Comentarios desactivados en “No he venido a traer paz, sino división.”. Domingo 14 de agosto de 2022. 20º domingo del Tiempo Ordinario
Leído en Koinonia:
Jeremías 38, 4-6. 8-10: Me engendraste hombre de pleitos para todo el país. Salmo responsorial: 39:Señor, date prisa en socorrerme. Hebreos 12, 1-4: Corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos. Lucas 12, 49-53: No he venido a traer paz, sino división.
Estamos en camino con Jesús y sus discípulos en su último viaje a Jerusalén, donde sabe que va a morir, y así se lo va diciendo. Esta subida a Jerusalén se alarga en el evangelio de Lucas como en ningún otro, pues aprovecha para situar ahí la mayor parte del material peculiar, sobre todo los discursos, las parábolas y los relatos que conoce por otro lado distinto a Marcos. Las frases que leemos en este domingo aparecen también en el evangelio de Mateo, pero en distinto orden y contexto. Esto hace que el sentido sea algo diverso, pues el contexto forma parte del significado de las frases; pero indica a la vez que muchos dichos de Jesús, como los de cualquier persona, son polivalentes; tienen alcances diversos y aplicaciones distintas según las circunstancias de los lectores u oyentes de los mismos. Así se nos abre también a nosotros el camino y la posibilidad de leerlos, con la libertad de los hijos de Dios, desde nuestra propia situación y para nuestro propósito. No es una traición, sino una fidelidad al Espíritu que inspiró a Jesús y a los evangelistas; pues ellos también se tomaron su libertad para situarlos diversamente y sacar sentidos distintos.
La liturgia, a su vez, nos pone estas frases en otro contexto diverso, al anteponer un episodio de la vida del profeta Jeremías, que suele llamarse “la pasión de Jeremías”; porque le toca sufrir golpes, burlas, acusaciones y prisión en una cisterna llena de fango por causa de la palabra de Dios que tiene que anunciar. El salmo que se nos propone es una súplica y acción de gracias a Dios, porque libra al pobre de la fosa; y parece así reforzar la situación del profeta, y anticipar una situación semejante para las frases del evangelio. Con ello se da un sentido de anuncio de la pasión, que ciertamente parece tener, sobre todo si lo leemos junto con la frase semejante de Marcos 10, 38; pero que no está muy resaltado en Lucas; apenas en la frase del “bautismo” por el que ha de pasar. El resto apunta a las diversas posturas que los hombres toman ante el mensaje de Jesús, como ya le acontecía a Jeremías y a otros profetas. Pero la segunda lectura, que nos presenta a Jesús como modelo germinal y definitivo de nuestra fe, vuelve a insistir en su pasión y cruz, y en la posibilidad de que también los cristianos nos veamos envueltos en la persecución y muerte; y, en todo caso, en la dura lucha contra el pecado, tanto personal como social.
Parece que Jesús cambia aquí radicalmente su mensaje. La Buena Nueva nos parece tan hermosa, tan atenta a los débiles y pequeños, tan llena de amor y solicitud hasta por los pecadores y enemigos, que su mensaje no puede ser otro que el de una gran paz y armonía entre todos los hombres. Eso es lo que proclamaban ya los ángeles en el momento del Nacimiento (Lc 2, 24) y lo que vuelve a proclamar el Resucitado apenas se deja ver por los discípulos atemorizados (Lc 24,20-21). Aquí, sin embargo, Jesús parece decir todo lo contrario. Su mensaje no viene a producir paz y concordia entre todos, sino que lleva a la división incluso entre los miembros más allegados de la familia, padres e hijos, nueras y suegras. Pero no se trata de cualquier mensaje, de cualquier propuesta, sino de la presencia misma del Reino de Dios en sus palabras y sus gestos, en sus milagros y sus actuaciones. No cabe oír esa Buena Nueva del Reino y permanecer neutral o indiferente; no cabe entusiasmarse con Jesús y seguir en lo mismo de siempre. Por eso hay que optar con pasión, hay que tomar decisiones y actuaciones que implican cambios muy radicales en la vida. Por eso nos van a afectar a todos profundamente, más allá incluso de los vínculos familiares, por muy respetables que estos sean. El que no pone por delante a Jesús, incluso sobre su propia familia, no puede ser su discípulo (Lc 14, 26).
El episodio de Jeremías nos pone un triste ejemplo de este sufrimiento que acarrea al profeta su fidelidad a la palabra de Dios, cuando el pueblo y sus líderes no la quieren escuchar. Él tenía que anunciar la destrucción del templo, de la dinastía davídica y de la ciudad de Jerusalén, por no querer someterse a Babilonia en ese momento. Era como poner punto final a las solemnes promesas hechas por Natán y otros profetas a David y a su ciudad capital, Jerusalén. Además, este descendiente de sacerdotes, debe predecir la ruina del templo salomónico. No le gustaban para nada esas desgracias que le tocaba anunciar, y sufrió enormemente por causa de esa misma palabra dura que debía predicar; pero lo que pretendía era precisamente que eso no ocurriera, porque le hacían caso, se convertían y se evitaban esas catástrofes. No logró esa conversión del pueblo, y menos aún de los líderes religiosos y políticos. Más bien logró esa división entre unos y otros, pues hasta entre el alto liderazgo político encuentra opositores y ayudantes, mientras el rey se deja llevar del viento político que sopla en cada momento. Pero la palabra de Dios y su profeta no es un viento cambiante, sino una palabra firme y segura, que exige darle fe y cambiar de mente y de conducta; que pide una opción radical de parte de los oyentes.
Esto mismo y en grado supremo le acontece al oyente de la Palabra que es Jesús. Por eso, el radicalismo con que se expresa en esta ocasión, pues se trata de la urgencia misma del Reino presente. Mateo dice en el pasaje paralelo: “¿cómo es que no son capaces ustedes de interpretar los signos de los tiempos?” (Mt 16, 3). Ver los signos de la gracia de Dios, de la presencia del Reino en las palabras y gestos humanos, en las acciones y hasta maravillas que acontecen en la vida. También en nuestro duro y doloroso presente, pues no existen tiempos sin gracia de Dios, sin presencia y fuerza de su Espíritu en medio de la historia, por oscura que sea. Ciertamente son los santos los que más perciben esto y donde mejor podemos ver los demás esa presencia, misteriosa pero eficaz, de la gracia de Dios en medio de esta empecatada historia humana; pero no faltan mil pequeños gestos, incluso o tal vez precisamente, en pobres y pequeños, en prostitutas y pecadores, en publicanos y hasta en ricos zaqueos y centuriones extranjeros. Hay gestos de solidaridad y simpatía con los pobres y pequeños, con los marginados y despreciados, que nos muestran esa fuerza del Espíritu de Dios y de Jesús actuando ya ese fuego en la tierra. Leer más…
Comentarios desactivados en 14.08.2022 12.8.22 (Dom 20). he venido a prender fuego a la tierra. La gran separación, 1 (Lc 12, 49-53).
Del blog de Xabier Pikaza:
Los primeros cristianos, emocionados, sorprendidos, ardientes, concibieron a Jesús como fuego y su obra como incendio de Dios. Nosotros (agosto 2022), mientras los montes de gran parte del mundo están ardiendo, tenemos la impresión de que el fuego de Jesús está apagado. Sobre ese fuego como transfiguración, y “separación” trata este evangelio.
Hemos hecho un cristianismo y una iglesia de aceptación, adaptación y sacralización de lo que hay (de la injusticia del sistema). Necesitamos fuego de Dios, para que arda, se destruya. Por eso dice Jesús “he venido a dividir”… Sin superar (dejar a un lado) el mal del mundo con sus poderes “fácticos”, la iglesia no es fuego de Dios, no es Pentecostés (lenguas de fuego).
| X.Pikaza
Texto.
(Deseo) “He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!
(Bautismo de fuego) Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!
OSeparación) ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división.En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra (Lc 12, 49-53)
1. PRESENTACIÓN
Deseo. Éste es el deseo más hondo de Jesús. Él se define a sí mismo como fuegode transformación y de vida. Posiblemente él ha dicho en alguna ocasión: “Yo soy fuego de Dios, he venido para que todo el mundo arda” (en la línea de otras comparaciones, que aparecen sobre todo en el evangelio de Juan: Yo soy la semilla, yo soy la palabra, yo soy el camino, la verdad y la vida”
Sin embargo es más probable que esa palabra y esa imagen (yo soy fuego) forma parte de la tradición más antigua de la iglesia, que aparece en sus estratos más antiguo, como muestra la tradición del Q… y el evangelio de Tomás, que concibe a Jesús como fuego de Dios. Los evangelios posteriores, empezando por Marcos, matizan e interpretan esa imagen, pero en el fondo sigue estando la experiencia clave: Jesús ha venido a prender fuego al mundo, en una línea de muerte y de resurrección: Sólo destruyendo un mundo anterior de pecado, puede crearse y nacer la vida de Dios.
