Desnudo
Del blog Nova Bella:
Amar es desnudarse de los nombres
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Amar es desnudarse de los nombres
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George Platt Lynes (al fondo) posa con un amigo. Se desconoce al autor de la imagen.CORTESÍA DE LOEWE / LEICA GALLERY
Influyó en la obra de Robert Mapplethorpe, Peter Hujar, Francesco Scavullo y Herb Ritts, entre otros. Ahora, coincidiendo con el Orgullo, la Fundación Loewe le dedica su primera exposición individual en Madrid
Martín Bianchi
En realidad, Platt Lynes (Nueva Jersey, 1907 – Nueva York, 1955) quería ser escritor. A mediados de la década de 1920, su padre, rector de una iglesia de Nueva Jersey, lo envió a París para que hiciera méritos para ser admitido en la Universidad de Yale. Al llegar a la capital francesa, cayó en manos de la escritora Gertrude Stein y su círculo de artistas e intelectuales bohemios. Ese fue su primer acercamiento al mundo del arte. Tras una temporada en la ciudad, volvió a Estados Unidos y entró en Yale, aunque no tardó en darse cuenta de que la Ivy League no era para él.
Con solo 20 años, se instaló en Nueva York, donde conoció al poeta Glenway Wescott y al editor Monroe Wheeler, con quienes inició una relación poliamorosa. “Glenway y Monroe eran pareja y se quedaron enamorados de George. Fue un flechazo y fue recíproco”, explica María Millán, comisaria de la primera retrospectiva dedicada a Platt Lynes en España. La muestra, que acoge la Leica Gallery de Madrid y que es auspiciada por Fundación Loewe, se realiza en el marco de Photoespaña y coincide con el Orgullo.
Wescott y Wheeler invitaron a Platt Lynes a vivir con ellos en París. Allí, el aspirante a escritor absorbió como una esponja las tendencias artísticas de la época: desde los últimos coletazos del dadaísmo hasta el bum del surrealismo, pasando por el expresionismo. Sus mentores le regalaron una cámara Kodak con la que empezó a hacer fotos a sus amigos famosos: Marc Chagall, Salvador Dalí, Jean Cocteau, Christopher Isherwood. “En ese entorno las relaciones eran abiertas y respetadas. Todos convivían y se ayudaban”, apunta Millán. Cuando regresó a Manhattan, lo hizo con un interesante portfolio, una serie de retratos de la intelligentsia parisina. Su iluminación expresionista y teatral y sus referencias oníricas y surrealistas llamaron la atención de los editores y directores de arte de revistas como Harper’s Bazaar, Town and Country o Vogue.
George Platt Lynes y Monroe Wheeler en 1928.FUNDACIÓN LOEWE / PHOTOESPAÑA
“Con solo 25 años, le empezaron a llover las ofertas. Subió como la espuma y se convirtió en el fotógrafo de moda del momento”, dice Millán. Platt era un autodidacta. Inventó una lámpara con una luz redonda que colocaba sobre su cámara e iluminaba perfectamente los rostros. En una época en la que todavía no existía el Photoshop, su técnica garantizaba retratos libres de arrugas e imperfecciones. Fue uno de los creadores de la Hollywood light, que cambió radicalmente la forma de trabajar en la fotografía. En esa época retrató a Janet Gaynor, la primera actriz en ganar un premio Oscar, o a la cantante de ópera Lotte Lehmann, descubridora de los niños cantores de la familia Von Trapp.
En 1933, ya en la cumbre de la moda, se reencontró con Lincoln Kirstein, un antiguo compañero del colegio y un empresario muy influyente en la escena cultural neoyorquina. Kirstein y el coreógrafo George Balanchine le encargaron retratar a los principales bailarines de la recién creada Escuela de Ballet Americano, conocida hoy como The New York City Ballet en el Lincoln Center. “Él siempre se movió por la belleza. Era muy guapo, y se sabía guapo, y se rodeaba de gente atractiva. Entonces se encontró con un material maravilloso y se expuso a la belleza de la danza y de esos cuerpos esculturales”, dice Millán, que ha montado esta muestra con dos colecciones privadas de París y otra de Nueva York nutrida con los álbumes privados de los herederos de aquellos modelos que posaron para Platt Lynes.
El fotógrafo realizó todas las imágenes del cuerpo de baile del actual Lincoln Center durante 18 años, hasta 1953. Paralelamente, lejos del escrutinio público, inició su proyecto más personal: sus retratos de desnudos masculinos y su estudio de la belleza, la forma y la sexualidad del cuerpo del hombre. Eran imágenes seductoras, íntimas y cargadas de erotismo, retratos llenos de claroscuros sugerentes, pero directos y honestos.
“Lo que George hacía era considerado pornografía. Era ilegal. Hay que recordar que hasta el año 72 la homosexualidad fue considerada una enfermedad mental en Estados Unidos. Él, como era freelance, vivía su sexualidad libremente. Pero muchos de sus amigos tenían una doble vida y solo revelaban su verdadero ser ante la cámara, en la intimidad del estudio”, dice Millán. Entre sus modelos estaban los fotógrafos Paul Cadmus y Jared French, el actor Jack Fontan, el director de arte Romain Johnston, el bailarín Ralph McWilliams o el modelo Christian William Miller, considerado como “uno de los hombres más atractivos” en la escena gay neoyorquina de los cuarenta.
En esos años, Platt Lynes viajó a Los Ángeles, donde retrató a las grandes estrellas del cine de la época, como Kirk Douglas o Louis Jourdan. Yul Brynner se desnudó para él en 1942, antes de convertirse en el protagonista de taquillazos como Los diez mandamientos o El Rey y yo. A mediados de esa década, fotógrafos como Richard Avedon o Irving Penn empezaron a despuntar en la industria de la moda. Entonces, Platt empezó a perder fama y regresó a Nueva York para dedicarse exclusivamente a su proyecto de los desnudos masculinos.
‘Orpheus Ballet, una fotografía de George Platt Lynes tomada en 1950 . FUNDACIÓN LOEWE / PHOTOESPAÑA
No fue el único fotógrafo que a mediados del siglo XX se dedicó a explorar el cuerpo del hombre. También estaban George Hoyningen-Huene, Herbert List o Robert Vaughan, pero él fue uno de los primeros en utilizar el desnudo frontal para transmitir el deleite de su sexualidad y los vínculos privados y firmes de una comunidad que estaba obligada a vivir a escondidas. “El fotógrafo y sus modelos corrían un gran peligro haciendo este tipo de imágenes. Por eso tenía una regla: si mostraba la cara del personaje, no enseñaba los genitales. Y si mostraba los genitales, ocultaba el rostro”, explica la comisaria. Rompió esa regla en 1941, retratando a los gimnastas J. Smuttney y Buddy Stanley sin ningún tipo de velo.
Al final de su vida, intentó que sus desnudos fueran expuestos públicamente. Inspirándose en la mitología griega, creó una serie de portfolios sugerentes en los que las sombras parecen acariciar los cuerpos atléticos de los modelos que encarnan a Orfeo, Eros y Cíclope. El proyecto nunca salió a la luz. Ni las revistas ni las galerías se atrevieron a exhibirlo. En 1949, Platt Lynes conoció al famoso sexólogo Alfred C. Kinsey, que entonces lideraba un controvertido estudio académico sobre sexualidad. Kinsey quedó impresionado con su trabajo y vio en esas fotos una ventana a la vida de los hombres homosexuales. A pesar de que la compraventa de desnudos masculinos era ilegal, el doctor adquirió muchas de las imágenes de Platt Lynes para sus ensayos y estudios sobre el sexo, el género y la reproducción.
George Platt Lynes colaboró con Kinsey durante años con la esperanza de que la sociedad cambiara y sus fotografías finalmente pudieran ser vistas por el gran público. Las leyes conservadoras que estuvieron vigentes durante toda su vida truncaron su sueño. Nunca pudo mostrar su obra más personal fuera de su círculo íntimo. Sin embargo, su trabajo influyó en fotógrafos posteriores como Robert Mapplethorpe, Peter Hujar, Hervé Guibert, Francesco Scavullo o Herb Ritts. Sus imágenes no solo inmortalizan cuerpos perfectos al desnudo, sino también una idea: que a veces la ropa solo oculta prejuicios.
Exposición
Leica Gallery
Calle de José Ortega y Gasset, 34, Madrid.
Lun-Vie: 10:00-20:00
Sáb: 10:00–14:00 & 16:00–20:00
Domingo cerrado
Fuente ICON El País
Un artículo que ya habíamos publicado pero que volvemos a traer por este nuevo personaje, también misterioso, como el hombre del cántaro y que aparece en el relato de la Pasión escrito por Marcos y que parece indicarnos al Jesús despojado al que hemos de seguir despojados nosotros también…
De su blog Un grano de mostaza:
«Lo seguía también un muchacho envuelto en una sábana sobre la piel. Lo agarraron; pero él, soltando la sábana, se les escapó desnudo» (Mc 14,51-52). En este personaje misterioso del evangelio de Marcos y más allá de las preguntas que despierta (¿por qué aparece ahí? ¿qué tipo de seguidor representa? ¿qué significa ese lienzo de lino que le arrebatan? ¿está anticipando al otro joven que aparecerá después en el sepulcro?…), nos es posible contemplar una metáfora del propio Jesús que, despojado de todo, atraviesa desnudo y libre su Pasión.
Conocía los preceptos que acompañaban la celebración de la Pascua: «la cintura ceñida, las sandalias en los pies, un bastón en la mano…» (Ex 12,11) y se preparó para vivirla (“se dispuso” diría Ignacio) como aquel rey de la parábola que, antes de lanzarse a combatir, se sentó a calcular con qué fuerzas contaba (Cf. Lc 14,31).
¿Podemos saber algo sobre ello? “Saber” no es el verbo adecuado, como tampoco lo serían “constatar” o “comprobar”: el modo de aproximación sería una lectura contemplativa de las acciones y palabras de Jesús que preceden en Marcos al relato de la Pasión, disponiéndonos también nosotros a recibirlas, hospedarlas y ser alcanzados por ellas. Y esperar pacientemente, por si nos ofrecen algún indicio de cómo Jesús se iba disponiendo, cómo se iba simplificando, qué iba dejando atrás, qué convicciones y actitudes iba reforzando para que fueran el cinturón, las sandalias y el bastón que lo acompañarían en su viaje.
«Entró en Jerusalén y se dirigió al templo» (Mc 11,11)
La escena de la entrada de Jesús en Jerusalén tiene un final extraño: en el comienzo, la narración se demora ofreciendo todo tipo de detalles: envío de dos discípulos para buscar al borrico, resultado de su búsqueda, diálogo con los que preguntan el por qué de su acción y más tarde descripción de los gestos y aclamaciones de la comitiva que le acompaña. En cambio, la conclusión de esa entrada se resume en un solo verso: «Cuando entró en Jerusalén se dirigió al templo y observó todo a su alrededor pero, como ya era tarde, se fue a Betania con los doce» (Mc 10, 11).
Un viaje tan largo para un desenlace tan breve; tantos preparativos para una llegada que no suscita ninguna reacción; tanta solemnidad para entrar ahora en la ciudad a pie, sin cabalgadura, sin compañía y sin tumulto: un hombre solo haciendo un callado acto de presencia en el lugar que es para él «casa de oración» (Mc 11,17). Muy pronto se va a enfrentar con los que la han convertido en cueva de ladrones y va a pronunciar anuncios, enseñanzas y parábolas: ahora sólo importa su presencia de Hijo en ese espacio en que late la presencia de aquel a quien él llama Padre y que le ofrece tienda para hospedarse (Sal 15,1), recinto protector en el que guarecerse durante el peligro, escondite en el que abrigarse (Sal 27,5).
«Shema Yisrael: ´Adonay Elohenu Adonay ejad»: el Dios que es uno pide la respuesta de un corazón entero, único, no dividido y es eso lo que Jesús pone ante Él: ha dejado atrás cualquier pretensión de disponer de sí, cualquier previsión, estrategia o búsqueda propia. Está más allá de toda preocupación o inquietud: «Una sola cosa pido al Señor, eso voy buscando: habitar en su casa todos los días de mi vida…» (Sal 27,4). Había llegado para él el momento de descansar solo en Dios, de poner en Él solo la esperanza (Cf. Sal 62,6). Por eso aquella tarde no necesitaba ya hacer ni decir nada: le bastaba estar ahí, hacerse presente al Padre y contemplarlo todo con su mirada penetrante. Empezaba a anochecer. Ya era tiempo de emprender, silenciosamente, el retorno a Betania.
