“El ascensor II: Descender”, por Gema Juan OCD
Leído en su blog Juntos Andemos:
«No sentí ningún viento impetuoso al descender el Espíritu Santo, sino más bien aquella brisa tenue cuyo susurro escuchó Elías en el monte Horeb».
Así explicaba Teresita lo que había sentido al recibir lo que ella llamaba el «sacramento de amor», la confirmación. Esa «brisa tenue» le llevará a descubrir, poco a poco, qué es el amor y a unirse al Espíritu que desciende.
Años después de esa experiencia, diría a sus hermanas, Inés y María, dos cosas: que solo «la confianza puede conducirnos al amor» y que es «propio del amor abajarse». Si fiarse es ascender, confiar también va a ser descender, dejándose llevar por el Espíritu.
Teresita ha entendido muy bien la doctrina de su querido Juan de la Cruz, que decía: «En este camino el bajar es subir, y el subir, bajar» y añadía que, para enseñar al alma, «suele Dios hacerla subir por esta escala para que baje, y hacerla bajar para que suba». Así se avanza por el camino del amor.
Juan de la Cruz no estaba haciendo un juego de palabras, sino poniendo de manifiesto algo que Teresita ha captado, y que pertenece al alma del evangelio: Jesús revela al Dios que invierte los términos, que busca a los últimos y para quien los pobres son bienaventurados.
Con frecuencia, en sus escritos, ella misma dice que se ha visto inspirada. Detrás de esas inspiraciones está el que ella llamaba «Espíritu de amor». Recordará las palabras de Jesús: «Nadie puede venir a mí, si no lo trae mi Padre que me ha enviado», y las de Pablo: «Sin ese Espíritu de amor, no podemos llamar “Padre” a nuestro Padre que está en el cielo».
Jesús había dicho que el Espíritu Santo animaría la fe de sus discípulos, los de la primera hora y los que vendrían después. El Espíritu «hará que recordéis… os lo explicará todo… os iluminará para que podáis entender la verdad completa». Esa parece ser la experiencia de Teresita, que recupera la esencia del evangelio y comprende qué es el amor.
Sus intuiciones son muy hondas. Hablará de confianza y amor, de desprendimiento, lucidez y generosidad. Hablará de cómo el Espíritu activa el modo de ser de Jesús, en quien se deja conducir. Pero ella misma decía: «Los pensamientos más hermosos no son nada sin las obras». Por eso, buscaba al Espíritu en lo cotidiano y vivía con Él, en las más pequeñas cosas.
De esta manera, habla con naturalidad de comunión y desprendimiento, a la vez. No como un esfuerzo o como resultado de heroísmos imposibles, sino como quien ve a los demás dignos de tener y compartir todo lo que parece propio, porque son hermanos e hijos de un mismo Padre.
Comprende que «las intuiciones de la inteligencia y del corazón» son riquezas, por eso, llega a decir cosas tan radicales como que: «Si alguna vez me ocurre pensar y decir algo que les gusta a mis hermanas, me parece completamente natural que se apropien de ello como de un bien suyo propio. Ese pensamiento pertenece al Espíritu Santo y no a mí».
Entendía, también, que está lejos del Espíritu rehuir al que pide, esquivar, en cualquier circunstancia, la necesidad ajena. Sobre todo, cuando esta no aparece con humildad. Con agudeza, explicaba cómo la propia soberbia no soporta la altivez ajena, mientras que renunciar a cualquier tipo de superioridad une al Espíritu de Jesús.
Es este Espíritu de amor el que le hace descubrir lo que llamaba «derechos imaginarios» que, por supuesto, no tocan ningún derecho humano fundamental sino lo que, tal vez, es menos humano: el egoísmo. Teresita ve, con lucidez, lo que desgasta el inútil afán de que a uno se le dé la importancia que cree merecer. Y cuánto ciega para ver lo que importan los demás.
Le gustaba rezar con una oración muy sencilla. Decía: «Atráeme». Con ella resumía sus deseos, sabía que esa atracción era ir hacia la comunión plena, y lo que quería «identificarse con el fuego… hasta parecer una sola cosa con él».
Lo hizo progresivamente, alentando con su vida la idea de que el camino es posible para todos. Muy pronto había sentido que entraba en ella la caridad, «la necesidad de olvidarme de mí misma para dar gusto a los demás», pero con el tiempo entendió que «cuanto más adelanta uno en este camino, más lejos se ve del final».
Tan lejos y tan cerca, podrá escribir que Dios es el lugar definitivo de todo, el auténtico punto de apoyo, «Él mismo, Él solo». Llegará a compenetrarse con el Espíritu y a descender con Él: «No me abalanzo al primer puesto, sino al último; en vez de adelantarme con el fariseo, repito llena de confianza la humilde oración del publicano».
Teresita comprende que «la única cosa necesaria» es unirse a Jesús y dejar actuar a su Espíritu. Decía: «Cuanto más unida estoy a Él, más amo a todas mis hermanas». Así pudo «penetrar en las profundidades misteriosas de la caridad» y vivir con «amorosa audacia», infundiendo esperanza.
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