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La fe radiante de Dietrich Bonhoeffer (y IV), por José Arregi

Viernes, 31 de mayo de 2024
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Dietrich Bonhoeffer

Dietrich Bonhoeffer

De su blog Umbrales de Luz:

R.M.B. : Nuestra labor como seres humanos, según Bonhoeffer, “no es un problema religioso: es vivir las alegrías y los sufrimientos tras las huellas de Jesús. Interiorizar, cuestionar nuestra conciencia moral, huir del individualismo y de la autosatisfacción que ofrecen las obras piadosas y la búsqueda de la salvación”. “Nuestra obra de hombres es la fe”. ¿Cómo debemos interpretar esta afirmación?

J.A.: Lo resumiría diciendo: para Bonhoeffer, el ser o el destino último, verdadero, del mundo y de la humanidad es vivir la vida y asumir el destino de Jesús, de “Cristo”. Pero también cabría decir a la inversa, aunque el pastor teólogo no propuso explícitamente esta formulación invertida: el ser y el destino de Jesús o del “Cristo” consistió en realizar y dar cumplimiento al ser y al destino del mundo, al ser y al destino del ser humano en el mundo. Ser “mundo” consiste en ser en relación, formar un único cuerpo armónico en devenir religado. Y ser “humano” consiste en ser hijo e hija, hermana y hermano, en hacerse prójimo, en recibir y darse, y en encontrar así la salud y la salvación, la bienaventuranza o la dicha de vivir. Cosmología, antropología, cristología, teología… no son realidades yuxtapuestas ni capas superpuestas; son una única Realidad con Alma. Y, de por sí, no tiene nada que ver con religión alguna: con credos, cultos, espacios y personajes “sagrados”, espíritus, dioses, cielos ni infiernos del más allá…, creaciones culturales humanas todas ellas, para bien y para mal

Observo de paso: para Bonhoeffer, la diferencia entre el Jesús histórico y el “Cristo de la fe” no tiene relevancia. Para muchos cristianos y teólogos de hoy, entre los que me cuento, “Cristo” es, independientemente de la literalidad de los dogmas cristológicos, el nombre tradicional cristiano de la plenitud humana liberada, es más, el nombre de la Creación liberada en la fraterno-sororidad universal de los vivientes y de todos los seres; en cuanto al hombre particular Jesús de Nazaret, es la  semilla y el anticipo, el testigo o mártir y profeta precursor, no único ni perfecto, de la plenitud crística, horizonte de nuestra vida.

Pues bien, ser “Cristo” significa para Bonhoeffer (y para mí) “ser para los demás”, o diríamos, mejor, ser inseparablemente desde, por, con y para los demás, todos los seres. Y conlleva darse hasta morir. Y en eso mismo consiste en última instancia ser persona humana, o bonobo, petirrojo, gusano, agapanto, agua, bosón, estrella, galaxia o agujero negro… Ser desde, con y para y darse hasta morir: eso es lo que hizo Jesús, aunque no fuera perfecto. Se dio y fue crucificado. Pero morir por darse es vivir, es resucitar a una vida que no muere, a la Vida que late en todo cuanto es, desde la partícula a las galaxias (o incluso universos) sin fin. Como Jesús. Como todos los vivientes, como todos los seres que forman un único cuerpo cósmico: el mundo.

El “trabajo” o la “misión” del cristiano es vivir las alegrías y los sufrimientos de la vida humana en el mundo con Jesús, como Jesús. Pero también a la inversa: el “trabajo” o la “misión” del Jesús particular o del “Cristo universal” es gozarse de las alegrías humanas y cargar con sus tareas u dolores, vivir cargado con el peso del mundo y animado por la “materia” que es en el fondo pura energía, que no sabemos qué es ni de dónde viene, pero de la que emergen constantemente nuevas formas de ser y de vida. En eso consiste la “mundanidad” o la “intramundanidad” de Dios.

Nuestra tarea cristiana es una y doble, dice Bonhoeffer: “orar y hacer justicia”, y ambas tareas son “mundanas”. No son dos tareas ni actividades paralelas y consecutivas. Orar no es dirigir oraciones a una divinidad para que nos ayude, ni es refugiarse dentro de sí. Orar es respirar y ser a fondo, expresar y desplegar a fondo nuestro ser, encontrarse a fondo consigo y con todo, con y en el Corazón del todo, con y en la justicia y la paz de todo. Hacer justicia no es mera acción, es obrar y vivir encarnando arriesgada y libremente, solidaria y gozosamente, nuestro ser profundo y verdadero, la inspiración profunda de nuestra fuente interior. En eso consiste el “cristianismo arreligioso”.

Nuestro “trabajo humano es la Fe”, pero la fe no tiene que ver con creencias, sean religiosas u otras. Es la confianza en esa inspiración que emana de lo más hondo del mundo, que permite vivir a fondo –en un marco religioso o no religioso, pero más allá de todo marco– nuestras tareas y fiestas, éxitos y fracasos, alegrías y sinsabores, certezas y perplejidades, y “arrojados en los brazos de Dios” con “Dios” o sin “Dios”.

R.M.B. : Jesús será “el último” y “sus palabras no pasarán”. Nos queda por vivir lo “penúltimo”, y podemos comprobar lo difícil que es hoy ese tiempo, y lo probable que es que siga siéndolo.

