Del blog de Xabier Pikaza:
Hoy (25.7.2015) se cumplen los 1690 años de la clausura del Concilio I de Nicea, de cuya doctrina he tratado de manera más extensa hace cuatro días (21.7.15). Vuelvo al tema porque resulta esencial en un tiempo en que la Iglesia vuelve a plantear la posibilidad y la forma de un nuevo Concilio fundamente, para recrear su identidad. Retomo para ello elementos de mi libro sobre la Trinidad.
Durante casi trescientos años, la iglesia había vivido en condiciones de marginación o clandestinidad, de manera que sus obispos no pudieron (ni necesitaron) celebrar concilios universales, pues la “reunión” del año 49 en Jerusalén (cf. Gal 2; Hch 15) había tenido otro sentido, lo mismo que los muchos sínodos parciales que se fueron celebrando en muchas zonas (como en Cartago: años 220, 251, 252 etc.).
Sólo tras la paz de Constantino (313 dC), y con ocasión de las disensiones sobre el carácter humano y divino de Jesús (arrianismo), fueron necesarios y posibles los concilios, que se celebraron con el apoyo de la autoridad imperial. El primero de ellos fue el de Nicea (bajo el emperador Constantino), el segundo el de Constantinopla (Bajo Teodosio).
Con esta ocasión quiero evocar aquí los siete primeros concilios de la iglesia universal, para fijarme después (tras una breve semblanza de Arrio) en el que hoy recordamos de un modo especial (Nicea 325) y evocar después el otro gran concilio, complementario al de Nicea, que fue (Constantinopla I, 381), para retomar de esa manera los principios de la historia y actualidad de la Iglesia.
Los siete primeros concilios, una iglesia conciliar
Tuvieron carácter imperial, pues fueron convocados por el “basileus” romano de oriente (Bizancio), aunque hayan sido ratificados y aceptados por el conjunto de las iglesias (a excepción de las monofisitas y nestorianas, no calcedonenses). Ellos siguen siendo base y fuente de unidad de las grandes iglesias (católica, ortodoxa, protestante):
1. Nicea: 325. Divinidad de Jesús. Convocado por Constantino, condenó la “herejía” de Arrio, definiendo la divinidad de Jesucristo. Sentó las bases del credo posterior de la Iglesia (símbolo niceno-constantinopolitano), y en su parte cristológica confiesa: «Creemos en un solo Dios Padre omnipotente… y en un solo Señor Jesucristo Hijo de Dios, nacido unigénito del Padre, es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no hecho, consustancial al Padre» (Den-H. 125).
2. Constantinopla I: 381. Divinidad del Espíritu Santo. Bajo presidencia de Teodosio, definió la divinidad del Espíritu Santo y puede considerarse una continuación de Nicea, cuyo credo acepta, añadiendo las palabras básicas: «Y en el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida, que procede el Padre…y que con el Padre y el Hijo es adorado…» (Denz-H. 150). Este credo ha fijado la confesión cristiana en categorías ontológicas (griegas), con los valores (y posibles riesgos) que ello implica.
3. Éfeso: 431. María, Madre de Dios. Convocado por el emperador Teodosio II, contra Nestorio, que parecía distinguir y dividir en Jesús lo humano y lo divino. Puso de relieve la unidad personal de Jesús, y presentó a María su Madre como theotokos, “Madre de Dios” (Denz-H. 25-273). Fue más discutido que los anteriores y su propuesta y chocó y sigue chocando con resistencias, pues no se formuló a través del diálogo entre las diversas partes, sino por imposición de una de ellas (el partido de Alejandría).
4. Calcedonia: 451. Humanidad y divinidad de Jesús. Convocado por el emperador Marciano, fue el último de los grandes concilios “dogmáticos” y fijó definitivamente (y de un modo especial para las iglesias ortodoxas de Roma y Bizancio) el dogma cristológico, distinguiendo las dos naturalezas de Jesús (Dios y hombre verdadero), poniendo de relieve su unidad personal. Su formulación puede parecer demasiado racional (lógica), de forma que debe completarse a partir de la experiencia de los evangelios. No lo aceptaron nestorianos y monofisitas.
5. Constantinopla II: 553. Humanidad de Jesús. Fue el concilio de Justiniano, y se desarrolló de un modo programático, para dictar la condena de “todas las herejías”. Reafirmó la doctrina de los concilios anteriores, fijando la teología trinitaria (distinguiendo y vinculando las “personas” de Dios) y la doctrina cristológica (divinidad y humanidad de Jesús). Condenó de nuevo el monofisismo o doctrina de los que suponen que la naturaleza humana de Jesús ha quedado absorbida en la divina y se opuso, de forma quizá apresurada, al pensamiento de Orígenes, al que acusa de helenismo.