«Ha hecho una obra bella conmigo» (Mc 14,6)
Gracias a los evangelistas sabemos algo acerca de la extraña manera de Jesús de usar adverbios y adjetivos, tan poco coincidente con la nuestra: para él estaban dentro, cerca y arriba los que nosotros solemos considerar fuera, lejos y abajo y su criterio sobre lo más y lo menos, lo mucho o lo poco aparece con claridad en su juicio sobre el donativo de aquella viuda pobre: sus dos moneditas eran para él más que el mucho de los fariseos (Mc 13,43). Ella, junto a tantos otros pequeños, insignificantes y últimos, pertenecía a los que para el Reino son grandes, importantes y primeros.
Sabemos lo poco que le impresionaba la grandeza de las edificaciones del templo que tanto admiraban sus discípulos (Mc 13,1-2) y en la escena del joven que acudió a él llamándole «Maestro bueno”, conocemos su reacción ante otro adjetivo:
«- ¿Por qué me llamas bueno? Solo Dios es bueno» (Mc 10,18).
Y sobre lo bello ¿qué opinaba? Solo conservamos su apasionada defensa del gesto de la mujer que ungió su cabeza con perfume: «¡Dejadla! Ha hecho una obra bella conmigo» (kalós en griego es a la vez “bello” y “bueno”). Para él, la acción de la mujer no era sólo un ejemplo de generosidad o de bondad sino de belleza y así se va a recordar «allí donde se anuncie la buena noticia» (Mc 14,3-9).
El narrador se detiene en detalles sobre la calidad y el valor del frasco y del perfume, como si pretendiera conectar con lo que suele ser la reacción normal y espontánea ante lo valioso: guardarlo, retenerlo, administrarlo con cuidado y precaución. Por eso sorprende que el gesto de la mujer sea tan inadecuado e imprudente tratándose de un recipiente tan costoso y de un perfume tan exquisito: «lo rompió» y «lo derramó». La opinión de los asistentes a la cena (qué derroche, qué desperdicio, cuánto despilfarro, qué afrenta para los pobres…) descubre cuánto valoraban las posesiones caras y qué modo de manejarlas les parecía apropiado y satisfactorio. Pero la opinión de Jesús es otra: él encuentra bella la acción excesiva, desbordante y carente de medida de la mujer, tan parecida a su manera de amar. Por eso le brinda el juramento solemne de que su gesto, nacido de la gratuidad del amor, va a convertirse en una profecía viva de la que todos podrán aprender.
Como en tantas otras ocasiones, estaba dejando atrás la instintiva costumbre humana de retener y guardar y se adentraba en el ámbito de la gratuidad. Aquel frasco hecho mil pedazos sobre el suelo, se convertía en la parábola silenciosa que el Padre le narraba aquella noche y que convocaba su existencia al vaciamiento y a la entrega. Pero estaba también la promesa de que aquel perfume derramado y libre que él iba entregar cuando llegara su hora, iba a convertirse en la vida y la alegría del mundo. Y en su extrema y paradójica belleza.
«Al atardecer llegó con los doce» (Mc 14,17)
En el relato de Marcos sobre los preparativos de la cena pascual, hay un significativo desplazamiento de lenguaje. El texto comienza diciendo: «El primer día de los ázimos, cuando se inmolaba la víctima pascual, le dicen los discípulos: ¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?… » (Mc 14,12). Sin embargo, cuando es Jesús quien da las instrucciones para el dueño de la casa, habla de «cenar con mis discípulos», desaparecen las alusiones a lo litúrgico y no hay ya ni una palabra sobre ázimos, cordero, hierbas amargas, oraciones o textos bíblicos: solo pan y vino, lo esencial en una comida familiar. Quiere cenar con los suyos y para eso necesitan encontrar una sala en la que haya espacio para estar juntos: ese es el único objetivo que permanece y que Lucas subraya aún con más fuerza « ¡Cuánto he deseado cenar con vosotros esta Pascua!» (Lc 22, 15). El «con vosotros» es más intenso que la conmemoración del pasado, lo ritual deja paso a los gestos elementales que se hacen entre amigos: compartir el pan, beber de la misma copa, disfrutar de la mutua intimidad, entrar en el ámbito de las confidencias.
Su relación con ellos venía de lejos: llevaban largo tiempo caminando, descansando y comiendo juntos, compartiendo alegrías y rechazos, hablando de las cosas del Reino. Él buscaba su compañía, excepto cuando se marchaba solo a orar: había en él una atracción poderosa hacia la soledad y a la vez una necesidad irresistible de contar con los suyos como amigos y confidentes. Al principio ellos creyeron merecerlo: al fin y al cabo lo habían dejado todo para seguirle y se sentían orgullosos de haber dado aquel paso; les parecía natural que el Maestro tomara partido por ellos, como cuando los acusaron de coger espigas en sábado y él los defendió (Mc 2,23-27); o cuando el mar en tempestad casi hundía su barca y él le ordenó enmudecer (Mc 4,35-41); o cuando volvieron exhaustos de recorrer las aldeas y se los llevó a un lugar solitario para que descansaran (Mc 6,30-31).
Sin embargo, las cosas que él decía y las conductas insólitas que esperaba de ellos les resultaban ajenas a su manera de pensar y de sentir, a sus deseos, ambiciones y discordias y una distancia en apariencia insalvable se iba creando entre ellos: le sentían a veces como un extraño venido de un país lejano que les hablaba en un lenguaje incomprensible.
Pero aunque ninguno de ellos se sentía capaz de salvar aquella distancia, Jesús encontraba siempre la manera de hacerlo. El día en que admiró la fe de los que descolgaron por el tejado al paralítico (Mc 2,5), estaba en el fondo reconociéndose a sí mismo: también él removía obstáculos con tal de no estar separado de los suyos y nada le impedía seguir contando con su presencia y con su compañía, como si los necesitara hasta para respirar. Ellos se comportaban tal y como eran, más ocupados en sus pequeñas rencillas de poder que en escucharle, más interesados en lo inmediato que en acoger sus palabras, torpes de corazón a la hora de entenderlas. Pero él se había ido inmunizando contra la decepción: los quería tal como eran sin poderlo remediar, los disculpaba, seguía confiando en ellos.
«Todos vais a tropezar, como está escrito: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño» (Mc 14,27), dijo durante la cena. No habló de culpa, ni de abandono, ni de traición: eran amigos frágiles que tropezaban y no se puede culpar a un rebaño desorientado cuando se dispersa y se pierde. Sabía que iban a abandonarle pronto y que, si no habían sido capaces de comprenderle cuando les hablaba de sufrimiento y de muerte, tampoco lo serían para afrontarlo a su lado, pero sobre sus hombros no pesaba carga alguna de reproches o de recriminaciones. Libre de toda exigencia de que correspondieran a su amor, estaba seguro de que, lo mismo que su abandono en el Padre le daría fuerza para enfrentar su hora, aquel extraño apego que sentía por los suyos sería más fuerte que su decepción por su torpeza. Y seguiría considerándolos amigos, también cuando uno de ellos llegara al huerto para entregarle con un beso.
«El Hijo del hombre se va» (Mc 14,20)
Hay muchas maneras de narrar las cosas. En lugar del enunciado: «mi final está próximo», «emprendo el camino hacia la muerte»…, o alguna otra expresión semejante, en el anuncio de Marcos se elude el término “muerte” o el verbo “morir” y aparece el verbo hypagō que sugiere un modo de caminar no escogido por propia iniciativa sino guiado, conducido, sometido, bajo presión de algo o de alguien. “Irse” no significa “morir”, aunque haya que pasar por ahí: es el modo de caminar de Jesús como «Hijo del hombre», es consecuencia de haber elegido una determinada forma de existir. Según el texto, él no « se entrega» sino que «es entregado». Han sido su manera de vivir, sus elecciones, sus palabras, sus gestos, sus compañías, las que han ido tejiendo la trama en la que ahora tropieza y queda apresado. Con frecuencia, para hablar de situaciones así empleamos frases como: “él se lo ha buscado”, “se veía venir…”, “ahora, que se atenga a las consecuencias…”. Y esas son precisamente las causas del hypagō: si no se hubiera señalado tanto, si hubiera sido un poco más prudente, si hubiera medido más sus palabras, si no hubiera frecuentado ciertas compañías, si no hubiera provocado a los poderosos, si…
Y además ¿no ha elegido entrar en lo más hondo de la condición humana?, ¿no se ha atrevido a descender a donde están los últimos?, ¿no ha abrazado su misma condición, comportándose como un hombre cualquiera? No puede quejarse ahora y por eso «se va» de esa manera: sometido a las leyes que rigen la vida de los que carecen de privilegios, arrastrado por las consecuencias de sus opciones, aplastado por los resultados de conductas que podía haber evitado.
«El Hijo del hombre se va…», sometido como tantos seres humanos al poder de la violencia y de la injusticia pero promete: «Cuando sea puesto en pie, iré delante de vosotros a Galilea» (Mc 14,28). El “Pastor herido” se pone a la cabeza de quienes avanzan tras él recorriendo su «camino nuevo y vivo» (Heb 10,20). Y lo hacen con la confianza de saberse precedidos por el que no retuvo ávidamente la elección de su propio destino y se dejó conducir por Otro, también por las cañadas oscuras de la humilde obediencia.
«Servir y dar la vida en rescate por todos» (Mc 10,45)
«Señor, eres nuestro padre, tu nombre de siempre es nuestro redentor» (Is 63,16). Posiblemente algún sábado en la sinagoga escucharía Jesús esta invocación profética que hablaba de Dios como go’el. Y aprendería también en las tradiciones de su pueblo que, cuando la vida de alguien estaba en juego, ahí tenía que estar su go’el como pariente más próximo para hacerse cargo de su rescate (Lv 25, 47); y que si era sometido a la esclavitud, se arruinaba o moría sin descendencia, su go’el debía acudir a liberarle, a pagar sus deudas e impedir que su nombre se perdiera para siempre (Cf. Lv 25,25; Rt 4,1-11). Había sido un paso de gigante para Israel atreverse a invocar al Altísimo como go’el , considerarle como su familiar más próximo, recordarle que era cosa suya sacarles de la opresión y arrancarlos de la muerte.
«El Hijo del hombre no ha venido a que le sirvan, sino a servir y a dar la vida en rescate por todos» (Mc 10,45), afirmó Jesús un día, como quien ha comprendido y asumido el sentido de su existencia: quería estar junto a sus hermanos cuando su vida estuviera en juego, cuando peligrara su libertad, cuando les amenazaran la ruina y el olvido. No había venido a establecer principios, a imponer normas o a corregir errores, sino a alcanzar a los que se sentían lejos de Dios, sanar sus heridas, contarles historias de pastores que buscan y de hijos que vuelven a casa. Estaba entre ellos para querer a cada uno tal como era y a ponerse a su lado para llevarle más allá de donde estaba, hacia esa vida buena y abundante de la que afirmaba poseer el secreto.
Por eso se compadeció de la situación de aquella mujer encorvada y la enderezó (Lc 13,10-17); por eso sintió el clamor de vergüenza de la mujer del flujo de sangre y su respuesta fue hacer fluir hacia ella la fuerza sanadora que había recibido del Padre (Mc 6,21-34); por eso supo ver en la sirofenicia una oveja perdida más allá de la casa de Israel y curó a su hija (Mt 15, 21-28); por eso se dejó atraer por la llamada silenciosa del hombrecillo que le observaba oculto detrás de las ramas de una higuera y le pidió hospedarse su casa (Lc 19,1-10).