“No olvidar nunca que somos terrenales, y que la muerte y la resurrección están ya presentes en nosotros”, como testimonió Bonhoeffer hasta su último aliento.

J.A.: “Último” y “penúltimo”… Son categorías que valen para situar los objetos o los sucesos, o a nosotros mismos, en las coordenadas espacio-temporales del mundo: la penúltima casa de la calle, el último día del mes… Si estas coordenadas no son aplicables ni siquiera a la realidad infra-atómica, a las partículas atómicas, ¡cuánto menos a eso que constituye nuestro ser profundo, que es uno con el ser profundo de todos los seres! Lo último se vive y se juega en lo penúltimo, en el espacio y el tiempo de nuestra historia, en nuestra forma terrestre, pero no está delimitado por el espacio y el tiempo. Nuestro ser profundo es eterno.

Eterno en esto que llamamos tiempo y espacio, nuestro mundo visible. La eternidad no significa que dura sin fin, ni lo que comienza después del tiempo. La vida eterna es la vida en bondad feliz, la vida como gracia de recibirse y darse. La vida que no nace ni muere. La “vida divina” en todo, la vida verdaderamente humana o el aliento o el espíritu cósmico de la vida. Los cristianos la llamamos la vida crística, y la celebramos encarnada en la figura de Jesús, hombre particular y símbolo crístico universal a la vez.

Dar la vida en nuestra finitud abierta al infinito, en medio de nuestras miserias y grandezas, gozos y penas: en eso consiste la resurrección. Resucitamos en vida, como Jesús resucitó en su vida libre y dada, en su compasión sanadora, en su comensalía abierta, en su libertad solidaria. La vida es transformación incesante, en cada latido y respiración. Cuando cesan los latidos y la respiración, se culmina la transformación incesante en que consiste la vida en su forma terrestre, y se abre a la gran transformación: el aliento se hace uno con el Aliento, la vida con la Vida. La llamamos muerte, pero es la pascua, el paso final de esta forma que somos hacia la Plenitud sin forma en todas las formas, en un proceso que se extiende de lo que llamamos materia-energía a lo que llamamos vida en todas las formas de vida. Un proceso que es a la vez terrestre y cósmico, y en su fondo transciende las medidas estrechas del espacio y del tiempo. Cada día es el principio de la creación y el fin del mundo regido por el poder injusto. Materia sintiente, viviente, amante, caminamos en la gran comunión cósmica hacia el Amor, hacia la plenitud de la Vida más allá de los límites de nuestro amor herido, de nuestra vida limitada.

Un testigo de los últimos momentos de Dietrich Bonhoeffer cuenta que sus últimas palabras, en el patio del campo de concentración de Flossenbürg, mientras se dirigía desnudo a la horca a sus 39 años, fueron: “Este es el fin; para mí, es el principio de la vida”.

R.M.B. : La última palabra para el teólogo …

Nadie, ni Dietrich Bonhoeffer, tiene la última palabra, aunque a todos nos llega un momento en que dejamos de ser dueños de nuestro aliento y cesa nuestra voz, que sigue sonando en todas las voces. El último aliento que el profeta mártir entregó prematuramente inspira nuevas palabras que prolonguen la profecía de su martirio.

¡Qué poco duró la voz de Dietrich! ¡Ojalá hubiera prolongado su vida y hubiera podido seguir desarrollando su discurso teológico durante las décadas de los 40 a los 90 del siglo XX, cuando Europa en masa emprendió el camino de la superación de una espiritualidad y de un cristianismo anclado en unas categorías religiosas ininteligibles e inservibles! Un camino que el resto de los continentes también recorrerán más pronto que tarde. En mayo de 1944 escribió: “Las palabras antiguas han de marchitarse y enmudecer”. A él lo enmudecieron, pero el eco de sus palabras y de su silencio continúa resonando. Y a nosotros y a los que nos sigan –si hay quien nos siga– nos toca prolongar su testimonio martirial, su oración y su labor por la justicia más allá de la palabra, pero también su palabra, su reflexión teológica. A nosotros nos toca arriesgar nuestra propia palabra siempre penúltima.

Llevamos muchas décadas de retraso después de las últimas palabras de Bonhoeffer que, a su vez, quiso recuperar siglos de retraso de la Iglesia que se dice seguidora de Jesús, apunto más allá de la religión y de la imagen teísta tradicional del Misterio último y fontal. Karl Barth, el teólogo referente más descollante e influyente de las Iglesias protestantes de los años 40 y 60, se sintió desconcertado por la teología del último Bonhoeffer, por su apelación a un “cristianismo arreligioso”, se pronunció contra él y contra unos pocos que se atrevieron a tomar su relevo (Harvey Cox, Vahanian, Robinson, Van Buren, Altizer, Hamilton, Tillich…). Las Iglesias, tanto las protestantes y anglicanas como la católica y la ortodoxa, se abrieron a ciertas reformas institucionales, pero siguieron aferradas a los significados tradicionales de los dogmas fundamentales.