Bautismo de fuego. Esa experiencia está vinculada de un modo especial al bautismo de fuego, entendido como culminación de la vida y obra de Jesús. Jesús ha definido su obra como un “bautismo de fuego, de muerte que da vida. En esa línea, conforme al testimonio del Q (retomado por Mt y Lc), frente al bautismo de Juan, que era en agua para perdón de los pecados, la iglesia más antigua ha definido su “sacramento” (experiencia inicial) como bautismo en Espíritu Santo y Fuego (en el Espíritu, que es Fuego de Dios, hecho palabra de Vida). Así lo ha mostrado Lucas en su relato de Pentecostés, vinculado al Dios de Jesús que recrea a los hombres con sus “lenguas de fuego”, que reposan sobre cada uno de los creyentes.
2. Separación. Historia de Jesús. El evangelio de este domingo (Lucas 12, 49-53) interpreta ese “bautismo y pentecostés” de fuego como principio de gran “división”, ruptura radical de los cristianos frente (contra) el mundo viejo. No he venido a traer la paz, sino la división…”.
Ciertamente, Jesús es signo y presencia de la paz (Shalom) universal de Dios… Pero esa paz no es un simple irenismo, como si dijéramos: “Todo está bien, todo es bueno, démonos sin más un gran abrazo, aceptemos todo lo que existe: La opresión social, la dictadura del dinero, la violencia organizada de los fuertes, la guerra del poder, la expulsión de los pobres…”.
Jesús es la unión universal, pero es unión que exige una gran división, representada en forma de ruptura de “familia”. Se trata de “separar” aquello que nos parece unido: Padres e hijos, madres e hijas, suegros hermanos… No todo da lo mismo, no todo es igualmente bueno… La muerte y bautismo de Jesús se define aquí como gran gran incendio: Todo lo malo del mundo tiene que arder y morir para renacer… a la vida de Dios: Un tipo de estructuras familiares (las primeras) y sociales, la oposición entre personas y pueblos, ricos contra pobres, naciones poderosas contra pueblos marginados…
Este mundo, tal como está configurado (en forma de opresión económico-social y de lucha por el poder) tiene que arder y destruirse, para que llegue el nuevo bautismo, para que emerja el evangelio. Hemos “bautizado” mal (en el mal) todo lo que nos ha parecido “bautizable”: Hemos “divinizado” a reyes y tiranos, a ejércitos, conquistas, invasiones…, con imposiciones económicas de muerte . La maldad ha llegado a ser insoportable. Y encima tendemos a decir que es buena, que el mundo es así.
Por eso tiene que llegar el fuego de Jesús (no para después, para el final del mundo), sino ahora, aquí, como fuego histórico de Jesús. Sin que este mundo arda no se podrá dar “bautismo de resurrección. Sin que este mundo arda, por los cuatro costados, no podrá darse de verdad iglesia.
Este es un fuego de separación (tema que aparece en los 4 evangelios, y en el quinto de Tomas). El fuego de Jesús quema y recrea… pero lo hace dividiendo, separando… Ese fuego separa a familiares (padres, hijos, esposos, parientes…) y a grupos, como fuerza radical de “división”… La iglesia seguidores de Jesús tiene que separarse de un modo radical de un mundo que se cierra en su egoísmo, en su deseo de poder… Sin esa separación (persecución), sin ese fuego que quema lo malo, no se puede hablar de Iglesia o comunidad de Jesús.
Así lo mostraré en las reflexiones que siguen, en un contexto de pentecostés, de transfiguración (por el fuego de Dios), culminando en dos apéndices: Uno sobre el hermano fuego de Francisco, otro sobre la llama del fuego de Dios que transforma la vida del hombre, según Juan de la Cruz.
DESARROLLO DEL TEMA. TRES PUNTOS CENTRALES.
(1) Fuego de Dios: teofanía y castigo. Antiguo Testamento. El fuego está ligado a lo divino como fuerza creadora y destructora. La misma revelación de Dios, que transciende y fundamenta los principios y poderes normales de la vida, se halla unida repetidamente al fuego. Hay fuego de Dios en la teofanía del Sinaí (Ex 19. 18), lo mismo que en la visión de la zarza ardiendo (Ex 3, 2) y en la nube luminosa (Ex 13, 21-22: Num 14, 14).
El fuego acompaña a las grandes teofanías apocalípticas de Ez 1, 4.13.27 y Dan 7, 10 y, lógicamente, puede adquirir rasgos destructores para aquellos que se oponen al proyecto de Dios, dentro de la misma historia. En ese plano se sitúa el castigo de las viejas ciudades pervertidas de la hoya del Mar Muerto (Gen 19, 24-25), lo mismo que la séptima plaga de Egipto (Ex 9, 24). Por eso, no es extraño que se diga que del seno de Dios pro¬viene el fuego que devora a los rebeldes (Lev 10, 2) o destruye a los murmuradores del pueblo de Israel en el desierto (Num 11, 1-3).
Éste es el fuego que obedece a Elías, profeta (1 Re 18, 38-39; 2 Re 1, 10-12), castigando a los enemigos de Dios o a los mismos israelitas pervertidos (cf. Am 1, 4-7; 2, 5; Os 8, 14; Jer 11, 16; 21, 24; Ez 15, 7, etc.). Pero el fuego de Mt 25, 41 desborda el nivel histórico y debe situarse en una perspectiva escatológica: en el momento final de la historia, cuando Dios realiza el juicio sobre el mundo.
En esta línea siguen las formulaciones de Joel, con su visión del fuego que precede y comienza a realizar el juicio (Jl 2, 3; 3, 3). También es importante el fuego en Ez 38, 22; 39, 6, que presenta el fuego como instrumento de la justicia de Dios, que destruye al último enemigo de los justos, Gog y Magog, antes de que surja un mundo nuevo. Por su parte, Mal 3, 1–3.9 anuncia la venida escatológica de Elías con el fuego de Dios que purifica y prepara la llegada de Dios. Éste es el fuego de Juan Bautista, que habla del Dios que viene a quemar la paja al lado de la era.
(2) Moisés. La zarza ardiente.
Conforme a un esquema usual en muchas tradiciones religiosas de oriente y occidente, la manifestación de Dios se encuentra vinculada al fuego: es llama que arde y calienta. El texto más significativo es el de la zarza ardiente:
“Entonces se le apareció el ángel de Yahvé en una llama de fuego en medio de una zarza. Moisés observó y vio que la zarza ardía en el fuego, pero la zarza no se consumía. Entonces Moisés pensó: Iré, pues, y contemplaré esta gran visión; por qué la zarza no se consume. Cuando Yahvé vio que se acercaba para mirar, lo llamó desde en medio de la zarza diciéndole: ¡Moisés, Moisés! Y él respondió: Heme aquí” (Ex 3, 2-4).
Este pasaje vincula fuego y zarza (árbol y llama), en paradoja que ilustra el sentido radical de lo divino. Moisés ha tenido que atravesar el desierto y llegar a la montaña sagrada, donde ve a Dios en la zarza que arde. Árbol y arbusto son desde antiguo signos religiosos, como aparece en la historia de Abrahán (encina de Moré: Gen 12, 6) y como sabe la tradición religiosa cananea, combatida por los profetas (culto de la piedra y árbol, de Baal y Ashera).
Comentarios desactivados en Dom 14.8.22. Fuego he venido a prender a la tierra /2. Reino de Dios, infierno/fuego del Diablo
Del blog de Xabier Pikaza:
En la postal anterior he presentado y comentado el evangelio del domingo (Lc 12, 49-53), diciendo que Jesús vino a traer fuego de vida a la tierra. Hoy retomo ese motivo, presentando una breve teología del fuego en el AT, para detenerme después en el “fuego del Diablo” (contrario a Jesús), que no es poder de amor y creación de Dios, sino riesgo satánico de destrucción humana, conforme a los jinetes de la muerte de Mt 25,31-45: Los que condenan a otros al hambre y desnudez, a la enfermedad, injusticia y cárcel, pierden su humanidad, apartándose de la vida de Dios destruyéndose a sí mismos en el fuego del diablo, como he mostrado en Dicionario de la Biblia
| X. Pikaza
TEOLOGÍA DEL FUEGO. AT
(1) Fuego. Revelación de Dios, posible castigo de los hombres. mmm
El fuego está ligado a lo divino como fuerza creadora y destructora. La misma revelación de Dios, que transciende y fundamenta los principios y poderes normales de la vida, se halla unida repetidamente al fuego. Hay fuego de Dios en la teofanía del Sinaí (Ex 19. 18), lo mismo que en la visión de la zarza ardiendo (Ex 3, 2) y en la nube luminosa (Ex 13, 21-22: Num 14, 14).
El fuego acompaña a las grandes teofanías apocalípticas de Ez 1, 4.13.27 y Dan 7, 10 y, lógicamente, puede adquirir rasgos destructores para aquellos que se oponen al proyecto de Dios, dentro de la misma historia. En ese plano se sitúa el castigo de las viejas ciudades pervertidas de la hoya del Mar Muerto (Gen 19, 24-25), lo mismo que la séptima plaga de Egipto (Ex 9, 24).