Había elegido estar entre sus hermanos como uno de tantos, sirviendo en los lugares de abajo, allí donde estaba la gente más hundida por sentencias que los aplastaban: “está leproso”, “es una pecadora”, “es ciego de nacimiento”, “está muerta”, “ya huele mal”… Él hacía saltar por los aires aquellos yugos y los levantaba hacia la vida con la autoridad de su palabra: «queda limpio», «vete en paz», «recobra la vista», «está dormida», «¡sal fuera! ».
Realizó en medio de ellos los signos de su presencia de go’el y dominó el arte de acoger, amparar y ofrecer asilo entre sus brazos a las vidas heridas y a los cuerpos maltrechos de tantos hombres y mujeres: apiñados en torno a él, le escucharon proclamarlos «dichosos”, probaron el mejor de los vinos en una boda de pueblo, se sentaron en la hierba y comieron pan y peces hasta saciarse.
La noche en que iba a ser entregado, se quitó el manto, y con él toda pretensión de poder o de dominio. Se ciñó la toalla y, de rodillas, como el último de todos, fue lavando los pies de sus discípulos. Era esa su manera de disponerse a recibir el Nombre sobre todo nombre.
«Tomad, esto es mi cuerpo» (Mc 14,22)
Una vez contó la historia de un hombre que, para guardar su cosecha, derribó sus graneros y construyó otros mayores (Lc 12,18). Era una conducta incomprensible para él, que no sabía nada sobre acumular, guardar o retener y que tenía costumbres pródigas: dar, perder, dejar, vender, derramar, partir, entregar. Había nacido a la intemperie para que ninguna barrera le separara de nosotros y para hacer desaparecer cualquier miedo al tocar la carne frágil de un niño; murió fuera de los muros de la ciudad, sin protección ni defensas, porque nada hay tan vulnerable como el costado de un hombre crucificado. Sobre su cruz pusieron un titular malintencionado y equívoco que le arrebataba la verdad de su nombre y le imponía una identidad que nunca pretendió: ser «Rey de los judíos» (Jn 19,19).
Como si fueran dos páginas distantes del Evangelio pero que al doblarlas coinciden, la escena final de la vida de Jesús coincide con la de su nacimiento: en Belén lo contemplamos en un establo, un lugar abierto, sin puertas, cerrojos o alambradas. En el Calvario echan a suertes su túnica y vuelve a estar tan desnudo como en el pesebre. No era un extraño final para alguien que, a lo largo de toda su vida, había formado parte del colectivo de los que carecen de estrategias para proteger lo suyo: desde que salió de Nazaret, no supo ya lo que era disponer de casa propia ni de un lugar donde reclinar la cabeza. Pescaba, dormía y cruzaba el lago en una barca de amigos; comía y bebía donde le invitaban y, cuando fue él quien dio de comer a la gente, solo pudo ofrecerles como asiento la hierba de un descampado. Pidió prestados el borrico sobre el que entró en Jerusalén y la sala en la que se despidió con una cena de los que llamaba suyos, porque él sólo usaba los posesivos para decir «mi Padre» y «mis hermanos».
«Lo crucificaron y se repartieron su ropa, echando a suertes lo que le tocaba a cada uno» (Mc 15,24). La expresión griega es escueta: tís tí are, «quién cogía qué» sería su traducción elemental; o esta otra: “que cada cual coja lo que quiera”. Una trampa compleja y sombría, tejida con ocultos intereses, había caído sobre él atrapándolo como a un pájaro en la red de un cazador, pero él escapaba desnudo y su libertad despojada se convertía en la palabra definitiva de Dios al mundo. Ya no le quedaba nada, salvo su amor hasta el extremo y la túnica que ahora echaban a suertes. Le habían escuchado decir: «Mi vida es para vosotros: tomad, comed…» Ahora esas palabras cobraban un nuevo sentido: cada uno podía tomar de él lo que quisiera.
Y seguir haciendo lo mismo en memoria suya.
Dolores Aleixandre
“Se les escapó desnudo (Mc 14,52)”, por Dolores Aleixandre.
Desnudarse del todo, para reiniciar con Jesús el camino de la Iglesia
| Xabier Pikaza
‒ Por orden de los Sumos Sacerdotes, la muchedumbre armada, dirigida por Judas, ha venido a prender a Jesús. Todos sus discípulos huyen. Sólo queda un joven (neaniskos) envuelto en un sindón (rica túnica de lino o sábana de noche) queda hasta el final. Ese “effeminato” (afeminado), muchacho joven, con cuerpo adolescente, casi de muchacha, somos quizá nosotros, en la noche del huerto de Jesús, cuando parece que la iglesia acaba (los “grandes”, varoniles, huyen).
‒ Sólo queda él, el afeminado, en la noche, siguiendo a Jesús, con la túnica o sábana sobre lo desnudo… La muchedumbre adversa, airada le agarra con fuerza, pero él es escurre, se escapa, dejando en manos de sus prendedores una túnica/sábana de “effeminato”… Éste es un texto enigmático… y la mayor parte de los comentaristas hemos vacilado al interpretarlo, empezando por Mateo y Marcos, que no supieron (o quisieron) entenderloy lo borraron de sus evangelios). Es muy posible que ahora, en tiempos de coronavirus y de recreación de la Iglesia podamos entenderlo mejor, como haré, con mi amigo Manuel Villalobos:
‒ Personalmente tiendo a entenderlo de un modo más social, en la línea de mi Comentario de Marcos. Todos nosotros somos aquel joven, y es como si vinieran a prendernos ¿Quién? ¿De dónde? ¿El coronavirus? No se sabe. Ni se sabe siquiera el el vestido que llevamos es una túnica flotante de “effeminado” rico o un sudario/sábana para que nos entierren, pues morimos. Alguien no quiere agarrar y prender, y si queremos escapar sólo podemos hacerlo absolutamente desnudos, como destaca por dos veces el texto.
– Este es el enigma y tarea actual de la Iglesia. Cuando los grandes varones eclesiásticos fallan (han marchado ya) no queda más que este joven effeminato, chico o chica, da lo mismo. Este es uno de los signos mas fuerte de la Iglesia que empezamos a ser este 2020, año de la pandemia. No nos hemos dado cuenta (ni Mateo ni Lucas quisieron admitirlo, pero Marcos lo dijo para siempre, en este enigmático pasaje…, que no es todo el evangelio, pero es muy importante).
‒ Mi amigo Manuel Villalobos, experto biblista mexicano, profesor de una Universidad de Chicago (USA) interpreta el texto desde la perspectiva del vestido y desnudez del joven, al que interpreta, con muchas y buenas razones, como un “effeminato”, amigo de Jesús, al que sigue hasta el final, cuando Pedro y el resto de los Doce le han abandonado. Ésta es el argumento que desarrolla con gran erudición en el último número de Concilium, cuyo resumen presentaré después. Mi interpretación y la suya son algo distintas, pero no se oponen. Es para mí un honor poder compartir una línea de trabajo con Manuel Villalobos (cuya imagen con la portada de algunos de sus libros presentaré en lo que sigue).
Texto:
51 Y un joven le iba siguiendo (a Jesús), cubierto/envuelto con una túnica/sábana sobre lo desnudo (el cuerpo) y le agarraron, 52 pero él, soltando la túnica/sábana, se escapó desnudo Mc 14, 51‒52) [1].
Lectura de X. Pikaza, Comentario de Marcos
A primera vista este joven ofrece rasgos de discípulo/amigo y parece tener intimidad con Jesús (o con el huerto donde Jesús ora) y es el único que le sigue (synakolouthei) tras el prendimiento. Sigue a Jesús de cerca cuando todos han huido, manteniéndose a su lado, como su compañero final, y así permanece por un momento. Pero después, cuando quieren agarrarle, huye (con ephygen, 14, 52, como se decía de los discípulos 14, 50), pero lo hace de un modo especial, que en texto ha resaltado de manera provocadora, diciendo por dos veces que va desnudo (gymnos): cubierto con un tipo de túnica/sábana sobre la piel, y así escapa en la noche, dejando la túnica/sábana en manos de los que han prendido a Jesús.
(a) Todos habían huido de Jesús (le habían dejado); no escaparon de los que le habían prendido (de la muchedumbre con palos y espadas), sino del mismo Jesús, de su maestro; se escandalizaron de su debilidad (14, 27), no entendieron ni aceptaron su mesianismo, sino que le rechazaron, en vez de mantenerse a su lado o de padecer por él, muriendo en el intento de defenderle.
(b) Por el contrario, este joven no escapa de Jesús sino de aquellos que quieren prenderle (pues a Jesús le han amarrado ya). No tiene ninguna defensa, ni armadura ni espada, de manera que al agarrarle se puede afirmar sin más que está perdido… pero él logra escaparse totalmente desnudo, dejando manos de los perseguidores la rica túnica o sábana con que se cubre (syndona), quizá como aquella con la que José de Arimatea enterrará a Jesús en el sepulcro. Y sin embargo “se escapa”, como escapará Jesús del sepulcro. Éste es el texto, breve y enigmático. Quieren agarrarle y de hecho le agarran con fuerza (kratousin auton), como han agarrado a Jesús (ekratêsan auton). Pero a Jesús han logrado mantenerle aferrarle y le llevan prendido para el juicio, como seguirá contando la historia de la pasión. Éste, en cambio, escapa, a pesar de que le agarran con fuerza, dejando la túnica o (sindona) que cubre su cuerpo nocturno en manos de aquellos que llevan a Jesús. Eso significa que en realidad no le han agarrado a él, sino sólo a sus vestidos.
Otros no podrían haberse librado (escapado),porque llevaban los vestidos bien unidos al cuerpo… En cambio, esta joven, llevaba la túnica o sábana como flotando sobre el cuerpo desnudo, de manera que pudo escapar. ¿Quién era? ¿Qué hacía en el huerto, así vestido… Los comentaristas han dejado flotar su imaginación:
Algunos han dicho que este joven era el dueño del huerto (khôrion, 14, 32) donde Jesús ha estado con sus discípulos, un lugar de cierta intimidad, donde sólo otro íntimo, como Judas, ha podido encontrar a Jesús y a los suyos en la noche. En el huerto, que por su nombre (Getsemaní significa “prensa de aceite”) parece cubierto de olivos, debía haber una “casa/molino” donde habría estado su dueño, ese joven desnudo, descansando. Despertado por el alboroto del prendimiento de Jesús, habría salido “con lo puesto”, es decir, con la sábana de dormir. Conociendo el lugar como lo conocía pudo escaparse y su recuerdo, como el de Simón Cireneo (15, 21), serviría para certificar la historicidad del relato de Marcos. Pero, en este caso, resulta difícil de explicar el signo de la sábana, que en aquel contexto no se empleaba de ordinario para dormir, sino para enterrar a los muertos.
Otros afirman dicen que éste era un discípulo amado de Jesús, cuyo recuerdo habría pervivido en el “Evangelio Secreto de Marcos”, un joven que puede compararse al discípulo amado del Cuarto Evangelio. Según ese Evangelio Secreto de Marcos (frag. 2), la madre y la hermana de este joven discípulo se relacionarían con Salomé (recuérdese que Salomé está vinculada con María Magdalena y la madre de Jacob en 15, 40 y 16, 1). Éste sería (frag. 1 del evangelio secreto de Marcos) el joven al que Jesús resucitó en Betania, conforme a una historia parecida a la de Lázaro (cf. Jn 11, 41-44), en la que se añade que este joven amigo solía visitar a Jesús, y así vino a verle en el huerto la última noche, desnudo bajo la túnica flotante o la sábana, para huir luego dejando su flotante “vestido” en manos de los perseguidores[2].
Otros han dicho que éste es el mismo joven de la tumba vacía (16, 5), es decir, un ángel, pues en ambos casos se emplea la misma palabra (neaniskos). Marcos habría querido indicar así que a Jesús le han podido prender, para que cumpla su misión (según las Escrituras: 14, 49), pero al joven mensajero de la tumba vacía no han podido prenderle. De esa manera, Marcos ha introducido aquí (al comienzo de la pasión) un signo de resurrección.
De todas formas hallamos algunas diferencias muy significativas, pues el joven de la tumba vacía va cubierto con una stolê (estola o túnica larga) de color blanco, es decir, con vestido de cielo (de triunfo final), como indica el Apocalipsis (7, 9.13-14). En contra de eso, este joven de 14, 51-52 va envuelto en una sindone (que puede ser túnica rica para el día o sábana de muerte, como aquella con la que entierran a Jesús, en 1, 46). Por eso, aunque exista semejanza entre ambos textos, hay que afirmar que los dos jóvenes son distintos.