Este camino ha fracasado ya o fracasará. La fidelidad a la Tierra, al Evangelio de Jesús y al testimonio de Bonhoeffer, exige una transformación más profunda que ninguna otra que se haya dado en la historia del cristianismo, salvo aquella transformación que llevó al movimiento de Jesús a convertirse en religión patriarcal, clerical e imperial. El Evangelio, la humanidad, la Tierra y el eco de las palabras del pastor teólogo exigen reinventar un “cristianismo arreligioso” en un mundo arreligioso: reinventar a Dios más allá del teísmo; redescubrir a Jesús como Cristo más allá del significado literal de los dogmas; reaprender a leer toda la Biblia y su inspiración más allá de la letra; reimaginar una Iglesia más allá de todos sus pilares religiosos, patriarcales, clericales.

Tal vez sea ya demasiado tarde para emprender esa radical revisión teológica e institucional y para que las Iglesias, “orando y haciendo justicia”, sean realmente fermento de un mundo nuevo. Ya no poseen la masa social necesaria para ello. Pero, a corto y medio plazo, no veo otra alternativa para lo que vaya quedando de las comunidades cristianas: o intentarlo o resignarse a convertirse en gueto cultural y reliquia de museo. En cualquiera de los casos, el Aliento de la Vida seguirá animando el corazón de la Tierra, de la humanidad, del universo entero.

Rose-Marie Barandiaran – José Arregi

Toulouse – Aizarna, 2022

(Publicado en GOLIAS Magazine 211, julio-agosto 2023, pp. 29-34)

 

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La fe radiante de Dietrich Bonhoeffer (III), por José Arregi.

Viernes, 24 de mayo de 2024
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Dietrich Bonhoeffer

Dietrich Bonhoeffer

Dietrich Bonhoeffer

De su blog Umbrales de Luz:

Rose-Marie Barandiaran: ¿No es gracias a la retirada de Dios” que el hombre se deja alcanzar por él? ¿Por qué entonces le invocamos en nuestros dramas?

¿Por qué separamos lo profano de lo sagrado? Jesús no era un sacerdote. Era simplemente humano. Si nos tomamos en serio los sufrimientos de Dios, si velamos con Jesús en Getsemaní, ¿nos ayudará eso a ser y seguir siendo cristianos?

José Arregi: La metáfora del “retiro” o del “retraimiento” es muy evocadora. Pero no podemos entenderla ni en el sentido teísta (“Dios”, una vez creado el universo, se retira de él, y solo interviene ocasionalmente: milagros, revelación, encarnación…), ni en el sentido deísta (“Dios”, una vez creado, se retira del todo y se vuelve un “Dios ocioso”, pasivo, idea que se encuentra ya en Aristóteles y culmina en el deísmo ilustrado de Voltaire, Rousseau y Montesquieu). La metáfora del “retirarse” de Dios habría que interpretarla más bien en el sentido del tzintzum de la Cábala judía: la creación significa que el Infinito se retira o se “estrecha” como la madre que dentro de sí “hace sitio” a la criatura que crece dentro de ella. Esta idea la han desarrollado en nuestros días autores como, por ejemplo, el rabino Marc-Alain Ouaknin, el filósofo Hans Jonas (cuya madre desapareció en Auschwitz) y el teólogo Jürgen Moltmann. Es revelador que el término hebreo bará, utilizado por el relato del Génesis para decir “crear”, significa “separar”. Crear significa “separar”, en el sentido de hacer sitio… dar lugar. “Dios crea el mundo como el mar la playa: retirándose”, escribió el poeta Hölderlin.

Pero esta imagen del retraimiento divino fácilmente evoca todavía una imagen dualista, pues la madre y el niño, como el mar y la playa, son dos. Dios y mundo no son dos (ni uno formado de dos partes, ni “uno y lo mismo” en contraposición a dos). Dios es –no podemos utilizar sino unas pobres metáforas– el Corazón de todo lo que es, el Fondo, el Fuego, el Aliento que inspira, la creatividad que todo lo mueve y relaciona… No tiene, pues, sentido, “rezar” para que “Dios” acuda a socorrernos. Cuando nos volvemos al fondo de nosotros mismos y nos inclinamos compasivamente haciéndonos prójimos de la persona herida, entonces realizamos lo divino que somos, Dios se manifiesta y crece como lo mundano y humano más profundo, como la posibilidad mejor del mundo. Dios no es alguien que pueda acudir a socorrernos, sino nuestro fondo mejor, lo profundo y más real de nuestro ser, que podemos ir despertando. Así es como oraba, por los mismos años y en circunstancias similares a las del teólogo Bonhoeffer, una agnóstica mística, Etty Hillesum, 8 años más joven que él: “Tú no puedes  ayudarme, pero yo te ayudaré, Dios mío. Y será la forma de que tú me ayudes”.

RMB: Intento comprender: el Dios infinito (¡y plural!) se contrae para hacer sitio a la creación, hace el vacío, lo que me hace pensar en: “la tierra era tohu y bohu, una oscuridad sobre el abismo, pero el soplo de Elohim se cernía sobre la faz de las aguas”. Gen 1:2

Podríamos añadir: el movimiento de las olas se preparaba para acoger “la alteridad del mundo”. Cuando Dios se retiró, dejó tras de sí algunas emanaciones de su luz, que podrían ser elementos de misericordia a los que podríamos agarrarnos para construir un mundo mejor. El hombre no es intrínsecamente bueno, pero puede llegar a serlo, es una elección. Esta versión me parece más interesante que la del pecado original y da un nuevo sentido a la crucifixión de Jesús…

J.A.: La realidad, toda ella, es divina, en todo aquello que la realiza para el bien común. Jesús fue divino en su humanidad compasiva, solidaria, comprometida. Cuanto más humanos somos, más divinos (libres y buenos, buenos y felices, sanos y salvos) nos volvemos.

