Desierto, espacio interior
“Para la libertad nos ha liberado Cristo. Manteneos, pues, firmes, y no dejéis que os sometan al yugo de la esclavitud” (Gálatas 5,1)
Carmen Herrero Martínez
Fraternidad Monástica de Jerusalén,
Estrasburgo (Francia).
ECLESALIA, 17/10/22.- Con los lectores de Eclesalia, quiero compartir esta reflexión sobre el desierto y silencio en nuestro propio interior, en medio del mundo en el que nos toca vivir. El desierto y el silencio van unidos. En el sentido espiritual no hay desierto sin silencio ni silencio sin desierto, ambos nos conducen al encuentro con nosotros mismos y con el Creador; esta es la finalidad que pretendemos al retirarnos al desierto interior.
Todos sabemos que el desierto es un lugar geográfico, al que no es fácil retirarse. Sin embargo, siempre podemos retirarnos al desierto de nuestro propio corazón y allí vivir la espiritualidad del desierto. A este desierto del corazón y de la mente queremos retirarnos con esta reflexión.
El desierto simboliza la belleza, imaginamos el amanecer, una puesta de sol y una clara luna; el silencio, la calma, la soledad que invitan a la interioridad, a la relación consigo mismo y con Aquel que se hace Presencia cuando todo se acalla. El desierto también simboliza la austeridad, la ascesis, el ayuno, la sed, el cansancio, la pobreza y el desprendimiento. Valores humanos y espirituales que construyen a la persona, adquiriendo poco a poco una espiritualidad, una manera de ser y de pensar.
En nuestros días, tan envueltos en el ruido, en tanta palabra vacía, junto a imágenes tan agresivas, banales y carentes de sentido, en una sociedad enloquecida que no sabe muy bien a dónde va, urge retirarse al desierto para encontrarse consigo mismo y “construirse” como persona; porque la dispersión nos acecha por todas partes y nos hiere en nuestro más profundo centro, distrayéndonos de lo esencial. En nuestra sociedad, todo tiende a divertirnos y sacarnos de nuestro propio centro, de nuestra interioridad, robándonos nuestra libertad. Si queremos ser personas libres, equilibradas, reflexivas y orantes, hemos de “purificarnos” de tantas “toxinas” negativas como se van acumulando en nuestro propio cerebro, influenciándonos en nuestra manera de ser y de vivir. Vivir la espiritualidad del desierto ayuda a purificar nuestro interior, más todavía, a evitar que entren en nosotros banalidades. El silencio, la soledad y la oración son como un contrafuerte que hace barrera a toda influencia nociva de un mundo materializado sin profundidad ni alma.
Por todos los medios hemos de evitar que ni en nuestra mente ni en el corazón entre aquello que “contamina” y “oscurece” nuestra mente y nuestra conciencia. Porque hoy día con el relativismo, todo es bueno, todo da igual. No permitamos que esa “perla”, límpida y diáfana que todos llevamos dentro, se mancille y contamine con tanta basura como este mundo intenta vendernos como un buen producto, para nuestro propio bienestar y desarrollo personal. Si vivimos en la superficie de lo que en realidad somos, lo mejor de nosotros mismos se queda en el fondo de nuestro ser, adormecido, sin darle la oportunidad de que se desarrolle y llegue a ser lo que en realidad es: creatura creada para vivir en relación con su Creador y en armonía consigo misma y con sus hermanos en humanidad. Y todo esto, desde la plena libertad, sin influencias ni ataduras exteriores. En general, vivimos bastante distraídos, sin profundizar en el verdadero sentido de nuestra existencia y en lo que realmente somos y valemos. Vivimos en los arrabales de nuestra existencia. De aquí nacen muchas de las enfermedades modernas: de la ruptura que se da entre lo que vivimos y lo que estamos llamados a vivir.