6. Constantinopla III: 680-681. Contra monoteletas y monoenergetas (sólo hay una voluntad de Jesús, sólo una acción, que es la divina), defiende la voluntad y acción humana de Jesús. Convocado y presidido por Constantino IV, insiste en la integridad de Jesús, contra aquellos que le toman como teofanía superior, sin verdadera interioridad, sin autonomía y creatividad humana. De esa forma lleva a sus últimas consecuencias el dogma de Calcedonia condenando de manera radical el riesgo de un monofisismo, esto es, la visión de un Jesús Dios sin verdadera humanidad. Quizá debe añadirse que, a pesar de su “ortodoxia” teórica, parte de la Iglesia posterior ha sido y sigue siendo contraria a este concilio, pues no acaba de asumir y entender las implicaciones de la humanidad histórica de Jesús.
7. Nicea II: 787.Contra los iconoclastas. Convocado por la emperatriz Irene, rechazó la doctrina de aquellos que condenaban el culto a las imágenes de Jesús, de la Virgen y de los santos. En el fondo de esa actitud latía el riesgo de negar la humanidad de Jesús, para centrarse sólo en la absoluta trascendencia de Dios, sin encarnación (en una línea más concorde con el judaísmo y el Islam). Es el último de los concilios ecuménicos, admitidos por todas las iglesias, y ha sido esencial para la piedad de los cristianos orientales y occidentales (aunque algunos grupos protestantes han vuelto a rechazar el culto a las imágenes).
Éstos son los siete concilios de la iglesia universal, pues los posteriores serán propios de la Iglesia Occidental y estarán determinados básicamente por la autoridad del Papa. En estos siete primeros concilios, convocados y, en algún sentido, presididos por el emperador, las Iglesias se organizaron en línea de comunión de comunidades, dando la última palabra a los obispos, de manera que ellos pudieron definir por consenso la propia identidad cristiana en temas de fe y de convivencia creyente.
Esta constitución conciliar de la Iglesia se sigue manteniendo básicamente, al menos de forma ideal, hasta la actualidad (2015), aunque en línea católica el Papa se ha puesto de hecho por encima del Concilio. En esta línea convergen dos elementos fundamentales de la identidad y de la historia cristiana:
‒ Comunión eclesial, una experiencia compartida. Los concilios desarrollan el carácter colegiado de la autoridad (identidad) cristiana, tal como había aparecido en la reunión apostólica de Jerusalén (Hch 15; Gal 2). Según eso, las comunidades cristianas, representadas ya por sus obispos (o por otros delegados suyos), deciden por consenso los temas básicos de la iglesia, pues la fe en Dios resulta inseparable de la comunión humana.
‒ Episcopalidad. Por su parte, los concilios confirmaron de hecho la autoridad de los obispos, que aparecen como representantes de sus comunidades, de manera que ellos tienden a presentarse como los únicos que se reúnen y deciden los temas eclesiales, por consejo y sentencia común, partiendo de la experiencia original de las Escrituras (aunque bajo supervisión del emperador).
2. Arrio (256-336), la gran disputa sobre Dios y Cristo. Ocasión del primer concilio
En los siglos anteriores, los problemas básicos se habían resuelto por consenso indirecto, esto es, por convergencia práctica entre las iglesias principales (Antioquía, Alejandría, Éfeso, Roma…), de manera que antes (y después) de la paz (edicto de Milán, 313) las comunidades compartían una fe y se reconocían entre sí, superando los posibles riesgos de ruptura. Pero, de hecho, tras la paz, las cosas se volvieron diferentes, no sólo por los nuevos riesgos que surgieron, sino también, y sobre todo, por la situación de las iglesias, que aparecían dotadas de poder público.
El conflicto comenzó con Arrio (256-336), presbítero y teólogo de Alejandría, de origen probablemente libio, a quien se recuerda como promotor de un cisma (herejía) que dividió la iglesia en el siglo IV y V. La discusión comenzó en torno al 319 cuando Arrio acusó a su obispo Alejandro de seguir la doctrina de un tal Sabelio (que tendía a identificar al Hijo con el Padre). Condenado por su obispo Alejandro, Arrio buscó la protección y ayuda de otros obispos, iniciando una larga disputa que se extendió a casi todas las Iglesias de oriente.