Por eso, el “sufrimiento de Dios” del que habla Bonhoeffer no podemos entenderlo como sufrimiento de un “Dios” distinto y extrínseco al mundo; sería volver incurriendo así en un burdo teísmo dualista. El “sufrimiento” de Dios es el sufrimiento del mundo en su centro o su corazón –hecho de poder y de paciencia, de esperanza activa, de acción movida por el aliento–, el sufrimiento del mundo en busca de su plena realización común.

Así es como entiendo la vida de Jesús, imagen y anticipo (no único ni perfecto) del Cristo cósmico en devenir en todos los seres. Esto nos lleva más allá del teísmo y del deísmo, pero también más allá del ateísmo positivista.

R.M.B.: Hubo un tiempo en que la Iglesia era todopoderosa en casi todos los ámbitos. Hoy, ¿qué haría falta para que el discurso de la Iglesia sonara a verdad?

Según Dietrich, “el poder va en contra de la conversión y la purificación”.

¿No hay otras formas de vivir con sabiduría y bondad?

J.A.: Bonhoeffer se preguntó siempre, y sobre todo en sus dos años de prisión, sus últimos años, acerca del lugar de la Iglesia en un mundo arreligioso, y acerca de la forma que debiera adoptar en este mundo. Es decir, sobre la forma de la Iglesia llegada a su “edad adulta”. Cuando llegue, afirma, “el rostro de la Iglesia habrá cambiado por completo”. Pero tampoco tuvo tiempo para concretar y sistematizar los rasgos de ese rostro adulto de la Iglesia. A pesar de ello, los criterios fundamentales para caminar hacia esa realización adulta son claros. Por ejemplo:

1) Que deje de considerarse “privilegiada en el plano religioso”, que “pertenezca plenamente al mundo”; 2) Que no se presente como mediación necesaria entre Dios y la sociedad, la humanidad; 3) Que cese de predicar la necesidad humana de Dios para así reafirmar la necesidad de sus servicios religiosos; 4) Que no busque su lugar allí donde fracasa la humanidad, sino “en medio de la aldea”, como Jesús, allí donde se juegan los gozos y los dramas, las fiestas y las luchas de la gente; 5) Que no ofrezca doctrinas, creencias y normas, y cuánto menos con pretensión de poseer el monopolio de la verdad y del bien; que, por el contrario, ofrezca una humilde palabra y testimonio sobre la Palabra de la reconciliación, de la misericordia, de la liberación, e infunda así inspiración y alma para vivir; 6) Que hable de Dios de otra forma, “mundanamente”; 7) Que no se ocupe de su propia autoconservación como institución, sino de su profunda transformación, y sobre todo de la profunda transformación del mundo; 8) Y la primera condición: que abandone el registro del poder, del dominio, de la superioridad; que, para ello, haga desaparecer en su organización interna todo vestigio clerical y jerárquico (que no faltan en las iglesias protestantes y anglicanas, aunque sean mucho más leves que en las Iglesias católica romana y ortodoxa).

Tales criterios de fondo plantean preguntas que el joven teólogo encarcelado y ejecutado no pudo abordar teórica ni prácticamente, por ejemplo: en un mundo sin religión y en un “cristianismo arreligioso”, para unos cristianos “arreligiosos” y “mundanos“, ¿qué podría significar, qué objetivo podría proponerse todavía, qué forma concreta podrían adoptar la comunidad eclesial, la parroquia, el templo, la predicación, la liturgia…? ¿Debería acaso desaparecer todo espacio comunitario para la oración y la reflexión, o todo espacio personal para la interioridad y la meditación inspiradas por la tradición cristiana de impronta “religiosa” y “teísta”? Son cuestiones vivas que se nos plantean todavía hoy, pues el cristiano es una persona social y toda comunidad viva, como todo viviente, necesita una forma. No son las cuestiones más importantes, pero no son desdeñables para muchas cristianas y cristianos en transición hacia una tierra desconocida para las religiones tradicionales.

R.M.B.: ¿De qué debe vivir la Iglesia para ser testigo auténtico del mensaje del que es depositaria? Dietrich llega incluso a decir que “la Iglesia es realmente Iglesia cuando ayuda a los no religiosos”. “Cristo puede ser el señor de los no religiosos!”

J.A.: Se me presentan preguntas y perplejidades similares a las que acabo de formular: ¿de qué y para qué debe vivir la Iglesia en un mundo mayor de edad, “arreligioso”?  Ni ella misma puede ya seguir creyendo en un “Dios tutor”, ni profesando creencias hoy absurdas, o practicando extraños ritos medievales o milenarios, ni secundando normas morales obsoletas (por ejemplo en el campo del género y de la orientación sexual, de la sexualidad en general, del origen y fin de la vida…). Nada de eso puede ofrecer si quiere ser sal, levadura, aliento para la inmensa mayoría de las mujeres y hombres de hoy alejados de esas creencias y prácticas religiosas. Dietrich Bonhoeffer escribió con razón que la religión (creencias, ritos, códigos) no es más que es un ropaje histórico, cultural, prescindible.

