitan los sabios (maskilim): Los que han mantenido en buen conocimiento Serán como estrellas del cielo (se supone que los sabios son como ángeles bajados del cielo… que volverán al cielo, como estrellas de Dios)
(b) Entre los sabios sobresalen los maestros… Los que han enseñado la buena justicia, la sabiduría). Un cielo de sabios, de maestros…Un cielo de privilegiados un cielo de ángeles, un cielo de estrellas lucientes, no de pobres, enfermos, excluidos del mundo como los amigos de Jesús. Los no sabios… los ignorantes, los malos judíos… serán avergonzados… Vivirán una vida de “ignominia·.
Diferencia de Jesús. La resurrección y cielo no viene por guerra, ni por obra de Miguel, sino por el testimonio de vida (amor mutuo, servicio a los pobres y enfermos de Jesús).La salvación no es una transformación astral (los salvados no serán estrellas del firmamentos, sino nueva humanidad)
ESTUDIO EXEGÉTICO. LECTURA DE CONJUNTO DEL LIBRO DE DANIEL
El libro de Daniel consta de dos partes principales.
(a) Dan 1-6 presenta a Daniel como asceta (vegetariano) y vidente, intérprete de sueños, testigo de Dios entre los poderosos del mundo.
(b) Dan 7-12 le presenta como profeta sabio y resistente judío, en el contexto de la guerra de los macabeos. En su forma actual (sin los añadidos de LXX Dan 1. 24‒90 y Dan 13‒14), ha sido fijado en tiempos de Antíoco IV (167‒164 a.C.), en el contexto de la profanación del templo y de la persecución contra los judíos fieles a su ley y tradiciones, en un momento en que el rey pagano abre su boca y profiere insolencias contra Dios (Dan 7, 8.11. 25), suprimiendo las ofrendas y sacrificios de templo y colocando sobre el altar de Yahvé la “abominación de la desolación” (Dan 9,27; 12,11; cf. Mt 24,15; Mc 13,14).
DANIEL 2. CUATRO IMERIOS
[Estatua] Tú, oh rey, has tenido esta visión: una enorme estatua, de extraordinario brillo, de aspecto terrible, se levantaba ante ti. La cabeza de esta estatua era de oro puro, su pecho y sus brazos de plata, su vientre y sus lomos de bronce, sus piernas de hierro, sus pies parte de hierro y parte de arcilla.
[Piedra] Tú estabas mirando… cuando una piedra se desprendió, sin intervención de mano alguna, y dio a la estatua en sus pies de hierro y arcilla…, pulverizando todo: hierro, arcilla, bronce, plata y oro… Y la piedra que había golpeado la estatua se convirtió en un gran monte que llenó toda la tierra.
[Interpretación. Cuatro reinos] Tú, oh rey, rey de reyes… eres la cabeza de oro. Después de ti surgirá otro reino, inferior a ti, y luego un tercer reino, de bronce, que dominará la tierra entera. Y habrá un cuarto reino, duro como el hierro, como el hierro que todo lo pulveriza y machaca: como el hierro qué aplasta, así él pulverizará y aplastará a todos los otros. Y lo que has visto, los pies y los dedos, parte de arcilla de alfarero y parte de hierro, es un reino que estará dividido…
[Quinto reino] En tiempo de estos reyes, el Dios del cielo suscitará un reino que jamás será destruido, y no pasará a otro pueblo… sino que subsistirá eternamente… (Dan 2, 31-44).
Interpretación
Entendida así, la Estatua es el Gran Ídolo, el Antidios, la humanidad elevada como poder imperial, que quiere dominarlo y controlarlo todo. Pero Dios hace que descienda contra ella una piedra que parece inútil (cf. Sal 118, 22; Mc 12, 10), pues “no viene de manos humanas”, ni forma parte del edificio de la humanidad divinizada, pero que proviene del Monte de Dios, que es Sion con el templo, destruyendo así la estatua de los cuatro imperios opresores.
