Toda persona escucha una voz misteriosa en su interior, que lo impulsa a amar al prójimo por encima de todo
Desde el Concilio Vaticano II, la fiesta de Cristo Rey se sitúa en un nuevo contexto social dentro de las perspectivas litúrgicas del Viernes Santo, “ser testigo de la verdad” (Jn 18,37). La realeza de Cristo, no se visibiliza en la Iglesia por su poder o su grandiosidad, en un anacronismo que el mismo Papa Francisco denuncia, sino por la justicia, el servicio y la caridad. No es casual, que las lecturas de hoy hablen de un pastor, del servicio, del servidor de los más débiles, no de privilegios ni de poderosos.
La antigüedad familiarizada con la cultura pastoril acuñó la imagen del pastor, para referirse a los guías de los pueblos. Hoy podríamos utilizar una imagen sacada del mundo en que nos movemos… que, en definitiva, viene a significar lo mismo: frente a los pastores que explotan el rebaño o lo conducen al abismo, frente a los poderosos ávidos de poder, ambición, carentes de ética y conciencia moral para resolver los problemas de los ciudadanos y de la sociedad, Dios reúne a los dispersos, a los descartados… y les conduce a la fuente de la vida. El profeta Ezequiel (34,11-12. 16) anuncia la salvación de Dios al pueblo destruido. “Así seguiré yo el rastro de mis ovejas… las libraré sacándolas de los lugares donde se desperdigaron el día de los nubarrones y de la oscuridad… vendaré a las heridas, curaré a las enfermas”. Jesús actualizó esa imagen (Jn 10,1ss). El ejercicio del profetismo en el mundo que nos toca vivir es tarea esencial cristiana. Anuncio y denuncia.
Podríamos pensar que los cristianos tenemos la exclusiva de la salvación pero no así los demás. Ni unos ni otros somos conscientes de que al luchar a favor de los pobres, de los oprimidos, de los presos, luchamos a favor de Cristo. Y es que toda persona escucha una voz misteriosa en su interior, que lo impulsa a amar al prójimo por encima de todo. Aquellos que, por razones insondables, no han sabido reconocer o discernir explícitamente a Dios, son también creyentes… “ateos”, “escépticos”. No es ni siquiera una actitud religiosa, sino una actitud vital en relación con los más vulnerables.
Jesús habla muchas veces del Reino de Dios pero no reivindica para sí ningún reino, ni dice expresamente qué es, o en qué consiste esa “soberanía de Dios”. Lo único que dice es: “está cerca”, “está aquí”, “está dentro de vosotros” (Lc 17,20-22). Si estamos despiertos, atentos a las palabras y acciones de Jesús, podremos descubrir la clave para entender lo que significa y exige el Reino de Dios, y lo más importante, cómo hemos de vivir para entrar y construir el Reino.
El modo como Jesús anunció el Reino, así como el modelo del Reino que concibió, quién puede entrar en el Reino de Dios y quién no, provocó dos efectos simultáneos, entusiasmo por parte del pueblo y un rechazo brutal de los grupos dirigentes (fariseos, escribas, sumos sacerdotes, poder romano…) [1]
Entender la dinámica del Reino de Dios, podría compararse con las modernas Constituciones, en las que se recogen los principios que rigen la vida de los ciudadanos, el funcionamiento de los distintos poderes: el legislativo, encargado de elaborar las leyes, el ejecutivo que tiene como obligación hacer efectivas las leyes, que se cumplan, y el judicial, encargado de juzgar y decidir sobre las infracciones a las leyes o si las leyes se ajustan a lo que la Constitución determina.
El evangelio de Mateo (Mt 5, 2-12) explicita con claridad las leyes del Reino:
· Dichosos los pobres, porque vuestro es el Reino de los Cielos.
· Dichosos los que estáis tristes, porque Dios os consolará.
· Dichosos los humildes, porque heredaréis la tierra.
· Dichosos los que tenéis hambre y sed de hacer la voluntad de Dios, porque Dios os saciará.
· Dichosos los misericordiosos, porque Dios será misericordioso con vosotros.
· Dichosos los que tenéis el corazón limpio, porque veréis a Dios.
· Dichosos los que construís la paz, porque seréis llamados hijos de Dios.
· Dichosos si os persiguen por hacer la voluntad de Dios, porque vuestro es el Reino.
· Dichosos si os insultan, piensan mal de vosotros, digan contra vosotros calumnias por mi causa. Alegraos porque vuestra recompensa será grande en los cielos, pues así persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.
El poder ejecutivo nos dice cómo deben ser los gobernantes (Mc 10,42-45), y ¿cómo deben gobernar? (Jn 13,12-15)
– Jesús los llamó y les dijo: “Sabéis que los que figuran como jefes de las naciones las gobiernan tiránicamente y que sus magnates las oprimen. No ha de ser así entre vosotros. El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea esclavo de todos. Pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su propia vida por todos”.
– Después de lavarles los pies, se puso de nuevo el manto, volvió a sentarse a la mesa y dijo a sus discípulos: “¿Comprendéis lo que acabo de hacer? Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y tenéis razón, porque efectivamente lo soy. Pues bien, si yo, que soy el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, vosotros debéis hacer lo mismo unos con otros. Os he dado ejemplo, para que hagáis lo que yo he hecho con vosotros”.
En cuanto al poder judicial: Mateo lo describe con rotundidad en el evangelio de hoy (Mt 25, 31-46). El criterio para juzgar es la actitud de amor o indiferencia ante los necesitados, los sencillos, los disminuidos por cualquier causa, las personas corrientes. Ellos se convierten así en la representación de Cristo como juez.
Las ovejas y los cabritos no se refieren a dos clases de personas, unas buenas y otras malas, sino a dos realidades dentro de cada persona. Se salvará, pues, lo bueno que hay en cada uno (amor) y se perderá lo malo de cada uno (indiferencia, mentira, ego, ambición…) Esto significa infierno; la pérdida definitiva de plenitud del ser.
Frente a la desesperanza, la mentira, la inequidad, la supremacía de unos sobre otros, apostemos por el coraje y la firmeza en tiempo de desolación. Hay muchas buenas personas que aman “la solidaridad entre los españoles, la igualdad ante la justicia, el bien común, y la unidad como un bien moral forjado en nuestra historia” [2]. Alcemos nuestra palabra con respeto, con verdad. No entremos al trapo de quienes provocan enfrentamientos y división. No seamos cómplices de los veletas. La nueva humanidad está por encima de toda esa inmundicia. “Que nada sea capaz de quitarte tu paz. Cuando te sientas apesadumbrado/a, triste, adora y confía…” (T. de Chardin)
¡Shalom!
Mª Luisa Paret
[1] Paz Garrido, Mujeres y Teología, Madrid.
[2] Santos Montoya, Obispo de Logroño.
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