Las cristianas y los cristianos de hoy, a título individual y comunitario, deberán dejar toda letra que mata y vivir del espíritu, que es respiro, amplitud, vida. Vivir la gracia y la liberación del Evangelio de Jesús releído en nuestros lenguajes y paradigmas de hoy. Y de lo que viven ellas/ellos mismos deberán ofrecer a todos los demás – cristianos o no cristianos, religiosos o no religiosos, indistintamente –, y ello por pura responsabilidad y sin sentimiento alguno de superioridad sobre nadie. Recibiendo de los demás y ofreciendo a los demás espíritu, vida, aliento, inspiración para una transformación personal y política profunda. Está en juego la vida común de la humanidad y del planeta.

Para ello, la Iglesia puede y debe prescindir de todo lenguaje y de toda forma religiosa que hoy carezca de sentido, allí donde carezca de sentido. Pero, en principio, no hay por qué desdeñar ninguna fuente de inspiración, religiosa o laica –tampoco, por lo tanto, la fuente cristiana–, pues la inspiración profunda y el agua son las mismas. El Espíritu alienta en todos los seres. A uno puede inspirarle el gregoriano o Bach, a otro el jazz o Dalida.

¿Deberá la Iglesia despojarse de los evangelios, de sus “mitos” fundacionales (el Cristo sanador, la Cena pascual, la Cruz solidaria, la resurrección del Crucificado, el Pentecostés universal…), de todas sus escrituras, símbolos y ritos? No necesariamente. Bonhoeffer mismo, a pesar de toda su crítica de la religión y de su insistencia en el carácter “arreligioso” del mundo y del propio cristianismo, ni antes ni después de su arresto renunció a todas las formas y expresiones religiosas de su fe en el “Dios centro de la realidad” y en el “Cristo de los no religiosos”. De hecho, en el patíbulo, ante la horca, se arrodilló y rezó…

Dígase lo que se diga, Jesús fue religioso y teísta. Eso sí, enseñó a no poner por encima de la vida ningún ninguna “tradición humana” (Mc 7,8) (y todas las creencias, ritos y normas lo son). Lo único absoluto de Jesús fue la confianza profunda, la comensalía abierta, la compasión sanadora, la solidaridad liberadora, ser “para los demás”. Y así es también “señor de los no religiosos”: no significa de ningún modo que los no religiosos estén sometidos a su poder, sino que también por él pueden ser inspirados para una vida más bondadosa y bienaventurada.

(Continuará)

Rose-Marie Barandiaran – José Arregi

(Publicado en GOLIAS Magazine 211, julio-agosto 2023, pp. 26-28)

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La fe radiante de Dietrich Bonhoeffer (II), por José Arregi.

Viernes, 10 de mayo de 2024
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Dietrich Bonhoeffer Dietrich Bonhoeffer

De su blog Umbrales de Luz:

Rose-Marie-Barandiaran“Dios no está más allá de los límites de este mundo, sino en el centro del mundo en vida y bondad”. Para el pastor alemán, este centro es la Realidad misma, es decir, “Dios es el centro absoluto de la realidad”. ¿Te resuena esta idea, José?

José Arregi: Sí, es una de las expresiones de Bonhoeffer que me resultan más sugerentes. “Dios en el centro de la vida”, “en el centro del mundo”, “centro absoluto de la realidad”. Pero que Dios sea “centro” no significa que sea el punto central de algo más grande, ni el eje o el núcleo de la vida personal, de la historia humana o del universo entero. Ni que Dios sea el poder decisivo, o el factor determinante, o el valor supremo. Dios no es algo ni alguien que crea, actúa, habla, interviene, sirve para algo, necesario para explicar el origen del mundo o para garantizar la vida eterna.

Tal “Dios” sería, dice Bonhoeffer, un deus ex machina, como aquellas divinidades que sobre el escenario del teatro griego “salían de una máquina” e intervenían para resolver una situación embarazosa. Es lo que hacen las religiones o las personas religiosas, afirma el pastor teólogo en párrafos brillantes: recurren a “Dios” para solventar sus problemas, sus limitaciones, la ignorancia, el sufrimiento, la angustia, la culpa, la muerte… o la sequía. Postulamos la “hipótesis Dios”, llamamos “Dios” a lo que nos falta y que necesitamos, y lo sacamos de nuestra maquinaria mental-emocional para resolver nuestros problemas. Es un proceder “fraudulento” y “deshonesto”, denuncia Dietrich. Y una estrategia de corto alcance, advierte, porque el “Dios necesario” retrocede o muere en la misma medida en que avanza nuestro saber o poder.

No es que muera, es que no existe sino en cuanto constructo de la mente humana. “No hay un Dios que hay” (“einen Gott den es gibt gibt es nicht”) sentenció Bonhoeffer; no “hay Dios” como hay energía, átomos o animales; no hay un “Dios” que se pueda contar como algo o alguien, como Ente Superior de una suma de entes o el Ente Supremo necesario más allá de todos los entes. Nos lo sacamos de nuestra maquinaria cerebral y social como remedio engañoso en nuestra necesidad.