Según eso, hay cuatro imperios sucesivos, que forman una única estatua idolátrica, una “humanidad de violencia”, que va del oro al hierro (Dan 2, 31-44). Pero vendrá una quinta edad (quinta-esencia), que no es ya resultado de una acción de hombres (que elaboran los metales y construyen imperios), sino que se inicia con una “piedra” sobrenatural, que proviene de Dios…
DANIEL 7. Cuatro bestias y juicio de Dios
Los metales de Dan 2 se vuelven animales/bestias que brotan del mar grande. No son una expresión del poder vital del cosmos (como los vivientes de Ez 1 y Ap 4-5), ni portadores del trono, sino antagonistas de Dios. En la estatua de Dan 2 los cuatro parecían semejantes. Por el contrario, en Dan 7 la cuarta bestia se distingue por su maldad de las tres anteriores: El león alado es Babilonia. El oso es en principio el imperio de los medos, pero se aplica después a los persas. El rápido leopardo es Alejandro Magno. El cuarto viviente no es ya un animal (águila o toro), sino un monstruo, sin rostro ni figura que sirva de comparación, con un cuerno que profiere insolencias (Dan 7, 7-8). Se trata, sin duda, de Antíoco Epífanes, rey perverso, que representa el pecado total contra Dios:
Seguía mirando y vi que colocaron unos tronos y un Anciano de Días se sentó. Su vestido era blanco como la nieve, el cabello de su cabeza como lana blanquísima. Su Trono era llamas de fuego, sus ruedas fuego abrasador… El Tribunal tomó asiento el tribunal y se abrieron los libros. Yo seguí mirando, a causa de las palabras insolentes de aquel cuerno; estaba mirando, hasta que mataron a aquel viviente, lo descuartizaron y lo echaron al fuego. A los otros vivientes les quitaron el dominio, pero les dieron una prolongación de vida hasta un tiempo y hora (determinados) (Dan 7, 9-12).
La historia bíblica aparece condensada en esta cuarta fiera que, conforme a Dan 7,25, se ha elevado contra Dios y ha blasfemado, de forma que Dios mismo debe manifestarse y responderle, pero no lo hace de un modo militar sin estrictamente judicial: Se abrieron los libros y comienza el juicio. No se exponen los cargos de la acusación, ni se transcribe la sentencia, pero resulta claro que ese Cuerno (Antíoco) ha sido condenado, pues lo matan para descuartizarlo y echarlo al fuego. Y después:
Yo seguí mirando, en mi visión por la noche, y he aquí un como Hijo del Hombre viniendo en las nubes del cielo, llego hasta el Anciano de Días y se acercó a su presencia. Y a él se le dijo dominio y gloria y reino y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su dominio será dominio eterno, no cesará, su reino no será destruido (Dan 7, 13-14) [4].
Frente a los vivientes/bestias, que se alzaban contra Dios (brotando del mar/caos), surgirá el ser humano, en las nubes del cielo, en la altura divina, como creación perfecta, revelación de Dios, reverso de las bestias destructoras, el pueblo mesiánico de los Santos del Altísimo, ángeles u hombres, como indicaremos al tratar al tratar de Jesús, Hijo de hombre (cf. cap. 15).
Dan 12, 1‒3. Resurrección de los muertos
Con la destrucción del destructor (Antíoco IV) comenzará el tiempo final, de manera que al Hijo de hombre “se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás” (Dan 7, 14). Un pasaje posterior identifica ese Reino del Hijo del Hombre con el “pueblo de los santos del Altísimo, que pueden ser ángeles o israelitas triunfantes. Lo único seguro es que su Reino será eterno y todos los imperios le servirán y le obedecerán (Dan 7, 27) [5].
Por otra parte, la tradición judía, tal como aparece en algunos textos de Qumrán, habla de un Mesías de Leví (vinculado al templo, con el sacerdocio) y de un Mesías de David (en línea regia), de manera que podemos hablar de cuatro o cinco tipos de esperanza mesiánica (sacerdotal, política, angélica, de todos el pueblo israelita) [6]. El libro de Daniel deja ése y otros temas abiertos, pero insistiendo al final en la imagen más poderosa de la resurrección de los muertos, con la que puede empalmar la destrucción de las bestias, y en especial de la cuarta:
En aquel tiempo se levantará Miguel, el gran príncipe que está para servir a los hijos de tu pueblo. Será tiempo de angustia, como nunca lo hubo desde que hubo gente hasta entonces; pero en aquel tiempo será liberado tu pueblo, todos los que se hallen inscritos en el libro. Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados: unos para vida eterna, otros para vergüenza y confusión perpetua. Los sabios resplandecerán como el resplandor del firmamento; y los que enseñan la justicia a la multitud, como las estrellas, para siempre (Dan 12, 1-2).