Quizá este este joven es un símbolo del mismo Jesús que vence a la muerte. Ésta parece la solución probable, que se sitúa en una línea cercana a la que ofrece el “Evangelio Secreto”. Mientras prenden a Jesús y le llevan, emerge a su lado y le sigue (va con él, synakolotheiautô) este joven, compartiendo su mismo destino. Va desnudo, cubierto con una sábana, como Jesús en la tumba donde le encerrarán (también con sindona), corriendo bien la piedra, para impedir que se escape (15, 46). Le agarran con fuerza (kratousin auton), pero no pueden retenerle, pues agarran su ropa flotante (como en la imagen), de manera que él se escapa, desnudo (como los muertos que resucitan), dejando en las manos de los que pretenden aferrarle la sábana inútil[3]. Esto significaría que Jesús tiene aquí dos identidades: (a) Por un lado es el que muere…; le prenden y le matan; (b) por otro lado no pueden prenderle y se escapa, dejando en sus manos la túnica/sábana con la que está envuelto.
En una línea semejante podría avanzar Jn 20, 6-7, cuando afirma que Jesús ha “salido” (se ha escapado) de la tumba, desnudo, dejando allí sus vestiduras de muerte (unos lienzos u othonia, y pañuelo de sudor, soudarion, cubriendo su rostro). Es posible que cierta tradición haya vinculado la sábana/sindona de Marcos (del joven desnudo que huye y de Jesús que sale del sepulcro) con los lienzos/othonia de Juan. De todas formas, esa vinculación no es segura, pues el relato de la resurrección de Marcos (16, 6) no alude a la sábana/sindona con la que habían enterrado a Jesús, sino que dice sólo “mirad el lugar” donde le habían colocado a él, sin aludir a la sábana; en contra de eso, Jn 20, 6-7 insiste en la importancia del signo del sudario y de los lienzos/kthonia con los que habían cubierto a Jesús. En otras palabras, el Jesús de Marcos deja al resucitar un lugar vacío; por el contrario, el Jesús del Cuarto Evangelio deja un sudario y unos lienzos[4].
Sea como fuere, este joven del huerto es un signo de que, precisamente allí donde parece que Jesús ha fracasado se abre un camino de esperanza… Prenden a Jesús, pero no logran “apagar” (destruir) su memoria… Este joven escapa desnudo, para iniciar así, desde su desnudez, el nuevo camino de la Iglesia.
INTERPRETACIÓN DE MANUEL VILLALOBOS (Revista Concilium)
Manuel Villalobos es profesor asistente de Nuevo Testamento en el Seminario Teológico de Chicago. Es autor de Abject Bodies in the Gospel of Mark (2012; trad. esp.: Cuerpos abyectos en el Evangelio de Marcos (Córdoba: El Almendro, 2013); When Men Were Not Men: Masculinity and Otherness in the Pastoral Epistles (2014), y Masculinidad y Otredad en crisis en las Epístolas Pastorales (2019).
DESHACER LA MASCULINIDAD: LECTURA DE MARCOS 14,51-52 DESDE EL OTRO LADO
(De un modo muy denso, M. Villalobos, por su vestido y conducta, interpreta a este joven con un effeminnatus. No es un hombre vestido de varón… sino un hombre de túnica lujosa, ostentosa… Es el único que sigue a Jesús hasta el final en el huerto, y no logran agarrarle, se escapa… Desde aquí se entiende el resumen del texto que ofrezco en lo que sigue; para entender el argumento de Manuel Villalobos habrá que leer todo su trabajo en la revista Concilium, cosa que recomiendo a todos mis lectores.)
1. Tema monográfico: Masculinidades: desafíos teológicos y religiosos 7
1.1. Raewyn Connell: Los hombres, la masculinidad y Dios 13
1.2. H.Anderson: Una teología para reimaginar las masculinidades 27
1.3. Manuel Villalobos Mendoza: Deshacer la masculinidad:
Lectura de Marcos 14,51-52 desde el otro lado 41
1.4. Ezra Chitando: Masculinidades, religión y sexualidades 55
¿Qué significaba ser viril o masculino en el mundo del Nuevo Testamento? Ser un «hombre» o una «mujer» tenía poco que ver con la biología en la cultura grecorromana. Un hombre debe realizar y demostrar su masculinidad siempre para ser considerado como un «hombre de verdad» (verus vir). Así pues, resulta extraño que Marcos 14,51-52 presente, durante el arresto de Jesús, a un joven cuya masculinidad está en contradicción con las normas sociales. Su juventud y su lujosa túnica de lino (sindôn) revelan su identidad como effeminatus.
Además, su cuerpo desnudo y su huida cobarde en medio de la noche demuestran su incapacidad para demostrar su masculinidad. Introducción Para los biblistas es casi una obligación «salir del armario» en el campo bíblico para revelar su ubicación social. En mi situación, me he resistido a la tentación de describirme como latino o hispano debido a la ambigüedad de ambos términos. Así pues, he creado una hermenéutica que puede abarcar mi «otredad» como también mi existencia negada debido a mi raza, situación económica y orientación sexual.
En México, las personas que se desvían de las prácticas heteronormativas y son incapaces de realizar correctamente una «masculinidad tóxica» son situadas sin piedad en la no existencia del otro lado. En consecuencia, denomino mi hermenéutica una hermenéutica del otro lado. En otro lugar he descrito cómo esta hermenéutica del otro lado privilegia cuestiones y voces de otredad, masculinidad, marginalidad, género, sexualidad, orientación sexual, etnicidad, economía y límites en el texto bíblico y en mi interpretación bíblica.
Algunas de estas cuestiones resultarán obvias en la lectura que hago de Marcos 14,51- 52, donde el autor narra una escena muy extraña durante el arresto de Jesús: «Un joven le seguía y llevaba solo una túnica de lino. Le echaron mano, pero él dejó la túnica y huyó desnudo» (NRSV). En este artículo me interesa principalmente cómo Marcos nos presenta a este joven y lo sitúa en un terreno peligroso donde aparecen cuestiones conflictivas de la masculinidad.
No es mi objetivo valorar la historicidad del fragmento. La interpretación que hago desde el otro lado no se ocupa de si este joven era un personaje histórico o una creación del autor. Mi interés reside en analizar cómo la construcción textual de la masculinidad de este joven puede desafiar otras construcciones textuales de la masculinidad en la cultura grecorromana del siglo i, contemporánea del evangelio de Marcos. En esta perspectiva, uso las categorías «viril» y «afeminado» tal como eran entendidas en la cultura grecorromana del siglo I.
Estas categorías no reflejan necesariamente nuestra comprensión actual de la «masculinidad». En la antigüedad (¿como en la actualidad?) ser un «hombre de verdad» se entendía principalmente como una relación de poder entre el que penetra y el que es penetrado. Un «hombre de verdad» era el que penetra otro cuerpo, ya fuera de una mujer, de un niño, de un hombre «afeminado» o de un esclavo. La norma de la masculinidad era simple y estaba bien delimitada: penetrar a otro y no ser penetrado.
En esta lucha de poder y dominación, los romanos se consideraban como los «penetradores impenetrables» ; los otros eran simplemente lo contrario, el cuerpo indigno, abyecto y afeminado. Si tales eran las normas con respecto a la masculinidad y el hecho de «ser un hombre de verdad» en la antigüedad, me pregunto por qué Mc 14,51 presenta a un joven corriendo desnudo en medio de la noche. ¿Es este el comportamiento propio de un verus vir tal como se entendía en el contexto grecorromano de Marcos? ¿Cuál es la relación de este joven con Jesús? ¿Está la comunidad de Marcos subvirtiendo o redefiniendo la noción de masculinidad de su sociedad? ¿Cuáles podrían ser las implicaciones para nosotros en la actualidad, especialmente para todos aquellos que han sufrido por una «masculinidad tóxica»? Estas son algunas de las cuestiones que abordo en este artículo.
¿Joven y hermoso?: ¡La masculinidad en peligro! Marcos lo describe como neaniskos (joven). Este término aparecerá de nuevo en Mc 16,5, donde el joven aparece con una larga túnica blanca y explica a las mujeres por qué no se encuentra en la tumba el cuerpo de Jesús. Es interesante que, en su obsesión por revelar la identidad histórica de este enigmático joven desnudo, los biblistas hayan prestado poca atención a las cuestiones de la masculinidad que desde la hermenéutica del otro lado resultan evidentes y sugerentes.
Del blog Nova Bella:
“Eres el que desnudo y sin nombre
pasa por la vida
como un secreto
nunca pronunciado”
*
Javier Lostalé,
Niebla
***
Un artículo que ya habíamos publicado pero que volvemos a traer por este nuevo personaje, también misterioso, como el hombre del cántaro y que aparece en el relato de la Pasión escrito por Marcos y que parece indicarnos al Jesús despojado al que hemos de seguir despojados nosotros también…
De su blog Un grano de mostaza:
«Lo seguía también un muchacho envuelto en una sábana sobre la piel. Lo agarraron; pero él, soltando la sábana, se les escapó desnudo» (Mc 14,51-52). En este personaje misterioso del evangelio de Marcos y más allá de las preguntas que despierta (¿por qué aparece ahí? ¿qué tipo de seguidor representa? ¿qué significa ese lienzo de lino que le arrebatan? ¿está anticipando al otro joven que aparecerá después en el sepulcro?…), nos es posible contemplar una metáfora del propio Jesús que, despojado de todo, atraviesa desnudo y libre su Pasión.
Conocía los preceptos que acompañaban la celebración de la Pascua: «la cintura ceñida, las sandalias en los pies, un bastón en la mano…» (Ex 12,11) y se preparó para vivirla (“se dispuso” diría Ignacio) como aquel rey de la parábola que, antes de lanzarse a combatir, se sentó a calcular con qué fuerzas contaba (Cf. Lc 14,31).
¿Podemos saber algo sobre ello? “Saber” no es el verbo adecuado, como tampoco lo serían “constatar” o “comprobar”: el modo de aproximación sería una lectura contemplativa de las acciones y palabras de Jesús que preceden en Marcos al relato de la Pasión, disponiéndonos también nosotros a recibirlas, hospedarlas y ser alcanzados por ellas. Y esperar pacientemente, por si nos ofrecen algún indicio de cómo Jesús se iba disponiendo, cómo se iba simplificando, qué iba dejando atrás, qué convicciones y actitudes iba reforzando para que fueran el cinturón, las sandalias y el bastón que lo acompañarían en su viaje.
«Entró en Jerusalén y se dirigió al templo» (Mc 11,11)
La escena de la entrada de Jesús en Jerusalén tiene un final extraño: en el comienzo, la narración se demora ofreciendo todo tipo de detalles: envío de dos discípulos para buscar al borrico, resultado de su búsqueda, diálogo con los que preguntan el por qué de su acción y más tarde descripción de los gestos y aclamaciones de la comitiva que le acompaña. En cambio, la conclusión de esa entrada se resume en un solo verso: «Cuando entró en Jerusalén se dirigió al templo y observó todo a su alrededor pero, como ya era tarde, se fue a Betania con los doce» (Mc 10, 11).
Un viaje tan largo para un desenlace tan breve; tantos preparativos para una llegada que no suscita ninguna reacción; tanta solemnidad para entrar ahora en la ciudad a pie, sin cabalgadura, sin compañía y sin tumulto: un hombre solo haciendo un callado acto de presencia en el lugar que es para él «casa de oración» (Mc 11,17). Muy pronto se va a enfrentar con los que la han convertido en cueva de ladrones y va a pronunciar anuncios, enseñanzas y parábolas: ahora sólo importa su presencia de Hijo en ese espacio en que late la presencia de aquel a quien él llama Padre y que le ofrece tienda para hospedarse (Sal 15,1), recinto protector en el que guarecerse durante el peligro, escondite en el que abrigarse (Sal 27,5).
