Del blog de Alfonso J.Olaz El Rincón del Peregrino:
| Alfonso Olaz OFS
¡Hermano, no tengas miedo para amar, tenlo para no hacerlo…!
¡Qué larga condena!
Que dura es la pena
¡De una vida sin amor!
¡Qué corta y dichosa se hace la vida amando como la rosa y el ruiseñor!
¡Hermano, todavía estas a tiempo de amar si no has querido…!
¡Y si no has sabido, ni has podido…!
¡Cree ahora y puede…!
¡Que solo ya no estás en tu amor!
Para reconciliarte con Él, Amor, el que anhelas y no defrauda
No tengas miedo
El miedo no es del amante
Porque El amado se deja amar
Ahora ama y confía
Confiando que amaras como Él siempre ha querido
Amando, amando mucho
para que el Amor sea amado
¡Y ya jamás olvidado…!
Para que el amado siempre, ame al hermano
Que ahí es donde tú vives
Como el amor de la rosa y el ruiseñor
«Quienes son capaces de renunciar a la libertad esencial a cambio de una pequeña seguridad transitoria, no son merecedores ni de la libertad ni de la seguridad» (Benjamin Franklin).
Todas las personas, en todos los momentos de la historia, han mostrado una necesidad de asegurar unos mínimos vitales (trabajo, vivienda, comida, familia) que les permitieran enfrentar el día a día con un mínimo de tranquilidad.
Nuestros tiempos, por el contrario, han elevado el concepto de seguridad alcanzando unos niveles de paranoia. Y no nos vamos a fijar en la seguridad nacional (cuya máxima expresión son los Estados Unidos de América, junto a las grandes potencias aliadas occidentales), sino en la seguridad individual, fomentada e inducida desde los Estados, por los miedos y desasosiegos que nos produce la incertidumbre ante el futuro, aumentada aún más por los momentos críticos que estamos viviendo.
En muchos lugares y entre millones de personas de los países empobrecidos del Sur, este mal de la seguridad no existe, porque solo tienen que defender lo poco que poseen, preocupándose exclusivamente de sobrevivir el día en el que se vive. Evidentemente, esta realidad no es un ejemplo idóneo, para reflejar las patologías que produce la seguridad en nuestros países del Norte y en los sectores acomodados de los del Sur de nuestro mundo.
Cuando ponemos buena parte de nuestros recursos y preocupaciones en defender e incrementar nuestra seguridad a toda costa, perdemos algo muy importante para cualquier hombre o mujer: su propia libertad y la confianza en los demás.
La seguridad la asentamos principalmente en proteger nuestros bienes y posesiones. Pero también queremos extender nuestra seguridad a otros recursos no tan tangibles, como la influencia y el poder que ejercemos sobre los demás, la eficacia que pretendemos en todas nuestras actuaciones, sean en la familia, con los amigos o en el ambiente del trabajo, en las certezas que nos han ido quedando a lo largo de los años o en los dogmas ideológicos, religiosos, que mantenemos para no quedar a la intemperie, reinterpretando o abandonando lo que nos han enseñado, para creer y vivir lo que hemos ido descubriendo y de verdad sentimos hoy, después de una búsqueda sincera.
Una de las cosas contra la que nos previno Jesús, para sentirnos libres, sin ataduras, es renunciar a las posesiones que nos aprisionan y la seguridad de quererlo tener todo bajo control, pues «no sabéis ni el día ni la hora; no sabéis a qué hora llegará el amo…». En cualquier momento pueden cambiar las circunstancias y modificarse toda nuestra vida, como ha pasado en esta crisis con tantas familias, que tenían un nivel de vida y un consumo determinado y, al quedarse en paro, o irse el negocio a pique, se han quedado a veces sin nada, incluso con deudas.
Pero no debemos desprendernos de lo que nos esclaviza por temor, sino por el placer de sentirnos libres, dejándonos sorprender y guiar por las personas que nos quieren, por las necesidades de los más débiles, los desahuciados, las personas en paro, para tomar nuevos rumbos en nuestra vida… El Espíritu de Dios sopla cuando y donde quiere, y tenemos que estar «al loro», para que no pase por nuestro lado y no nos enteremos; por lo tanto, deberemos caminar con los ojos, los oídos y el corazón atentos, percibiendo cualquier mensaje que nos pueda ayudar a ser más felices, más libres, más humanos.
«Felices para quienes su seguridad no descansa en lo que poseen, sino en lo que intentan ser cada día».
Me vienen a la mente imágenes del viaje que hicimos a Tierra Santa hace ya algunos años y en concreto el recorrido por Galilea. ¡Qué diferente es Galilea del resto del país! Una tierra verde, con colinas, agua abundante y allí abajo el lago de Tiberíades. Un paisaje que no pareciera pertenecer a un país tan lleno de desiertos, tan árido, tan seco.
No es de extrañar que Jesús se encontrara a gusto en su tierra, donde se crio, donde experimentó la armonía entre la tierra y los seres que la habitan, a pesar de la pobreza, de los escasos medios y del duro trabajo. También se encontraba a gusto lejos de los poderes políticos y religiosos por los que no sentía aprecio y criticaba duramente.
Con tantos rebaños alrededor, experimenta a Dios como pastor que cuida, que conduce, que sacia y que procura el descanso. Esa experiencia diaria de haber dado con la fuente, con el sustento, le da fuerza para convertirse él en pastor de quien se quiera acercar.
Yo también, busco cada mañana en el silencio de todo y de todos el alimento para el día, sabiendo que tanto si lo siento como si no, Dios tiene dispuesta la mesa para mí. “Me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa” (Salmo 22, 5). Mi encuentro con Él es una fiesta donde no falta nada.
Me prepara para el camino, para el seguimiento al que me invita diariamente. Mucha parte del sendero se me presenta oscuro, contradictorio. Experimento el miedo de tantas cosas: de no hacerlo bien, de estar confundida, el miedo a la soledad y a la indiferencia de tantos.
“Nada temo porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan” (Salmo 23, 4)
Tampoco temo porque sé que camino en comunidad, que no voy sola; entre todos hacemos luz y nos ayudamos a discernir cuando se presentan los dilemas y las dificultades.
Tu bondad y tu amor nos acompañan todos los días de nuestra vida; transfórmanos en esa misma bondad y compasión.
“Estad siempre alegres en el Señor. Os lo repito: ¡alegraos!Que todos os conozcan como personas bondadosas. El Señor está cerca”. (Filipenses 4:4-5)
Las lecturas litúrgicas de hoy presentan un llamado claro y un mandato cristiano: ¡Alegraos! Pero ¿cómo podemos alegrarnos en tiempos tan inciertos? Nuestro tiempo de Adviento comenzó con un recordatorio del profeta Jeremías: “Vienen días, dice el Señor, en que cumpliré mi promesa”, y esa promesa es la Justicia. También se nos recordó que incluso si parece que el mundo se está acabando y vemos señales preocupantes, no debemos tener ninguna ansiedad, porque Dios está con nosotros.
Por primera vez en mi vida, la palabra que más me ha llamado la atención en este tiempo de Adviento es ansiedad. “Mirad que vuestros corazones no se adormezcan por la juerga, la embriaguez y las ansiedades de la vida diaria”, escuchamos al comienzo de la temporada. Y hoy Pablo nos recuerda: “El Señor está cerca. No tengas ninguna ansiedad”.
Como muchos de ustedes saben, soy católica LGBTQ, formo parte de comunidades indocumentadas y soy mujer. Mientras lidio con lo que significa ser parte de esas identidades que se cruzan y el riesgo y peligro que cada una de esas comunidades podría enfrentar en los próximos años, sentí algo que rara vez había sentido antes: ansiedad.
Como abogada, durante el último mes he estado llamando a mis clientes indocumentados para informarles: “Ya no pueden solicitar este alivio migratorio; Es demasiado peligroso”. También he estado enseñando talleres del Ministerio LGBTQ donde, cuando jóvenes trans me preguntan: “¿Qué debo decir cuando la gente quiere explicar por qué creo que Dios me hizo de esta manera? ¿Qué argumento puedo dar? He tenido que decir: “Dígales que no es asunto suyo. No le debes explicaciones a nadie, especialmente mientras aún estás discerniendo. Tu bienestar emocional es lo primero”. Saber que la ansiedad está creciendo en las comunidades a las que sirvo y de las que formo parte ha tocado una fibra sensible que no es alegre.
“El Señor está cerca. No tengas ninguna ansiedad”.
Cada temporada de Adviento es un llamado a detener los motores del tren de la vida en constante movimiento, que a veces se mueve a 100 millas por hora, a detener el avance fatalista de las redes sociales y simplemente hacer una pausa. ¿Cómo estoy preparando mi corazón para el nacimiento de Jesús y qué significa eso para mí?
Durante miles de años, nuestros ancestros espirituales han pasado por períodos de sufrimiento e injusticia, seguidos de períodos de redención y alegría. Siempre hay calma después de la tormenta. Pero estaban esperando a un Mesías, aquel que los libraría de la opresión. Incluso entre nuestros ancestros espirituales, hubo desacuerdo sobre cómo sería esa liberación. ¿Estaban esperando a un guerrero que literalmente comenzaría una guerra contra el imperio, o estaban esperando… algo más?
Nuestra liberación proviene de liberar nuestros corazones para amar, para amar incondicionalmente y para difundir ese amor a todos los rincones de la tierra. Nadie, nadie, puede matar el amor, porque el amor sigue vivo, y siempre hay resurrección. Pero no podemos llegar a la resurrección sin antes dejar que Jesús nazca en nuestros corazones. Por eso, nuestra principal tarea en este tiempo de Adviento es preparar nuestros corazones, cuidarnos a nosotros mismos primero, para que podamos tener espacio en nuestros corazones para el que va a nacer, para el amor que va a nacer.
Esta semana también estamos llamados a regocijarnos, a regocijarnos en la certeza de que pase lo que pase, nos tenemos unos a otros y a Dios a nuestro lado. “¿Qué debemos hacer?” preguntó la multitud a Juan Bautista en el pasaje del evangelio de hoy. “El que tiene dos mantos, que los comparta con el que no tiene. Y el que tenga comida, que haga lo mismo”. ¡Todavía nos tenemos el uno al otro, y eso debe ser motivo de alegría y gratitud! El Dios que nació no es un Dios de ricos y poderosos, sino un Dios de los marginados. Cuanto más marginados sois, más pertenecéis a Dios y Dios es vuestro. ¡Alegrarse!
Al cerrar esta reflexión, me gustaría compartir con ustedes mi motivo de alegría más reciente. Esta semana recibí copias de la traducción al español recién publicada de mi libro LGBTQ Catholics: A Guide to Inclusive Ministry (Católicos LGBTQ: Una guía para un ministerio inclusivo). La hermana Jeannine Gramick, que escribió el prólogo, fue la primera que me trajo alegría esta semana: “¡Felicitaciones por la traducción al español!” Estoy extremadamente agradecido por la comunidad que es New Ways Ministry. Cada uno de vosotros es motivo de alegría y de esperanza. También agradezco a un querido amigo mío que me ayudó a traducir el libro y sin quien no habríamos podido dárselo al mundo. Espero que traiga esperanza y alegría a diferentes partes del mundo donde ese material pueda ser necesario.
Estamos aquí para cuidarnos unos a otros y ser el manto y la protección de los demás. ¡Prepara tu corazón para el nacimiento del Señor y alégrate de saberte amado!