Éste es el final más significativo del libro de Daniel: Queda a un lado la purificación escatológica del templo (realizada el 164 a.C., tras la victoria de Judas Macabeo) y la venida del Hijo del hombre (con un Reino que sustituye a los anteriores). Leer más…
En el siglo I, sobre todo en las décadas en las que se escribieron los evangelios, ocurrieron cosas parecidas. Un terremoto en Asia Menor que destruyó doce ciudades en una sola noche (año 61). Otro terremoto en Pompeya y Herculano (año 63). Incendio de Roma (año 64). Rebelión de los judíos contra Roma, guerra que durará hasta el año 70 y terminará con el incendio de Jerusalén y de su templo. Nuevo terremoto en Roma (año 68). Guerra civil, con tres emperadores en un solo año: Otón, Vitelio y Vespasiano (año 69). Erupción del Vesubio (año 79).
Estos fenómenos provocaron en muchos sectores cristianos la certeza del fin del mundo. Y los tres evangelistas sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) consideraron fundamental incluir un largo discurso de Jesús a propósito de este tema. Su idea fundamental es tranquilizar los ánimos, y consolar anunciando la vuelta de Jesús. Este convencimiento de que la vuelta de Jesús era inminente recorre todo el Nuevo Testamento, desde su primer escrito, la carta de Pablo a los Tesalonicenses, hasta el último, el Apocalipsis, que termina con las palabras: «Ven, Señor Jesús».
El fragmento de Marcos seleccionado para este domingo se centra en las señales que precederán al fin del mundo y el momento en el que tendrá lugar, insistiendo en que lo fundamental es la vuelta de Jesús. Aquí radica el punto débil de las lecturas de hoy. En el siglo I, algunos cristianos podían estar convencidos de que el fin del mundo y la vuelta de Jesús eran inminentes. Hoy día, salvo los Testigos de Jehová (y ellos mismo han tenido que actualizar sus cálculos), nadie lo cree.
Por consiguiente, cabe el peligro de convertir la homilía en una conferencia sobre la mentalidad cristiana del siglo I a propósito de las grandes desgracias. Sin embargo, en medio de ese lenguaje anticuado, las lecturas encierran gran dosis de esperanza y consuelo, muy necesarias hoy día.
Tres años terribles (169-167 a.C.) y el comienzo de la apocalíptica
Los años 169-167 a.C. fueron especialmente duros para los judíos. El 169, Antíoco Epífanes, rey de Siria, invadió Jerusalén, entró en el templo y robó todos los objetos de valor, después de verter mucha sangre. El 167, un oficial del fisco enviado por el rey mata a muchos israelitas, saquea la ciudad, derriba sus casas y la muralla, se lleva cautivos a las mujeres y los niños, y se apodera del ganado. Al mismo tiempo, Antíoco, obsesionado por imponer la cultura griega en todos sus territorios, prohíbe a los judíos ofrecer sacrificios en el templo, guardar los sábados y las fiestas, y circuncidar a los niños [como si a nosotros nos prohibieran celebrar la eucaristía y bautizar a los niños]; y manda contaminar el templo construyendo altares y capillas idolátricas, y sacrificando en él cerdos y animales inmundos.
Estos acontecimientos provocaron dos reacciones muy distintas: una militar, la rebelión de los Macabeos; otra teológica, la esperanza apocalíptica, que encontramos reflejada en la 1ª lectura de hoy.
Apocalipsis significa “revelación”, “desvelamiento de algo oculto”. La literatura apocalíptica pretende revelar un secreto escondido, que se refiere al fin del mundo: momentoen que sucederá, señales que lo precederán, instauración definitiva del Reino de Dios. Es una literatura de tiempos de opresión, de lucha a muerte por la supervivencia, de búsqueda de consuelo y de unas ideas que den sentido a su vida. La única solución consiste en que Dios intervenga personalmente, ponga fin a este mundo malo presente y dé paso al mundo bueno futuro, el de su reinado.