Por eso, no es extraño que se diga que del seno de Dios proviene el fuego que devora a los rebeldes (Lev 10, 2) o destruye a los murmuradores del pueblo de Israel en el desierto (Num 11, 1-3). Éste es el fuego que obedece a Elías, profeta (1 Re 18, 38-39; 2 Re 1, 10-12), castigando a los enemigos de Dios o a los mismos israelitas pervertidos (cf. Am 1, 4-7; 2, 5; Os 8, 14; Jer 11, 16; 21, 24; Ez 15, 7, etc.).
Pero el fuego de Mt 25, 41 desborda el nivel histórico y debe situarse en una perspectiva escatológica: en el momento final de la historia, cuando Dios realiza el juicio sobre el mundo. En esta línea han empezado a situarse ya las formulaciones de Joel, con su visión del fuego que precede y comienza a realizar el juicio (Jl 2, 3; 3, 3). También es importante Ez 38, 22; 39, 6, que presenta el fuego como instrumento de la justicia de Dios, que destruye al último enemigo de los justos, Gog y Magog, antes de que surja un mundo nuevo. Por su parte, Mal 3, 1–3.9 anuncia la venida escatológica de Elías con el fuego de Dios que purifica y prepara la llegada de Dios.
(2) Moisés. El Dios de la la zarza ardiente.
Conforme a un esquema usual en muchas tradiciones religiosas de oriente y occidente, la manifestación de Dios se encuentra vinculada al fuego: es llama que arde y calienta. El texto más significativo es el de la zarza ardiente:
«Entonces se le apareció el ángel de Yahvé en una llama de fuego en medio de una zarza. Moisés observó y vio que la zarza ardía en el fuego, pero la zarza no se consumía. Entonces Moisés pensó: Iré, pues, y contemplaré esta gran visión; por qué la zarza no se consume. Cuando Yahvé vio que se acercaba para mirar, lo llamó desde en medio de la zarza diciéndole: ¡Moisés, Moisés! Y él respondió: Heme aquí» (Ex 3, 2-4).
Este pasaje vincula fuego y zarza (árbol y llama), en paradoja que ilustra el sentido radical de lo divino. Moisés ha tenido que atravesar el desierto y llegar a la montaña sagrada, donde ve a Dios en la zarza que arde. Árbol y arbusto son desde antiguo signos religiosos, como aparece en la historia de Abrahán (encina de Moré: Gen 12, 6) y como sabe la tradición religiosa cananea, combatida por los profetas (culto de la piedra y árbol, de Baal y Ashera). Pues bien, en este momento, en medio del desierto, la visión de Dios se encuentra vinculada con un árbol ardiente: la misma vegetación se vuelve ardor y fuego donde Dios se manifiesta.
Éste es un fuego paradójico: es zarza llameante que arde sin consumirse. Esto es Dios: llama constante, vida que se sigue manteniendo en aquello que parece incapaz de tener vida. Quizá pudiera trazarse un paralelo: los hebreos oprimidos son la zarza, arbusto frágil que en cualquier momento puede quebrar y destruirse, consumidos por el desierto o aniquilados por la montaña de los grandes pueblos de este mundo. Pues bien, en esa pobre zarza se desvela Dios, como vida en aquello que es más débil, más frágil. Moisés ha ido a la Montaña de Dios dispuesto a ver el espectáculo, como simple curioso que mira las cosas desde fuera. Pero Dios, que le hablará desde el fuego de la zarza, tiene otra intención, se manifiesta de otra forma, revelándose como Yahvé (El que Es) y enviándole a liberar a los hebreos.
(3) Fuego destructor, fuego de condena (Gehenna).
El la línea anterior, el fuego puede presentarse como signo de la totalidad cósmica, como principio positivo y constitutivo de la realidad (uno de los cuatro elementos; los otros son agua, tierra, aire) o domo poder destructor, que todo lo aniquila para recrearlo (Heráclito). En esa línea, el fuego, en fin, tiene una clara connotación psicológica y se muestra como expresión de aquel poder que nos conduce a la conquista del mundo (complejo de Prometeo) o nos lleva hacia la luz oscura de la muerte (mito de Empédocles), convirtiéndose así en sinónimo de muerte, destrucción.
En ese sentido, el fuego puede presentarse como es símbolo del fracaso del hombre que se pierde, destruye y se quema ante Dios, contra Dios.. A pesar de ello pensamos que hay algunas líneas que pueden destacarse. Del fuego que destruye a los malvados habla Jb 36, 9-10 y de forma todavía más concreta en 4 Es: los perversos se han alzado contra el pueblo de los justos y parece que van a destruirlo; pues bien, entonces surgirá «ese hombre» (Hijo de hombre), arrojará fuego de su boca y destruirá a los enemigos (4 Es 13, 10-11; cf. BarucSir 37, 1; 48, 39). Este fuego destructor suele tener carácter propedéutico: función suya es quemar a todos los perversos, a fin de que resulte posible el orden de Dios, el mundo nuevo. Sólo viven y perviven, resucitan, los amigos de Dios o los salvados. De los otros no queda más recuerdo positivo ni existencia; serán aniquilados. El fuego de condena está simbolizado por la gehena.
Dentro de la lógica de la teología israelita, resulta normal que en un momento dado el castigo de los pecadores deje de tomarse como aniquilación y se interprete en forma de condena duradera. Junto a la vida de los justos en el nuevo eón que ya se acerca está el castigo o sufrimiento de los condenados. El fuego, que antes era destructor, se vuelve ahora principio de tortura. Así lo supone Is 66, 22-24: frente a los salvados, que ascienden y llegan al templo, se amontonan en la parte más honda del valle que está junto al templo los cadáveres de los rebeldes, pudriéndose y quemándose por siempre (cf. Jdt 16, 17; Eclo 21, 9-10). Esta doble imagen, de la montaña de Dios (templo, cielo) y del valle de los muertos (corrupción, fuego), pervive a lo largo de la tradición posterior.
Frente al lugar de la vida o salvación se encuentra el campo de la muerte, identificado con la gehenna, valle de mala memoria, al borde de Jerusalén (cf. 2 Rey 16, 3; 21, 6), basurero donde arden sin fin los desperdicios de la ciudad, lugar que se convierte en signo de castigo para los injustos (cf. 1 Hen 90, 26; Jer 7, 32; 19, 6; ApBar 59, 10). Del sheol, donde todos los muertos llevaban sin distinción vida de sombras, en el momento en que se va expresando la esperanza en una supervivencia, pasamos al simbolismo de la doble suerte de los hombres: nuevo eón para los justos, gehenna o castigo para los impíos. Sólo ahora puede hablarse de una doble resurrección: unos para la vida y otros para la ignominia eterna (Dan 12, 1-2).
(6) ¿Novedad de Jesús?
En este contexto se sitúa la palabra de Jesús. Recordemos que, según la tradición evangélica, Jesús ha rechazado el uso del fuego como expresión de un castigo dentro de la historia: no ha querido ser Elías que destruye con la llama de Dios a las personas enemigas (cf. Lc 9, 54-55). Tampoco alude al fuego como fuerza del juicio que aniquila, en la línea de aquello que se pone en boca del Bautista (Mt 3, 1-12 y par; cf. ApJn 20, 9). Jesús anuncia el juicio y lo anuncia seriamente; pero nunca ha interpretado a Dios en forma de principio o portador de un fuego que destruye a los malvados. Dios viene a salvar, no a destruir; viene para amar a los pecadores y no para aniquilarlos con su llama.
Pues bien, rechazando el fuego del castigo histórico, Jesús parece haber acentuado el papel del fuego en la condena escatológica, pero lo ha hecho siempre de forma parabólica, en forma de llamada a conversión. El mismo Jesús que no quiere actuar como juez que destruye a los hombres del mundo ha anunciado, con radicalidad hasta entonces insospechada, la posibilidad de un rechazo humano, el peligro de un final que se expresa en la condena (cf. Mc 9, 42-45; Mt 10, 28; 13, 40-42).
En ese contexto se sitúa Mi 25, 41, cuando dice a los que están colocados a su izquierda: «Id al fuego eterno». Fuego (pyr) significa alejamiento del Señor, separación respecto al Hijo del Hombre («apartaos de mí»). Fuego es Dios como principio de vida (→ luz). Por el contrario, a lejanía de Dios se convierte fuego de destrucción, en soledad, fracaso. Ese fuego es aionios, es decir, definitivo, es la expresión de una vida que llega a su fin, a un final que no tiene retorno. Pero, dicho eso, debemos añadir, que el texto de Mt 25, 31-46, no es un texto filosófico, dedicado a la naturaleza del fuego o del infierno, sino un texto parenético.