—Yunuen Trujillo (ella/ella), New Ways Ministry, 15 de diciembre de 2024
A pesar de toda la información que ofrecen los medios de comunicación se nos hace difícil tomar conciencia de que vivimos en una especie de «isla de la abundancia», en medio de un mundo en el que más de un tercio de la humanidad vive en la miseria. Sin embargo, basta volar unas horas en cualquier dirección para encontrarnos con el hambre y la destrucción.
Esta situación solo tiene un nombre: injusticia. Y solo admite una explicación: inconsciencia. ¿Cómo nos podemos sentir humanos cuando a pocos kilómetros de nosotros –¿qué son, en definitiva, seis mil kilómetros?– hay seres humanos que no tienen casa ni terreno alguno para vivir; hombres y mujeres que pasan el día buscando algo que comer; niños que no podrán ya superar la desnutrición?
Nuestra primera reacción suele ser casi siempre la misma: «Pero nosotros, ¿qué podemos hacer ante tanta miseria?». Mientras nos hacemos preguntas de este género nos sentimos más o menos tranquilos. Y vienen las justificaciones de siempre: no es fácil establecer un orden internacional más justo; hay que respetar la autonomía de cada país; es difícil asegurar cauces eficaces para distribuir alimentos; más aún movilizar a un país para que salga de la miseria.
Pero todo esto se viene abajo cuando escuchamos una respuesta directa, clara y práctica, como la que reciben del Bautista quienes le preguntan qué deben hacer para «preparar el camino al Señor». El profeta del desierto les responde con genial simplicidad: «El que tenga dos túnicas que dé una a quien no tiene ninguna; y el que tiene para comer que haga lo mismo».
Aquí se terminan todas nuestras teorías y justificaciones. ¿Qué podemos hacer? Sencillamente no acaparar más de lo que necesitamos mientras haya pueblos que lo necesitan para vivir. No seguir desarrollando sin límites nuestro bienestar olvidando a quienes mueren de hambre. El verdadero progreso no consiste en que una minoría alcance un bienestar material cada vez mayor, sino en que la humanidad entera viva con más dignidad y menos sufrimiento.
Hace unos años estaba yo por Navidad en Butare (Ruanda), dando un curso de cristología a misioneras españolas. Una mañana llegó una religiosa navarra diciendo que, al salir de su casa, había encontrado a un niño muriendo de hambre. Pudieron comprobar que no tenía ninguna enfermedad grave, solo desnutrición. Era uno más de tantos huérfanos ruandeses que luchan cada día por sobrevivir. Recuerdo que solo pensé una cosa. No se me olvidará nunca: ¿podemos los cristianos de Occidente acoger cantando al niño de Belén mientras cerramos nuestro corazón a estos niños del Tercer Mundo?
Sofonías 3, 14-18a: El Señor se alegra con júbilo en ti. Interleccional: Isaías 12, 2-3. 4bcd, 5-6: Gritad jubilosos: “Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel.” Filipenses 4, 4-7: El Señor está cerca. Lucas 3, 10-18: ¿Qué hacemos nosotros?
El texto del profeta Sofonías nos habla de un tiempo poco antes del reinado de Josías. El país se hallaba sumido en la mayor miseria moral y hacía tiempo se dejaba sentir la amenaza de Asiria. Sofonías, testigo de los grandes pecados de Israel y del duro castigo con que Dios va a purificar a su pueblo, preanuncia la restauración y redención que Dios va a obrar. A los beneficiarios de ella los llama el “resto”. Con este “resto” creará Dios un pueblo nuevo.
Al final de su libro Sofonías vislumbra algunas luces de esperanza: el rey Josías se presenta como un gran reformador y Asiria parece aflojar por el momento su cerco. Es la ocasión para anunciar días mejores para Jerusalén e invitar a la alegría a través de una gran fiesta en la que todo serán danzas, alegría y regocijo.
Israel rebosa gozo porque el Señor ha cancelado todas sus deudas o el castigo de sus pecados (la cautividad). El Señor establece su trono en Sión. Con Rey tan poderoso y Padre tan misericordioso nada tiene que temer nunca más (v.14-15). Ahora ya no es Israel el que se goza en el Señor; es el mismo Señor quien se goza con su nuevo pueblo. Es como el “esposo” que se goza en la “esposa”. Muchas veces en los profetas la “Alianza” es presentada como “Desposorio”: “Yahvé, tu Dios, está en medio de ti; exulta de gozo por ti y se complace en ti; te ama y se alegra con júbilo; hace fiesta por ti” (v.16-17).
Los textos de la liturgia de hoy nos invitan a la alegría. Ese es el modo de esperar al Señor: la auténtica alegría del pueblo de Dios es Cristo, el Mesías largo tiempo esperado. A los filipenses Pablo les recomienda: “Alegraos siempre en el señor. Otra vez os digo, alegraos”.
El pasaje de Lucas nos habla del testimonio de Juan Bautista, el precursor. Su predicación impresiona al pueblo, la gente se acerca para preguntarle: “¿Qué debemos hacer?” (v.10), es una prueba de que han comprendido el mensaje, perciben que el bautismo de Juan exige un comportamiento. La respuesta llega enseguida: compartan lo que tengan: vestido, comida, etc. (vv. 10-11).
No se pregunta lo que hay que pensar, ni siquiera lo que hay que creer. El Evangelio pretende que el oyente de la Palabra de Dios se convierta, es decir, que su conducta y su comportamiento estén de acuerdo con la justicia que exige el Reino. La buena noticia entraña una exigencia nítida: los que tienen bienes o poder deben compartirlos con los que no tienen nada o son más débiles. Gracias a esta conversión, los pobres y menesterosos son iguales a los otros. En realidad, los pobres no preguntan, sino que están en “expectación”. El “¿qué debemos hacer?” lo deberían preguntar quienes tienen el dinero, la cultura, el poder… porque la exigencia básica, según la Biblia, es compartir.
La conversión es un cambio de conducta más que un cambio de ideas; es la transformación de una situación vieja en una situación nueva. Convertirse es actuar de manera evangélica. El evangelio nos invita a una “conversión al futuro” que se despliega en el Reino. No es mirar y volverse atrás. El futuro (que es Dios y su reinado) es la meta de la llamada a la conversión.
La tentación para no convertirse es quedarse en una búsqueda permanente o contentarse con preguntar sin escuchar respuestas verdaderas. Según el Bautista, la conversión exige “aventar la parva” (saber seleccionar o elegir), “reunir el trigo” (ir a lo más importante y no quedarse en las ramas) y “quemar la paja” (echar por la borda lo inservible o lo que nos inmoviliza); acoger la Buena Nueva de la venida del Señor requiere esa conversión. Con nuestros gestos discernimos lo que nos acerca de aquello que nos aleja de la llegada del Señor. Este día Dios discernirá entre el trigo y la paja que haya en nuestra conducta.
Este domingo se denominó tradicionalmente domingo “gaudete”, o de alegría. Por dos veces nos dice Pablo que estemos alegres, alegres por la venida del Señor, por la celebración próxima de la Navidad, por mantener la esperanza, por situarnos en proceso de conversión y por compartir con los hermanos la cena del Señor.
En la Biblia, la alegría acompaña todo cumplimiento de las promesas de Dios. Esta vez el gozo será particularmente profundo: “El Señor está cerca” (Flp 4,5). Toda petición a Dios debe estar apoyada en la acción de gracias (v. 6). La práctica de la justicia y la vivencia de la alegría nos llevarán a la paz auténtica, al Shalom (vida, integridad) de Dios.
¿Qué debemos hacer? Es la pregunta que muchos nos podemos formular hoy. La respuesta de Juan Bautista no es teoría vacía. Es a través de gestos y acciones concretas de justicia, respeto, solidaridad, y coherencia cristiana, como demostramos nuestra voluntad de paz, vamos construyendo un tejido social más digno de hijos de Dios, vamos conquistando los cambios radicales y profundos que nuestra vida y nuestra sociedad necesitan. Pero para eso, es necesario purificar el corazón, dejarnos invadir por el Espíritu de Dios, liberarnos de las ataduras del egoísmo y el acomodamiento, no temer al cambio y disponernos con alegría, con esperanza y entusiasmo a contribuir en la construcción de un futuro no remoto más humano, que sea verdadera expresión del Reino de Dios que Jesús nos trae, y así poder exclamar con alegría: ¡venga a nosotros tu Reino, Señor! Leer más…
En aquel tiempo, le preguntaban a Juan: “¿Entonces, qué hacemos?” Él contestó: “El que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo.”
Vinieron también a bautizarse unos publicanos y le preguntaron: “Maestro ¿Qué hacemos nosotros?” Él les contestó: “No exijáis más de lo establecido.” Unos militares le preguntaron: “¿Qué hacemos nosotros?”. Él les contestó: “No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie, sino contentaos con la paga.”
| Xabier Pikaza
Introducción. Juan Bautista no es Jesús, pero está en el camino de Jesús:
El evangelio de Lucas está escrito en un contexto parecido al de Flavio Josefo, hacia el año 80/90 d.C. y así presenta a Juan Bautista como un profeta moralista), diciendo que fue asesinado porque su mensaje escatológico (y su forma de vivir) podía provocar un levantamiento popular:
Juan, de sobrenombre Bautista… era un hombre bueno que recomendaba a los judíos que practicaran las virtudes y se comportaran justamente en las relaciones entre ellos y piadosamente con Dios y que, cumplidas esas condicione, acudieran a bautizarse…, dando por sentado que su alma estaba ya purificada de antemano con la práctica de la justicia.
Y como el resto de las gentes se unieran a él (pues sentían un placer exultante al escuchar sus palabras), Herodes, por temor a que esa enorme capacidad de persuasión que el Bautista tenía sobre las personas le ocasionara algún levantamiento popular (puesto que las gentes daban la impresión de que harían cualquier cosa si él se lo pedía), optó por matarlo, anticipándose así a la posibilidad de que se produjera una rebelión… Entonces, Juan, tras ser trasladado a la fortaleza de Maqueronte, fue matado en ella» (Josefo, Ant XVIII, 116-119).
Josefo presenta así a Juan un moralista, parecido a los estoicos y cínicos de su entorno greco-romano, un predicador de la virtud (cumplir la ley y contentarse cada uno con lo suyo), como supone de manera convergente Lc 3, 10-14. Pero de esa forma no se explicaría bien la condena de Hyab, pues todo nos lleva a pensar que Herodes le mandó matar a Juan porque tuvo miedo de su protesta social y de su anuncio del Más Fuerte:
Yo os bautizo en agua para conversión. Detrás de mí llega uno Más Fuerte que yo… Tiene el hacha levantada sobre la raíz de los árboles; por tanto, todo árbol que no da buen fruto es cortado y echado al fuego. Él os bautizará en Espíritu Santo y Fuego. Lleva en su mano el bieldo y limpiará su era: y reunirá su trigo en el granero; pero quemará la paja en fuego que jamás se apaga (Mt 3, 9-12; cf. Lc 3, 3-9).