«Shema Yisrael: ´Adonay Elohenu Adonay ejad»: el Dios que es uno pide la respuesta de un corazón entero, único, no dividido y es eso lo que Jesús pone ante Él: ha dejado atrás cualquier pretensión de disponer de sí, cualquier previsión, estrategia o búsqueda propia. Está más allá de toda preocupación o inquietud: «Una sola cosa pido al Señor, eso voy buscando: habitar en su casa todos los días de mi vida…» (Sal 27,4). Había llegado para él el momento de descansar solo en Dios, de poner en Él solo la esperanza (Cf. Sal 62,6). Por eso aquella tarde no necesitaba ya hacer ni decir nada: le bastaba estar ahí, hacerse presente al Padre y contemplarlo todo con su mirada penetrante. Empezaba a anochecer. Ya era tiempo de emprender, silenciosamente, el retorno a Betania.
«Ha hecho una obra bella conmigo» (Mc 14,6)
Gracias a los evangelistas sabemos algo acerca de la extraña manera de Jesús de usar adverbios y adjetivos, tan poco coincidente con la nuestra: para él estaban dentro, cerca y arriba los que nosotros solemos considerar fuera, lejos y abajo y su criterio sobre lo más y lo menos, lo mucho o lo poco aparece con claridad en su juicio sobre el donativo de aquella viuda pobre: sus dos moneditas eran para él más que el mucho de los fariseos (Mc 13,43). Ella, junto a tantos otros pequeños, insignificantes y últimos, pertenecía a los que para el Reino son grandes, importantes y primeros.
Sabemos lo poco que le impresionaba la grandeza de las edificaciones del templo que tanto admiraban sus discípulos (Mc 13,1-2) y en la escena del joven que acudió a él llamándole «Maestro bueno”, conocemos su reacción ante otro adjetivo:
«- ¿Por qué me llamas bueno? Solo Dios es bueno» (Mc 10,18).
Y sobre lo bello ¿qué opinaba? Solo conservamos su apasionada defensa del gesto de la mujer que ungió su cabeza con perfume: «¡Dejadla! Ha hecho una obra bella conmigo» (kalós en griego es a la vez “bello” y “bueno”). Para él, la acción de la mujer no era sólo un ejemplo de generosidad o de bondad sino de belleza y así se va a recordar «allí donde se anuncie la buena noticia» (Mc 14,3-9).
El narrador se detiene en detalles sobre la calidad y el valor del frasco y del perfume, como si pretendiera conectar con lo que suele ser la reacción normal y espontánea ante lo valioso: guardarlo, retenerlo, administrarlo con cuidado y precaución. Por eso sorprende que el gesto de la mujer sea tan inadecuado e imprudente tratándose de un recipiente tan costoso y de un perfume tan exquisito: «lo rompió» y «lo derramó». La opinión de los asistentes a la cena (qué derroche, qué desperdicio, cuánto despilfarro, qué afrenta para los pobres…) descubre cuánto valoraban las posesiones caras y qué modo de manejarlas les parecía apropiado y satisfactorio. Pero la opinión de Jesús es otra: él encuentra bella la acción excesiva, desbordante y carente de medida de la mujer, tan parecida a su manera de amar. Por eso le brinda el juramento solemne de que su gesto, nacido de la gratuidad del amor, va a convertirse en una profecía viva de la que todos podrán aprender.
Como en tantas otras ocasiones, estaba dejando atrás la instintiva costumbre humana de retener y guardar y se adentraba en el ámbito de la gratuidad. Aquel frasco hecho mil pedazos sobre el suelo, se convertía en la parábola silenciosa que el Padre le narraba aquella noche y que convocaba su existencia al vaciamiento y a la entrega. Pero estaba también la promesa de que aquel perfume derramado y libre que él iba entregar cuando llegara su hora, iba a convertirse en la vida y la alegría del mundo. Y en su extrema y paradójica belleza.
«Al atardecer llegó con los doce» (Mc 14,17)
En el relato de Marcos sobre los preparativos de la cena pascual, hay un significativo desplazamiento de lenguaje. El texto comienza diciendo: «El primer día de los ázimos, cuando se inmolaba la víctima pascual, le dicen los discípulos: ¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?… » (Mc 14,12). Sin embargo, cuando es Jesús quien da las instrucciones para el dueño de la casa, habla de «cenar con mis discípulos», desaparecen las alusiones a lo litúrgico y no hay ya ni una palabra sobre ázimos, cordero, hierbas amargas, oraciones o textos bíblicos: solo pan y vino, lo esencial en una comida familiar. Quiere cenar con los suyos y para eso necesitan encontrar una sala en la que haya espacio para estar juntos: ese es el único objetivo que permanece y que Lucas subraya aún con más fuerza « ¡Cuánto he deseado cenar con vosotros esta Pascua!» (Lc 22, 15). El «con vosotros» es más intenso que la conmemoración del pasado, lo ritual deja paso a los gestos elementales que se hacen entre amigos: compartir el pan, beber de la misma copa, disfrutar de la mutua intimidad, entrar en el ámbito de las confidencias.
Su relación con ellos venía de lejos: llevaban largo tiempo caminando, descansando y comiendo juntos, compartiendo alegrías y rechazos, hablando de las cosas del Reino. Él buscaba su compañía, excepto cuando se marchaba solo a orar: había en él una atracción poderosa hacia la soledad y a la vez una necesidad irresistible de contar con los suyos como amigos y confidentes. Al principio ellos creyeron merecerlo: al fin y al cabo lo habían dejado todo para seguirle y se sentían orgullosos de haber dado aquel paso; les parecía natural que el Maestro tomara partido por ellos, como cuando los acusaron de coger espigas en sábado y él los defendió (Mc 2,23-27); o cuando el mar en tempestad casi hundía su barca y él le ordenó enmudecer (Mc 4,35-41); o cuando volvieron exhaustos de recorrer las aldeas y se los llevó a un lugar solitario para que descansaran (Mc 6,30-31).
Sin embargo, las cosas que él decía y las conductas insólitas que esperaba de ellos les resultaban ajenas a su manera de pensar y de sentir, a sus deseos, ambiciones y discordias y una distancia en apariencia insalvable se iba creando entre ellos: le sentían a veces como un extraño venido de un país lejano que les hablaba en un lenguaje incomprensible.
Pero aunque ninguno de ellos se sentía capaz de salvar aquella distancia, Jesús encontraba siempre la manera de hacerlo. El día en que admiró la fe de los que descolgaron por el tejado al paralítico (Mc 2,5), estaba en el fondo reconociéndose a sí mismo: también él removía obstáculos con tal de no estar separado de los suyos y nada le impedía seguir contando con su presencia y con su compañía, como si los necesitara hasta para respirar. Ellos se comportaban tal y como eran, más ocupados en sus pequeñas rencillas de poder que en escucharle, más interesados en lo inmediato que en acoger sus palabras, torpes de corazón a la hora de entenderlas. Pero él se había ido inmunizando contra la decepción: los quería tal como eran sin poderlo remediar, los disculpaba, seguía confiando en ellos.
«Todos vais a tropezar, como está escrito: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño» (Mc 14,27), dijo durante la cena. No habló de culpa, ni de abandono, ni de traición: eran amigos frágiles que tropezaban y no se puede culpar a un rebaño desorientado cuando se dispersa y se pierde. Sabía que iban a abandonarle pronto y que, si no habían sido capaces de comprenderle cuando les hablaba de sufrimiento y de muerte, tampoco lo serían para afrontarlo a su lado, pero sobre sus hombros no pesaba carga alguna de reproches o de recriminaciones. Libre de toda exigencia de que correspondieran a su amor, estaba seguro de que, lo mismo que su abandono en el Padre le daría fuerza para enfrentar su hora, aquel extraño apego que sentía por los suyos sería más fuerte que su decepción por su torpeza. Y seguiría considerándolos amigos, también cuando uno de ellos llegara al huerto para entregarle con un beso.
«El Hijo del hombre se va» (Mc 14,20)
Hay muchas maneras de narrar las cosas. En lugar del enunciado: «mi final está próximo», «emprendo el camino hacia la muerte»…, o alguna otra expresión semejante, en el anuncio de Marcos se elude el término “muerte” o el verbo “morir” y aparece el verbo hypagō que sugiere un modo de caminar no escogido por propia iniciativa sino guiado, conducido, sometido, bajo presión de algo o de alguien. “Irse” no significa “morir”, aunque haya que pasar por ahí: es el modo de caminar de Jesús como «Hijo del hombre», es consecuencia de haber elegido una determinada forma de existir. Según el texto, él no « se entrega» sino que «es entregado». Han sido su manera de vivir, sus elecciones, sus palabras, sus gestos, sus compañías, las que han ido tejiendo la trama en la que ahora tropieza y queda apresado. Con frecuencia, para hablar de situaciones así empleamos frases como: “él se lo ha buscado”, “se veía venir…”, “ahora, que se atenga a las consecuencias…”. Y esas son precisamente las causas del hypagō: si no se hubiera señalado tanto, si hubiera sido un poco más prudente, si hubiera medido más sus palabras, si no hubiera frecuentado ciertas compañías, si no hubiera provocado a los poderosos, si…
Y además ¿no ha elegido entrar en lo más hondo de la condición humana?, ¿no se ha atrevido a descender a donde están los últimos?, ¿no ha abrazado su misma condición, comportándose como un hombre cualquiera? No puede quejarse ahora y por eso «se va» de esa manera: sometido a las leyes que rigen la vida de los que carecen de privilegios, arrastrado por las consecuencias de sus opciones, aplastado por los resultados de conductas que podía haber evitado.
«El Hijo del hombre se va…», sometido como tantos seres humanos al poder de la violencia y de la injusticia pero promete: «Cuando sea puesto en pie, iré delante de vosotros a Galilea» (Mc 14,28). El “Pastor herido” se pone a la cabeza de quienes avanzan tras él recorriendo su «camino nuevo y vivo» (Heb 10,20). Y lo hacen con la confianza de saberse precedidos por el que no retuvo ávidamente la elección de su propio destino y se dejó conducir por Otro, también por las cañadas oscuras de la humilde obediencia.
«Servir y dar la vida en rescate por todos» (Mc 10,45)
«Señor, eres nuestro padre, tu nombre de siempre es nuestro redentor» (Is 63,16). Posiblemente algún sábado en la sinagoga escucharía Jesús esta invocación profética que hablaba de Dios como go’el. Y aprendería también en las tradiciones de su pueblo que, cuando la vida de alguien estaba en juego, ahí tenía que estar su go’el como pariente más próximo para hacerse cargo de su rescate (Lv 25, 47); y que si era sometido a la esclavitud, se arruinaba o moría sin descendencia, su go’el debía acudir a liberarle, a pagar sus deudas e impedir que su nombre se perdiera para siempre (Cf. Lv 25,25; Rt 4,1-11). Había sido un paso de gigante para Israel atreverse a invocar al Altísimo como go’el , considerarle como su familiar más próximo, recordarle que era cosa suya sacarles de la opresión y arrancarlos de la muerte.
«El Hijo del hombre no ha venido a que le sirvan, sino a servir y a dar la vida en rescate por todos» (Mc 10,45), afirmó Jesús un día, como quien ha comprendido y asumido el sentido de su existencia: quería estar junto a sus hermanos cuando su vida estuviera en juego, cuando peligrara su libertad, cuando les amenazaran la ruina y el olvido. No había venido a establecer principios, a imponer normas o a corregir errores, sino a alcanzar a los que se sentían lejos de Dios, sanar sus heridas, contarles historias de pastores que buscan y de hijos que vuelven a casa. Estaba entre ellos para querer a cada uno tal como era y a ponerse a su lado para llevarle más allá de donde estaba, hacia esa vida buena y abundante de la que afirmaba poseer el secreto.
Por eso se compadeció de la situación de aquella mujer encorvada y la enderezó (Lc 13,10-17); por eso sintió el clamor de vergüenza de la mujer del flujo de sangre y su respuesta fue hacer fluir hacia ella la fuerza sanadora que había recibido del Padre (Mc 6,21-34); por eso supo ver en la sirofenicia una oveja perdida más allá de la casa de Israel y curó a su hija (Mt 15, 21-28); por eso se dejó atraer por la llamada silenciosa del hombrecillo que le observaba oculto detrás de las ramas de una higuera y le pidió hospedarse su casa (Lc 19,1-10).