Ahora bien, Dios no es lo que nos falta, es SER y el poder ser de todo, el potencial abierto y emergente de bondad en la evolución del universo sin comienzo ni fin. No es “una realidad”, es lo Real absoluto de toda realidad, que es una e interrelacionada, y toda ella inseparablemente física, viviente, sintiente, inteligente, emocional, consciente…, de la que el ser humano no es ni centro ni culmen ni fin. Claro que la teología de Bonhoeffer era todavía ajena a esta visión ecológica integral; su visión del mundo y, por lo tanto, su ética y su teología son antropocéntricas, están profundamente centradas en el compromiso socio-político por la justicia y la liberación. Y así inspirará directamente la teología política de Metz y de Moltmann, y a través de éstos, indirectamente, la teología de la liberación. Ciertamente, no hay contradicción de principio entre la teología de la liberación política y la teología de la liberación ecológica. Pero Dios no es, insistiría Bonhoeffer, ni la razón ética ni la garantía de éxito de la acción liberadora política o ecológica: es su centro y su verdadera manifestación, su dinamismo y su realización profunda, su cruz y su gloria, independientemente de credos y religiones.

Dios no es, pues, “nada”, a saber, no es algo que forme parte de algo –energía, materia, organismos vivientes, seres conscientes…– ni la suma de todas las partes: es la bondad creadora que late en cuanto es, la comunión de todos los seres desde la partícula atómica todavía invisible hasta las galaxias en constante formación; es el latido profundo de todo; es el impulso originario que mueve la vida, el amor, y todas las luchas humanas por la paz en la justicia, y todos los dolores de parto de la naturaleza o del universo o multiverso emergente. Dios no es tampoco “nadie”, alguien junto a alguien: es el Tú profundo que se nos revela en el tú que somos cada uno para nosotros mismos, y en el tú que son para cada uno todos los seres (agua, árbol, pájaro, refugiada africana con un niño en brazos…); y es el Yo profundo que funda todo yo, todo organismo, cuerpo, forma y conciencia en sus innumerables grados y formas.

Por eso, tampoco “experimentamos” a Dios como experimentamos el sabor de una fruta, la presencia de una amiga, la pasión de un compromiso, el placer y la belleza de una música o del silencio de un bosque o de un atardecer. Solo experimentamos a Dios en nuestras experiencias humanas, mundanas. Cuando respiramos, respiramos a Dios; cuando contemplamos el campo, contemplamos a Dios; cuando gozamos de una comida, gozamos de Dios; cuando padecemos una ausencia padecemos la ausencia de Dios; cuando sufrimos por una causa perdida, sufrimos la pérdida de Dios, cuando vivimos la esperanza activa de la paz y de la justicia, vivimos la esperanza activa en Dios. O también podríamos decir: Dios mira, huele, saborea, goza, sufre y llora, confía y espera en nosotros, en todo… Es necesario aprender a mirar y sentir la realidad a fondo, venerar e invocar y confiar en el fondo de lo real. Así entiendo la afirmación de Bonhoeffer de que Dios es el centro absoluto (no relativo o parcial) de toda realidad, aunque bien me gustaría saber cómo recibiría él esta interpretación en la cárcel de Tegel o de Buchenwald. Y hoy, aquí.

R.M.B. : Vivimos de nuevo tiempos revueltos, difíciles para los más vulnerables, y el sufrimiento alcanza su punto culminante en una guerra que nos golpea de cerca. Nuestras oraciones y consagraciones no parecen surtir efecto. ¿Qué significa esto?

Si retomamos la imagen de que “el mundo descansa en la mano de Dios”, Dios, sin embargo, parece querer dejar al mundo su autonomía. Permanece “impotente y débil, clavado en la cruz”.¿Es así como nos ayuda a vivir como seres humanos? ¿Significa esto que nos corresponde a nosotros actuar?

J.A.: Vivimos sin duda, a nivel planetario, los tiempos más turbulentos de los 300.000 años de la especie humana Sapiens. Es verdad que nunca han sido tantas las posibilidades de Bien Común de la humanidad –otra cosa es el Bien Común de la comunidad de todos los vivientes, que no parece que haya ganado nada con la aparición de los humanos ni parece que vaya a mejorar su situación, debido al creciente impacto humano en el planeta entero–, pero nunca ha habido tanta guerra, explotación y diferencias, nunca tan pocos han poseído tanta riqueza a costa de la miseria de tantos. La guerra de Ucrania es hoy la más mediática, pero ni siquiera hoy es la más mortífera.

¿Y Dios? Cientos y cientos de millones de creyentes preguntan aún por qué “Dios” permite estas cosas, o siguen organizando vigilias de oración para que “Dios” nos asista. El deus ex machina sigue vivo en el imaginario de mucha gente. Las advertencias de Bonhoeffer a la gente religiosa siguen vigentes: su religión es un peligroso autoengaño personal, social, político. Es verdad que la inmensa mayoría –en unas dimensiones que nuestro autor nunca pudo ni siquiera sospechar– ya no cree en tal divinidad, simplemente porque su visión del mundo o su sentido común o su sabiduría más honda les dicen que esa creencia no solo es absurda, sino también potencialmente perniciosa.