Con su gesto (bautismo) y su anuncio, Juan proclama su amenaza final, preparando la llegada del juicio, que es Hacha que corta los árboles sin fruto, Huracán que limpia la era y Fuego que quema la leña inútil y la paja. En esa línea, su bautismo evoca por un lado la muerte (¡todo será destruido!), y, por otro, abre una esperanza de salvación para aquellos que lo reciben, dejando que Juan les introduzca en el río, para renacer de esa forma a la vida que se acerca:
‒ Juan se opone al poder socio-religioso del Templo de Jerusalén, que ha tomado el monopolio de la religión judía. Por eso se distancia del templo y sus ritos, volviendo a la ribera oriental del Jordán, para anunciar e iniciar la nueva entrada en la tierra, en contra de un orden ritual que expulsa a publicanos y prostitutas, a quienes él acoge, como hará Jesús (cf. Mt 21, 31).
‒ Juan rechaza orden socio-económico simbolizada de un modo especial en las comidas, pero no en una línea de pureza ritual, pues la miel silvestre (no bien refinada) es impura, lo mismo que el pelo de camello, sino en el sentido económico-comercial. A su juicio es impura la comida del mercado, vinculada a la injusticia social que impide que todos coman[1].
Mensaje de Juan según el evangelio de Lucas. Juan Bautista y el dinero
Lucas ha reinterpretado el juicio escatológico de Juan en forma de enseñanza ética, convirtiéndole en un moralista. Ciertamente, Lc 3, 7-9 le presenta como intérprete del juicio profético (ya está cayendo el hacha contra la raíz del árbol…), en un contexto de gran importancia económica, comparable al Magníficat (Lc 1, 45-56). Pero más adelante, en Lc 3, 10-14, él ha traducido esa denuncia de juicio (fin de este mundo) en un mensaje de “organización ética de este mundo”, en la línea de una doctrina posterior de la Iglesia, que aparece en la glosa de Rom 17, 1-7, en 1 Pedro y en las Caras Pastorales de la tradición de Pablo . Este es un Juan cristianizado, en la línea tardía del tiempo de Lucas (90-100 d.C.), un moralista de la justicia y equilibrio universal:
‒ Economía universal, al servicio de la vida, no del capital. “La gente le preguntaba: – ¿Qué tenemos que hacer? Y les contestaba: El que tenga dos túnicas, que le dé una al que no tiene ninguna, y el que tenga comida que haga lo mismo” (Lc 3, 10-11). Comida y vestido no han ser objeto de compra-venta, no han de estar al servicio del capital, sino de comunicación interhumana y así deben compartirse, es decir, ponerse al servicio de todos, empezando por los pobres. Quien atesore dos túnicas (casas, comida, monedas…), mientras otros no tienen ninguna, destruye el principio central de la justicia. Ésta es la base de la moral, dirigida a todos, no sólo a sacerdotes o gobernantes. Los objetos básicos de la vida (vestido, comida) han de ponerse al servicio de todos, en línea de comunicación, no de compraventa. No se trata por ahora de creer en Jesús, ni de aceptar dogmas o caminos especiales… La única verdad moral consiste en compartir la vida, en contra de un sistema capitalista que amontona dinero (Mammón) mientras sigue habiendo gente sin comida o vestido.
‒ Economía de administradores (Publicanos servidores de hacienda, comerciantes…). “Vinieron también unos publicanos a bautizarse y le dijeron: Maestro ¿Qué tenemos que hacer? Él les respondió: No exijáis nada fuera de lo establecido” (diatetagmenon) (3, 12-13). Juan supone así que hay un orden (sistema) de economía, y de esa forma pide a los funcionarios que sólo exijan lo regulado, que no cobren más, ni utilicen su poder al servicio propio. Este Juan sabe que puede haber normas injustas, que deben cambiarse, pero debe mantenerse firme el principio anterior de compartir lo que se tiene. En contra del Apocalipsis, Juan Bautista piensa que en principio los gestores del dinero público los pueden cumplir un servicio (¡de manera que no los demoniza!), pero sabiendo que en la base de todo es el principio anterior de “dar aquello que nos sobra a los necesitados…”. “Reyes y publicanos” no son dueños, sino administradores de unos bienes que son para todos.
La economía está al servicio de los hombres, no los hombres al servicio de la economía. Eso significa que los bienes han de ponerse al servicio de todos… no a la inversa. Este Juan aparece así como reformador, dentro del sistema, no para destruirlo, sino para ponerlo al servicio del bien común (para compartir túnica y comida, es decir, humanidad).
‒ Una “economía” militar “También los soldados le preguntaban: – ¿Y nosotros qué debemos hacer? Juan les contestó: –No uséis la violencia, no hagáis extorsión a nadie, y contentaos con vuestra paga” (3, 14). Este Juan admite la función de los soldados del Imperio, a quienes concibe como policías (ministros del orden público) al servicio de la paz universal. Muchos judíos de entonces querían que se aboliera el imperio romano y no hubiera soldados, pues su función es intrínsecamente perversa (cf. Dan 2.7 y Ap 12-13).
Pero Lucas admite la existencia de soldados, y los presenta incluso como “pioneros” evangélicos, es decir, como garantes de la paz público, en un servicio social de anticipación del evangelio (cf. Hch 10-11, conversión de Cornelio). No es antimilitarista, no es anarquista, ni celota guerrillero. Admite a los soldados, pero cree y dice que ellos deben cambiar y por eso les pide tres cosas:
(a) No emplear violencia. Juan quiere soldados sin armas, sin cañones, sin carros de combate… Soldados como servidores de humanidad, para bien de la paz entre todos, un tipo de ángeles humanos para ayuda de los más débiles.Este Juan de Lucas supone que los soldados no son (no han de ser) ser portadores de violencia (no emplean la espada), sino ministros de un orden social que no puede imponerse matando, sino protegiendo a los demás, como pacifistas activos, arriesgándose al servicio de los débiles, para defenderles.
(b) No extorsionar a nadie. En esa línea, el Bautista utiliza una palabra plástica “me sykophantêsete”, no seáis psicofantes, no utilicéis vuestro poder para imponeros a los otros. En contra de los que utilizan las armas para matar y enriquecerse, para tomar el poder y mantenerse a la fuerza, Juan pide a los soldados quelas pongan las armas al servicio de los indefensos. Este Juan va en contra de los generales y generalitos de Roma que han acudido a diversos alzamientos militares para tomar el poder, para mantenerlo con sus pretorianos, para manejar los hilos de la política y de las armas al servicio de sí mismo.
(c) Contentarse con la paga”. Esta es la reflexión de fondo: Que el ejército no esté al servicio del dinero… no busque más o más dinero, que el Estado no se convierta en una Pluto-cracia al servio de las armas, de la guerra universal. Lo mismo puede y debe decirse de los funcionarios (publicanos y empleados de la administración): No han de buscar dinero, sino cumplir su función al servicio de todos, sabiendo que la norma fundamental es la ya establecida: Si tienes dos túnicas dale una a quien no tiene ninguna.
Adviento del Bautista. … Juan Bautista no es Cristo,
ni los comerciantes y soldados son Cristo, pero pueden ponerse al servicio de la humanidad, es decir, de Cristo.
Juan Bautista puede situarse con los comerciantes y soldados en un camino de Adviento. El proyecto y mensaje de Jesús se sitúa en ese contexto de gran crisis de Israel que estaba descubriendo y proclamando Juan Bautista. Pero, pasado un tiempo, Jesús dejó el Jordán y vino a Galilea para iniciar por sí mismo el gran cambio, pero no para implantar el orden tranquilo que Lc 3, 10-14 atribuye más tarde a Juan Bautista (un equilibrio de publicanos y soldados), sino para anunciar la gran transformación mesiánica y liberadora de los pobres, en la línea del canto de su madre (Magníficat).
En esa línea, Jesús vendrá a ser el profeta universal de la justicia mesiánica, secular y campesina, enraizado en las tradiciones proféticas de liberación de Israel, desde la esperanza de los pobres. La tradición posterior intentará vincular su movimiento con la tradición letrada de escribas y rabinos (y eso puede contener un elemento positivo), pero él fue ante todo representante y testigo de la esperanza de su pueblo, desde los marginados sociales con los que había convivido. Ciertamente, aceptó algunos rasgos del mensaje de Juan, pero más que el juicio de Dios le interesará la vida de los pobres, la transformación de los campesinos, enfermos y excluidos, insistiendo así en el aspecto social del mensaje.
Jesús fue profeta de vida, no de libro, promotor de libertad m de amor y comunión entre todos, de manera que más que la gloria de Israel (su pureza nacional) le importaba la suerte de los marginados, excluidos, hambrientos y oprimidos, como había proclamado su madre (Magníficat). No buscó el equilibrio ético de Juan (tal como lo interpreta Lc 3, 10-14), ni el compromiso imperial de Rom 13, 1-7, sino que quiso situarse ante la desmesura del Dios de los profetas en una línea de amor fuerte que culmina de algún modo en el Apocalipsis.
Desde ese fondo ha de entenderse el camino de vuelta de Jesús a Galilea, que deja a Juan Bautista y, sin haberle condenado, comienza su misión liberadora en Galilea, ayudando de manera positiva a los que en ese momento se hallaban más oprimidos por la fuerza de los prepotentes. No lo hace como sacerdote ni escriba, sino como líder profético campesino. Sólo desde ese fondo se entiende su evangelio.
[1] Juan condena toda comercialización de la comida: Es injusto comprar y vender comida en el mercado… al servicio del mercado. Al revés, el mercadeo ha de estar de los hombres. Por eso, los mercaderes han de ser “servidores” de la vida humana, no señores de ella.
(2) Juan condena toda militarización del ejército... Es injusto un ejército al servicio de su poder y de su guerra, como en tiempo de los alzamientos militares de Roma y del mundo moderno. Todo alzamiento militar que busca el poder militar, dirigido por “brujos psicofantes” es demoníaco. Los soldados sólo tienen sentido como servidores pacíficos de la libertad y fraternidad humana, como han puesto de relieve los últimos papas de la iglesia católica, Juan XXII y Benedicto XVI, en la línea de Juan Bautista. Con ellos seguimos haciendo camino de Adviento hacia Cristo.
Si el domingo pasado no hubiéramos celebrado la fiesta de la Inmaculada, los textos del domingo pasado dejaban claro el tono alegre del Adviento. Los de este domingo lo acentúan todavía más. “Regocíjate, hija de Sión, grita de júbilo, Israel; alégrate de todo corazón, Jerusalén”, comienza la 1ª lectura. Su eco lo recoge el Salmo: “Gritad jubilosos, habitantes de Sión: Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel”. La carta a los Filipenses mantiene la misma tónica: “Hermanos: Estad siempre alegres en el Señor; os repito, estad siempre alegres.” Y el evangelio termina hablando de la Buena Noticia; y las buenas noticias siempre producen alegría.
Las lecturas ofrecen materia abundante (¡demasiada!). Quien vaya a comentarlas debe seleccionar lo más importante para su auditorio.
Alegría de Jerusalén y alegría de Dios (Sofonías 3,14-18)
Este breve texto, probablemente del siglo V a.C., aborda dos problemas políticos, con un final religioso. Jerusalén ha sufrido la deportación a Babilonia, el rey y la dinastía de David han desaparecido, los persas son los nuevos dominadores. No tiene libertad ni rey. El profeta anuncia un cambio total: el Señor expulsa a los enemigos y será el rey de Israel. Lo más sorprendente es el motivo de este gran cambio: el amor de Dios. Cuando se recuerda que los profetas consideran la historia del pueblo una historia de pecado, asombra que Dios pueda gozarse y complacerse en él. Las palabras finales se adaptan perfectamente al espíritu del Adviento. La Iglesia, y cada uno de nosotros, debe aplicárselas.