Había elegido estar entre sus hermanos como uno de tantos, sirviendo en los lugares de abajo, allí donde estaba la gente más hundida por sentencias que los aplastaban: “está leproso”, “es una pecadora”, “es ciego de nacimiento”, “está muerta”, “ya huele mal”… Él hacía saltar por los aires aquellos yugos y los levantaba hacia la vida con la autoridad de su palabra: «queda limpio», «vete en paz», «recobra la vista», «está dormida», «¡sal fuera! ».
Realizó en medio de ellos los signos de su presencia de go’el y dominó el arte de acoger, amparar y ofrecer asilo entre sus brazos a las vidas heridas y a los cuerpos maltrechos de tantos hombres y mujeres: apiñados en torno a él, le escucharon proclamarlos «dichosos”, probaron el mejor de los vinos en una boda de pueblo, se sentaron en la hierba y comieron pan y peces hasta saciarse.
La noche en que iba a ser entregado, se quitó el manto, y con él toda pretensión de poder o de dominio. Se ciñó la toalla y, de rodillas, como el último de todos, fue lavando los pies de sus discípulos. Era esa su manera de disponerse a recibir el Nombre sobre todo nombre.
«Tomad, esto es mi cuerpo» (Mc 14,22)
Una vez contó la historia de un hombre que, para guardar su cosecha, derribó sus graneros y construyó otros mayores (Lc 12,18). Era una conducta incomprensible para él, que no sabía nada sobre acumular, guardar o retener y que tenía costumbres pródigas: dar, perder, dejar, vender, derramar, partir, entregar. Había nacido a la intemperie para que ninguna barrera le separara de nosotros y para hacer desaparecer cualquier miedo al tocar la carne frágil de un niño; murió fuera de los muros de la ciudad, sin protección ni defensas, porque nada hay tan vulnerable como el costado de un hombre crucificado. Sobre su cruz pusieron un titular malintencionado y equívoco que le arrebataba la verdad de su nombre y le imponía una identidad que nunca pretendió: ser «Rey de los judíos» (Jn 19,19).
Como si fueran dos páginas distantes del Evangelio pero que al doblarlas coinciden, la escena final de la vida de Jesús coincide con la de su nacimiento: en Belén lo contemplamos en un establo, un lugar abierto, sin puertas, cerrojos o alambradas. En el Calvario echan a suertes su túnica y vuelve a estar tan desnudo como en el pesebre. No era un extraño final para alguien que, a lo largo de toda su vida, había formado parte del colectivo de los que carecen de estrategias para proteger lo suyo: desde que salió de Nazaret, no supo ya lo que era disponer de casa propia ni de un lugar donde reclinar la cabeza. Pescaba, dormía y cruzaba el lago en una barca de amigos; comía y bebía donde le invitaban y, cuando fue él quien dio de comer a la gente, solo pudo ofrecerles como asiento la hierba de un descampado. Pidió prestados el borrico sobre el que entró en Jerusalén y la sala en la que se despidió con una cena de los que llamaba suyos, porque él sólo usaba los posesivos para decir «mi Padre» y «mis hermanos».
«Lo crucificaron y se repartieron su ropa, echando a suertes lo que le tocaba a cada uno» (Mc 15,24). La expresión griega es escueta: tís tí are, «quién cogía qué» sería su traducción elemental; o esta otra: “que cada cual coja lo que quiera”. Una trampa compleja y sombría, tejida con ocultos intereses, había caído sobre él atrapándolo como a un pájaro en la red de un cazador, pero él escapaba desnudo y su libertad despojada se convertía en la palabra definitiva de Dios al mundo. Ya no le quedaba nada, salvo su amor hasta el extremo y la túnica que ahora echaban a suertes. Le habían escuchado decir: «Mi vida es para vosotros: tomad, comed…» Ahora esas palabras cobraban un nuevo sentido: cada uno podía tomar de él lo que quisiera.
Y seguir haciendo lo mismo en memoria suya.
Dolores Aleixandre
“Réformés”, incluyó una foto de dos hombres desnudos en un artículo sobre la inclusión del colectivo LGTB+ en la iglesia.
Los lectores de la revista les han criticado mientras los editores siguen defendiendo la publicación de un desnudo artístico.
Réformés, la publicación que editan las iglesias reformadas de la Suiza francófona, incluyó en su último número un reportaje sobre la inclusión de minorías sexuales en la iglesia, y eso que algunas de estas iglesias ya han casado a parejas homosexuales… No seremos nosotros, ¿verdad? quienes nos escandalicemos de esta fotografia que ya publicamos en su momento, pues uno de nuestros objetivos es el de buscar la reconciliación de las personas con su cuerpo, obra magnífica de Dios, se sea como se sea… El motivo fundamental de escoger esta fotografía, en opinión de sus responsables, no es tanto el desnudo como la cruz, por eso nos parece acertada. Pero claro, los recalcitrantes que se escandalizan más con un cuerpo desnudo que con la imagen de los inmigrantes muertos en nuestras playas se han puesto como hidras…
Para ilustrar su artículo incluyeron un retrato titulado Crucifix de la fotógrafa Elisabeth Ohlson Wallin (de la que Cristianos Gays ha publicado numerosas fotos), en el que aparece una pareja de hombres desnudos y abrazados sobre una cama, mientras uno de ellos extiende los brazos formando una cruz.
Crucifix, de Elisabeth Ohslon Wallin
Por muy inclusivas que sean estas iglesias reformadas, muchos lectores de la revista no se tomaron nada bien la publicación de esta foto. En la redacción de Réformés recibieron todo tipo de mensajes en los que les acusaban de ser blasfemos, sacrílegos o de pretender hacer creer a sus lectores que Jesucristo había sido homosexual. También recibieron algunos avisos de personas que no querían recibir nunca más la publicación porque esta foto es mucho más de lo que son capaces de soportar.
Lo verdaderamente maravilloso es la reacción de los responsables de la revista que, para empezar, hablan de una generación de personas mayores que tienen una concepción muy antigua de la homosexualidad. Dicen que su intención fue demostrar la dignidad de la pareja homosexual y que por ello escogieron la obra de esta fotógrafa, un retrato artístico que busca invitar a la reflexión. El trabajo de Ohlson Wallin, que ve en la fotografía una forma de activismo, busca abrir el debate sobre el lugar de la comunidad homosexual en la iglesia y en la sociedad, mezclando un discurso social, político y teológico.
Gilles Bourquin, uno de los responsables de la revista, sigue defendiendo que se haya publicado la fotografía y dice que de lo único que se arrepienten es de no haber adjuntado un texto con estas explicaciones antes. En la carta que ha publicado añade que también es una función de una publicación de la iglesia mostrar solidaridad con el colectivo LGTBI y despertar conciencias sobre la persecución que esas personas sufren en muchos países fuera de Europa.
Fuente | 24 heures.ch, vía EstoyBailando
General, Homofobia/ Transfobia., Iglesias Reformadas (Calvinistas)
Del blog Nova Bella:
Rebajarse.
Cualquiera está desnudo
en la raíz del ser.
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Fermín Herrero
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Un proyecto del fotógrafo Adam Moco
‘Desnudo’ es el nuevo proyecto de Adam Moco en el que reivindica la múltiple belleza de los cuerpos masculinos. El fotógrafo ha creado una serie de fotos en los que participan hombres que muestran con orgullo unos desnudos que se salen del patrón de los cuerpos de diseño.
Las fotografías nos ofrecen una amplia panorámica cargada de sensibilidad y diversidad para mostrarnos la amplia gama que hay en el mundo gay. No todos los gais tienen cuerpos esculturales, una barba perfecta o una sonrisa maravillosa, pero lo cierto es que la belleza radica en esa misma cuestión: ante la imposición de cuerpos perfectos se encuentra la belleza única de los cuerpos originales.
Gordos, femeninos, asiáticos, negros, con barbas, sin barbas, sin estrías, con estrías. Los retratos de Adam Moco amplifican el espectro corporal y se convierten en pura disidencia ante la discriminación y la imposición de una belleza oficial.
Fuente fotográfica: Adam Moco
El Papa Francisco ha ido a Lesbos, para decir que aquella isla, que antaño fue patria de amor (de allí fue Safo), se ha convertido en un inmenso basurero…
Ha ido para decir que aquella gente es su gente, y para decirnos así que todos nosotros tenemos dos patrias, la propia y la de Lesbos (todos los Lesbos del mundo….).
Jesús quiso crear un “pueblo nuevo” (el Reino de Dios), a partir de los pobre y expulsados de las aldeas de Galilea, que habían perdido sus tierras y campos, en manos de los nuevos conquistadores romanos y de otros terratenientes judíos.
Jesús era de aquel Lesbos de Galilea, donde fue (donde estuvo) para quedarse y para iniciar desde allí un camino de transformación y de acogida. Por eso, el mismo Jesús resucitado pudo decir y dice (confirmando así que aquellos de Lesbos son su pueblo…):
«Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui extranjero/emigrante y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí».
Jesús compartió el hambre de Lesbos, la sed de su gente… Fue extranjero en Lesbos, allí estuvo desnudo, enfermo, encarcelado.
Nuevos emigrantes, emigrantes antiguos
A veces, los emigrantes han sido poderosos. Han dejado su viejo lugar para triunfar y han triunfado en el nuevo donde se han establecido: son conquistadores militares, emigrantes del dinero, que se imponen por la fuerza de las armas y la supremacía cultural o comercial, esclavizando o marginando a los anteriores habitantes de la tierra. Así han hecho (y siguen haciendo) los invasores más afortunados.
Pero en la actualidad la mayoría de los emigrantes de Jesús no son conquistadores sino pobres en busca de comida: vienen huyendo del hambre, de la necesidad material y de la muerte. Salen de países de miseria (de África y Asia, de América del Sur) y buscan comida entre los miembros de la sociedad más “avanzada” (en la gran ciudad, en los países capitalistas de occidente).
Los países ricos tienden a cerrarles las puertas y controlarles. El ideal del evangelio es que no exista invasión de ricos ni exilio de pobres, sino comunicación entre todos, sabiendo que acoger a los exilados, se la raza o religión que sea, es acoger a Cristo.
‒ No sólo emigrantes, sino también desnudos! Significativamente (en la palabra de Jesús que acabamos de citar), los desnudos vienen después de los exilados, emigrantes y/o extranjeros, como signo de una enfermedad o carencia aún mayor.
‒ Los extranjeros carecen de patria o grupo que les garantice un espacio de humanidad. Son pobres porque, careciendo en general de bienes económicos, carecen también de bienes sociales, culturales, afectivos: están doblemente desposeídos y humillados, en un entorno adverso.
‒- Ellos aparecen así, en general, como desnudos (sin educación, sin cultura, sin honor…). Desnudo no es el que no tiene ropa sin más, sino el que no tiene dignidad, ni ley que le proteja, ni seguridad.
Acoger a los extranjeros
Los extranjeros de Mt 25 no son simplemente forasteros, personas de otra nación, sino también hombres y mujeres que pertenecen a otro grupo social y cultural, los expulsados de cualquier grupo humano. Pues bien, estos xenoi, ajenos a la comunidad y al grupo dominante, son presencia de Cristo, que dice era extranjero y me acogisteis.
Acoger se dice en griego synagô, recibir, reunir en un grupo, palabra de la que viene singoga, reunión o comunidad, en sentido social. Pues bien, en ese contexto, Jesús pide que acojamos en nuestro grupo (asamblea) a los extraños (xenoi), en un plano de hospitalidad humana más que simplemente espiritual. No se trata de recibir sólo en un “iglesia” entendida como grupo confesional creyente, sin más vínculos que un tipo de oración, sino en la “sinagogé” o comunidad social.
Ciertamente, los matices de acoger en la iglesia confesante (o en una sinagoga social) resultan difíciles de precisar en cada caso, pues en aquel tiempo (y hoy) ambos aspectos se encontraban estrechamente unidos. Sea como fuere, el texto supone que, de un modo individual o en grupo, los seguidores de Jesús han de estar dispuestos a recibir a los xenoi o extranjeros, no integrados en la comunidad mayoritaria.