Hasta aquel momento, los cristianos afirmaban sin gran dificultad que Jesús era Hijo de Dios, vinculado al Padre, pero sin precisar mejor sus relaciones. Pues bien, retomando y formulando de modo riguroso una visión latente en tiempos anteriores, y elaborando, de manera lógica, unos principios platónicos, Arrio forjó tres afirmaciones que marcaron desde entonces (por contraste) la forma en que la Iglesia entendió a Jesús:
‒ Arrio decía que Jesús es una creatura excelsa, Hijo de Dios, sido creado por el Padre, partiendo de la nada, de manera que no forma parte de su divinidad, es decir, de su ousia o sustancia, sino que posee una realidad inferior aunque muy excelsa (perteneciendo según eso al mundo y no a Dios), de manera que puede presentarse de hecho como intermediario entre el mundo y Dios. Esta tesis responde al “genio” del platonismo, que entiende la realidad como un proceso descendente, desde lo más alto a lo más bajo.
‒ Ha surgido en el tiempo. Arrio afirmaba, según eso, que hubo un tiempo o, quizá mejor, una “eternidad” en la que el Hijo no existía, pues él no forma parte de la eternidad de Dios, esto es, de su identidad divina, sino del transcurso de la historia de los hombres. Cristo, Hijo de Dios, forma parte del despliegue temporal de la realidad. Este carácter temporal de Cristo parece ir en contra de la nueva visión del Dios cristiano.
‒ Inferior a Dios, segunda divinidad. En un sentido extenso, los seguidores de Arrio podían afirmar Jesús era divino, como ser excelente o elevado, primera de todas las creatura, pero añadiendo que su divinidad era diferente a la del Padre, de manera no convenía llamarle Dios verdadero. El problema de fondo es el sentido que la palabra “divinidad” tiene al aplicarse a Dios y a Cristo. Un tipo de divinidad ontológica, platónica, podía resultar inconciliable con el cristianismo.
Los libros en los que Arrio formuló su pensamiento (en especial uno llamado Talia) fueron destruidos, de manera que resulta difícil precisar lo que él decía. A pesar de ello, por las acusaciones de sus críticos, conocemos básicamente su doctrina, que aparece como una elaboración judeo-helenista coherente del cristianismo, a partir de dos presupuestos: uno racional (de especulación filosófica) y de otro religioso (de carácter piadoso):
‒ Presupuesto racional: jerarquía de los seres. Arrio concibe la realidad de forma escalonada, como despliegue jerárquico de una divinidad que desciende desde lo más perfecto (Dios trascendente) a lo imperfecto (mundo inferior). Pues bien, en el intermedio entre Dios y el mundo (sobre nuestra humanidad, pero bajo de Dios) se encuentra el Logos. Los hombres formamos parte del mundo inferior, lejos de Dios, y necesitamos que alguien superior a nosotros pero inferior a Dios, nos revele su misterio (ese será el Logos/Cristo). Lógicamente, ese Cristo intermedio es más que humano, pero menos que divino.
‒ Presupuesto religioso: subordinación piadosa. Este presupuesto resultaba (y resulta) muy atractivo para muchos fieles que identificaban la religión con el sometimiento. Los arrianos confesaban que Jesús había sido siempre un individuo humilde, y obediente a Dios, de gran piedad y obediencia religiosa. La nota esencial de su vida era la sumisión, un ejemplo para sus seguidores. A su juicio, era osadía llamarle divino, es soberbia hacerle igual a Dios. La grandeza de Jesús estaría en su sometimiento. Por eso debemos concebirle y venerarle como inferior a Dios, siervo suyo, un inter-mediario que sufre, por un lado, con nosotros y que, por otro, nos vincula a lo divino.
El arrianismo constituye una forma lógica y piadosa de entender el evangelio: Dios seguiría alejado (más alto), de manera que nada ni nadie le puede alcanzar, sino Jesús que ocupa el lugar intermedio de la escala teo/cósmica (entre Dios y el mundo), tocando por un lado a Dios y por otro a los hombres, siendo de esa forma ejemplo de plena dependencia (de obediencia suma), en una línea que podría aceptar el judaísmo (y que ha desarrollado más tarde el Islam).
Pues bien, en contra de eso, la iglesia de Nicea señaló que la actitud más propia de los cristianos no es la sumisión/sometimiento, sino el amor mutuo entre iguales, la identidad de naturaleza entre al Padre y el Hijo.
3. Nicea (325), primer concilio: Jesús, de la ousía o esencia de Dios Padre
Los arrianos parecían más religiosos, pues afirmaban que la respuesta lógica del hombre (y de Cristo) ante Dios era el sometimiento, conforme a una visión posterior muy extendida entre los católicos, para quienes la religión aparece como expresión de “absoluta dependencia”, es decir, de una jerarquía sagrado, que concibe la realidad como pirámide de seres que descienden desde al Alto Dios por Cristo hasta los seres inferiores.