El teólogo pastor les daría la razón en lo que niegan. Ese “Dios” que se hace presente y actúa cuando quiera para socorrer a los pobres humanos creados por él no existe. Pero no se limitó a negar al “Dios” que niegan los ateos. Y nunca renunció a seguir utilizando la palabra Dios (Gott, God) para anunciar a “otro” Dios en quien pudieran creer también los ateos (sin dejar de serlo, me atrevería a decir). Bonhoeffer es –junto con Tillich– uno de los teólogos cristianos pioneros de la crítica del teísmo entendido como creencia en un Theos Ente Supremo creador y omnipotente que interviene en el mundo cuando así lo decide. Nunca afirma explícitamente que se deba superar dicho teísmo, ¿pero qué otra cosa dice en el fondo cuando denuncia la imagen “religiosa” de Dios, el deus ex machina, y habla del “Dios impotente” o del “Dios que nos abandona” a nuestra propia autonomía y a nuestros propios recursos?

¿Qué puede significar que “Dios es impotente y débil”, o que “Dios sufre”? Algunos Santos Padres (como Orígenes, s. III) ya se preguntaron sobre el sufrimiento de Dios y grandes teólogos como Hans Urs von Balthasar y Moltmann han escrito sobre ello de manera profunda. Pero ¿qué significa que “solo un Dios que sufre puede ayudarnos” o que podemos “descansar en las manos de Dios” cuando Dios nos abandona a nuestra suerte? ¿Qué significa que “debemos vivir como si Dios no existiera”? ¿Qué significa su consigna más paradójica y sorprendente, a la vez que seguramente la más bella y sugerente: “Vivir ante Dios sin Dios”? Todo ello apunta a la superación del teísmo, del “Dios” omnipotente que habla y obra, hace y deshace en el mundo como quiere. ¿Cómo entender todas esas expresiones? No basta con decir, aunque lo diga sin cesar la Biblia, que Dios pone a prueba a sus fieles permitiendo que sufran o haciéndolos sufrir o haciéndoles experimentar el abandono y el silencio absoluto de Dios. Tampoco bastan todas las disquisiciones más sutiles (y estériles) para compaginar la libertad humana con la omnipotencia de un Dios, pues tales disquisiciones no resisten a esta simple pregunta: ¿Por qué no nos hizo libres e impecables como, según el dogma, hizo a Jesús e incluso a su madre María, nacida sin pecado original?

Es mucho más sencillo reconocer que ya no podemos creer en un “Dios” Ente Supremo omnipotente y extrínseco. Tampoco Bonhoeffer podía creer en ese “Dios”. Sin embargo, descansaba en las manos de Dios: en lo más hondo de sí y del mundo tan turbulento que le había llevado a aquella cárcel, y en la luz vacilante de los ojos de sus compañeros de prisión percibía una Presencia segura, el deseo, la aspiración y la inspiración que todo lo mueve, el poder de la bondad más fuerte que la muerte. No hay “Dios”, pero podemos vivir en Dios, es decir, podemos vivir en paz y perderlo todo o darlo todo en paz a pesar de todo, y subir los escalones del patíbulo, como Bonhoeffer los subió, desnudo, libre y en paz. El secreto es saber mirar, percibir, sentir, compadecer, fraternizar, vivir más a fondo.

Pero queda la pregunta: ¿llegó Bonhoeffer lo bastante lejos en su reflexión sobre Dios más allá del teísmo tradicional? ¿Encontró el lenguaje adecuado, más allá de sus atrevidas y sugerentes expresiones paradójicas? Sinceramente, creo que no, y de ningún modo se lo podemos reprochar. ¿Habría llevado más lejos su reflexión con un lenguaje más claro y coherente, de no haber sido colgado en la horca a los 39 años? Sin duda lo hubiera hecho, aunque ni él habría logrado ni nosotros ni nadie logrará nunca decir el Misterio Indecible con palabras inequívocas. Pero lo fundamental es vivir a fondo, y Bonhoeffer vivió a fondo, y así experimentó a Dios, ayudó a Dios –la bondad creadora, fuente de la realidad– a manifestarse, a crear, a crearse. Y así se halló a sí mismo, halló descanso.

(Continuará)

Rose-Marie Barandiaran – José Arregi

(Publicado en GOLIAS Magazine 211, julio-agosto 2023, pp. 22-26)>

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“Repensar el cristianismo”, por José Arregi.

Miércoles, 3 de abril de 2024
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IMG_3681De su blog Umbrales de Luz:

Tienes en tus manos un pequeño gran libro, profundo y sencillo, interesante y ágil, crítico y exquisitamente respetuoso, lleno de información y lucidez. Cada capítulo, tan breve como sustancioso, me parece magistral en su sencillez: claro, ágil, sobrio, bello.

Es un libro de plena actualidad, a pesar de lo que pudiera parecer por el tema del que trata: repensar el cristianismo. Repensar el cristianismo –sus formulaciones históricas, sus dogmas, ritos y cánones, todas sus instituciones, y también sus geniales y potencialmente inspiradoras intuiciones de fondo–, repensarlo desde nuestros grandes desafíos éticos, políticos, culturales, repensarlo todo, desde la A hasta la Z, de manera crítica, aconfesional y libre, me parece una tarea necesaria y fecunda para hoy. Es lo que se propone el autor, y lo hace excelentemente.