No está diciendo lo que pasará al final, sino que está intentado precisar el sentido del presente, como tiempo en que los hombres pueden comunicarse entre sí, en amor mutuo. En ese sentido, el infierno (fuego definitivo) es el rechazo del otro, es el negar la vida al pobre, hambriento sediento, es el negar la comunión al distinto (desnudo, extranjero), es el negar la ayuda al oprimido (enfermo, encarcelado). Jesús ha ofrecido un mensaje de gracia total, de manera que ha ofrecido el Reino de Dios a todos los hombres y mujeres, sin condiciones de ningún tipo, con la sola comunión de que lo acepten, es decir, de que se acepten a sí mismos como amigos, perdonados, agraciados. Donde ellos no se aceptan así, donde no se reconocen unos a los otros, corren el riesgo de perderse, pero siempre en el interior de un Dios que acaba siendo fuego de → amor.
2. Mt 25, 31-46. BENDICIÓN DE DIOS, INFIERNO DE FUEGO DEL DIAGLO
Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino
El Reino ha sido hêtoimasmenên hymin (preparado para vosotros) apo katabolês hosmou (desde el comienzo del cosmos). El Reino es Dios, el Dios de Cristo, como herencia de bendición para los hombres. , de manera que se implican y separan de esa forma Reino (basileia) que es objeto de la herencia (vinculado al holam ha-ba, el eón que viene, el futuro de la la esperanza de Israel) y este mundo entendido en forma de kosmos temporal, que ha tenido un comienzo y tendrá igualmente un fin. El mismo cosmos se encuentra internamente dirigido al Reino, preparado por Dios para los elegidos a quienes se dirige aquí la palabra del Hijo del hombre.
Al decir que el cosmos ha tenido un comienzo (katabole) se supone que ha sido creado por Dios y que no es divino, superando de esa forma todo tipo de dualismo teológico. Si tiene comienzo tendrá igualmente un fin, como una y otra vez lo indica Mateo, al emplear la palabra synteleia (13, 39.40.49; 24. 3; 28, 20), pero aplicada al aiôn, que es el mismo cosmos entendido de manera temporal (eón, siglo) . Es más, entre la katabole tou kosmou de 25, 34 y la syntelela tou aionos de 13, 49 y 28, 20 se establecen unas relaciones de complementariedad muy concretas: del comienzo del cosmos al final del siglo se mueve el curso de la historia [1].
‒ La palabra cosmos proviene del mundo intelectual griego y significa el mundo como un orden, armonía de elementos, totalidad bien integrada en la que existe unidad de conjunto; lo espacial tiene prioridad sobre lo temporal, la permanencia de estructuras sobre su mutabilidad y desarrollo.
‒ El eón, en cambio, deriva de un pensamiento hebreo en que las cosas se interpretan como historia: lo temporal prevalece sobre lo espacial, de tal manera que el conjunto de las cosas se interpreta a partir de su comienzo y de su meta [2].
Pues bien, la novedad de nuestra expresión, preparada ya en una larga tradición de convivencia entre la visión israelita y griega de la realidad, consiste en el hecho de haber enriquecido mutuamente los dos términos, dando al cosmos un sentido temporal (tiene un comienzo) y concediendo al eón caracteres espaciales (significa el conjunto de las cosas). Desde esta perspectiva se entiende el hecho de que al comienzo del cosmos.
El cosmos tiene un fundamento, un principio o katabole que consiste en la creación. Sin embargo, el hecho de que esa palabra cosmos esté bastante ligada a las representaciones de este mundo malo hace que en el NT no aparezca para indicar el mundo que viene, prefiriendo en ese contexto otras palabras como -nuevo cielo y nueva tierra» (cf. Ap 21, 1; Mt 12, 32) 28. Las observaciones precedentes pueden ayudarnos a entender la oposición entre cosmos y reino. Del cosmos se dice que ha sido creado; y se añade que aun antes de haberlo creado, en la supratemporalidad de su designio omnipotente, Dios ha preparado para los justos la herencia del reino. Dios mismos quiere ser rey-reino de los hombres, bendición, vida definitiva. [3].
La estructura de la frase (Mt 25, 34b) y el conjunto del NT, de acuerdo con la expectación apocalíptica, atestiguan que este mundo está creado en función del eón futuro, es decir, en función del amor y la vida de Dios, como plenitud de amor y realidad para los hombres. En la . Hen terminología de Mt 25, 34: el cosmos se dirige al reino.
En el contexto de tres olas de calor extremo y de numerosos incendios forestales, parece de mal gusto que Jesús se presente como un gran pirómano ansioso de pegar fuego al mundo. Y no para ahí la cosa. Los europeos concebimos el mes de agosto como un momento de vacaciones, de descanso, al menos para muchos. Y las lecturas de este domingo no ayudan a descansar. Comienzan hablando del profeta Jeremías, arrojado a un aljibe para que muera (1ª lectura). Sigue la carta a los Hebreos hablando de Jesús, que soportó la cruz, y nos recuerda que todavía no hemos derramado sangre en nuestra lucha con el pecado (2ª lectura). Y el evangelio, al deseo de Jesús de pegar fuego al mundo, añade que no ha venido a traer paz, sino división, incluso en el ámbito más íntimo de la familia.
No sé qué se atreverán a decir muchos sacerdotes en la homilía. Algunos quizá opten por el sabio consejo: “En tiempo de sandías, no hay homilía”. Pero ofrezco algunas ideas a cualquiera que desee conocer mejor los textos.
Después de las enseñanzas de los domingos anteriores sobre la oración, la riqueza, la vigilancia, centradas en lo que nosotros debemos hacer, en el evangelio de este domingo Jesús nos sorprende hablando de sí mismo: de su misión y su destino. Lo hace con un lenguaje tan enigmático que los comentaristas discuten desde los primeros siglos el sentido de estas palabras.
Presupuesto necesario para entenderlo es conocer la mentalidad apocalíptica, de la que Jesús participa en cierto modo. Según ella, el mundo malo presente tiene que desaparecer para dar paso al mundo bueno futuro, el Reinado de Dios.
Lucas va a introducir algunos cambios importantes en esta mentalidad, reuniendo tres frases pronunciadas por Jesús en diversos momentos: la primera y la tercera hablan de la misión de Jesús (prender fuego y traer división); la segunda, de su destino (pasar por un bautismo). Esta forma de organizar el material (misión – destino – misión) es muy típica de los autores bíblicos.
La misión: prender fuego
He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!
Lo primero que viene a la mente es un campo ardiendo, o el fenómeno frecuente en la guerra del incendio de campos, frutales, casas, ciudades… Esta idea encaja bien en la mentalidad apocalíptica: hay que poner fin al mundo presente para que surja el Reino de Dios. Esta interpretación me parece más correcta que relacionar el fuego con el Espíritu Santo,
El destino: la muerte
Tengo que pasar por un bautismo.
También esta imagen es enigmática, porque “bautizar” significa normalmente “lavar”; por ejemplo, los platos se “bautizan”, es decir, se lavan. Esa idea la aplica Juan (y otros muchos judíos desde el profeta Ezequiel) al pecado: en el bautismo, cuando la persona se sumerge en el río Jordán, se lavan sus pecados; al mismo tiempo, simbólicamente, la persona que entra en el agua muere ahogada y sale una persona nueva. El bautismo equivale entonces a la muerte y el paso a una nueva vida. Así lo usa Jesús en un texto del evangelio de Marcos, cuando dice a Juan y Santiago: ¿Sois capaces de beber la copa que yo he de beber o bautizaros con el bautismo que yo voy a recibir? (Mc 10,38). Jesús ve que su destino es la muerte para resucitar a una nueva vida.
La misión: dividir
¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división.
Estas palabras se podrían interpretar como simple consecuencia de la actividad de Jesús: su persona, su enseñanza y sus obras provocan división entre la gente, como ya había anunciado Simeón a María: este niño “será una bandera discutida”.
Pero Jesús habla de una división muy concreta, dentro de la familia, y eso favorece otra interpretación: Jesús viene a crear un caos tan tremendo (simbolizado por el caos familiar), que Dios tendrá que venir a destruir este mundo y dar paso al mundo nuevo. Parece una interpretación absurda, pero conviene recordar lo que dice el final del libro de Malaquías: “Yo os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día del Señor, grande y terrible: reconciliará a padres con hijos, a hijos con padres, y así no vendré yo a exterminar la tierra” (Mal 3,23-24). De acuerdo con estas palabras, Dios ha pensado exterminar la tierra en un día grande y terrible. Sin embargo, para no tener que hacerlo, decide a enviar al profeta Elías, que restablecerá las buenas relaciones en la familia (padres con hijos, hijos con padres), como símbolo de las buenas relaciones en la sociedad: la situación mejora y Dios no se ve obligado a exterminar la tierra.
Jesús dice todo lo contrario: hace falta acabar con este mundo, y por ello él ha venido a traer división en el seno de la familia.
La unión de las tres frases
¿Qué quiere decirnos Lucas uniendo estas tres frases? Que Jesús anhela y provoca la desaparición de este mundo presente para dar paso al Reinado de Dios, pero que ese cambio está estrechamente relacionado con su muerte.