Regocíjate, hija de Sión, grita de júbilo, Israel; alégrate de todo corazón, Jerusalén. El Señor ha cancelado tu condena, ha expulsado a tus enemigos. El Señor será el rey de Israel, en medio de ti, y ya no temerás. Aquel día dirán de Jerusalén: «No temas, Sión, no desfallezcan tus manos. El Señor, tu Dios, en medio de ti, es un guerrero que salva. Él se goza y se complace en ti, te ama y se alegra con júbilo como en día de fiesta».
Alegría, mesura y oración (Filipenses 4,4-7)
Pablo escribe a su comunidad más querida. En la parte final de la carta, tres cosas le aconseja: alegría, mesura y oración.
Hermanos: Estad siempre alegres en el Señor; os repito, estad siempre alegres. Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca. Nada os preocupe; sino que, en toda ocasión, en la oración y súplica con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios. Y la paz de Dios, que sobre pasa todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús.
Alegría, confiando en la pronta vuelta del Señor. Al principio de su actividad misionera, Pablo estaba convencido de que Cristo volvería pronto. Lo mismo esperaban la mayoría de los cristianos a mediados del siglo I. Aunque esto no se realizó, las palabras “El Señor está cerca” son verdad: no en sentido temporal, sino como realidad profunda en la Iglesia y en cada uno de nosotros.
Mesura. En el contexto navideño, cabe la tentación de interpretar la mesura como una advertencia contra el consumismo. Sin embargo, el adjetivo que usa Pablo (evpieike.j) tiene un sentido distinto. Se refiere a la bondad, amabilidad, mansedumbre en el trato humano, que debe ser semejante a la forma amable y bondadosa en que Dios nos trata.
Oración. En pocas palabras, Pablo traza un gran programa a los Filipenses. Una oración continua, “en toda ocasión”; una oración que es súplica pero también acción de gracias; una oración que no se avergüenza de pedir al Señor a propósito de todo lo que nos agobia o interesa.
Una «buena noticia» bastante extraña (Lucas 3,10-18)
En el texto del evangelio podemos distinguir tres partes: unos consejos prácticos; un anuncio, y un resumen final.
Consejos prácticos (10-14)
En aquel tiempo la gente preguntaba a Juan:
− ¿Entonces qué hacemos?
Él contestó:
− El que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo.
Vinieron también a bautizarse unos publicanos y le preguntaron:
− ¿Maestro, qué hacemos nosotros?
;Él les contestó:
− No exijáis más de lo establecido.
Unos militares le preguntaron:
− ¿Qué hacemos nosotros?
Él les contestó:
− No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie, sino contentaos con la paga.
El domingo pasado vimos cómo Juan Bautista exigía la conversión. ¿En qué consiste? ¿Cómo manifiesta uno que se ha convertido? Lucas responde poniendo unas preguntas en boca de la multitud, de los recaudadores de impuestos (los publicanos) y de los soldados. La presencia de recaudadores no extraña, teniendo en cuenta que también se interesarán por la predicación de Jesús. Más extraña resulta la mención de los soldados, ya que este colectivo no se vuelve a mencionar en el NT; debe tratarse de judíos al servicio de Herodes Antipas.
La respuesta más exigente es la primera, dirigida a todos: compartir el vestido y la comida. Recuerda lo que pide Dios en el libro de Isaías: «partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo, y no cerrarte a tu propia carne» (Is 58,7).
La respuesta a los recaudadores se queda en lo negativo: «No exijáis más de lo ordenado». La actividad de los publicanos abarcaba muchos aspectos de la vida diaria:derechos de importación y exportación, portazgos, peaje, impuestos urbanos, etc. «Y si el pacífico residente, el labrador, el comerciante o el fabricante se veía constantemente expuesto a sus exacciones, el viajero, el caravanero o el buhonero se encontraban con su vejatoria presencia en cada puente, por la carretera y a la entrada de las ciudades. Se tenía que descargar cada bulto, y todo su contenido era abierto y registrado; hasta las cartas eran abiertas; y debe haberse precisado de algo más que de la paciencia oriental para soportar la insolencia de los recaudadores y para someterse a sus ‘falsas acusaciones’ al fijar arbitrariamente la cuota por la tierra o los ingresos, o el valor de las mercancías” (A. Edersheim, Usos y costumbres de los judíos, Clie, Terrasa 2003, 76-78).
La respuesta a los soldados une lo negativo: «no maltratéis ni extorsionéis a nadie» y lo positivo: «contentaos con vuestra paga». «Tanto para los soldados como para los publicanos, Lucas se interesa por una ética de la justa adquisición de bienes y del buen uso del dinero» (Bovon, El evangelio según san Lucas I, 252).
Anuncio (15-17)
El pueblo estaba en expectación, y todos se preguntaban si no sería Juan el Mesías; él tomó la palabra y dijo a todos:
− Yo os bautizo con agua; pero viene uno que puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con el Espíritu Santo y fuego; tiene en la mano el bieldo para aventar su parva y reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga.
La denuncia inicial (que deberíamos haber leído el domingo pasado) y los consejos prácticos no crean malestar en la gente, animan a preguntarse por la identidad de Juan. Este responde hablando de un personaje con más autoridad (no le da el título de Mesías), que llevará a cabo una misión doble: positiva (bautismo) y ambigua (bieldo).
Dos temas indica Juan a propósito del personaje futuro: la mayor importancia de su persona y el mayor valor de su bautismo. La mayor importancia de la persona la expresa aludiendo a su fuerza, porque del Mesías se espera que la tenga para derrocar a los enemigos, y a la indignidad de Juan respecto a él, ya que no puede cumplir ni siquiera el servicio de un esclavo.
La mayor importancia del bautismo queda clara por la diferencia entre el agua, en uno, y el Espíritu Santo y el fuego, en el otro. Bautizar significar «lavar», «purificar». Y si se quiere mejorar la conducta del pueblo, nada mejor que el Espíritu de Dios: «Os infundiré mi espíritu y haré que caminéis según mis preceptos y que cumpláis mis mandamientos» (Ez 36,27). Además, el fuego purifica más que el agua.
Basándose en el Salmo 2, algunos textos concebían al Mesías con un cetro en la mano para triturar a los pueblos rebeldes y desmenuzarlos como cacharros de loza. Juan no lo presenta con un cetro, utiliza una imagen más campesina: lleva un bieldo, con el que separará el trigo de la paja, para quemar ésta en una hoguera inextinguible.
Al comienzo de su intervención, Juan hizo referencia al hacha dispuesta a talar los árboles inútiles; al final, al bieldo que echa la paja en la hoguera. Dos imágenes potentes para animar a la conversión.
Sumario (18)
Añadiendo otras muchas cosas, exhortaba al pueblo y le anunciaba la Buena Noticia.
Este versículo resume la actividad de Juan fijándose en su predicación y sin mencionar el bautismo. Las palabras de Juan pueden parecer muy duras, pero constituyen una buena noticia para quien está dispuesto a convertirse.
El tercer domingo de adviento siempre nos repite lo mismo, como Pablo en la carta a los Filipenses: ¡Alegraos!
La primera lectura de la Eucaristía nos regala una de las imágenes más bellas de Dios. El profeta Sofonías nos muestra a un Dios radiante de alegría, en algunas traducciones dice que saltando y danzando en medio de su pueblo como en los días de fiesta.
Y un Dios así de contento ¿qué nos dice? ¡Que nos alegremos! Algo así como: «vosotros, cada uno de vosotros, sois mi alegría y yo puedo ser la vuestra, ¡Alegraos conmigo!»
Por eso la invitación del adviento es la alegría. Dios ha decidido venir a habitar en medio de nosotros, porque es aquí, entre nosotras, siendo uno de los nuestros como quiere danzar y saltar de alegría.
Sin embargo, a simple vista, el evangelio que nos presenta la Iglesia en este domingo no parece que hable de alegría… Nos encontramos de nuevo con Juan Bautista. A él acuden distintos tipos de gentes y todos con la misma pregunta: «¿qué hacemos?» Y Juan tiene una respuesta para cada uno.
Con otras palabras les va invitando a compartir, a obrar con justicia, a no abusar de la autoridad, ni dejarse llevar por la codicia. Todo esto, ¿para qué? Precisamente para poder ser felices, para poder vivir con alegría la Buena Noticia.
Juan Bautista anuncia la venida del Mesías, del ungido de Dios, de Dios mismo y a Dios se le encuentra en el compartir, en la justicia, en la sencillez. No con estas palabras pero Juan les está diciendo: ¡alegraos!, y para que puedan alegrarse de verdad les dice lo que tienen que hacer.
Muy bien, y nosotros, ¿qué hacemos? Es una buena pregunta. ¿Qué podemos hacer para vivir con alegría? ¿Te atreves a preguntarle a Dios qué debes hacer para ser feliz?
Oración
¡Alegraos! es la invitación, aceptarla y cómo aceptarla depende de cada uno.
¡Alegraos! tanto como Dios se alegra con nosotros.
La primera palabra de la liturgia de este domingo es una invitación a la alegría. Esa alegría, en el AT, está basada siempre en la salvación que va a llegar. Hoy estamos en condiciones de dar un paso más y descubrir que la salvación ha llegado ya porque Dios no tiene que venir de ninguna parte y con su presencia en cada uno de nosotros, nos ha comunicado lo que Él mismo es. No tenemos que estar contentos ‘porque Dios está cerca’, sino porque Dios está ya en nosotros.
La alegría es como el agua de una fuente, la vemos solo cuando aparece en la superficie, pero antes, ha recorrido un largo camino que nadie puede conocer, a través de las entrañas de la tierra. La alegría no es un objetivo a conseguir directamente sino la consecuencia de un estado de ánimo que se alcanza después de un proceso. Ese proceso empieza por la toma de conciencia de mi verdadero ser. Si descubro que Dios forma parte de mí, encontraré la absoluta felicidad.
¿Qué tenemos que hacer? La respuesta manifiesta la igualdad y la diferencia entre el mensaje de Jesús y de Juan. El Bautista se creía que la salvación que esperaban de Dios iba a depender de su conducta. Esta era también la actitud de los fariseos. Jesús sabe que la salvación de Dios es gratuita e incondicional. Es curioso que los seguidores de Jesús, todos judíos, se encontraran más a gusto con la predicación de Juan que con la del mismo Jesús. Esto queda muy claro en los evangelios.
Por esa misma razón los primeros cristianos, que seguían siendo judíos, cayeron en seguida en una visión del evangelio moralizante. Jesús no predicó ninguna norma moral. Es más, se atrevió a relativizar la Ley de una manera insólita. El hecho de que permanezcan en el evangelio la frase como “las prostitutas os llevan la delantera en el Reino” indica claramente que para Jesús había algo más importante que el cumplimiento de la Ley. S. Agustín en una de sus genialidades lo expresó con rotundidad: “ama y haz lo que quieras”. No hay un resumen mejor del evangelio.
Todas las respuestas que da Juan van encaminadas a mejorar las relaciones con los demás. Se percibe una preocupación por hacer más humanas esas relaciones, superando todo egoísmo. Está claro que el objetivo no es escapar a la ira de Dios sino imitarle en la actitud de entrega a los demás. El evangelio nos dice una y otra vez, que la aceptación por parte de Dios es el punto de partida, no la meta. Seguir esperando la salvación de Dios, es la mejor prueba de que no la hemos descubierto dentro. La pena es que seguimos esperando que venga a nosotros lo que ya tenemos.