En contra de eso, los Padres de Nicea defendieron la igualdad total (no el sometimiento) entre el Hijo Jesús y Dios Padre. La razón y la piedad (y un tipo de oportunismo político) se ajustaban mejor al arrianismo, que ponía de relieve la sumisión más que la igualdad (al decir que Jesús era inferior al Padre, no de su misma naturaleza).
Pues bien, los 318 obispos reunidos en el palacio imperial de Nicea, bajo presidencia del emperador, rechazaron la postura arriana, y afirmaron que Jesús no es dependiente de Dios, sino divino, con-substancial (=homo-ousios) al Padre. Eso significa que Jesús y Dios están vinculados como iguales, en comunión, sin superioridad de uno, ni sumisión de otro. Nicea supera así una interpretación jerárquica del cristianismo:
‒ Creemos en un solo Dios Padre omnipotente, creador de todas las cosas, de las visibles y de las invisibles.
‒ Y en un solo Señor Jesucristo Hijo de Dios, nacido unigénito del Padre, es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no hecho, consustancial al Padre, por quien todas las cosas fueron hechas, las que hay en el cielo y las que hay en la tierra, que por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió y se encarnó, se hizo hombre, padeció, y resucitó al tercer día, subió a los cielos, y ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.
‒ Y en el Espíritu Santo.
‒ Mas a los que afirman: Hubo un tiempo en que no fue y que antes de ser engendrado no fue, y que fue hecho de la nada, o los que dicen que es de otra hipóstasis o de otra sustancia o que el Hijo de Dios es cambiable o mudable, los anatematiza la Iglesia Católica (Denz-H. 125-126, p. 91-93).
Esta fórmula contiene tres implicaciones o consecuencias, que paradójicamente se vinculan. (1) Define a Dios (implícitamente) como diálogo de Vida entre el Padre y Jesús. (2) Define al hombre (implícitamente) como aquel en quien el mismo Dios (no un delegado suyo) puede revelarse y se revela de hecho, de manera que Jesús es Dios (Hijo de Dios), no un ser intermedio entre Dios y los hombres. (3) Vincula a los hombres con Dios en Cristo. Así responde a los presupuestos teológicos de Arrio:
‒ Perspectiva religiosa. La religión no es sometimiento de inferior a mayor, sino comunión de iguales. En esa línea, la consubstancialidad entre el Padre y el Hijo constituye el principio y salvaguardia de todo pensamiento y comunión cristiana. Frente a la falsa virtud pagana (arriana) del sometimiento, Nicea ha destacado la comunión personal: no somos súbditos unos de otros (ni siquiera de Dios), sino hermanos y amigos, compartiendo la misma “esencia”.
‒ Perspectiva filosófica. Nicea ha rechazado una visión jerárquica de Dios, una ontología descendente y gradual, que divide y separa en el Todo sagrado lo más alto (Dios arriba) y lo más bajo (humanidad mundana). Sabe que hay distinción (Dios es divino, el hombre es criatura), pero esa distinción no conduce a la jerarquía (uno sobre otro, uno mandando y el otro obedeciendo), sino a la vinculación personal en un diálogo maduro, de tipo personal.
‒ Perspectiva social: Las iglesias son comunidades de iguales, y en ellas la comunión (no el poder) es signo y presencia de Dios. Por eso, se puede afirmar que Jesús es hombre tiene la misma ousia de Dios. Esa ousía o identidad divina se expresa y despliega a través de la comunión en igualdad entre los hombres.
La formulación de Nicea (a pesar de los riesgos que implica el término ousia o sustancia al hablar del Hijo y del Padre) sigue siendo esencial para superar la pretensión de aquellos que defienden el sometimiento eclesial o teológico, e insisten en la obediencia religiosa. Dios no es obediencia del Hijo al Padre, sino consubstancialidad personal, la igualdad en el diálogo.