Si el propio término religión proviene –así lo enseñó el sabio y crítico Cicerón (s. I a.C.)– del latín relegere (releer críticamente, mirar y remirar a fondo, reinterpretar sin cesar), ¿no sugiere su propia etimología que el hecho religioso surge en el fondo de la contemplación profunda, desapegada y crítica de los signos –el misterio, la belleza, el drama– de la realidad en su conjunto? ¿Y si la “relectura” es su origen no habrá de ser su destino permanente? ¿La religión, para serlo en su sentido más profundo y verdadero, no habrá de acompañarse de una reinterpretación constante de toda creencia, fórmula y forma religiosa precedente? ¿No hicieron eso todas las figuras de sabiduría profunda, religiosas o no?

Así lo hicieron, en una época de hondas transformaciones culturales que K. Jaspers calificó como “tiempo eje” (entre los siglos VIII y III a.C.), Confucio y Laozi en China, Buda y Mahavira en la India, Zoroastro en Irán, los profetas de Israel, los grandes pensadores presocráticos de Grecia (Parménides, Pitágoras, Heráclito, Tales…). Así lo hizo Jesús, crítico de la religión legalista, profeta de la misericordia sanadora. Así lo han hecho desde entonces, a lo largo de estos 2000 años, las y los testigos mejores de su Buena Noticia liberadora. Al alto precio de ser declarados herejes e incluso quemados en la hoguera, fueron fieles al espíritu que animaba la tradición cristiana y lo liberaron de las formas rígidas del pasado para que pudiera inspirar el presente.

Es lo que el Espíritu o la espiritualidad reclama hoy de las religiones establecidas. Hoy más que nunca, pues nunca los grandes sistemas religiosos, desde su origen hace unos 7.000 años hasta hoy, han conocido una crisis tan radical y general como vemos: la cosmovisión (dualista, fixista, antropocéntrica), la antropología, las categorías lingüísticas, los fundamentos sociales y éticos, la concepción de la vida y de la muerte… que durante milenios les han servido de soporte ya no se sostienen. Los credos, códigos, rituales y organizaciones religiosas afrontan una crisis global, acelerada e irreversible. Y nadie “cree” lo que quiere, sino aquello que le resulta culturalmente creíble, razonablemente coherente. Si las religiones quieren ser fieles al aliento que las mueve, si quieren vivir y hacer vivir, habrán de estar dispuestas a despojarse de casi todas sus formas milenarias.

Lo que vale sobre las religiones en general vale en especial para el cristianismo. Tenía razón John Shelby Spong, obispo episcopaliano y teólogo, cuando –¡hace ya 24 años!– escribió ¿Por qué el cristianismo tiene que cambiar o morir? (1999), uno de sus grandes libros. Pienso, en efecto, que esa es la alternativa. El dejar de repensarse y transformarse a fondo equivaldrá a morir. Y el simple perdurar como gueto social y cultural, equivaldrá también a morir, a dejar extinguirse la llama que movió a Jesús, el alma que late en el extraordinario patrimonio –vida, acción, pensamiento, literatura– de sus 2000 años de historia, el espíritu inspirador que ha animado lo mejor de sus 20 siglos.

Hoy como siempre necesitamos aliento. Hoy más que nunca quizás. Vivimos una época de transformaciones más radicales y aceleradas y de desafíos más inquietantes que en ninguna otra época de la especie Homo Sapiens desde su origen hace 300.000 años. El equilibrio ecológico de la comunidad planetaria viviente, la convivencia justa y pacífica de la humanidad en su conjunto, la supervivencia del propio Homo Sapiens, todo está amenazado, todo está en juego. ¿Podrá todavía el cristianismo seguir alentando la vida?

Solo un nuevo cristianismo, místico y liberador, plural y dialogante, desclericalizado y desjerarquizado, transreligioso y siempre itinerante, podría infundir aún el Espíritu universal de la Vida que, según el bellísimo mito bíblico de la creación, “vibraba en las aguas” del Génesis, el Espíritu de la Vida que –antes y más allá de toda forma religiosa y de toda frontera entre creyentes y no creyentes– sigue vibrando en la Tierra y en el Universo sin fin. ¿Podrá todavía el cristianismo –el cristianismo de la Iglesia Católica romana en particular– transformarse y vivir para inspirar, en un marco religioso o no religioso, al mundo post-religioso y post-positivista en que vivimos? Seria cuestión que tiene poco que ver con hacer predicciones de futuro.

En cualquier caso, por este cristianismo transformado opta Pedro Miguel Ansó, sin confesionalismo de ningún tipo y sin renegar de sus raíces cristianas y de su profunda adhesión a la persona, al mensaje, a la utopía de Jesús que le siguen inspirando. Y debo decir que, tras haber dedicado mi vida a enseñar teología, cada página de este libro me ha resultado instructiva e interesante. ¡Gracias, Pedro Miguel!

José Arregi, Aizarna, 15 de mayo de 2023

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‘Por un cristianismo creíble’: Las reflexiones de un “creyente problemático” y “teólogo de alcantarilla”

Prólogo de Por un cristianismo creíble. Autor: Pedro Miguel Ansó Esarte (Ed. Tirant lo Blanc, 2024)

Fue presentado el día 21 de marzo de 2024, jueves, en la librería ELKAR de Donostia – San Sebastián (Fermín Calbeton Kalea, 21), a las 19:00.
Intervinieron el autor y José Arregi

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