La comunidad de Lucas, cuando escuchara estas palabras, vería también reflejada en ellas su propia situación. La conversión de algunos de sus miembros había supuesto división en la familia, enfrentamiento de hijos y padres, de hijas y madres. Los miembros no cristianos podrían decir de Jesús lo que se había dicho de Jeremías: «Este hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia».
¿Tiene sentido todo esto para nosotros?
Este mensaje apocalíptico resulta lejano al hombre de hoy. De hecho, Lucas lo matiza y modifica en el libro de los Hechos de los Apóstoles: los cristianos no debemos estar esperando el fin del mundo, aunque pidamos todos los días que “venga a nosotros tu reino”; nuestra misión ahora es extender el evangelio por todo el mundo, como hicieron los apóstoles. Y la idea de la segunda venida de Jesús cede el puesto a una distinta: el triunfo de Jesús, glorificado a la derecha de Dios.
Sin embargo, incluso en una sociedad que presume de tolerante, como la nuestra, Jesús puede seguir siendo causa de división. El ejemplo de las primeras comunidades cristianas, que creyeron en él a pesar de todas las dificultades, debe seguir animándonos.
***
Lectura de la carta a los Hebreos 12, 1-4
Por una feliz casualidad, la segunda lectura ofrece cierta relación con el evangelio: el destino de Jesús sirve de ejemplo a los cristianos. La imagen de partida es fácil de entender para los antiguos cristianos, conocedores de las Olimpiadas griegas: un estadio lleno de espectadores que contemplan el espectáculo.
Jesús, como cualquier atleta, se entrena duramente, en medio de grandes renuncias y sacrificios; sabe, además, que competirá en un ambiente adverso, hostigado y abucheado por los espectadores. Pero no se arredra: renuncia a pasarlo bien, aguanta, soporta, y termina triunfando.
Ahora nos toca a nosotros coger el relevo. Hay que despojarse de todo lo que estorba, correr la carrera sin cansarse ni perder el ánimo. Incluso en una época de descanso y vacaciones, es bueno recordar el ejemplo de Jesús, su entrega plena.
Hermanos:
Una nube ingente de testigos nos rodea: por tanto, quitémonos lo que nos estorba y el pecado que nos ata, y corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que, renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios. Recordad al que soportó la oposición de los pecadores, y no os canséis ni perdáis el ánimo. Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado.
El evangelio de hoy nos puede dejar un poco perplejas. Estamos acostumbradas a ver a Jesús curando, predicando y recorriendo aldeas con sus discípulos, ¡y nos encanta verlo así!
En el fondo nos lo imaginamos imperturbable, siempre de buen humor, contento y apacible. Probablemente tuviera mucho de todo esto, pero los evangelios también nos muestran a un Jesús que se enfada, que denuncia, que se entristece.
Jesús no era un “Peter Pan” en un mundo maravilloso, se hizo humano, 100% humano, hasta sentir el cansancio en su cuerpo, la sed en su boca, la tristeza en su alma e incluso el miedo.
Tendemos a pensar que la bondad es neutral y por consiguiente que las personas buenas son las que no molestan. Grave error. La bondad genera conflicto porque se opone a todo lo que deshumaniza. Se opone a esa fuerza real y palpable que atraviesa el mundo: el mal.
El mal, una cierta maldad, nos es más cotidiana de lo que querríamos admitir y ensombrece todas nuestras relaciones… De la misma manera que nuestras casas o nuestra habitación se va llenando de cosas inútiles que se esconden en los armarios. También nuestra casa interior esconde alguna basura, y es con este material con el que Jesús quiere hacer una gran hoguera que arda.
Algunas fiestas populares en torno al fuego tienen su origen en la necesidad de hacer limpieza. La gente de los pueblos y los barrios a provechaba esa fecha para sacar una silla rota o un mueble viejo y con todo eso se hacía una buena hoguera en la que asar unas viandas y disfrutar juntas de la velada.
Hoy podríamos darnos una vuelta por nuestra casa interior y ver qué sobra, qué podemos sacar a la hoguera. Dejemos que Jesús vaya quemando nuestra cizaña.
Oración
Pasa, Trinidad Santa, por el fuego purificador de tu amor nuestras relaciones para que no nos separe ninguna oscuridad.
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DOMINGO 20 (C)
Lc 12,49-53
Como colofón a la larga instrucción sobre la confianza y la vigilancia, Jesús habla brevemente de sí mismo de una manera enigmática. ¿Qué clase de fuego trae al mundo? ¿Qué significa ese bautismo? ¿De qué paz está hablando? Son frases que no es fácil colocar en un contexto que las hagan significativas para nosotros. Debemos estar muy atentos para no llegar a conclusiones descabelladas.
No se trata de un fuego destructor, como el que provocó Elías o como el que anunciaba el Bautista. Se trata del fuego que purifica y da Vida. Jesús viene a traer fuego, pero nosotros nos defendemos con uñas y dientes contra todo lo que pueda consumir nuestro yo. El bautismo era signo de pruebas terribles, las aguas caudalosas del AT que destruyen todo lo que encuentran a su paso. Está haciendo clara alusión a su muerte, la gran prueba que demostrará la autenticidad de su ser.
¿Cómo podremos armonizar estas palabras: “no he venido ha traer paz, sino división”, con aquellas otras: “La paz os doy, mi paz os dejo?” La primera lectura nos habla de la guerra que le hicieron a Jeremías por ser auténtico. Pablo nos habla de la guerra que debemos hacernos a nosotros mismos. Todo lo que hay de terreno y caduco en nosotros debe ser demolido para que surja lo eterno. Solo de esa manera podemos alcanzar la verdadera consumación a la que estamos llamados.
1.- Tenemos en primer lugar la paz romana, que se consigue con violencia. Los romanos, cuando conquistaban un país, ponían allí sus tropas, y nadie se movía. Es una paz que nace de la injusticia, nunca puede ser auténtica ni duradera. Es una paz injusta. Es una paz que se sigue dando también hoy, a escala internacional y a escala doméstica. Por ejemplo la paz que existe en muchos matrimonios, porque uno de los miembros está anulado y ya no tiene posibilidad de rechistar.
2.- Existe otra clase de paz que podíamos llamar la paz justa: Es la que se da entre personas o países que dialogan, que defienden posturas distintas, pero que saben atender y respetar los derechos de los demás. Sería un equilibrio de intereses que puede impedir la guerra. Solo por eso sería una paz positiva, aunque no se trata de la verdadera paz, porque no es suficiente evitar los conflictos para alcanzar la paz.
3.- La paz que equivaldría a la ausencia de problemas. ¡Que me dejen en paz! ¡Mucho cuidado! Es una trampa. Es la paz de los cementerios. Es una paz que anula la vida, porque la vida es, por naturaleza, lucha, superación de obstáculos. Si llegáramos a conseguir esa paz y en la medida que la consigamos, dejamos de vivir, estamos ya muertos. Incluso la vida biológica es constante lucha. Mucho más la Vida trascendente exige de nosotros una actitud de constante superación.
4.- La paz que Jesús propone es el equilibrio que un ser humano alcanza cuando es lo que tiene que ser sin dejarse arrastrar por las fuerzas que tienden a deteriorar su humanidad. Esta es la autentica paz. Esta es la paz (Shalom) que los judíos se deseaban al saludarse y al despedirse. Esta es la base de la paz verdadera. Esa armonía con uno mismo lleva a estar en armonía con los demás y con Dios. Esta paz es la consecuencia de un descubrimiento de lo trascendente en nuestro ser.
Tenemos paralelamente cuatro clases de guerra que debemos analizar:
1.- La guerra que se hace para someter al otro, para subyugarlos y utilizarlo, para ponerlo a nuestro servicio y anularlo como persona libre. Es la ley de la selva. Es el fruto del egoísmo más feroz. Surge siempre que utilizamos la superioridad biológica, mental o psicológica para machacar al otro. Es la guerra más frecuente y dañina.
2.- La guerra que hace el que está sometido, para salir de su situación. A primera vista, parece lo más natural del mundo, pero hay que tener mucho cuidado de no caer en la misma violencia contra la que se lucha. La Iglesia ha bendecido a través de la historia cañones y bombardas. Y sin embargo todo el evangelio es un canto a la no-violencia, que supera la opresión sin entrar en su misma dinámica. Esta actitud es la clave del mensaje de Jesús: ni oprimir a nadie ni dejarse oprimir.
3.- La guerra que hace el egoísta a otro solo por ser auténtico. Esta guerra no debemos provocarla, pero tampoco debemos temerla. Esto no es fácil, porque, la mayoría de las veces, actuamos pensando más en nuestro falso yo que en nuestro verdadero ser. Con frecuencia, lo que determina que obremos de una o de otra manera, es la respuesta que vamos a obtener de los demás. Si tratamos de no molestar a los demás, antes o después dejaremos de ser auténticos.
