“La conversión fundamental”, por Juan Zapatero
Una de las invitaciones frecuentes que la Iglesia repite con más insistencia a sus fieles, durante el tiempo de Cuaresma, es, sin ningún género de duda, la invitación a la conversión. De hecho las palabras que dirige el sacerdote o el representante de la comunidad a la persona que se acerca para que le imponga la ceniza, durante el Miércoles de dicho nombre, van claramente en esta dirección: “Conviértete y cree en el Evangelio“.
Si nos atenemos a lo que dice la RAE sobre “convertirse“, encontramos entre otras acepciones, la de “transformarse”, “hacer que alguien cambie o cambiar uno mismo”, “moverse de un sitio para trasladarse a otro”, etc.
Para comenzar, debo decir que mis recuerdos, siendo niño o recién estrenada la juventud, por ser el momento en que yo era más consciente, respecto a la Cuaresma, eran de que se trataba de un tiempo muy especial, un tiempo privilegiado de gracia, nos decían, que debíamos aprovechar para profundizar y ahondar en nuestra conversión. Cabe recordar, en este sentido, aquellas tandas de ejercicios espirituales, conferencias cuaresmales, etc., separadas en muchos casos por razón de edad y de sexo, durante el tiempo que duraba dicha práctica, en que se nos insistía y advertía de la necesidad de cambiar nuestras vidas. Un cambio centrado, sobre todo, en eliminar, más que estructuras y actitudes arraigadas a nivel personal, acciones concretas negativas o contrarias a la moralidad vigente en el momento (recuerdo aquellas subidas del tono de la voz, por parte de los predicadores, cuando sacaban a colación el tema de las blasfemias).
A ello iban dirigidas aquellas pláticas, prédicas y sermones encaminados a mover los sentimientos de la gente allí presente, con el fin de ayudarlos a que se reconocieran pecadores por haber transgredido las leyes morales y los preceptos prescritos por la Iglesia. Se recomendaba de manera encarecida a los asistentes, una vez acabados los días que duraban los ejercicios o en cualquier momento de la Cuaresma, a hacer una “buena” confesión que, si era general, mejor que mejor. Solían centrarse los predicadores en actitudes relacionadas con posibles prácticas viciadas de la vida, relacionadas casi siempre con los “mismos” o con el “mismo” mandamiento de la ley de Dios. Una vez recibida la absolución y rezadas las oraciones pertinentes, impuestas por el confesor como penitencia, se volvía a la vida diaria procurando evitar cometer los pecados confesados o, como mínimo, retardarlos el máximo tiempo posible.
Quienes contáis con algunos años, recordaréis aquel doble tipo de dolor de los pecados sobre el que nos hablaba el catecismo: el de contrición y el de atrición, necesarios en toda confesión. Al primero se le denominaba “perfecto” por el reconocimiento por parte del pecador de haber ofendido a Dios “por su bondad infinita”, según las propias palabras del catecismo. Al de atricción, en cambio, se le llamaba “imperfecto“, porque el motivo del dolor de los propios pecados no era otro que el miedo a las penas del infierno.
Dejando atrás semejantes distingos del catecismo de entonces, propios de la época y del tipo de moral del momento, pienso que tiene sentido seguir hablando hoy de la “conversión“, ahondando o, si se me permite, puliendo un tanto aquella idea de “contrición” de entonces.
Creo que se hace necesario, por lo que a la conversión se refiere, dejar un poco de lado el punto de la conversión “desde donde“, para centrarnos más en el de la conversión “hacia dónde”. Porque tengo muy claro personalmente que es desde lo segundo que la persona puede llegar a conseguir la “conversión fundamental”. Necesitamos dejar de dar el protagonismo a nuestras miserias y deficiencias, sin olvidarlas, claro, sólo faltaba!, para decidirnos de una vez por todas a poner todo nuestro empeño en apostar por el Dios que Jesús nos presenta en el Evangelio (de ahí el “Conviértete y cree en el Evangelio). Que no es otro que el Dios (Abba) que ama y perdona sin condiciones y, por ello, salía cada tarde, y continúa saliendo también hoy cada día, a ver si retorna el hijo que se ha apartado de Él.
Creo que sigue siendo esta la asignatura pendiente para los creyentes en general y para los cristianos, ¿católicos?, en particular. Porque, mientras no se produzca en nosotros este cambio radical y profundo (metanoia), continuaremos por los derroteros de “negar las bendiciones…”, por parte de unos y de que “dichas bendiciones no duren más de quince segundos”, por parte de otros (perdóneseme, por favor, la alusión a tan triste episodio).
No he querido hablar una vez más de la conversión, a secas, aprovechando el tiempo litúrgico en que estamos. He pretendido, sencillamente, hacer hincapié en que sólo desde “la conversión fundamental”, que no es otra que la vuelta al Dios del amor y la bondad, nuestras deficiencias y miserias dejarán de tener el protagonismo, para otorgárselo al Dios del amor y la misericordia; anticipándonos, en todo caso, a aquel “Oh feliz culpa…”, de la Vigilia Pascual.
Juan Zapatero Ballesteros
Fuente Fe Adulta
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