… y la respuesta del libro de Daniel (1ª lectura)
En aquel tiempo surgirá Miguel, el gran príncipe que defiende a los hijos de tu pueblo. Será aquél un tiempo de angustia como no habrá habido hasta entonces otro desde que existen las naciones. En aquel tiempo se salvará tu pueblo: todo los que se encuentren inscritos en el Libro. Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para el oprobio, para el horno eterno. Los doctos brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a la multitud la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad.
Se anuncia al profeta que habrá un tiempo de angustia como no lo ha habido nunca; pero, al final, se salvará su pueblo, mientras que los malvados serán castigados. Todo esto no puede ocurrir en este mundo, el autor está convencido de que este mundo no tiene remedio. Ocurrirá en el mundo futuro, cuando unos resuciten para ser recompensados y otros para ser castigados. Entre los buenos el autor destaca a los doctos, a los que enseñaron a la multitud la justicia, que brillarán como las estrellas, por toda la eternidad. Con ello deja clara su opción política y religiosa: la solución no está en las armas, como piensan los Macabeos.
Una década fatal (60-70 d.C.)…
Además de los datos que hemos indicado al comienzo, la comunidad cristiana sufre toda clase de problemas. Unos son de orden externo, provocados por las persecuciones de judíos y paganos: se les acusa de rebeldes contra Roma, de infanticidio y de orgías durante sus celebraciones litúrgicas; se representa a Jesús como un crucificado con cabeza de asno. Otros problemas son de orden interno, provocados por la aparición de individuos y grupos que se apartan de las verdades aceptadas. La primera carta de Juan reconoce que “han venido muchos anticristos”, no uno solo (1 Jn 2,18), y que “salieron de entre nosotros”.
… y la respuesta del evangelio de Marcos
En este ambiente tan difícil, el evangelio de Marcos también ofrece esperanza y consuelo mediante un largo discurso (capítulo 13). La lectura de este domingo ha seleccionado algunas frases del final del discurso, a propósito de los interrogantes principales de la apocalíptica: las señales del fin del mundo el momento en el que ocurrirá. En medio, la gran novedad: la venida gloriosa del Señor.
Las señales del fin y la venida del Señor
Mas por esos días, después de aquella tribulación, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas irán cayendo del cielo, y las fuerzas que están en los cielos serán sacudidas. Y entonces verán al Hijo del hombre que viene entre nubes con gran poder y gloria; entonces enviará a los ángeles y reunirá de los cuatro vientos a sus elegidos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo.
Las señales no acontecen en la tierra, sino en el cielo: el sol se oscurece, la luna no ilumina, las estrellas caen del cielo. Pero lo que ocurre no provoca el pánico de la humanidad. Porque la desaparición del universo antiguo da lugar a la venida gloriosa del Señor y a la salvación de los elegidos. Indico algunos detalles de interés en estos versículos.
1) A Dios no se lo menciona nunca. Todo se centra, como momento culminante, en la aparición gloriosa de Jesús.
2) De acuerdo con algunos textos apocalípticos judíos, se pone de relieve la salvación de los elegidos. Esto demuestra el carácter optimista del discurso, que no pretende asustar, sino consolar y fomentar la esperanza, aunque no encubre los difíciles momentos por los que atravesará la Iglesia.
3) A diferencia de otros textos apocalípticos, que conceden gran importancia a la descripción del mundo futuro, aquí no se hace la menor referencia a ese tema, como si pudiera descentrar la atención de la figura de Jesús.
El momento del fin
“De la higuera aprended esta parábola: cuando ya sus ramas están tiernas y brotan hojas, sabéis que el verano está cerca. Así también vosotros, cuando veáis que sucede esto, sabed que Él está cerca, a las puertas. Yo os aseguro que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Pero de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre.”
La parte final contiene tres afirmaciones distintas: 1) vosotros podéis saber cuándo se acerca el fin (parábola de la higuera); 2) el fin tendrá lugar en vuestra misma generación; 3) el día y la hora no lo sabe más que Dios Padre.