4.- La guerra de la que habla Pablo, la que debemos hacernos a nosotros mismos. Dentro del ser humanos existen fuerzas que le mantienen en tensión. Tenemos que pelear contra aquellas partes de nosotros mismos que nos impiden alcanzar mayor humanidad. Con frecuencia caemos en la trampa de creer que los instintos son malos. Para nada. Solo el ser humano es capaz de tergiversar los instintos y hacerlos malos poniéndolos al servicio del falso yo y deteriorándose como humano.
Con todos estos datos, cada uno podrá descubrir, qué paz hay que buscar y qué paz hay que evitar, qué guerra debemos evitar a toda costa, y qué “guerra” debemos aceptar como la cosa más natural del mundo. Pero debemos estar muy atentos, porque la diferencia es a veces muy sutil. El falso yo que creemos ser puede hacernos creer que estamos luchando por nuestro bien y solo estamos potenciando ese falso ser. Si no tomamos conciencia de la diferencia, la guerra está perdida.
Jesús se presenta como la misma causa del conflicto. La actitud de Jesús no es la causa de la división. Jesús no viene a garantizar una paz exterior como esperaban lo judíos de su Mesías. La paz o la guerra exterior no afectarán para nada a la interioridad de los que le sigan. Mi paz os doy, pero yo no la doy como la da el mundo, dijo Jesús con toda claridad. La paz de Jesús consistiría en alcanzar una armonía interna, más allá de las luchas que toda vida proporciona.
En resumen podíamos decir que en estos versículos se presenta la figura de Jesús como el modelo de ser humano. Debemos afrontar toda nuestra vida como un bautismo, como una inmersión en aguas abismales que en la tradición judía son el signo de lucha y sufrimiento. Pero ese fuego y ese bautismo son positivos porque de ellos surgirá la verdadera paz. Las tensiones e incluso rupturas violentas no las origina Jesús, sino los que deciden rechazarle.
Meditación
Jesús nos da unas orientaciones valiosísimas.
Solo cuando dentro haya conseguido la paz,
estaré preparado para ganar otras batallas.
Tu verdadero ser es paz, es armonía y es felicidad.
Vete más allá de tu falso ser.
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Lc 12, 49-53
«He venido a prender fuego a la Tierra, y ¡cuánto deseo que ya esté ardiendo!»
Jesús crece en el seno de una sociedad de desiguales; de gente aceptada por Dios y gente rechazada por Él. Escucha en la sinagoga que Dios derrama bendiciones sobre los puros y envía calamidades a esa gran mayoría del pueblo que se ve condenada a una vida de miseria y exclusión por causa de sus pecados. A él se le revuelven las entrañas ante la tragedia de aquella pobre gente rechazada y desalentada, y se siente cada vez más incómodo dentro de esa fe que los condena de por vida…
Y se acaba rebelando.
Sale de su casa y se echa a los caminos de Galilea a proclamar que Dios no es el juez que nos castiga por nuestros pecados, sino el padre que nos ama incondicionalmente como aman las madres. Sabe que esta concepción de Dios choca de bruces con la de los letrados y los fariseos, pero no se arredra ni duda en alimentar un permanente enfrentamiento con ellos que a la postre le iba a costar la vida. Los tres primeros capítulos de Marcos muestran el grado de confrontación que desde el principio provoca con su actitud.
A aquella «chusma maldita que no conoce la Ley» —según expresión de los fariseos— les dice que no son unos pobres desgraciados como todos aseguran, sino que poseen la dignidad de hijos de Dios y son herederos de su Reino; que son los más importantes a Sus ojos, por delante de los sacerdotes, los doctores y los fariseos.
Y no solo les habla, sino que cura sus enfermedades, les enseña y se ocupa de ellos como nadie lo había hecho jamás… Para aquellos míseros, malditos, desarrapados, excluidos, marginados, empecatados, abandonados, ignorados, a veces cojos o ciegos, casi siempre impuros, aquello es el reino de Dios en la tierra. Ya no hay que esperar más; está allí, junto a ellos.
Y quieren hacerle Rey.
Las autoridades se sienten violentamente agredidas por ese impostor que arrastra tras de sí a la gente, porque si lo suyo prevalece, todo su poder y su influencia acabarán por desaparecer. Cuando sube a Jerusalén y ven el entusiasmo que suscitan sus palabras, temen que su fuego se transmita a la gente y haga arder la sociedad entera.
Y se conjuran para matarlo.
En definitiva, Jesús declara la guerra a la opresión, a la injusticia, a las leyes injustas, y tienen que matarlo para que su fuego no calcine las estructuras de Israel y a sus dirigentes con ellas. Nosotros en cambio somos gente de paz que convivimos en muy buena armonía con la sociedad de consumo y la injusticia atroz que ésta provoca; porque una cosa es tener fe en Jesús, y otra, muy distinta, que esa fe altere demasiado nuestro modo de vida o perturbe nuestro estatus…
Y es que, como decía Ruiz de Galarreta: «Ni la Palabra nos quema por dentro, ni nosotros hacemos arder a la sociedad»
Miguel Ángel Munárriz Casajús
Para leer el comentario que José E. Galarreta hizo en su momento, pinche aquí
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Lucas 12,49-53
14 de agosto de 2022
Quizá el Evangelio de este domingo nos resulta muy sorprendente por las palabras que Lucas pone en boca de Jesús. Se trata de un texto complejo que, leído al pie de la letra, nos puede confundir, incluso generar cierto rechazo en los tiempos que corren; un texto que, sacado de contexto, resultaría casi ofensivo y decepcionante.
Sin embargo, son palabras que tienen una lógica aplastante como consecuencia de todo lo tratado en los versículos anteriores. Este breve texto, situado en la cuarta parte del Evangelio de Lucas, narra diferentes momentos del camino de Jesús hacia Jerusalén. En uno de esos momentos instruye a los discípulos para revelarles actitudes y valores imprescindibles que son esenciales en su movimiento: confianza, fidelidad, servicio, autenticidad, coherencia, pasión, radicalidad y libertad, entre otros.
Comienza con una afirmación decisiva, típica de un texto profético, algo apocalíptico, de moda en algunos grupos judíos de la época, pero con un lenguaje sagaz y denso, inesperado y desconcertante: “Vine a poner fuego sobre la tierra, ¡y cómo quisiera que ya estuviera ardiendo”. Es esta la esencia de todo el mensaje más allá de la confusión que puedan provocar sus palabras. El fuego al que se refiere Jesús no es el que asola bosques sino el fuego interior que nace de la energía y pasión por vivir en libertad y en plenitud, una pasión transformadora que nada tiene que ver con una vida raquítica y centrada en la creencia dogmática o en una práctica ritual vacía de calor.
Es el mismo fuego de Pentecostés que movilizó a los creyentes para salir “sin vergüenza y sin miedo” a mostrar al mundo la presencia de Dios en lo profundo de cada vida humana. Sin duda, este fuego despierta, calienta, dinamiza y renueva. Jesús expresa su deseo de que ya arda este fuego, pero no parece ser una realidad en sus destinatarios. Es quizá una de las frustraciones que vivió porque sus contemporáneos no parecían muy dispuestos a comprometerse de fondo con la nueva imagen de Dios y del ser humano revelada por él: un Dios que forma parte de la humanidad y un ser humano pleno que forma parte de la divinidad como única manera de expresarse en nuestra historia.
Jesús es consciente de que su mensaje transformador no es neutral y que, tomado en serio, va a generar división porque es necesario tomar postura con audacia y libertad en esta nueva ruta que propone. Esta es la fuerza de Jesús y de su movimiento: ser totalmente parcial y no intentar dar a la razón a todos para generar una falsa paz que haga la vista gorda ante la injusticia, la opresión, el sometimiento; una ilusoria paz llena de inmovilismo y vacía del fuego de una vida auténtica.
Ante Jesús sólo vale posicionarse y activar la valentía, confianza, siempre en una clara conexión con Dios y con la energía que de Él brota. A veces preferimos el bienestar emocional, las aguas tranquilas, las cebollas de Egipto (como le ocurrió al Pueblo de Israel en tiempos de esclavitud) sacrificando la libertad personal y una vida llena de sentido. Por eso, Jesús avisa de esa posible división tras posicionarse en lo esencial del Evangelio. Y no es una mera práctica religiosa, sino que se trata de revindicar la dignidad personal, la libertad, la simetría en las relaciones, la igualdad de derechos, asuntos que pueden incomodar a quienes ejercen su soberanía en vidas de otros(as) porque pierden el control y el poderío. Dejo a los lectores (as) que lleven estas palabras a sus contextos personales, de pareja, familiares, laborales, religiosos, para tomar la temperatura de esta realidad hasta donde sea posible.