A quienes intentamos y queremos ir por el camino de la libertad, la interioridad y la armonía interior, el desierto nos ayudará a tomar conciencia de nuestra fragilidad y también de nuestra grandeza: “Somos creados a imagen de Dios” (Gn 1,26). Venimos de la naturaleza divina. El desierto nos ayuda a ser conscientes de lo que realmente somos: Templos de Dios. La Trinidad habita en nosotros. Dios uno y trino se ha encarnado en nosotros. Pablo dirá: “No sabéis que sois templos del Dios” (1 Cor 6,19). De aquí que el verdadero desierto lo hemos de crear y vivir dentro de nosotros mismos; porque el desierto no es solamente un lugar geográfico, que sin duda puede ayudarnos y tiene un gran atractivo, sino la presencia de Dios que me habita y quiere entablar un diálogo de amor conmigo. “La conduciré al desierto y le hablaré al corazón” (Is. 2,14). El verdadero desierto es descubrir y vivir la presencia del Dios invisible y saberme tiernamente amado/a. El desierto no es tanto un lugar, como la disposición y vivencia interior en medio de la baraúnda que nos toca vivir. El desierto no es la ausencia de los hombres ni del ruido, sino la presencia Divina. Pues, puedo estar en el desierto geográfico más perfecto llevando sobre mí el mundo de los deseos, recuerdos y frustraciones, y vivir totalmente de espaldas a Dios. Al contrario, puedo vivir en medio de las multitudes y del ruido y vivir en presencia de Dios y armonía conmigo misma. Pero para lograr este estado interior se necesita una fuerte ascesis y disciplina, para ir contra corriente de todo aquello que desgarra mi unidad interior y roba mi capacidad de pensar y de decidir en plena libertad. El verdadero sentido del desierto es vivir en su Presencia, bajo su mirada amorosa y transformadora. “El mirar de Dios es amor”. Dirá Juan de la Cruz. Mi verdadero desierto es la purificación de todo, para ser capaz de percibir la mirada amorosa de Dios que eternamente tiene sobre mí, la cual me va recreando a su imagen y semejanza. El desierto es tomar conciencia de la transformación que el Espíritu Santo realiza en mi interior haciéndome una nueva creatura.
Si así vivimos el desierto, en medio de nuestra vida cotidiana, todo aquello que me dispersa de mí mismo y de Dios lo iré dejando, como puede ser: el estar apegados todo el día al móvil, respondiendo y enviando mensajes; conversaciones vanas; imágenes y lecturas superficiales; programas de televisión que no me aportan nada y me roban el tiempo. Vivir el desierto en el corazón de las ciudades, en la vida diaria exige disciplina, voluntad y discernimiento para elegir y optar por todo aquello que realmente me lleva a vivir en armonía, en paz y serenidad conmigo mismo, en compañía de Dios y en comunión con mis hermanos y hermanas en humanidad. Este es el verdadero sentido espiritual y místico del desierto. Decía el papa Francisco que la Cuaresma es tiempo de crecer en la amistad con Jesús. Esta es la finalidad del desierto: “Vivir y crecer en esta amistad con Aquel que sabemos nos ama”, por decirlo con palabras de Santa Teresa. Jesús cuando se retira al desierto no es tanto para estar solo como para estar en compañía con su Padre. “Por la mañana, antes de que amaneciera, Jesús se levantó, salió y fue a un lugar desierto; allí estuvo orando” (Mc 1,35). El desierto no es vivir la tranquilidad y el bienestar personal, sino vivir en compañía, en relación amorosa, en un movimiento de acogida y entrega a la acción del Espíritu Santo en mí vida.
El discernimiento, en nuestras elecciones cotidianas, se impone más que nunca; dado el abanico tan enorme que tenemos de dispersión con las nuevas tecnologías. El desierto nos enseña a amarnos a nosotros mismos, a elegir todo aquello que me construye como persona adulta y libre, sin alienaciones ni influencias ajenas, y a despegarme de todo aquello que me va destruyendo. ¡Esto es muy importante! Viviéndolo así el desierto no da miedo, al contrario, es atrayente, todavía más, es una necesidad vital tras la cual se corre. En el desierto no hay caminos trazados, el camino lo has de hacer tú.