La segunda es la más problemática. Si se refiere a la caída de Jerusalén no plantea problema, porque tuvo lugar el año 70. Pero, si se refiere al fin del mundo, no se realizó. A pesar de todo, es posible que así la interpretasen muchos cristianos, convencidos de que el fin del mundo era inminente. Así pensó Pablo en los primeros años de su actividad apostólica.
Una omisión incomprensible
El discurso no termina ahí. Añade una exhortación capital: «¡Atención, estad despiertos!». Lo importante no es discutir o calcular, sino mantener una actitud vigilante, esperando contra toda esperanza. Los miles de personas que están ayudando de forma muy sacrificada a las víctimas de Ucrania, Gaza, Líbano, Valencia… nos enseñan cómo debemos responder a las múltiples tragedias de nuestro mundo.
Estos textos de tono apocalíptico son más bien oscuros y difíciles de comprender. La mente se nos va a esas películas que nos muestran el fin del mundo sin regatear en imaginación. Grandes cataclismos, invasiones de extraterrestres, cualquier cosa puede valer para explicar que esta materia, que este mundo, tal cual lo conocemos, puede terminar.
El fin de lo conocido nos aboca a las grandes preguntas, nos enfrenta con el sentido de la vida.
Pero en realidad, que el mundo continúe o no, es más bien secundario. Sin embargo, nuestra condición finita nos inquieta. De la misma manera que un día recibimos el aliento y estrenamos la vida en este mundo, un día entregaremos un último aliento y dejaremos esta realidad.
Si coincide con el fin de este mundo o no, no tiene tanta importancia porque para quien muere termina.
Pienso que estos textos quieren ayudarnos a tomar conciencia de que la vida pasa. Esta vida que conocemos y respiramos cotidianamente terminará y eso en principio no es injusto ni cruel, solamente es parte de la vida.
Podríamos decir que no tenemos la vida en propiedad, solo en usufructo. Se nos da por un tiempo para que la disfrutemos y la cuidemos. Después tendremos que devolvérsela a su dueño y Él nos dará otra.
Aquí las palabras y las comparaciones se quedan cortas, pero nos ayudan. La higuera con sus ramas tiernas anuncia la primavera que significa el fin del invierno. Una realidad que pasa y da inicio a otra. Lo mismo cada uno de nosotros. Un día moriremos y ese mismo día empezará algo nuevo. La vida en plenitud.
Oración
Quítanos el miedo a la muerte, Trinidad Santa. Enséñanos a mirarla como parte de la vida. Que nos dejemos transformar en brotes tiernos de vida resucitada.
Comentarios desactivados en Dios no tiene futuro, es un eterno presente en el aquí y el ahora.
DOMINGO 33º (B)
Mc 13,24-32
Estamos en el c. 13 de Marcos, dedicado todo él al discurso escatológico. Este capítulo hace de puente entre los relatos de la vida de Jesús y la Pasión. Los tres sinópticos proponen un discurso muy parecido, lo cual hace suponer que algo tiene que ver con el Jesús histórico. Pero las diferencias entre ellos son tan grandes, que presupone una elaboración de las primeras comunidades. Es imposible saber hasta qué punto Jesús hizo suyas esas ideas. Tampoco debe sorprendernos que admitiera el común sentir.
Estamos ante una manera de hablar que no nos dice nada hoy. No se trata solo del lenguaje, como en otras ocasiones. Aquí son las ideas las que están trasnochadas y no admiten ninguna traducción a un lenguaje actual. Tanto en el AT como en el NT, el pueblo de Dios está volcado sobre el porvenir. Israel se encuentra siempre en tensión hacia la salvación que ha de venir… y nunca llega. Desde Abrahán, a quien Dios dice: “sal de tu tierra“, pasando por el éxodo hacia la tierra prometida; y terminando por el Mesías definitivo, Israel vivió siempre esperando de Dios la salvación que le faltaba.
La apocalíptica fue una actitud vital y un género literario. La palabra significa “desvelar”. Escudriñaba el futuro partiendo de la palabra de Dios. Nació en los ambientes sapienciales y desciende del profetismo. Desarrolla una visión pesimista del mundo, que no tiene arreglo; por eso, tiene que ser destruido y sustituido por otro de nueva creación. Invita, no a cambiar el mundo, sino a evitarlo. El futuro no tendrá ninguna relación con el presente. El objetivo era que la gente aguantara el chaparrón en tiempo de crisis.