El pueblo estaba en expectación. Una manera de indicar la ansiedad de que alguien les saque de su situación angustiosa. Todos esperaban al Mesías y la pregunta que se hacen tiene pleno sentido. ¿No será Juan el Mesías? Muchos así lo creyeron, no solo cuando predicaba, sino también mucho después de su muerte. La necesidad que tiene de explicar que él no es el Mesías no es más que el reflejo de la preocupación de los evangelistas por poner al Bautista en su sitio; es decir, detrás de Jesús. Para ellos no hay discusión. Jesús es el Mesías. Juan es solo el precursor.
La presencia de Dios en mí no depende de mis acciones u omisiones. Es anterior a mi propia existencia y ni siquiera depende de Él pues no puede no darse. No tener esto claro nos hunde en la angustia y terminamos creyendo que solo puede ser feliz el perfecto, porque solo él tiene asegurado el amor de Dios. Con esta actitud estamos haciendo un dios a nuestra imagen y semejanza; estamos proyectando sobre Dios nuestra manera de proceder y nos alejamos del evangelio que nos dice lo contrario.
Pero ¡ojo! Dios no forma parte de mi ser para ponerse al servicio de mi contingencia, sino para arrastrar todo lo que soy a la trascendencia. La vida espiritual no puede consistir en poner el poder de Dios a favor de nuestro falso ser, sino en dejarnos invadir por el ser de Dios y que él nos arrastre a lo absoluto. La dinámica de nuestra religiosidad es absurda. Estamos dispuestos a hacer “sacrificios” y “renuncias” que un falso dios nos exige, con tal de que después cumpla él los deseos de nuestro falso yo.
No hemos aceptado la encarnación ni en Jesús ni en nosotros. No nos interesa para nada el “Emmanuel” (Dios-con-nosotros), sino que Jesús sea Dios y que él, con su poder, potencie nuestro ego. Lo que nos dice la encarnación es que no hay nada que cambiar, Dios está ya en mí y esa realidad es lo más grande que podría esperar. Ésta tendría que ser la causa de nuestra alegría. Lo tengo ya todo. No tengo que alcanzar nada. No tengo que cambiar nada de mi verdadero ser. Tengo que descubrirlo y vivirlo. Mi falso ser se iría desvaneciendo y mi manera de actuar cambiaría.
La salvación no está en satisfacer los deseos de nuestro falso ser. Satisfacer las exigencias de los sentidos, los apetitos, las pasiones, nos proporcionará placer, pero eso nada tiene que ver con la felicidad. En cuanto deje de dar al cuerpo lo que me pide, responderá con dolor y nos hundirá en la miseria. Hacemos lo imposible para que Dios tenga que darnos la salvación que esperamos. Incluso hemos puesto precio a esa salvación: si haces esto y dejas de hacer lo otro, tienes asegurada la salvación.
Este conocimiento no es racional ni discursivo, sino vivencial. Es la mayor dificultad que encontramos en nuestro camino hacia la plenitud. Nuestra estructura mental cartesiana nos impide valorar otro modo de conocer. Estamos aprisionados en la racionalidad que se ha alzado con el santo y la limosna, y nos impide llegar al verdadero conocimiento de nosotros mismos. Permanecemos engañados creyendo que somos lo que no somos. Pidiendo a Dios que potencie ese falso ser.
La alegría de la que habla la liturgia de hoy no tiene nada que ver con la ausencia de problemas o con el placer que me puede dar la satisfacción de los sentidos. La alegría no es lo contrario al dolor o a nuestras limitaciones que nos molestan. Las bienaventuranzas lo dejan muy claro. Si fundamento mi alegría en que todo me salga a pedir de boca, estoy entrando en un callejón sin salida. Mi parte caduca y contingente termina fallando siempre. Si me apoyo en esa parte de mi ser, fracasaré.
La respuesta que debo dar a la pregunta: ¿qué debemos hacer?, es simple: Compartir. ¿Qué? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? Tengo que adivinarlo yo. Ni siquiera la respuesta de Juan nos puede tranquilizar, pues la realización de las obras puede ser programación. No se trata de hacer o dejar de hacer sino de fortalecer una actitud que me lleve en cada momento a responder a la necesidad concreta del otro.
«Pero viene uno más poderoso que yo que os bautizará en Espíritu Santo y fuego»
La Navidad es una de las dos cumbres del calendario litúrgico y viene precedida de un tiempo de preparación para celebrarla mejor; el Adviento. Pero una celebración será importante para mí en la medida en que lo sea el hecho que se celebra, y cuanto más lo sea, más me afanaré en prepararla bien. Por tanto, me importará preparar bien la Navidad si lo que ocurre en ella es importante; y si no, no.
Pero ¿qué ocurre en Navidad?…
En Navidad celebramos el nacimiento de Jesús, su aniversario; podríamos decir que celebramos su cumpleaños, pero Jesús murió hace mucho tiempo y nadie celebra el cumpleaños de los muertos. Si lo seguimos celebrando es porque no está muerto, sino tan vivo en nosotros que lo consideramos parte de nuestra vida; porque la llegada de Jesús es algo que sucedió y que sigue sucediendo. Pero, ¿qué importancia tiene Jesús en mi vida? …
Jesús es importante para mí porque es el que da sentido a mi vida. Porque en Jesús he descubierto que Dios no es un arcano inaccesible, sino que es Abbá, la madre que me acompaña en esta vida y me espera al otro lado de la muerte. En Jesús hemos sabido que la mejor forma de vivir es perdonando, compartiendo, compadeciendo, ayudando, sirviendo, trabajando por la paz y la justicia… y de Jesús hemos recibido una misión: ser sal, ser luz, ser semilla, ser levadura… para que el mundo tenga sabor, para que no camine en tinieblas, para que dé buena cosecha; para que de buenos frutos.
Jesús es para nosotros, los cristianos, presencia de Dios salvador en el mundo, y al encontrarnos con él, nos estamos encontrando con Dios mismo. Y desde esta perspectiva, la Navidad cobra toda su importancia. Estamos celebrando que Dios ha apostado por nosotros, es decir, que la aventura humana —la mía en particular y la de del conjunto de la humanidad en general— tiene sentido, que nuestra vida es mucho más de lo que ven los ojos, que está pensada por Dios y que nuestro destino no es morir, sino Vivir.
Como decía Ruiz de Galarreta: «La venida histórica de Jesús marcó una encrucijada para el pueblo de Israel, y también es una encrucijada para nosotros. Hay que elegir entre conformarse con esta vida, con sus valores y sus satisfacciones, y resignarse a morir… o no conformarse, fiarse de la Palabra de Jesús y aspirar a más, a más vida, a otros valores que el orín no puede corroer». Por eso, nosotros, la Iglesia, aprovechamos todos los años la Navidad para que Jesús vuelva a nacer con más fuerza en cada uno, para que conociéndole mejor, aceptándole más, creyendo más en él, nuestra vida se vaya trasformando todos los días a mejor.
El Adviento es por tanto tiempo de despertar si nos habíamos dormido, de avivar nuestra fe. ¡Viene el Señor! ¡Qué alegría! Dios está con nosotros, es nuestro aliado y nunca nos abandona.
Miguel Ángel Munárriz Casajús
Para leer un artículo de José E. Galarreta sobre un tema similar, pinche aquí
Juan Bautista se siente urgido a un anuncio radical y urgente. Para él no se trata de tener fe en que Dios cambiará las cosas sino de empezar a cambiarlas. A través de un diálogo con la gente que acudía a escucharlo, Juan va concretando modos posibles para transformar la vida personal y desde ella también la colectiva. Solo así podrán acoger la Buena Noticia que Jesús encarna y de la que él solo se siente mensajero.
¿Entonces, qué debemos hacer?
El diálogo se entabla a través de una única pregunta que diferentes grupos le van formulando: “¿Qué tenemos que hacer?”. Juan responde a cada uno de ellos de forma concisa y concreta, proponiéndoles formas de actuar en los espacios cotidianos de sus vidas.
La primera pregunta brota a coro de la gente que había acudido a escucharlo y recibir el bautismo en el Jordán. A ellos y ellas Juan les propone compartir generosamente con quien no tiene. “Quien tenga dos túnicas, que comparta con quien no tiene; y quien tenga comida, haga lo mismo”
Una propuesta de fuertes resonancias proféticas y que sin duda sus oyentes podían identificar. Por ejemplo, Isaías y Ezequiel recordaban al pueblo desorientado y herido por las consecuencias del exilio a no esperar soluciones externas para reconstruir su vida y recuperar la esperanza. Ambos invitaban a la responsabilidad personal para alcanzar la justicia, a sanar heridas con generosidad y solidaridad, a recuperar los mandamientos desde el corazón abandonando la rigidez de las normas y el egoísmo de las excusas.
“Este es el ayuno que yo quiero, dice el Señor… que partas tu pan con el hambriento, y recibas en casa a los pobres sin hogar; que proporciones vestido al desnudo, y que no te desentiendas de tus semejantes. Entonces brillará tu luz como la aurora y tus heridas sanarán enseguida, tu recto proceder caminará ante ti…y el Señor te guiará siempre...” (Is 58)
“Quien no oprime a nadie, sino que devuelve al deudor su prenda; que no comete robo, sino que da su pan al hambriento y cubre al desnudo con ropa, …se comporta recta y honradamente…y caminará en la senda del Señor…” (Ez 18)
La invitación de Juan no es por tanto la consecución de un ideal de pobreza, sino de justicia. Una justicia que nace de la voluntad de Dios. Una voluntad que solo busca la vida plena para todo ser humano (Dt 15, 4).
La segunda pregunta la formulan los publicanos o cobradores de impuestos. Para ellos la respuesta se orienta a evitar los abusos en los cobros y conformarse con recaudar lo justo. En el Imperio Romano era frecuente que se subarrendara la recaudación de los impuestos en las ciudades a empresarios locales. Estas personas debían adelantar el dinero que se consideraba se tenía que recaudar y luego conseguir por todos los medios no solo recuperarlo sino obtener beneficios.
En la antigüedad la gente daba por supuesto que los bienes eran limitados y cuando alguna persona aumentaba sus riquezas era porque otra las había perdido. El buscar tener más bienes negociando con ellos era etiquetado de conducta negativa no solo por los medios usados para adquirirlos sino porque rompía el equilibrio social y económico que daba sentido a su mundo.
Juan propone a este grupo de publicanos un camino sencillo pero difícil: renunciar a las dinámicas de violencia y de evitar la codicia: “No exijáis más de lo que está ordenado”. La propuesta nos recuerda el encuentro de Jesús con Zaqueo que Lucas narra unos capítulos más adelante (Lc 19, 1-10). Un relato en el que vemos las consecuencias de un enriquecimiento injusto, pero también el proceso de conversión que el protagonista vive y que le lleva, no sólo a devolver lo ganado injustamente sino a hacerlo con gratuidad y sin esperar nada a cambio.
Sin duda la actuación de Zaqueo va mucho más allá de la que Juan propone, pero ambas coinciden en que la conversión a la Buena Noticia no trata de renuncias, ni de exigencias sino de habitar nuestra vida desde la gratuidad, la solidaridad y la lealtad porque es ahí donde el Reino de Dios se encarna.