Entendido así, tanto en un plano personal y familiar como grupal, nuestro pasaje (Mt 25, 31-46) eleva una propuesta de inmensas consecuencias para una iglesia, que no puede encerrarse como grupo/secta separada, sino que ha de abrirse a los de fuera, para ofrecerles un espacio de vida física y social, una casa, en el sentido que tenía entonces ese término.
No se trata sólo de no rechazar (de respetar, de no matar), sino recibir al xenos en la comunión vital de los creyentes, en un tiempo como aquel en que los no integrados en un grupo se hallaban amenazados de muerte social e incluso física, pues era muy difícil vivir sin grupo (patria), sin un espacio que garantice una experiencia de humanidad.
Los xenoi/extranjeros provenían de otros lugares, con otras culturas, pues habían debido abandonar su tierra, casi siempre por razones económicas, para vivir en entornos económicos, culturales y sociales extraños, en medio de un ambiente casi siempre adverso. Solían ser pobres y así carecían en general no sólo de bienes económicos, sino también personales y afectivos.
Lógicamente, ellos formaban parte de los estratos socialmente menos reconocidos (valorados) de la población, condenados al ostracismo, dentro de una sociedad de clases, donde era muy difícil cambiar de estamento social. Por eso, al decir “fui xenos y (no) me acogisteis”, el texto piensa ante todo en una iglesia o comunión creyente que ha de ser casa para los sin casa (como se dice en 1 Pedro). Ésta es, sin duda, una propuesta universal (todos los hombres y pueblos están invitados a acogerla), pero Mt 25 piensa de manera especial en los cristianos, que debían ofrecer a los extraños un espacio de vida, una casa, como sucedía al principio de la Iglesia.
Esta obra de misericordia nos sitúa ante un tema social de máxima importancia, en el que se decide el futuro de nuestra sociedad, e incluso de la vida humana, en un momento de grandes migraciones y cambios sociales. Es evidente que la iglesia no puede sustituir la responsabilidad política de la sociedad. Más aún, es posible que una emigración indiscriminada y una apertura indistinta a los extranjeros puede resultar poco eficaz, e incluso peligrosa para todos.
Pero, desde un punto de vista cristiano (conforme a esta obra de misericordia) la solución no está en cerrar fronteras sino en abrir espacios de colaboración y acogida, poniendo tierra y bienes al servicio de todos, de manera que nadie tenga que salir por fuerza y todos puedan hacerlo, si quieren, pues el mundo es hogar de comunión universal.
La patria del cristiano es el diálogo y la acogida, abierta con y por Jesús a los más necesitados. Sobre los derechos estatales, por encima de las imposiciones de tipo nacional o militar, los cristianos creemos en la palabra, esto es, en la comunicación y la acogida (sinagoga). Hogar para los sin hogar, casa para los sin casa, ha de ser la Iglesia, conforme a 1 Pedro y Mt 25.
Vestir al desnudo (Mt 25, 36)
Los extranjeros no tenían patria o grupo que les garantizara un espacio de humanidad. Los desnudos, en cambio, carecen de protección personal, son indefensos, desarmados, a merced de la violencia de los otros. En un sentido, unos y otros se identifican: son personas sin protección social (extranjeros) o personal (desnudos). Pero los desnudos están incluso más desamparados que los extranjeros, pues no carecen simplemente de ropa material, sino de “hábito” (apariencia humana) y “honra”, de manera que son desechables, como basura de un mundo que les expulsa. Leer más…
Del blog Nova Bella:
“Cuando quieras calcular el auténtico valor de un hombre y conocer sus cualidades, examínalo desnudo: que se despoje de su patrimonio, que se despoje de sus cargos y demás dones engañosos de la fortuna, que desnude su propio cuerpo. Contempla su alma, la calidad y nobleza de ésta, si es ella grande por lo ajeno, o por lo suyo propio“.
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Séneca
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Del blog de la Communion Béthanie:
Pasemos el verano con el libro Oser la chair (atreverse con la carne) del fraile dominico Jean-Pierre Olivier Brice, en Ediciones du Cerf. Premio de libros de Espiritualidad Panorama– La Procure 2015:
Ser visto tal, como soy, ser visto y encontrado,
expuesto, al descubierto.
Ser conocido en la verdad de mi carne
sin artificio y sin oropeles.
Nacemos desnudos pero nuestra vida
nos hace aún pasar del desnudo a la desnudez,
el desnudo puede esconder nuestra verdadera desnudez.
Ser visto, es ser conocido en la verdad entera
de quien soy, no querer nada, ni enmascarar,
ni esconder, ni revelar, simplemente estar ahí,
visto por otro.
No se trata siquiera de mi rostro
o de lo que puedo confiar de mi vida,
sino del conjunto de mi ser.
Y esto se efectua en una connivencia
y un compartir donde muchas cosas
no son dichas sino recibidas.
El riesgo colosal de situarnos
siempre en esta fragilidad, en este temblor
de querer mostrar todo, dar todo.
Esto nos expone, como Jesús, a recibir golpes.
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De su blog Un grano de mostaza:
«Lo seguía también un muchacho envuelto en una sábana sobre la piel. Lo agarraron; pero él, soltando la sábana, se les escapó desnudo» (Mc 14,51-52). En este personaje misterioso del evangelio de Marcos y más allá de las preguntas que despierta (¿por qué aparece ahí? ¿qué tipo de seguidor representa? ¿qué significa ese lienzo de lino que le arrebatan? ¿está anticipando al otro joven que aparecerá después en el sepulcro?…), nos es posible contemplar una metáfora del propio Jesús que, despojado de todo, atraviesa desnudo y libre su Pasión.
Conocía los preceptos que acompañaban la celebración de la Pascua: «la cintura ceñida, las sandalias en los pies, un bastón en la mano…» (Ex 12,11) y se preparó para vivirla (“se dispuso” diría Ignacio) como aquel rey de la parábola que, antes de lanzarse a combatir, se sentó a calcular con qué fuerzas contaba (Cf. Lc 14,31).
¿Podemos saber algo sobre ello? “Saber” no es el verbo adecuado, como tampoco lo serían “constatar” o “comprobar”: el modo de aproximación sería una lectura contemplativa de las acciones y palabras de Jesús que preceden en Marcos al relato de la Pasión, disponiéndonos también nosotros a recibirlas, hospedarlas y ser alcanzados por ellas. Y esperar pacientemente, por si nos ofrecen algún indicio de cómo Jesús se iba disponiendo, cómo se iba simplificando, qué iba dejando atrás, qué convicciones y actitudes iba reforzando para que fueran el cinturón, las sandalias y el bastón que lo acompañarían en su viaje.
«Entró en Jerusalén y se dirigió al templo» (Mc 11,11)
La escena de la entrada de Jesús en Jerusalén tiene un final extraño: en el comienzo, la narración se demora ofreciendo todo tipo de detalles: envío de dos discípulos para buscar al borrico, resultado de su búsqueda, diálogo con los que preguntan el por qué de su acción y más tarde descripción de los gestos y aclamaciones de la comitiva que le acompaña. En cambio, la conclusión de esa entrada se resume en un solo verso: «Cuando entró en Jerusalén se dirigió al templo y observó todo a su alrededor pero, como ya era tarde, se fue a Betania con los doce» (Mc 10, 11).
Un viaje tan largo para un desenlace tan breve; tantos preparativos para una llegada que no suscita ninguna reacción; tanta solemnidad para entrar ahora en la ciudad a pie, sin cabalgadura, sin compañía y sin tumulto: un hombre solo haciendo un callado acto de presencia en el lugar que es para él «casa de oración» (Mc 11,17). Muy pronto se va a enfrentar con los que la han convertido en cueva de ladrones y va a pronunciar anuncios, enseñanzas y parábolas: ahora sólo importa su presencia de Hijo en ese espacio en que late la presencia de aquel a quien él llama Padre y que le ofrece tienda para hospedarse (Sal 15,1), recinto protector en el que guarecerse durante el peligro, escondite en el que abrigarse (Sal 27,5).
«Shema Yisrael: ´Adonay Elohenu Adonay ejad»: el Dios que es uno pide la respuesta de un corazón entero, único, no dividido y es eso lo que Jesús pone ante Él: ha dejado atrás cualquier pretensión de disponer de sí, cualquier previsión, estrategia o búsqueda propia. Está más allá de toda preocupación o inquietud: «Una sola cosa pido al Señor, eso voy buscando: habitar en su casa todos los días de mi vida…» (Sal 27,4). Había llegado para él el momento de descansar solo en Dios, de poner en Él solo la esperanza (Cf. Sal 62,6). Por eso aquella tarde no necesitaba ya hacer ni decir nada: le bastaba estar ahí, hacerse presente al Padre y contemplarlo todo con su mirada penetrante. Empezaba a anochecer. Ya era tiempo de emprender, silenciosamente, el retorno a Betania.
«Ha hecho una obra bella conmigo» (Mc 14,6)
Gracias a los evangelistas sabemos algo acerca de la extraña manera de Jesús de usar adverbios y adjetivos, tan poco coincidente con la nuestra: para él estaban dentro, cerca y arriba los que nosotros solemos considerar fuera, lejos y abajo y su criterio sobre lo más y lo menos, lo mucho o lo poco aparece con claridad en su juicio sobre el donativo de aquella viuda pobre: sus dos moneditas eran para él más que el mucho de los fariseos (Mc 13,43). Ella, junto a tantos otros pequeños, insignificantes y últimos, pertenecía a los que para el Reino son grandes, importantes y primeros.
Sabemos lo poco que le impresionaba la grandeza de las edificaciones del templo que tanto admiraban sus discípulos (Mc 13,1-2) y en la escena del joven que acudió a él llamándole «Maestro bueno”, conocemos su reacción ante otro adjetivo:
«- ¿Por qué me llamas bueno? Solo Dios es bueno» (Mc 10,18).
Y sobre lo bello ¿qué opinaba? Solo conservamos su apasionada defensa del gesto de la mujer que ungió su cabeza con perfume: «¡Dejadla! Ha hecho una obra bella conmigo» (kalós en griego es a la vez “bello” y “bueno”). Para él, la acción de la mujer no era sólo un ejemplo de generosidad o de bondad sino de belleza y así se va a recordar «allí donde se anuncie la buena noticia» (Mc 14,3-9).
El narrador se detiene en detalles sobre la calidad y el valor del frasco y del perfume, como si pretendiera conectar con lo que suele ser la reacción normal y espontánea ante lo valioso: guardarlo, retenerlo, administrarlo con cuidado y precaución. Por eso sorprende que el gesto de la mujer sea tan inadecuado e imprudente tratándose de un recipiente tan costoso y de un perfume tan exquisito: «lo rompió» y «lo derramó». La opinión de los asistentes a la cena (qué derroche, qué desperdicio, cuánto despilfarro, qué afrenta para los pobres…) descubre cuánto valoraban las posesiones caras y qué modo de manejarlas les parecía apropiado y satisfactorio. Pero la opinión de Jesús es otra: él encuentra bella la acción excesiva, desbordante y carente de medida de la mujer, tan parecida a su manera de amar. Por eso le brinda el juramento solemne de que su gesto, nacido de la gratuidad del amor, va a convertirse en una profecía viva de la que todos podrán aprender.
Como en tantas otras ocasiones, estaba dejando atrás la instintiva costumbre humana de retener y guardar y se adentraba en el ámbito de la gratuidad. Aquel frasco hecho mil pedazos sobre el suelo, se convertía en la parábola silenciosa que el Padre le narraba aquella noche y que convocaba su existencia al vaciamiento y a la entrega. Pero estaba también la promesa de que aquel perfume derramado y libre que él iba entregar cuando llegara su hora, iba a convertirse en la vida y la alegría del mundo. Y en su extrema y paradójica belleza.