En la vida también hay desiertos no elegidos y hemos de darles vida, aprendiendo a vivirlos desde una dimensión teologal. Pensemos en el desierto de la enfermedad, de la muerte de un ser querido, de la vejez, de la precariedad extrema, de los refugiados y perseguidos, de la violencia que se da en la sociedad y de tanta soledad no elegida. Tantas familias rotas… Estos son los desiertos de nuestras ciudades, los desiertos habitados, acompañados de una profunda tristeza y soledad. Tomemos conciencia de tantos desiertos en los que viven muchos de nuestros hermanos en humanidad y seamos solidarios desde la oración y compartiendo nuestros bienes y nuestro tiempo. Seamos hospitalarios, pues la ley de hospitalidad es una necesidad de la vida del desierto, que se convierte en virtud. Esta ley de hospitalidad la encontramos en el Antiguo Testamento: Abrahán acoge a tres hombres que pasan junto a su tienda en Mambré (Gén 18,1-8); Labán recibe con honores al servidor de Abrahán (Gén 24,28-32); Lot introduce en su casa a los ángeles (Gén 19,1-8). La norma sigue en vigor en tiempos posteriores, como demuestra el relato de Jueces 19,16-24.
Retirarse al desierto es hacer propia la historia de la humanidad, llevarla consigo, para presentarse al Señor en la oración, el dueño de la Historia, para que la purifique y la salve; pues en los desiertos del mundo Jesús es el único que puede saciar nuestra sed y sanar todas las heridas. “Jesús es la fuente de agua viva” (Jn 7,38) y sacia nuestra hambre: “Yo soy el pan de vida” (Jn 6, 51). Él es el médico: “Él mismo tomó nuestras enfermedades, y llevó nuestras dolencias” (Mt. 8,17). “Toda enfermedad y toda dolencia” (Mt. 4,23).
El desierto, como ya hemos dicho, es una realidad geográfica; pero espiritualmente es un estado de vida, una manera de ser, pensar y obrar. Para vivir la espiritualidad del desierto tengo que poner los medios necesarios, cada uno debe saber elegirlos. Fomentar tiempos de silencio, soledad, reflexión, oración, lectura de la Palabra de Dios, van creando en nosotros la espiritualidad del desierto acompañada de hospitalidad y de encuentro. Las personas que se mantiene en conexión con su propio centro y lo cultivan, son hospitalarias y transmisora de sabiduría.
SILENCIO
Desierto y silencio van unidos. “Vuestra fuerza está en el silencio” (Is 30,15). “Guarda silencio y yo te enseñaré sabiduría” (Job 33,33). Esto es lo que nos dice la Palabra de Dios. Sin embargo, el “sonido” del silencio, es algo que asusta a muchas personas, pues les da miedo, ya que les obliga a encontrarse con su yo más profundo, con la realidad de lo que son. La espiritualidad del desierto va unida a la práctica del silencio. El silencio es como el agua tranquila del estanque que al asomarnos refleja nuestra cara. Si no queremos reconocer nuestra identidad, nuestro verdadero rostro, nos apresuramos a remover las aguas para que nuestro rostro desaparezca. Pero removiendo las aguas nos perdemos en el ruido, en el ajetreo y en la falsedad de nuestra propia imagen.
Cuando vamos al desierto, hemos de ponernos en la presencia de Dios, tal como somos, sin miedo ni disimulos, para poder escuchar lo que el Señor nos dice al corazón. Lo primero que debemos hacer es silenciar, en la manera de lo posible, el ruido exterior, pero ante todo tenemos que acallar el ruido de nuestra mente con sus preocupaciones, dispersiones y pasiones; que son las que más ruido hacen dentro de nosotros mismos y las que más nos dispersan y quitan la paz. Si estos ruidos no se acallan, el silencio puede llegar a ser una tortura insoportable. De aquí nace la dificultad de vivir el silencio, el desierto; porque en el silencio escuchamos la barahúnda que nos habita y ella nos molesta y desestabiliza, porque no nos gusta nuestra propia imagen. Y ante ello preferimos vivir en el ruido que desdibuja y nos distrae de nuestra propia realidad. El silencio es imprescindible para encontrarse con uno mismo, con Dios y con los demás. El desierto es silencio interior. No se trata de un silencio alienante, sino de una actitud interior que me capacita para descubrir la verdad en mi vida, para poner orden en mi interior y ser receptiva a la acción del Espíritu Santo que me sana y unifica. El silencio me capacita para la escucha. Aquel que sabe guardar silencio adquiere sabiduría. Y la sabiduría le llevará a saber gobernar su vida desde la verdad, la rectitud y el bien obrar. Y desde esta sabiduría, crecerá y ayudará a crecer a otras personas en su integridad humana y espiritual.
Desierto y silencio son gemelos que te invitan y te dan la mano para alzar el vuelo: el vuelo del amor, el vuelo de la libertad y de la paz .
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