La tercera pregunta llega desde un grupo al que nos sorprende ver junto al río Jordán escuchando al Bautista: Unos soldados que, aunque no se especifica, eran sin duda romanos. Encontrarse a estos hombres escuchando a Juan es por lo menos sorprendente y sin duda incomodo porque representaban al poder romano invasor. Juan, sin embargo, ni los rechaza ni les pide que dejen de ser lo que son. Les pide que “No maltratéis ni denunciéis a nadie y contentaos con vuestra paga”. (Lc 3,14).
Juan en la propuesta que les hace reconoce implícitamente que hay prácticas abusivas en el ejercicio que están dificultando mucho la vida de la gente y desde ahí les propone romper con sus malas prácticas. No les pide que abandonen su lugar social, sino que cambien su modo de ejercer el poder. Los acoge desde su deseo de construir su vida de otra manera, ofreciéndoles la posibilidad de acoger la Buena Noticia de la acción salvadora de Dios sin renunciar a su condición extranjera. Ellos encarnan así, la voluntad inclusiva de un Dios que no pone límites a su amor y que reconoce en cualquier ser humano, sea cual sea su condición, a un hijo.
Reordenar las pertenencias
A estos tres grupos de personas Juan les propone reorganizar su vida para que en ella brote la salvación. Les ofrece pautas concretas para cambiar sus horizontes desde la solidaridad y la justicia. No les pide renunciar a lo que tienen sino a poner límite a sus ambiciones condicionándolas a un bien mayor: acoger la Buena Noticia de Jesús.
No es a él a quien han de seguir sino a Jesús. Los cambios que les pide no son un punto de llegada sino un punto de partida para acoger el camino de vida que es Jesús. El será la respuesta a sus inquietudes, la luz para sus cegueras, la esperanza para sus corazones.
Con frecuencia, los seres humanos nos perdemos en el ¿qué hacer? Bien porque, de manera infantil, nos alienamos a los otros por tratar de obtener su aprobación, bien porque la acción nace de los miedos y necesidades inmediatas del ego.
Más allá de trampas infantiles y narcisistas, parece claro que la acción adecuada lleva siempre el sello de la desapropiación y la gratuidad. Ahora bien, tales características no pueden ser asumidas por el yo, que necesariamente gira de un modo egocentrado. Es decir, no pueden nacer de una consciencia de separatividad; únicamente pueden darse en la consciencia de unidad.
Vivir en la consciencia de unidad significa comprender que todos somos Uno, por lo que cualquier otro es no-otro de mí -así se entiende la propuesta que hace el Bautista a quienes le preguntan qué hacer-, y que nuestra forma particular (yo o persona) es solo un cauce por el que la acción fluye.
En la medida en que puede tomar distancia del propio yo, la persona se comprende como Vida y, en su acción, deja que la Vida fluya a través de ella. Llega un punto, incluso, en que no tiene nada que decidir: se halla tan alineada con la Vida, que solo dice sí a lo que la Vida le va trayendo en cada momento. Esto es vivir y actuar con sabiduría.
En la liturgia anterior al concilio Vaticano II a este tercer domingo de Adviento se denominaba “domingo Gaudete”, algo así como domingo de la alegría (Domingo gaudete: gaudium: gozo, alegría). Era como una pequeña tregua en el esfuerzo (penitencia) del Adviento.
La Palabra de hoy es como una llamada a la alegría, a la serenidad: Alégrate, hija de Sión; y San Pablo nos insta a vivir siempre alegres en el Señor; os lo repito, vivid en paz de Dios… San Lucas en el evangelio nos anuncia por medio de Juan Bautista que Jesús nos bautizará espíritu, en el aliento vital, en las ganas de vivir…
02.- Evangelio y alegría.
El cristianismo no es una religión para cumplir con una normativa jurídico-moral-litúrgica. Sería -es- enojoso, es penoso un cristianismo.
Jesús no es un maestro religioso, un jurista que se sabe hasta la “letra pequeña” de la ley, de la liturgia, del dogma y la impone, quieras que no…
Jesús fue más bien distante de la ley y cercano a la vida, a la salud, al alimento; nos llama a la bienaventuranza, la alegría, la esperanza.
El ángel anuncia a los pastores: os anuncio una gran alegría: hoy os ha nacido un salvador (Lc 2,10)
Los magos se llenan de alegría al ver la estrella que les anuncia la luz de la verdad. (Mt 2,10) Cuando vieron la estrella, se regocijaron sobremanera con gran alegría.
El programa cristiano es de bienaventuranza, de felicidad, no de pesadumbre y agobio religioso. Jesús nos invita a que seamos bienaventurados y vivamos alegres (Mt 5).
La Palabra, el mensaje cristiano es de profunda alegría, como quien encuentra un tesoro, (Mt 13,44).
Dios mismo se alegra por todo pecador que cambia su trayectoria de vida. (Lc 15,32).
Jesús supone un gozo infinito, imperecedero, que nadie nos puede quitar, (Jn 15,11; 16,22).
La fuente principal de alegría está en la Resurrección del Señor. Los discípulos se llenan de alegría al encontrarse con el resucitado. (Lc 24,41; Jn 20,20).
¿No ardía nuestro corazón? Se dicen los dos de Emaús, (Lc 24)
03.- No siempre se puede estar contento, pero sí en paz interior.
La vida va como va y hay momentos en los que por mil circunstancias brota la preocupación, el miedo, la incertidumbre.
No siempre podemos estar contentos, pero sí que podemos vivir en la quietud, en el sosiego de nuestro interior, descansando en el Señor y vivir en serenidad, en calma: no perdáis la calma. No temas pequeño rebaño mío, (Lc 12,32)
04.- El Espíritu del Señor es serenidad y alegría en nuestra vida.
Los discípulos, que estaban asustados, encerrados se llenan de alegría al ver al Señor, cuando éste se les hace presente.
Pronto celebraremos la Navidad, la presencia de la alegría y de la bondad de Dios en medio de nosotros.
La Palabra del Señor, se dirigió a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Juan recorrió toda la región del río Jordán, predicando un bautismo de arrepentimiento para perdón de los pecados. La gente le preguntaba:
-Pues ¿qué debemos hacer?
Y él les respondía:
– El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer, que haga lo mismo.
Vinieron también publicanos a bautizarse y le dijeron:
– Maestro, ¿qué debemos hacer?
Él les dijo:
– No exijan más de lo que les está fijado.
Le preguntaron también unos soldados:
– Y nosotros ¿qué debemos hacer?
Él les dijo:
– No hagan extorsión a nadie, no hagan denuncias falsas y conténtense con su pago.
Como el pueblo estaba a la espera, andaban todos pensando en sus corazones acerca de Juan, si no sería él el Cristo; respondió Juan a todos, diciendo:
– Yo les bautizo con agua, pero viene él que es más fuerte que yo, y no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias. El los bautizará en Espíritu Santo y fuego. En su mano tiene el bieldo para limpiar su era y recoger el trigo en su granero; pero la paja la quemará con fuego que no se apaga.
Y con otras muchas exhortaciones, anunciaba al pueblo la Buena Nueva
(Lc 3, 2b-3.10-18)
Continuamos en las lecturas de estos domingos de adviento con el evangelio de Lucas y con la figura de Juan el Bautista. El domingo pasado nos lo habían presentado predicando en el desierto. Hoy está entablando un diálogo con tres grupos de personas distintas las cuales se sienten interpeladas por su predicación y le preguntan ¿qué debemos hacer? Juan Bautista responde a cada grupo de manera distinta. A los primeros, un grupo de personas sin más especificación, les dice que si tienen dos túnicas han de dar una y si tienen para comer han de compartir con los que tienen. En otras palabras, el cambio de vida en este caso, viene por la solidaridad, el compartir, el ayudar a todo necesitado que se encuentre en el camino. En el segundo caso, quienes le pregunta qué han de hacer son los publicanos. Estos tenían el oficio de recoger los impuestos para el Imperio, pero tal vez podían cobrar más para quedarse con la diferencia. Juan Bautista les dice que no deben cobrar más de lo que está fijado. Finalmente, un grupo de soldados también le hacen la misma pregunta y Juan les contesta que no extorsionen a nadie, ni los acusen mentirosamente y se contenten con su salario. Como podemos ver, a cada grupo les responde según sus circunstancias.
Nosotros también, como preparación en este tiempo de adviento, podríamos hacerle la misma pregunta ¿qué debemos hacer para estar dispuestos a recibir al Niño que viene? La repuesta hemos de encontrarla cada uno en aquello que hacemos diariamente, en nuestras circunstancias concretas donde siempre podemos optar por el mayor bien, la verdad profunda y la bondad para con todos.
En la segunda parte del relato vemos que la gente, ante el actuar de Juan el Bautista se pregunta si él es el Mesías o han de esperar a otro. Juan les responde a partir del bautismo que él realiza -con agua- y el que realizará el Mesías –en espíritu santo y fuego-. Y les especifica algo de ese bautismo en el espíritu: viene a separar el trigo de la paja, quemará todo lo que no sirve. Es decir, si Juan predica la conversión, con Jesús saldrá a la luz la verdad de cada uno y todo aquello que no responda a ese llamado será rechazado.
Termina el evangelio diciendo que Juan exhortaba de muchas maneras, anunciando al pueblo la Buena Noticia que llega. Nosotros ya próximos a navidad hemos de seguir está misma dinámica del anuncio gozoso del Niño que viene, pero al mismo tiempo, poniendo en práctica lo que implica acogerlo, recibirlo, reconocerlo en la historia que vivimos.
(Foto tomada de: https://emausayudanosayudar.com/ayuda-social-a-los-mas-necesitados/)
Comentario a la lectura evangélica (Lucas 3,10-18) del III Domingo de Adviento
Dios es feliz.
Esto es lo que el profeta Sofonías dice al pueblo en el exilio. No es feliz porque el pueblo sufra, sino porque sabe que lo conducirá de vuelta a Jerusalén.
Dios es feliz. Crear, amar, existir, salvar, ser.
Dios es feliz porque ha decidido intervenir, forzar su mano a pesar de que se había comprometido a permanecer oculto, fuera de la vista, porque el Amor sólo puede dejarnos libres.
Dios es feliz porque viene, porque nace, porque libera, porque motiva. Es un Dios feliz el que esperamos. Un Dios que trae la felicidad cuando menos lo esperamos.
Dios es feliz y nosotros con Él.
En la Biblia se utilizan más de veinticinco términos para describir la felicidad. Así, para recordarnos a los cristianos, a menudo deprimidos y apesadumbrados, que la fe tiene que ver con la alegría.
Pablo escribe a los cristianos de Filipos: es verdad, hay fatigas, bajamos los brazos viendo las muchas contradicciones que experimentamos, estamos constantemente abrumados por mil noticias que nos desaniman. Pero si Dios está cerca, escribe Pablo, nada puede realmente apagarnos, angustiarnos, alejarnos. De Él.
Y este Adviento, marcado todavía por el miedo, por la incertidumbre del futuro, por la impaciencia social, por la crisis galopante en nuestras comunidades cristianas, por…, tiene precisamente este propósito: hacer que nuestro corazón habite en Dios, levantar la mirada, sumergirnos en las profundidades del océano, abandonando la superficie sacudida por la tempestad.
El Adviento es esto: volver a creer que Dios es feliz y que nos hace felices.
Peregrinos.