Resulta llamativo que los ejemplos que usa Jesús para ilustrar la división que podría provocar, se centra en vínculos generacionales y de género. Toda una simbología que apunta hacia una incomprensión y conflicto por elegir vivir desde la raíz de lo que nos hace ser. Nada llamativo en el contexto de este evangelio porque Lucas escribía a comunidades donde algunos miembros habían sido rechazados por sus familias al hacerse cristianos. En aquel tiempo, bautizarse y entrar en la comunidad era una decisión radical que transformaba la vida. Quizá, ahora, salir de la zona de confort personal, social, elegir salir de una religión acomodada y burguesa, no tiene nada que ver con un cambio de lugar, de entorno, sino con una nueva posición ante la vida, ante la Trascendencia y ante la realidad que vivimos y somos.
Pero no nos ocurre sólo a nivel personal. También comunidades, iglesias, instituciones, grupos humanos y religiosos han decidido vivir con el fuego escondido para hacerlo inofensivo, rendido ante las injusticias reales, en una apatía gigante ante las grandes desigualdades y marginaciones humanas por temor a perder el «status». Jesús sabía que podría ser causa de división entre los muchos adeptos del inmovilismo. Por eso despertó la ira de los funcionarios del templo y de todos los que se consideraban amos de la verdad. El fuego que trae Jesús, ese que todos llevamos dentro en pequeñas ascuas, no es aceptado ni comprendido por quienes sirven y aman por obligación moral, por quienes están saturados de doctrinas y/o deseosos de poder.
Este texto tan duro puede ser un aviso para que nos planteemos la dirección de nuestras decisiones de cada día. No se trata de crear divisiones y disputa allá donde vayamos. Se trata más bien de vivir la vida y la fe como una opción arriesgada y aceptar pagar un alto precio, en numerosas ocasiones, por vivir en verdad y honestidad. Que cada uno (a) mire su saldo de fuerza para vivir este fuego de la autenticidad, coherencia, libertad y capacidad de transformación de nuestro mundo y de nuestros pequeños mundos.
¡No nos encerremos en un confinamiento personal, social, eclesial, para no dar los grandes o pequeños pasos a los que nos mueve este Fuego liberador!
little sketchy men – colored problem-solution concept
Domingo XX del Tiempo Ordinario
14 agosto 2022
Lc 12, 49-53
Parece que el texto que antecede no solo no habría salido de los labios de Jesús, sino que se trataría de un vaticinio ex eventu. Es decir, habría sido escrito después de que aquellas primeras comunidades hubieran experimentado la división en sus propias familias, como consecuencia de la adhesión al nuevo movimiento religioso. Para cuando se escriben esas frases, lo descrito en ellas en forma de profecía para el futuro, ya había sucedido: de la misma manera que los seguidores de Jesús empezaron a ser excomulgados de la sinagoga, sintieron igualmente el rechazo por parte de aquellos miembros de la propia familia que se situaban en una posición contraria.
Ambas reacciones son frecuentes en la historia de los grupos humanos: quienes adoptan un camino nuevo suelen alejarse de los demás, en una actitud con ciertos tintes sectarios; por el otro lado, quienes se oponen a las innovaciones tienden a juzgar, descalificar y condenar a los primeros.
Más allá de la anécdota, es inevitable que en todo grupo humano existan tensiones, consecuencia de ser diferentes. La tensión estimula y enriquece cuando es bien vivida. Por el contrario, cuando no se asume ni gestiona de manera adecuada, se convierte en conflicto y enfrentamiento.
Mientras, en el primer caso, la diferencia es vivida como factor de enriquecimiento, en el segundo se absolutiza en ella misma, olvidando cualquier otra referencia.
Todo ello invita, desde mi perspectiva, a cuestionarnos en que tipo de consciencia nos vivimos. Si nos movemos en una consciencia de separatividad, las diferencias se absolutizan y desembocan en conflicto tan irremediable como doloroso y estéril. Si estamos anclados en la consciencia de unidad, comprendemos que, aun siendo diferentes, somo lo mismo. Y es esta comprensión la que nos permite reconocer, permitir, aceptar y gestionar las tensiones sin fomentar la división o separación excluyente.
¿Cómo vivo las inevitables tensiones? ¿Desde qué tipo de consciencia?
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Del blog de Tomás Muro La Verdad es libre:
01.- El texto evangélico de hoy
El Evangelio de hoy resulta un tanto extraño. No son palabras blandas, sino más bien fuertes y molestas. Jesús habla con energía de fuego, guerra, división.
Quizás estamos acostumbrados a pensar y vivir una fe sociológica, de mera tradición y algo flácida, una fe decorativa o, como decía J.A.T. Robinson (1919-1983), Dios y la fe son la guinda del pastel: algo meramente superfluo, pero que queda bien, aunque no sirve para nada.
La vida, la sociedad, la política, la economía, la cultura, etc. funcionan perfectamente (o malamente) sin la hipótesis de trabajo “Dios” (fe). Pero queda bien una Misa para inaugurar un año, para que los niños hagan una fiesta llamada Primera Comunión; una boda por la iglesia queda muy bien tiene siempre una cierta solemnidad; un funeral, aunque ya cada vez menos, pero siempre queda bien…
Muchos cristianos tendemos a vivir la fe como una religión de adorno.
Sin embargo, la Palabra de hoy, nos mueve el suelo que pisamos, porque la fe tal como la vivió Jesús, no fue “líquida” ni neutral.
Las palabras de fuego, guerray división son fuertes, purifican nuestra fe. Porque si Él vivió así, poniéndose del lado de los que sufren, sus seguidores no podemos callarnos ante los atropellos cometidos y esto provocará lucha e incomodidad.
02.- La fe es una provocación.
La Palabra de Jesús y su vida nos pone en crisis. No he venido a traer paz sino división. (Lc 12,51). La fe no es decorar la vida con un poco de religión. ¿Creéis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división. (Lc 12, 51). ¿Qué quiso decir Jesús con la palabra división? No es una llamada a la desunión y discordia, sino que fue ocasión para que las personas, se definiesen en la vida desde el evangelio. Cuando Jesús hablaba, unos se ponían a favor y otros en contra, lo mismo que ocurre hoy.
Jesús provocaba a la gente y eso ocasionaba el rechazo de muchos, que se negaban a aceptar la provocación.
03.- La fe no son unas rebajas teológicas de verano
Hoy decimos que la Iglesia tiene que cambiar, debe adaptarse a los tiempos que corren, etc. En alguna medida es cierto. Pero la fe no son unas rebajas teológico.cristianas en las que se “vende todo a cien”. Eso no es así, ni es deseable.
Esto a su vez no significa que el cristianismo haya de ser duro, a veces violento, no. Jesús tiene una fe comprometida, unos criterios: el ser humano está por encima de la ley, el amor, el servicio en la comunidad eclesial, la bondad de Dios, etc. Y todo ello le llevará a la cruz.
Uno puede ser creyente o no, puede ser cristiano o no. Cada cual es muy libre de pensar y vivir conforme a lo que considera que puede realizar su vida. El pensamiento cristiano es el que es y lo aceptamos y vivimos no como una dictadura, sino como una liberación o lo dejamos de lado.
Hay un refrán sefardí que dice: “amigo de todos y de nesuno, todo es uno”. No se puede ser amigo de todos. Parece como si se deseara hoy que el cristianismo se adaptase como la plastilina. Se puede ser cristiano y se puede no serlo. Son opciones libres.
Cada persona se tiene que decidir por la fe cristiana o no, lo cual puede causar enfrentamientos, divisiones, etc. Jesús nos quiso poner en guardia. Seguir a Jesús, podía, puede, llegar a dividir y a romper incluso a las familias. Cada cual por sí mismo ha de tomar la decisión fundamental sobre su vida. Lo que cuenta es vivir la propia vida en coherencia de fe en el Señor.
04.- El fuego de Jesús.
En la tradición bíblica fuego puede significar tres realidades: 1. Crisis, (crisol) juicio. 2. El Espíritu de Jesús en la Iglesia. 2. El fuego de la persecución que el cristianismo por parte del mundo judío y del mundo romano.
En cualquiera de los tres casos significa que el Espíritu del evangelio de Jesús no es algo anodino, sino que tiene fuerza, provoca un juicio profundo al esquema religioso judío y a todo esquema religioso.
El fuego que Cristo quiere poner en la tierra es su Misión, es decir: La Pasión por Dios y la Compasión por los que sufren. Sin este fuego, la vida cristiana termina extinguiéndose.
¿Para qué sirve una iglesia de cristianos instalados cómodamente, sin pasión alguna por Dios y sin compasión por los que sufren? Esta Iglesia ni divierte ni convierte.
Acojamos en nuestra vida el fuego y la luz del Señor
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Mark Hakes
La reflexión de hoy es por el colaborador invitado Mark Hakes (ellos/ellos), director asistente del Ministerio del Campus y director del Instituto de Teología Juvenil del Colegio de St. Scholastica en Duluth, Minnesota. Su trabajo se centra en ayudar a los estudiantes a profundizar en la espiritualidad, participar en el servicio y el trabajo de justicia, y participar en el discernimiento de la identidad, los valores y la vocación.
Las lecturas litúrgicas de hoy para el domingo 19 del Tiempo Ordinario se pueden encontrar aquí.