Escatología, procede de la palabra griega “esjatón“, que significa “lo último”. Su origen es también la palabra de Dios, y su objetivo, descubrir lo que va a suceder al final de los tiempos, pero no por curiosidad, sino para acrecentar la confianza. El futuro está en manos de Dios y llegará como progresión del presente, que también está en manos de Dios, y es positivo a pesar de todo. Este mundo no será consumido sino consumado. Dios salvará un día definitivamente, pero esa salvación ya ha comenzado aquí y ahora.
En tiempo de Jesús se creía que esa intervención definitiva, iba a ser inminente. En este ambiente se desarrolla la predicación de Juan Bautista y de Jesús. También en la primera comunidad cristiana se vivió esta espera de la llegada inmediata de la parusía. Solamente en los últimos escritos del NT, es ya patente un cambio de actitud. Al no llegar el fin, se empieza a vivir la tensión entre la espera del fin y la necesidad de preocuparse de la vida presente. Se sigue esperando el fin, pero la comunidad se prepara para la permanencia.
Hasta aquí hemos afrontado la salvación desde una visión mítica que ha durado miles y miles de años. Ahora vamos a situarnos en el nuevo paradigma en el que nos movemos hoy. Al superar la idea del dios intervencionista, se nos plantea un dilema. Por una parte, sabemos que Dios no tiene pasado ni futuro, sino que está en la eternidad. Por otro lado, el hombre no puede entender nada que no esté en el tiempo y el espacio. Meter a Dios en el tiempo es un disparate. Sacar al hombre del tiempo y el espacio, es tarea inútil.
Los novísimos (muerte, juicio, infierno y gloria) son viejísimos conceptos mitológicos que hoy no nos sirven para nada. Sabemos con absoluta certeza que no puede haber conciencia individual sin la base de un cerebro sano y activado. ¿Cómo podemos seguir aceptando una salvación para cuando no quede ni una sola neurona operativa? Piensa por tu cuenta, no sigas tragando el pienso que otros han preparado para ti, no sin antes haberte puesto orejeras para que la realidad no te espante. La realidad supera toda posible expectativa humana. Dios se ha dado todo, a cada uno, desde siempre.
Hoy sabemos que el tiempo y el espacio son productos de la mente. ¿Qué sentido puede tener el hablar de tiempo y espacio cuando ya no haya mente? Hablar de un cielo o infierno más allá de este mundo no tiene ningún sentido. Hablar de un “día del juicio”, cuando no haya tiempo ni espacio, es un contrasentido. Hablar de lo que Dios ha hecho en el pasado o de lo que va hacer en el futuro, es proyectar sobre él nuestros anhelos. Dios es un eterno presente. En el aquí y ahora debemos descubrir lo que está siendo para nosotros siempre. En el aquí y ahora debemos hacer nuestra su salvación.
No esperes más a salir de una mitología que nos ha mantenido pasmados durante tanto tiempo. Salta de la pecera donde has estado confinado y descubre el océano. Ni Dios tiene que cambiar nada ni Jesús tiene que volver al final de los tiempos a rematar su obra. Esperar que el bien triunfe sobre el mal, supone, no solo que existe el mal y el bien (maniqueísmo), sino que sabemos perfectamente lo que es bueno y lo que es malo y pretendemos, como en el caso de Adán y Eva, ser nosotros los que decidamos.
Todos los seres humanos que han vivido una experiencia cumbre, han experimentado la verdadera salvación que consiste en una conciencia clara de lo que son. Para alcanzar esa plenitud no se necesita ningún añadido a lo que ya es el hombre ni quitarle nada de lo que tiene. Desde esta perspectiva no necesitaríamos un Ser supremo que nos quite lo que no nos gusta y nos dé todo aquello que creemos necesitar y no tenemos. Tú lo eres todo. Estás en la plenitud de ser y puedes vivir lo absoluto que hay en ti aquí y ahora.
No tienes que esperar ninguna salvación que te venga de fuera, porque ahora mismo estás absolutamente salvado. La plenitud está ya en ti. Solo tienes que tomar conciencia de lo que eres y vivirlo. Todo está en ti en el momento presente. Nadie te puede añadir nada ni quitar nada de lo que te es esencial. En ningún momento futuro tendrás más posibilidades de ser tú mismo que en este precioso instante. Eres ya uno con todo en el instante presente y no hay ningún otro instante mejor que este.