¡Qué bueno es poder escribir estas cosas! ¡Qué hermoso contemplar este secreto compartido, más allá de las muchas contradicciones! Estamos tan desesperadamente necesitados de buenas noticias, de consuelo, de horizontes diferentes de la sombría experiencia que tenemos cada día.
Dispuestos a recorrer kilómetros para encontrar a alguien que nos dé esperanza.
Como las multitudes de Jerusalén que bajan al Mar Muerto para encontrarse con el profeta Juan.
Tienen el templo, y los sacerdotes, y el culto, pero sus corazones no están llenos.
Rituales, no verdad.
Costumbre cansada, no palabras que sacuden y resucitan.
Acuden a Juan, piden ayuda, piden camino, etapas, indicaciones, propuestas.
¿Qué debemos hacer?
Para ser felices. Para vivir, por fin. Para florecer.
Y es algo extraordinario, inesperado, esencial.
¿Qué debemos hacer?
Somos nosotros los que tenemos que hacer. Nadie lo hace por nosotros, nadie nos da la felicidad y la plenitud. Sólo yo puedo tomar las riendas de mi vida, dejándome iluminar por la plenitud de Dios. Yo soy el capitán de mi barco.
Y Juan señala.
Haced.
Dad una de las dos túnicas que tenéis, él que vive desnudo.
Dad de comer, él que ayuna.
No exijáis, el que nada pide.
No robéis, el que nada posee.
Le escuchan porque vive lo que dice. Entonces los buscadores llegan hasta él. Incluso los publicanos, incluso los soldados. Él no los rechaza, altivo en su fama de santidad.
Todos pueden ir. Y a todos les ofrece un camino.
Sencillo, accesible, posible.
¿Es una indicación para nuestra Iglesia en su camino pos-sinodal?
Una suma de pequeñas cosas.
Las respuestas del profeta son desconcertantes: consejos banales, sencillos, no propone ninguna opción radical imposible, ningún sueño excesivo: comparte, no robes, no seas violento…
Al pueblo (¡creyente y devoto!) Juan le pide que comparta, que no deje que la fe se quede sólo en oración o pertenencia vaga, sino que haga vibrar esta fe en nuestra vida, que la deje contagiar nuestra vida y nuestras opciones concretas, para no hacer esquizofrénica nuestra religiosidad.
A los publicanos, a los recaudadores de impuestos y a los ladrones, nos pide que seamos honestos, que no exijamos demasiado escondiéndonos detrás de un dedo. Como cuando, los profesionales, exigimos demasiado dinero por nuestra experiencia apelando a los honorarios y olvidando los momentos difíciles que vive la gente.
A los soldados, acostumbrados a la violencia, Juan les pide moderación y justicia, no que se enseñoreen de los demás.
Juan tiene razón: de las pequeñas cosas nace la aceptación.
Juan tiene razón, haz bien lo que estás llamado a hacer, hazlo con alegría, hazlo con sencillez y se convierte en profecía, en el camino preparado para acoger al Mesías.
Era normal que los publicanos robaran, normal que los soldados fueran prepotentes, normal que la gente acaparara lo poco que ganaba. Entonces como ahora.
Juan muestra una «otra» historia: sé honesto, no seas prepotente, comparte.
Esta «otra» historia es nuestra civilización, la que hay que defender con la razón y la profecía.
Esto podemos hacer, hoy, para contrarrestar toda violencia, todo abuso, todo desaliento. Para acoger al Dios que viene.
Se hace heroico, también hoy, ser honrado en la honestidad del trabajo, profético ser manso en un mundo de tiburones, desconcertante hacer gestos de gratuidad.
Dios se hace pequeño. En pequeñas actitudes trazamos su estela luminosa.
Juan de Yepes, hijo de Gonzalo de Yepes y de Catalina Álvarez, nació en Fontiveros (Ávila) en el año 1542. Tras una niñez llena de miseria, entró en 1563 en el Carmelo. En 1567, año de su ordenación sacerdotal, conoció a Teresa de Jesús en Medina del Campo y decidió seguirla en la fundación de la nueva familia del Carmelo. Fue primero carmelita descalzo en Duruelo, en 1568, y ocupó a continuación el cargo de maestro y formador.
En 1572 lo reclamó Teresa para confesor del monasterio de la Encarnación del que era priora. Fue perseguido y encerrado, entre diciembre de 1577 y agosto de 1578, en la cárcel conventual de Toledo, donde realizó una fuerte experiencia del sufrimiento y de la «noche oscura». Tras salir de la cárcel, se incorporó a la vida de la naciente Reforma y ocupó el cargo de superior en Segovia. Murió en Ubeda el 14 de diciembre de 1591. Fue canonizado por Benedicto XIII en 1726 y proclamado doctor de la Iglesia por Pío XI el 24 de agosto de 1926.
En la Fiesta del poeta enamorado de lo Indecible, Juan de la Cruz, traemos esta preciosas palabras… Hasta su prosa es poesía. El ritmo y la cadencia lo acompañan en revestir de palabra lo inefable.
La obra de Juan es un tratado ecológico, una espiritualidad telúrica. La primera mitad del Cántico Espiritual es un canto de amor a la creación y de comunión con ella. Versos arrobadores que cantan el desposorio con la creación. La relación entrañable con el cosmos, con la madre tierra, muestra una espiritualidad telúrica admirable:
“Buscando mi amores…
¡Oh cristalina fuente…!
Mi Amado las montañas…
La música callada
la soledad sonora
la cena que recrea y enamora”.
*
Cántico espiritual
***
“Míos son los cielos y mía es la tierra; mías son las gentes, los justos son míos y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías; y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí. Pues, ¿qué pides y buscas, alma mía? Tuyo es todo esto, y todo es para ti. No te pongas en menos ni repares en meajas que se caen de la mesa de tu Padre.”
* Oración de alma enamorada
*
San Juan de la Cruz
***
Juan de la Cruz es un enamorado de Dios. Trataba familiarmente con él, hablaba constantemente de él. Lo llevaba en el corazón y en los labios, porque constituía su verdadero tesoro, su mundo más real. Antes de proclamar y cantar el misterio de Dios, es su testigo; por eso habla de él con pasión y con dotes de persuasión no comunes: «Ponderaban los que le oían, que así hablaba de las cosas de Dios y de los misterios de nuestra fe, como si los viera con los ojos corporales». Gracias al don de la fe, los contenidos del misterio llegan a formar para el creyente un mundo vivo y real. El testigo anuncia lo que ha visto y oído, lo que ha contemplado, a semejanza de los profetas y de los apóstoles (cf. 1 Jn 1,1-2).
Como ellos, el santo posee el don de la palabra eficaz y penetrante; no sólo por la capacidad de expresar y comunicar su experiencia en símbolos y poesías transidos de belleza y lirismo, sino por la exquisitez sapiencial de sus dichos de luz y amor, por su propensión a hablar «palabras al corazón, bañadas en dulzor y amor», «de luz para el camino y de amor en el caminar».
La viveza y el realismo de la fe del doctor místico estriban en la referencia a los misterios centrales del cristianismo. Una persona contemporánea del santo afirma: «Entre los misterios que me parece tenía grande amor era al de la Santísima Trinidad y también al del Hijo de Dios humanado». Su fuente preferida para la contemplación de estos misterios era la Escritura, como tantas veces atestigua; en particular, el capítulo 17 del evangelio de san Juan, de cuyas palabras se hace eco: «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17,3).
Teólogo y místico, hizo del misterio trinitario y de los misterios del Verbo Encarnado el eje de la vida espiritual y el cántico de su poesía. Descubre a Dios en las obras de la creación y en los hechos de la historia, porque lo busca y acoge con fe desde lo más íntimo de su ser: «El Verbo Hijo de Dios, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, esencial y presencialmente está escondido en el íntimo ser del alma… Gózate y alégrate en tu interior recogimiento con él, pues le tienes tan cerca. Ahí le desea, ahí le adora».
¿Cómo consigue el místico español extraer de la fe cristiana toda esa riqueza de contenidos y de vida? Sencillamente, dejando que la fe evangélica despliegue todas sus capacidades de conversión, amor, confianza, entrega. El secreto de su riqueza y eficacia estriba en que la fe es la fuente de la vida teologal: fe, caridad, esperanza. «Estas tres virtudes teologales andan en uno».
Una de las aportaciones más valiosas de san Juan de la Cruz a la espiritualidad cristiana es la doctrina acerca del desarrollo de la vida teologal. En su magisterio escrito y oral centra su atención en la trilogía de la fe, la esperanza y el amor, que constituyen las actitudes originales de la existencia cristiana. En todas las fases del camino espiritual son siempre las virtudes teologales el eje de la comunicación de Dios con el hombre y de la respuesta del hombre a Dios.
La fe, unida a la caridad y a la esperanza, produce ese conocimiento íntimo y sabroso que llamamos experiencia o sentido de Dios, vida de fe, contemplación cristiana. Es algo que va más allá de la reflexión teológica o filosófica. Y la reciben de Dios, mediante el Espíritu, muchas almas sencillas y entregadas.
Al dedicar el Cántico espiritual a Ana de Jesús, anota el autor: «Aunque a Vuestra Reverencia le falte el ejercicio de teología escolástica con que se entienden las verdades divinas, no le falta el de la mística que se sabe por amor en que no solamente se saben, mas juntamente se gustan». Cristo se les revela como el Amado; aún más, como el que ama con anterioridad, como canta el poema de «El pastorcico» .
*
Carta apostólica Maestro en la fe,
en el IV centenario de la muerte de san Juan de la Cruz, 8-10.
***
“Fuera de su nativa España, San Juan de la Cruz nunca fue un santo muy popular. Su doctrina es considerada como “difícil”, y le exige a los demás la misma austeridad intransigente que él practicó durante su vida entera. Sin embargo, un estudio más ceñido a su doctrina…, probaría que San Juan de la Cruz poseía todo el equilibrio, la prudencia y la “discreción” que caracteriza a la más elevada santidad. No es un fanático aplicado a sobrecargar a sus subordinados con fardos insoportables que acabarían por reducirlos a ruinas morales y físicas. Las exigencias que formula son inflexibles en lo esencial pero flexibles en sus aspectos accidentales. Su único propósito consiste en situar al hombre entero, cuerpo y alma, bajo la guía del Espíritu de Dios. En la práctica, San Juan de la Cruz se opuso inexorablemente al formalismo y la inhumanidad de quienes comparaba con “herreros espirituales” que martillaban violentamente las almas de sus víctimas para hacerlas calzar en algún modelo convencional de perfección ascética. Sabía muy bien que este tipo de ascetismo era uno de los más defectuosos, porque a menudo era una manifestación de incorregible orgullo espiritual. La claridad y la lógica de este carmelita español, sumada a su insuperable y experimentado conocimiento de las cosas de Dios, lo sitúan de lejos como uno de los más grandes y más confiables de todos los teólogos místicos”.
Visitar a Juan de la Cruz es siempre un disfrute. Más allá de lo útil, que nunca falta en la cita, se da la dicha del encuentro con un hombre entero. Si fue recordado por quienes le trataron como alguien sumamente amable y afectuoso, todavía ahora, al escucharle en letra de molde, una impresión muy cálida cobija al que se acerca.
Juan de la Cruz se hace próximo y aproxima a lo profundo del ser y de la vida. A la bondad y a la luz. Acerca a Dios. Y, cerca de él, se aprende libertad.