4. Complimiento: Constantinopla I (381), el concilio del Espíritu Santo
A pesar de la “definición” de Nicea (325), donde se afirmó que el Hijo es homoousios, consustancial al Padre, los presupuestos de Arrio siguieron influyendo a lo largo del siglo IV, expresándose en varias disputas sobre la divinidad de Jesús y del Espíritu Santo, a lo largo de 56 años cruciales (hasta el concilio de Constantinopla: 381), mezclándose aspectos doctrinales y políticos, religiosos y sociales, vinculados en parte a la nueva situación y al poder social de la Iglesia en el imperio. En el siglo III la Iglesia se había mantenido en situación de tranquilidad básica, a pesar de (o quizá por) las persecuciones, y en esa línea ella había superado la crisis mayor del gnosticismo, que podía haberle convertido en un tipo de secta intimista. Pero, alcanzada la “paz” y conseguido el “poder” social, ella entró en una larga de crisis, motivada por temas dogmáticos y sociales, que siguieron marcando su historia hasta el Concilio de Constantinopla (381).
Resulta imposible resumir (e incluso evocar) las disputas de esos años (del 325 al 381), entre arrianos, medio arrianos, y ortodoxos de diverso tipo, bajo la dirección cambiante de unos emperadores que se inclinaban, según conveniencia, de un lado o del otro. Hubo condenas mutuas, con movimientos estratégicos de diversos grupos y concilios particulares.
En ese momento destacó la aportación teológica extremada de Atanasio de Alejandría, con la de otros más moderados como Basilio de Cesárea, que llegaron a la conclusión de que debía defenderse no sólo la “consubstancialidad” del Hijo, sino también la del Espíritu Santo, en contra de semi-arrianos como Eunomio o Macedonio, que tendían a pensar que el Espíritu Santo no puede ser radicalmente divino.
La formulación que triunfa en el Concilio de Constantinopla (381), convocado por el Emperador Teodosio, en un momento clave de su reinado (tras declarar el cristianismo como religión oficial del Imperio, en Tesalónica 380), parece apoyarse en la formulación de Basilio de Cesárea, cuando alude a la unidad de esencia divina (mia ousia) y a la trinidad de personas (tres hypostaseis), que está implícita en el credo de Constantinopla, que asume y completa el de Nicea, expandiendo su doctrina al Espíritu Santo:
‒ Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, Creador de cielo y tierra, de todo lo visible y lo invisible.
‒ Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero; engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre; y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato; padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin.
‒ Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas. Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica. Confieso que hay un solo bautismo para el perdón de los pecados. Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Amén. (Diversas formas del texto Denz-H. 150, pag. 109-111).
Éste credo, aceptado desde entonces como expresión de fe católica, para responder a los arrianos y a los que negaban la divinidad del Espíritu Santo, retoma las afirmaciones de Nicea (325), añadiendo algunas precisiones sobre el Espíritu Santo.
Es un verdadero símbolo o profesión de fe, suele llamarse Niceno-constantinopolitano y es utilizado en la liturgia de Oriente y Occidente desde el siglo VI. Es el único credo oficial de las iglesias, en línea trinitaria (confiesa la divinidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo) y también cristológica (asume el carácter divino de Jesús) y pneumatológica (vincula al Espíritu Santo con el Padre y el Hijo). No aplica al Espíritu Santo la palabra conflictiva (homoousios, consubstancial a Dios), que Nicea había atribuido a Jesucristo, por evitar discusiones de palabras, pero supone y afirma lo que esa palabra implica:
‒ A nivel de historia de salvación, el credo afirma que el Espíritu Santo habló por los profetas. En contra de una posible tendencia gnostizante, que interpreta al Dios de la historia de Israel como perverso, los cristianos declaran que ese mismo Dios es bueno y añaden que su Espíritu “habló por los profetas”. Eso significa que actuó y sigue actuando no sólo en Israel, sino en todo el despliegue de la historia humana, en la cultura social y religiosa de los pueblos.
‒ A nivel intradivino, el credo añade que el Espíritu Santo es Señor y Vivificador. Le llama Kyrios/Señor (2 Cor 3, 17), y de esa forma asegura que es divino, que pertenece a Dios y sustenta, de manera poderosa, todo lo que existe. Dice también que es Vivificador (dsoopoion), como supone Pablo en 2 Cor 3, 5, cuando afirma que la letra mata, el Espíritu vivifica, y como sigue diciendo Jn 6, 63, al afirmar que el Espíritu vivifica, la carne en cambio no aprovecha para nada. Éste es el Espíritu que da vida, es decir, que crea y resucita (cf. Jn 5, 21; Rom 4, 17; 1 Cor 15, 22.36.45; 1 Ped 3, 18), como ha resucitado a Jesús y resucitará a los que mueren en (con) él (cf. Rom 8, 11), ofreciéndoles su Vida (que es la vida eterna).
Biblia, Cristianismo (Iglesias), Espiritualidad
Concilio de Nicea, Concilios, Credo, Dios, Espíritu Santo, Jesucristo
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