«Al atardecer llegó con los doce» (Mc 14,17)
En el relato de Marcos sobre los preparativos de la cena pascual, hay un significativo desplazamiento de lenguaje. El texto comienza diciendo: «El primer día de los ázimos, cuando se inmolaba la víctima pascual, le dicen los discípulos: ¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?… » (Mc 14,12). Sin embargo, cuando es Jesús quien da las instrucciones para el dueño de la casa, habla de «cenar con mis discípulos», desaparecen las alusiones a lo litúrgico y no hay ya ni una palabra sobre ázimos, cordero, hierbas amargas, oraciones o textos bíblicos: solo pan y vino, lo esencial en una comida familiar. Quiere cenar con los suyos y para eso necesitan encontrar una sala en la que haya espacio para estar juntos: ese es el único objetivo que permanece y que Lucas subraya aún con más fuerza « ¡Cuánto he deseado cenar con vosotros esta Pascua!» (Lc 22, 15). El «con vosotros» es más intenso que la conmemoración del pasado, lo ritual deja paso a los gestos elementales que se hacen entre amigos: compartir el pan, beber de la misma copa, disfrutar de la mutua intimidad, entrar en el ámbito de las confidencias.
Su relación con ellos venía de lejos: llevaban largo tiempo caminando, descansando y comiendo juntos, compartiendo alegrías y rechazos, hablando de las cosas del Reino. Él buscaba su compañía, excepto cuando se marchaba solo a orar: había en él una atracción poderosa hacia la soledad y a la vez una necesidad irresistible de contar con los suyos como amigos y confidentes. Al principio ellos creyeron merecerlo: al fin y al cabo lo habían dejado todo para seguirle y se sentían orgullosos de haber dado aquel paso; les parecía natural que el Maestro tomara partido por ellos, como cuando los acusaron de coger espigas en sábado y él los defendió (Mc 2,23-27); o cuando el mar en tempestad casi hundía su barca y él le ordenó enmudecer (Mc 4,35-41); o cuando volvieron exhaustos de recorrer las aldeas y se los llevó a un lugar solitario para que descansaran (Mc 6,30-31).
Sin embargo, las cosas que él decía y las conductas insólitas que esperaba de ellos les resultaban ajenas a su manera de pensar y de sentir, a sus deseos, ambiciones y discordias y una distancia en apariencia insalvable se iba creando entre ellos: le sentían a veces como un extraño venido de un país lejano que les hablaba en un lenguaje incomprensible.
Pero aunque ninguno de ellos se sentía capaz de salvar aquella distancia, Jesús encontraba siempre la manera de hacerlo. El día en que admiró la fe de los que descolgaron por el tejado al paralítico (Mc 2,5), estaba en el fondo reconociéndose a sí mismo: también él removía obstáculos con tal de no estar separado de los suyos y nada le impedía seguir contando con su presencia y con su compañía, como si los necesitara hasta para respirar. Ellos se comportaban tal y como eran, más ocupados en sus pequeñas rencillas de poder que en escucharle, más interesados en lo inmediato que en acoger sus palabras, torpes de corazón a la hora de entenderlas. Pero él se había ido inmunizando contra la decepción: los quería tal como eran sin poderlo remediar, los disculpaba, seguía confiando en ellos.
«Todos vais a tropezar, como está escrito: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño» (Mc 14,27), dijo durante la cena. No habló de culpa, ni de abandono, ni de traición: eran amigos frágiles que tropezaban y no se puede culpar a un rebaño desorientado cuando se dispersa y se pierde. Sabía que iban a abandonarle pronto y que, si no habían sido capaces de comprenderle cuando les hablaba de sufrimiento y de muerte, tampoco lo serían para afrontarlo a su lado, pero sobre sus hombros no pesaba carga alguna de reproches o de recriminaciones. Libre de toda exigencia de que correspondieran a su amor, estaba seguro de que, lo mismo que su abandono en el Padre le daría fuerza para enfrentar su hora, aquel extraño apego que sentía por los suyos sería más fuerte que su decepción por su torpeza. Y seguiría considerándolos amigos, también cuando uno de ellos llegara al huerto para entregarle con un beso.
«El Hijo del hombre se va» (Mc 14,20)
Hay muchas maneras de narrar las cosas. En lugar del enunciado: «mi final está próximo», «emprendo el camino hacia la muerte»…, o alguna otra expresión semejante, en el anuncio de Marcos se elude el término “muerte” o el verbo “morir” y aparece el verbo hypagō que sugiere un modo de caminar no escogido por propia iniciativa sino guiado, conducido, sometido, bajo presión de algo o de alguien. “Irse” no significa “morir”, aunque haya que pasar por ahí: es el modo de caminar de Jesús como «Hijo del hombre», es consecuencia de haber elegido una determinada forma de existir. Según el texto, él no « se entrega» sino que «es entregado». Han sido su manera de vivir, sus elecciones, sus palabras, sus gestos, sus compañías, las que han ido tejiendo la trama en la que ahora tropieza y queda apresado. Con frecuencia, para hablar de situaciones así empleamos frases como: “él se lo ha buscado”, “se veía venir…”, “ahora, que se atenga a las consecuencias…”. Y esas son precisamente las causas del hypagō: si no se hubiera señalado tanto, si hubiera sido un poco más prudente, si hubiera medido más sus palabras, si no hubiera frecuentado ciertas compañías, si no hubiera provocado a los poderosos, si…
Y además ¿no ha elegido entrar en lo más hondo de la condición humana?, ¿no se ha atrevido a descender a donde están los últimos?, ¿no ha abrazado su misma condición, comportándose como un hombre cualquiera? No puede quejarse ahora y por eso «se va» de esa manera: sometido a las leyes que rigen la vida de los que carecen de privilegios, arrastrado por las consecuencias de sus opciones, aplastado por los resultados de conductas que podía haber evitado.
«El Hijo del hombre se va…», sometido como tantos seres humanos al poder de la violencia y de la injusticia pero promete: «Cuando sea puesto en pie, iré delante de vosotros a Galilea» (Mc 14,28). El “Pastor herido” se pone a la cabeza de quienes avanzan tras él recorriendo su «camino nuevo y vivo» (Heb 10,20). Y lo hacen con la confianza de saberse precedidos por el que no retuvo ávidamente la elección de su propio destino y se dejó conducir por Otro, también por las cañadas oscuras de la humilde obediencia.
«Servir y dar la vida en rescate por todos» (Mc 10,45)
«Señor, eres nuestro padre, tu nombre de siempre es nuestro redentor» (Is 63,16). Posiblemente algún sábado en la sinagoga escucharía Jesús esta invocación profética que hablaba de Dios como go’el. Y aprendería también en las tradiciones de su pueblo que, cuando la vida de alguien estaba en juego, ahí tenía que estar su go’el como pariente más próximo para hacerse cargo de su rescate (Lv 25, 47); y que si era sometido a la esclavitud, se arruinaba o moría sin descendencia, su go’el debía acudir a liberarle, a pagar sus deudas e impedir que su nombre se perdiera para siempre (Cf. Lv 25,25; Rt 4,1-11). Había sido un paso de gigante para Israel atreverse a invocar al Altísimo como go’el , considerarle como su familiar más próximo, recordarle que era cosa suya sacarles de la opresión y arrancarlos de la muerte.
«El Hijo del hombre no ha venido a que le sirvan, sino a servir y a dar la vida en rescate por todos» (Mc 10,45), afirmó Jesús un día, como quien ha comprendido y asumido el sentido de su existencia: quería estar junto a sus hermanos cuando su vida estuviera en juego, cuando peligrara su libertad, cuando les amenazaran la ruina y el olvido. No había venido a establecer principios, a imponer normas o a corregir errores, sino a alcanzar a los que se sentían lejos de Dios, sanar sus heridas, contarles historias de pastores que buscan y de hijos que vuelven a casa. Estaba entre ellos para querer a cada uno tal como era y a ponerse a su lado para llevarle más allá de donde estaba, hacia esa vida buena y abundante de la que afirmaba poseer el secreto.
Por eso se compadeció de la situación de aquella mujer encorvada y la enderezó (Lc 13,10-17); por eso sintió el clamor de vergüenza de la mujer del flujo de sangre y su respuesta fue hacer fluir hacia ella la fuerza sanadora que había recibido del Padre (Mc 6,21-34); por eso supo ver en la sirofenicia una oveja perdida más allá de la casa de Israel y curó a su hija (Mt 15, 21-28); por eso se dejó atraer por la llamada silenciosa del hombrecillo que le observaba oculto detrás de las ramas de una higuera y le pidió hospedarse su casa (Lc 19,1-10).
Había elegido estar entre sus hermanos como uno de tantos, sirviendo en los lugares de abajo, allí donde estaba la gente más hundida por sentencias que los aplastaban: “está leproso”, “es una pecadora”, “es ciego de nacimiento”, “está muerta”, “ya huele mal”… Él hacía saltar por los aires aquellos yugos y los levantaba hacia la vida con la autoridad de su palabra: «queda limpio», «vete en paz», «recobra la vista», «está dormida», «¡sal fuera! ».
Realizó en medio de ellos los signos de su presencia de go’el y dominó el arte de acoger, amparar y ofrecer asilo entre sus brazos a las vidas heridas y a los cuerpos maltrechos de tantos hombres y mujeres: apiñados en torno a él, le escucharon proclamarlos «dichosos”, probaron el mejor de los vinos en una boda de pueblo, se sentaron en la hierba y comieron pan y peces hasta saciarse.
La noche en que iba a ser entregado, se quitó el manto, y con él toda pretensión de poder o de dominio. Se ciñó la toalla y, de rodillas, como el último de todos, fue lavando los pies de sus discípulos. Era esa su manera de disponerse a recibir el Nombre sobre todo nombre.
«Tomad, esto es mi cuerpo» (Mc 14,22)
Una vez contó la historia de un hombre que, para guardar su cosecha, derribó sus graneros y construyó otros mayores (Lc 12,18). Era una conducta incomprensible para él, que no sabía nada sobre acumular, guardar o retener y que tenía costumbres pródigas: dar, perder, dejar, vender, derramar, partir, entregar. Había nacido a la intemperie para que ninguna barrera le separara de nosotros y para hacer desaparecer cualquier miedo al tocar la carne frágil de un niño; murió fuera de los muros de la ciudad, sin protección ni defensas, porque nada hay tan vulnerable como el costado de un hombre crucificado. Sobre su cruz pusieron un titular malintencionado y equívoco que le arrebataba la verdad de su nombre y le imponía una identidad que nunca pretendió: ser «Rey de los judíos» (Jn 19,19).
Como si fueran dos páginas distantes del Evangelio pero que al doblarlas coinciden, la escena final de la vida de Jesús coincide con la de su nacimiento: en Belén lo contemplamos en un establo, un lugar abierto, sin puertas, cerrojos o alambradas. En el Calvario echan a suertes su túnica y vuelve a estar tan desnudo como en el pesebre. No era un extraño final para alguien que, a lo largo de toda su vida, había formado parte del colectivo de los que carecen de estrategias para proteger lo suyo: desde que salió de Nazaret, no supo ya lo que era disponer de casa propia ni de un lugar donde reclinar la cabeza. Pescaba, dormía y cruzaba el lago en una barca de amigos; comía y bebía donde le invitaban y, cuando fue él quien dio de comer a la gente, solo pudo ofrecerles como asiento la hierba de un descampado. Pidió prestados el borrico sobre el que entró en Jerusalén y la sala en la que se despidió con una cena de los que llamaba suyos, porque él sólo usaba los posesivos para decir «mi Padre» y «mis hermanos».
«Lo crucificaron y se repartieron su ropa, echando a suertes lo que le tocaba a cada uno» (Mc 15,24). La expresión griega es escueta: tís tí are, «quién cogía qué» sería su traducción elemental; o esta otra: “que cada cual coja lo que quiera”. Una trampa compleja y sombría, tejida con ocultos intereses, había caído sobre él atrapándolo como a un pájaro en la red de un cazador, pero él escapaba desnudo y su libertad despojada se convertía en la palabra definitiva de Dios al mundo. Ya no le quedaba nada, salvo su amor hasta el extremo y la túnica que ahora echaban a suertes. Le habían escuchado decir: «Mi vida es para vosotros: tomad, comed…» Ahora esas palabras cobraban un nuevo sentido: cada uno podía tomar de él lo que quisiera.
Y seguir haciendo lo mismo en memoria suya.
Dolores Aleixandre
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