Palabras graves y pequeños consejos, poemas inmensos junto a dichos y letrillas, densa teología, sabiduría y alguna regañina… En su arquilla, que eso parecen sus obras completas, hay multitud de cosas. No es que tenga de todo, es que con él se vislumbra el Todo.
No deja de ser impresionante que el mismo hombre que habla de la terrible profundidad que puede alcanzar la noche de los humanos y de la maravillosa hondura que tiene Dios en todas las personas, ese mismo hombre es capaz de resumir todo el itinerario de la fe, diciendo que se trata de «estar bien con Dios». Así de sencillo.
Eso escribía Juan, desde Segovia, a una doncella de un pueblecito de Ávila. Y con mucha suavidad, reconducía la conversación que llevaban entre manos, pacificándola e invitándola a ir hacia dentro. A conocerse y reconocerse ante Dios, a no gastarse en lo que no llena y a no vaciarse en lo que consume.
«Procure el rigor de su cuerpo con discreción» –apuntaba– nada de excesos externos, Juan era enemigo de toda exterioridad. En cambio, la animaba a la «mortificación y no querer hacer su voluntad y gusto en nada». Y eso –una vez más hay que recordarlo hablando de este santo– no tiene nada que ver con generarse fastidio a uno mismo sino, como él mismo aclara: todo se refiere a «la pasión del Señor» y eso quiere decir que, al igual que Jesús, cualquier renuncia está dirigida a unir la voluntad al Padre bueno y, por tanto, a cuidar de los demás.
Juan creía que los artificios violaban la sinceridad y, en su mayor parte, «el rigor» del tipo que sea, es búsqueda y alarde de sí. Mientras que no buscar la propia voluntad y gusto es, literalmente, preocuparse del bien de los demás, descentrarse del ego y poner delante la alegría y el bien de los otros.
A esta mujer, y en otros lugares de sus escritos, invita Juan a hacer hábito de la presencia de Dios, a acostumbrarse a encontrarle en cualquier circunstancia, para «estar bien con Él». Si a la doncella le recuerda que Dios siempre da gracia, es decir, siempre da su Espíritu para vivir, en otra ocasión dirá que «cuanto más se fuere habituando el alma en dejarse sosegar», en dejarse en las manos de Dios, más crecerá la «amorosa noticia» de Dios.
Y no solo eso. Estar bien con Dios siempre será estar bien con uno mismo: avanzar por el camino de la integración, de la sanación y la liberación. A la doncella le hablará de lograr «toda en todo» vivir en el amor. La unificación profunda. En otro escrito, hablará de «paz interior y quietud y descanso». Y la paz es siempre señal de plenitud.
Después, como si quisiera resumir el evangelio y ponerlo en las manos de todos, desgranando cómo se está bien con Dios, escribió un Dicho que decía:
«Andar a perder y que todos nos ganen es de ánimos valerosos, de pechos generosos; de corazones dadivosos es condición dar antes que recibir, hasta que vienen a darse a sí mismos, porque tienen por gran carga poseerse, que más gustan de ser poseídos y ajenos de sí, pues somos más propios de aquel infinito Bien que nuestros».
Descubrir que «somos más propios de aquel infinito Bien que nuestros» y que la infinita bondad es nuestra, nos hace generosos y nos lleva a sentir con el evangelio. Juan sabía que solo «el hilo del amor» descubre esa pertenencia y une a Dios. Por eso, confiaba a esa experiencia la salud del corazón y la transformación de la vida:
«Hace tal obra el amor después que le conocí que si hay bien o mal en mí todo lo hace de un sabor y al alma transforma en sí y así en su llama sabrosa la cual en mí estoy sintiendo apriesa sin quedar cosa, todo me voy consumiendo».
Eso es estar bien, dejarse ganar por el amor. Eso es estar bien con Dios, dejar que su amor consuma todo lo que no es Él.
Son tantos los lugares recorridos
y tantos los sueños tenidos
creyendo y afirmando
que no hay más caminos
que aquellos que marca el caminante
con sus pasos y sus decisiones…
que hoy mi palabra duda y teme alzarse.
Pero desde este lugar en que me encuentro,
a veces sin rumbo y perdido,
a veces cansado y roto,
a veces triste y desilusionado,
a veces como al inicio,
te susurro y suplico:
Enséñame, Señor, tus caminos;
tus caminos verdaderos,
tus caminos desvelados y ofrecidos,
seguros, limpios y fraternos,
tus caminos de gracia, brisa y vida,
tus caminos más queridos,
tus caminos de “obligado recorrido”,
a contracorriente de lo que más propaganda ofrece,
que se recorren en compañía
y nos dejan a la puerta de tu casa solariega.
Llévame por tus avenidas de paz y justicia,
por tus rotondas solidarias y humanas,
por tus autopistas de libertad y dignidad,
por tus cañadas de austeridad y pobreza,
por tus sendas de utopía y novedad
y, si es preciso, campo a través siguiendo tus huellas
y por la calle real de la compasión y misericordia.
Y que, al llegar a la puerta de tu casa,
pueda lavarme y descansar en el umbral,
oír tu voz que me llama, y entrar
para comer y beber contigo
y sentirme hijo y hermano en el banquete
preparado por ti y tus amigos.
Y, después, salir,
con enrgía y esperanza redobladas,
a preparar tus caminos.
La reflexión de hoy es de Darío Villalobos, consultor del ministerio y gerente de proyectos. Ha formado parte del personal de la Federación Nacional para el Ministerio Juvenil Católico y la Arquidiócesis de Chicago en una variedad de funciones ministeriales, incluido el ministerio juvenil, el ministerio de jóvenes adultos y la catequesis. Es un graduado de la Universidad DePaul y de la Unión Teológica Católica. Se ha desempeñado como director parroquial de OCIA, ministro de música litúrgica, director de retiros, catequista y ministro de jóvenes.
Como alguien que sirve a comunidades diversas que a menudo se encuentran al margen de nuestra Iglesia y sociedad, a veces me pregunto cómo debe sonarles la Palabra de Dios. Mis propias identidades me mantienen en un espacio privilegiado dentro de la Iglesia y gran parte de la sociedad. Soy un hombre latino, cisgénero, bien educado y bien hablado. Crecí en una comunidad parroquial católica donde me sentí como en casa ya que mi familia estaba muy involucrada en el ministerio.
Cuando escucho las lecturas litúrgicas de hoy, escucho la afirmación de mi fe personal en Dios y la Iglesia, como si estas palabras fueran para mí. Nada en estos pasajes me desafía o sorprende particularmente. El mensaje de que debido a que Dios es todopoderoso y nos ama, disfrutaremos de estar en la gloria de Dios es uno que he escuchado una y otra vez al comienzo de nuestro año litúrgico, y es uno que puedo aceptar fácilmente.
Sin embargo, cuando miro estas lecturas desde una perspectiva diferente, es fácil ver lo difícil que puede ser escucharlas. Mi padrino compartía algunas de las mismas identidades que yo. Era latino, hombre, bien hablado y lo suficientemente educado como para servir en las fuerzas del orden. Tenía dos identidades que no comparto y que complicaron su vida: era ex pandillero y gay.
Mi padrino luchó con su identidad toda su vida. A menudo encontraba espacios que aceptaban algunas de sus identidades, pero nunca todas. Como ex miembro de una pandilla, le costó adaptarse a su trabajo policial y, en ocasiones, recibió más respeto de los reclusos que le asignaron proteger que de sus compañeros oficiales. Se ocupa del racismo de ser un hombre latino de piel oscura en un entorno construido por y para hombres blancos. Era normal que lo hicieran sentir como el “otro”.
Rara vez encontró apertura en su trabajo o en su comunidad religiosa sobre su homosexualidad, por lo que se mantuvo cercano la mayor parte de su vida. Se sentía más cómodo con su familia, pero aun así tuvo que lidiar con el juicio de un padre católico devoto que no podía conciliar lo que le enseñaron y quién era su hijo. Hasta una etapa avanzada de su vida, luchó con su fe y sus sentimientos, como si no perteneciera a ninguna comunidad de fe.
Cuando escucho las palabras del profeta Baruc en la primera lectura de “quítate el manto de luto y de miseria; vestíos del esplendor de la gloria de Dios para siempre”, pienso en la vida y los desafíos de mi padrino. Mientras luchaba por encontrar una comunidad y una iglesia que le dieran la bienvenida, ¿cómo le sonarían estas palabras? ¿Sería capaz de creer que Dios pagaría su luto y miseria con el esplendor de la gloria de Dios? Alguien que haya sentido el rechazo de la Iglesia y de otras instituciones, ¿podría escuchar estas palabras y pensar que estarían incluidas en la invitación a “envolverse en el manto de la justicia de Dios” y a “llevar sobre la cabezala mitra que muestra la gloria del nombre eterno”? ¿Puede alguien a quien le han dicho que no pertenece a la Iglesia creer que “Dios mostrará a toda la tierra tu esplendor”?
No sé si alguna vez entenderé completamente lo que se siente al ser diferente y separado como lo estaba mi padrino, o como se sienten muchos católicos LGBTQ+. Me resulta difícil imaginarme sentirme rechazado por la Iglesia cuando me he sentido como en casa y acogido como soy.
Sin embargo, puedo empatizar con los sentimientos de los católicos LGBTQ+ cuando reflexiono sobre el último año de vida de mi tío. Sabía que se estaba muriendo y no quería morir. Pero nunca estuvo más contento espiritualmente que al encontrar una comunidad que lo aceptara, un ministerio LGBTQ con sede en una parroquia de Chicago. El Archdiocesan Gay and Lesbian Outreach- Centro Arquidiocesano para Gays y Lesbianas (A.G.L.O.) era un lugar donde podía ser él mismo sin temor a ser juzgado o la necesidad de ocultar quién era para hacer que los demás se sintieran más cómodos o evitar el rechazo.
Me invitó a misa un domingo y agradezco haber aceptado su invitación para acompañarlo. Verlo encontrar un lugar donde pudiera estar en paz consigo mismo fue un regalo para mí. Era un recuerdo que conservo ahora mucho después de su fallecimiento, apenas antes de cumplir 52 años. Después de años de no sentir nunca del todo que podría ser bienvenido en ningún lugar como su yo pleno, encontró un hogar y ese hogar le permitió estar en paz con Dios, la Iglesia y consigo mismo.
Las palabras de San Pablo en la segunda lectura de hoy ofrecen consuelo a los creyentes, pero pienso especialmente en aquellos que pueden sentirse rechazados y marginados en la Iglesia:
“Estoy seguro de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Cristo Jesús”.
Debemos reconocer que Dios está trabajando para hacernos exactamente quienes Dios nos creó para ser. Puede que no experimentemos la aceptación o el amor de esa persona aquí y ahora, pero hoy recuerdo que Dios aún no ha terminado con nosotros. Todavía tenemos oportunidades de encontrar gracia, paz y plenitud.
En esta temporada de Adviento, al pensar en cómo mi padrino esperaba una comunidad de fe donde se sintiera bienvenido, pienso en la anticipación que tengo por la encarnación de Dios para transformar el mundo y ver el esplendor de Dios manifestado en nuestra iglesia y nuestras comunidades para que todos puedan sentirse bienvenidos y amados. Esta realidad puede parecer lejana en algunos momentos, pero tengo la esperanza de que, a pesar de los desafíos que enfrentaremos en los días y meses venideros, podamos pronunciar con confianza las palabras del salmista: “El Señor ha hecho grandes cosas con nosotros y estamos llenos de alegría”.
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