Todo miedo y ansiedad debe desaparecer de tu vida, porque todas tus expectativas están ya cumplidas sin limitación posible. Si echas en falta algo es que aún estás en tu falso ser y pesa más lo accidental que lo esencial. Ningún tiempo pasado fue mejor y ningún tiempo futuro puede ser mejor que el ahora. Lo que te ha pasado, lo que te pasa y lo que te pasará es lo mejor que te puede pasar. Deja de dar valor a las circunstancias positivas y deja de temer las adversas. Descubre lo que eres y vívelo.
Todo el que te prometa una salvación para mañana o para después de tu muerte te está engañando. Si alguien te convence de que eres una mierda y tiene que venir alguien a sacarte de tus miserias, te está engañando. Aquí y ahora puedes descubrir en ti una absoluta plenitud y alcanzar la felicidad sin límites. No esperes a mañana porque mañanas estarás en las mismas condiciones que hoy. Muchos seres humanos, a través de la historia lo han conseguido, ¿por qué no lo vas a conseguir tú?
Comentarios desactivados en Jesús, norma definitiva de vida
Mc 13, 24-32
«Y entonces verán al Hijo del Hombre que viene entre nubes con gran poder y gloria»
El mensaje que encierra el texto de Marcos es muy difícil de interpretar, pues está escrito en un lenguaje escatológico que no va con nuestro estilo y confunde a los especialistas. No obstante, vamos a tratar de extraer alguna conclusión en la línea en la que parece moverse al menos una parte de la exégesis actual, y que, además, no se quede en la mera erudición, sino que nos ayude a vivir con sentido.
La imagen de hecatombe universal que nos describe Marcos en el texto de hoy no nos interesa nada, pues nadie cuenta con vivir esa experiencia. Lo que nos interesa, porque nos atañe como ninguna otra cosa en el mundo, es que cada uno de nosotros camina hacia el final de su propio tiempo; que nuestra vida es camino; que por él nos dirigimos paso a paso hacia la muerte y que nada en la vida de un cristiano tiene sentido si no es mirando al final que le espera.
Somos caminantes que caminan hacia su destino, y el libro del Éxodo es una preciosa metáfora de nuestra vida: “Desde la cómoda esclavitud de nuestras pasiones, por el desierto de la vida, hacia la Patria; hacia la casa del Padre”.
Mientras dura el camino estamos sujetos a error; tenemos propensión a equivocarnos; a confundir lo que es mera apariencia con la verdad, y ese error nos mueve a elegir mal y echar a perder nuestra vida.
Y sobre esta base, lo que parece decirnos Marcos en el evangelio de hoy es que, al final de su vida, Jesús se proclama a sí mismo “camino de Verdad”; nos alerta de que la Palabra está ahí para mostrarnos el camino; para no perdernos por otros caminos que mueren cuando acaba nuestra vida; para salvar nuestra vida de la banalidad y el desastre… Jesús nos urge con fuerza a optar por él; a optar por sus criterios; por su propuesta de vida.
«Yo soy el camino, la verdad y la vida», nos dice Juan en su evangelio. Pero Marcos no se expresa de una forma tan sencilla, sino que se vale de unas imágenes soberbias para presentarnos a Jesús como el juez supremo del bien y el mal; del acierto y el desacierto: «Y entonces verán al Hijo del Hombre que viene entre nubes con gran poder y gloria; y enviará a los ángeles…».
Nos cuesta mucho trabajo entender este lenguaje, nos resulta extraño, pero quizá pueda ayudarnos el recordar que el evangelio asocia siempre el final con un juicio, y lo hace usando una escenografía colosal que no debe confundirnos. Lo que significa ese juicio es que al final resplandecerá la Verdad; que al final, los seres humanos nos encontraremos con la revelación definitiva; y esa revelación es Jesús como norma definitiva de vida; que no aceptarlo así es equivocarse.
Miguel Ángel Munárriz Casajús
Para leer un artículo de José E. Galarreta sobre un tema similar, pinche aquí
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