“Holocausto. Memoria y reparación”, por Ramón Martínez
Interesante artículo que publica en Cáscara amarga:
Reconocernos en los hombres y mujeres que llevaron bordados al pecho triángulos rosas y negros.
¿Para cuándo un gran mea culpa que reconozca los errores propios y no trate de ubicar en el otro malvado toda responsabilidad por la homofobia, transfobia y bifobia?
El pasado viernes se conmemoraba el Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto. Un 27 de enero, como aquel de 1945 en que fue liberado el campo de concentración de Auschwitz. Setenta y dos años después los actos de homenaje se han sucedido en todas las ciudades del planeta.
Llevamos a cabo un ejercicio de memoria imprescindible, e intentamos así concienciarnos de todos los horrores que se sucedieron durante el exterminio, con la intención de que, aprendiéndolos, podamos tratar de evitar que vuelvan a producirse. Recordamos al pueblo judío, al pueblo gitano, a otros muchos pueblos perseguidos, asesinados. Recordamos a lesbianas, gais, bisexuales y transexuales internados en campos de concentración.
El número de muertos es incalculable. Quizá fueron más de once millones de personas. Seis millones de judíos y judías. Puede que más de cien mil personas no heterosexuales. Pero yo en esta fecha no dejo de indignarme: me pregunto si realmente lo estamos recordando todo; si es posible que el relato del Holocausto haya olvidado alguna cuestión clave.
La Historia nos dice que los ejércitos americano y ruso fueron liberando campos, antes de dividir Alemania. Pensamos, así, que todas las personas que allí estaban apresadas salieron libres, que el pueblo judío salió, diezmado, de los campos de concentración y consiguió al fin formar su estado en Israel. Pero la liberación no fue tal para todos los prisioneros. Muy al contrario, muchas de las lesbianas, gais, bisexuales y transexuales que consiguieron sobrevivir a nuestro particular Holocausto salieron de los campos… para entrar en las cárceles.
Mientras que en Inglaterra es conocido el caso de Alan Turing, condenado a la castración química y, con ello, a un suicido socrático por la misma ley que años antes llevó a la cárcel a Wilde, en los territorios “liberados” no se otorgó ninguna libertad a las personas no heterosexuales.
En Francia siguió vigente hasta 1982 la reforma realizada por el gobierno de Vichy, que elevaba la edad de consentimiento homosexual hasta los 21 años, a diferencia de la norma general, fijada en los 15. Por su parte, en la mayor parte de los länders alemanes siguió siendo penalizada la homosexualidad a través del mismo artículo 175 que había reformado el nazismo: hasta 1968 en la zona oriental y hasta la 1969 en la occidental, aunque otros aspectos legales seguirían siendo discriminatorios hasta incluso después de caído el muro y, de forma reiterada, se denegó hasta muy recientemente la consideración de las personas LGTB como víctimas del Holocausto: seguíamos siendo delincuentes.
Por todo esto no deja de sorprenderme de una manera bastante incómoda que hoy, cuando ya casi podemos considerar plenamente reconocida nuestra ciudadanía, se nos invite, en tanto que personas no heterosexuales, a los actos de homenaje a las víctimas de una de las mayores barbaries que ha provocado y padecido la humanidad; porque nos invitan a este evento las mismas instituciones, aparentemente limpias de toda mácula, que perpetuaron -por omisión, si se quiere- la discriminación que hoy condenan fervientemente… pero sin reconocer su considerable responsabilidad en las décadas de intolerancia que siguieron a la intolerancia absoluta. ¿Para cuándo un gran mea culpa que reconozca los errores propios y no trate de ubicar en el otro malvado toda responsabilidad por la homofobia, transfobia y bifobia?
Hay también otra cuestión que me suscita un pensamiento, y creo que puede resultar útil para la reflexión activista. Es interesante observar cómo un pueblo tradicionalmente estigmatizado como el judío consiguió, tras el Holocausto, ver reconocido su estatus de víctima y obtuvo una reparación: el actual estado de Israel. ¿Cómo es posible, entonces, que nosotros y nosotras, lesbianas, gais, bisexuales, transexuales y demás personas que nos acompañan en la Diversidad Sexual y de Género, hayamos tardado tanto -si es que lo hemos conseguido- en que se nos reconozca como víctimas del exterminio?
Creo que la clave descansa en ese concepto de ‘pueblo’, que denota una conciencia de grupo, de colectivo, que aún nos falta por desarrollar. El judaísmo es un pueblo, dispone de una genealogía, unas tradiciones, un sentimiento de hermandad entre sus integrantes. En nuestro caso, si es que los tenemos -que esa es otra cuestión- olvidamos generación tras generación nuestros rasgos identitarios: las tradiciones de las personas no heterosexuales del pasado se pierden en la niebla de la Historia y las actuales reivindicaciones suelen construirse sin la guía iluminadora de una genealogía dignificadora.
Creo que por eso se construye tan deficientemente la demanda de derechos y resulta tan complicado el desarrollo de un discurso reivindicativo fuerte y unívoco en sus polifonías. En nuestro movimiento por nuestras libertades no parece interesarnos demasiado nuestra historia, y quizá haya llegado el momento de cambiar eso.
«Lo que está hecho no se puede deshacer, pero uno puede prevenir que vuelva a suceder», decía Ana Frank. Y para prevenirlo, hay que conocer los hechos, y reconocernos en los hombres y mujeres que llevaron bordados al pecho triángulos rosas y negros. Y trabajar por un mundo distinto, alejado de los horrores. Como escribió la niña del diario, «no pienso en toda la miseria, sino en la belleza que aún permanece»
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