“Tened ceñida vuestra cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los sirvientes que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame.“. (Lc 12: 35-36)
Voy a comenzar hoy diciéndole algo que ya sabe: nuestra sociedad está polarizada.
En casi todos los aspectos de nuestras vidas, desde nuestro sistema político hasta nuestra iglesia, hemos creado falsas dicotomías, erigiendo escenarios de “nosotros versus ellos”. Insistemos en que “nosotros” tenemos razón, lo que solo puede significar que “ellos” están equivocados. Estas divisiones construidas a menudo vienen a expensas de las más marginadas en nuestra sociedad; es decir, LGBTQ+ folx, personas de color, etc.
De hecho, es casi imposible encender la televisión sin ser bombardeado con estas divisiones: republicanos y demócratas, liberales y conservadores, izquierdistas o alternativos.
¿O qué tal católico y tradicionalista progresivo católico, amantes de la guitarra y aquellos con preferencia por el piano u órgano, los aromas y las campanas de la liturgia tradicional de la alta iglesia y el sandeled, “ven como eres” informal de la adoración contemporánea, el canto gregoriano y Música, aquellos que dan la bienvenida a los católicos LGBTQ+ y los que excluyen a la comunidad.
En lugar de ver la amplia y multifacética diversidad de pensamiento, práctica y experiencia como un gran regalo divino, ¿con qué frecuencia cerramos a los que no estamos de acuerdo fuera de nuestras vidas, nuestros círculos, nuestra iglesia?
Estamos tan concentrados en quién tiene razón que a menudo olvidamos hacer lo correcto.
La lectura del Evangelio de hoy y su llamado a “Gird Your Cheins” siempre me hacen reír y pensar en Nigel (interpretado por Stanley Tucci) de The Devil Wears Prada diciéndole a todos que ciñan sus lomos en preparación para la llegada de la dominante Miranda Priestley (interpretado por Meryl Streep). De repente, todos corren haciendo el trabajo (o al menos pretenden estar haciendo el trabajo) se suponía que debían hacer, con la esperanza de que Miranda no notará las formas en que se habían aflojado.
Si bien no tenemos la suerte de Stanley Tucci preparándonos diariamente para conocer al Cristo resucitado en nuestra vida diaria, al menos sabemos lo que deberíamos estar haciendo. Parafraseando a Isaías 58, Dios dice: “Quiero que compartas tu pan con el hambriento, abre tus hogares a los pobres sin hogar, retira el yugo de la injusticia, deja que los oprimidos se liberen”.
Pero la manera de Jesús nos obliga a ir más allá, a ver las injusticias presentes en nuestra comunidad, a reconocer las estructuras opresivas que hacen que las personas pasen hambre, experimenten la falta de vivienda, para soportar el tratamiento injusto y luego comenzar a desmantelarlas. La forma de Jesús exige que nos solidaremos con nuestros hermanos y hermanas trans*, ponemos nuestros cuerpos donde están nuestras bocas cuando decimos que las vidas negras son importantes, vinculan los brazos con las comunidades indígenas para detener la explotación continua de sus tierras y vidas, brindar santuario y luchar por los derechos de las personas indocumentadas.
Y, sin embargo, ¿cuántos de nosotros estamos haciendo este trabajo y cuántos de nosotros hemos abdicado de nuestras responsabilidades? Como Bell Hooks escribió “… Me he encontrado con muchas personas que dicen que están comprometidas con la libertad y la justicia para todos, aunque la forma en que viven, los valores y los hábitos del ser que institucionalizan diariamente, en rituales públicos y privados, ayudan a mantener la cultura de dominación, ayudan a crear un mundo que no es libre “.
“Transfiguration” de Carl H. Bloch, 1834-1890.
Cuando nos encontremos con Jesús, tanto al final como en nuestros encuentros diarios con Cristo en la gente y el mundo que nos rodea, ¿seremos encontrados haciendo lo que deberíamos estar haciendo? ¿O nos encontrará disputando quién tiene razón mientras se mantiene cómplice de defender los sistemas de marginación y opresión? ¿Se encontraremos celebrando la variedad de personas arcoiris, abrazando a cada una de las personas como un ser humano sagrado independientemente de la expresión de género/género o orientación sexual? ¿O se encontrará con que estamos construyendo muros de división y exclusión? Esta lectura del evangelio no pretende ser una lectura acogedora y de bricolaje en la espalda, sino un llamado incómodo a la acción. Como hijos de la luz, se nos da la tarea esencial de permitir que el amor de Dios nos abrume, revelando nuestra bendición, y luego dejar que se desborde en el mundo haciendo todo lo que está dentro de nuestro poder para descubrir los destrozados de luz ocultos a nuestro alrededor.
Y así, hoy, cuando nos encontremos con Jesús en una de las muchas “encarnaciones” de la vida diaria, que nuestros lomos estén ceñidos y que cada uno sea encontrado haciendo el trabajo de liberación, que nos ha encargado hacer.
Comentarios desactivados en “Cuidado con el dinero”. 19 Tiempo ordinario – C (Lucas 12,32-48)
Jesús tenía una visión muy lúcida sobre el dinero. La resume en una frase breve y contundente: «No se puede servir a Dios y al Dinero». Es imposible. Ese Dios que busca con pasión una vida más digna y justa para los pobres no puede reinar en quien vive dominado por el dinero.
Pero no se queda solo en este principio de carácter general. Con su vida y su palabra se esfuerza por enseñar a los ricos de Galilea y a los campesinos pobres de las aldeas cuál es la manera más humana de «atesorar».
En realidad, no todos podían hacerse con un tesoro. Solo los ricos de Séforis y Tiberíades podían acumular monedas de oro y plata. A ese tesoro se le llamaba mammona, es decir, dinero que «está seguro» o que «da seguridad». En las aldeas no circulaban esas monedas de gran valor. Algunos campesinos se hacían con algunas monedas de bronce o cobre, pero la mayoría vivía intercambiándose productos o servicios en un régimen de pura subsistencia.
Jesús explica que hay dos maneras de «atesorar». Algunos tratan de acumular cada vez más mammona; no piensan en los necesitados; no dan limosna a nadie: su única obsesión es acaparar más y más. Hay otra manera de «atesorar» radicalmente diferente. No consiste en acumular monedas, sino en compartir los bienes con los pobres para «hacerse un tesoro en el cielo», es decir, ante Dios.
Solo este tesoro es seguro y permanece intacto en el corazón de Dios. Los tesoros de la tierra, por mucho que los llamemos mammona, son caducos, no dan seguridad y siempre están amenazados. Por eso lanza Jesús un grito de alerta. Cuidado con el dinero, pues «donde está vuestro tesoro, allí estará vuestro corazón». El dinero atrae nuestro corazón y nos seduce porque da poder, seguridad, honor y bienestar: viviremos esclavizados por el deseo de tener siempre más.
Al contrario, si ayudamos a los necesitados nos iremos enriqueciendo ante Dios, y el Padre de los pobres nos irá atrayendo hacia una vida más solidaria. Aun en medio de una sociedad que tiene su corazón puesto en el dinero es posible vivir de manera más austera y compartida.
Comentarios desactivados en “Estad preparados”. Domingo 07 de agosto de 2022. 19º domingo del Tiempo Ordinario
Leído en Koinonia:
Sabiduría 18, 6-9: Con una misma acción castigabas a los enemigos y nos honrabas, llamándonos a ti. Salmo responsorial: 32: Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.
Hebreos 11, 1-2. 8-19: Esperaba la ciudad cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios.
Lucas 12, 32-48: Estad preparados.
Primera Lectura
Los israelitas, oprimidos en Egipto, experimentaron que el Señor era su salvador la noche en que murieron los primogénitos de los egipcios. Por eso aquella noche tuvo una significación trascendental para la historia de los hebreos. Les recordaba las promesas que Dios había hecho a sus padres; que desde entonces Israel fue un pueblo libre y consagrado al Señor. La primera cena del cordero pascual sirve de modelo a lo que había de ser centro de la vida religiosa y cultural.
La participación en un mismo sacrificio simbolizaba la unión solidaria de un pueblo en un destino común. La celebración pascual recuerda que Dios no cesa de elegir a su pueblo entre los justos y de castigar a los impíos.
Hoy, toda esta imagen de Dios, por más que la hayamos estado escuchando y venerando durante milenios, desde siempre, aparece como profundamente inadecuada, inaceptable. ¿Qué clase de Dios es ése que opta por un pueblo, lo elige, le regala una tierra que está ya ocupada por otros pueblos da poder a su pueblo elegido para que los expulse y los destruya? ¿Es verosímil esta imagen de Dios? ¿No es propia de los tiempos «tribales», donde cada tribu se imagina que tiene su Dios protector que la defenderá contra las demás? (Recomendamos leer al respecto, por ejemplo, de John Shelby SPONG, Un cristianismo nuevo para un mundo nuevo, Abya Yala, Quito, Ecuador, www.tiempoaxial.org; también se puede mirar en google y en youtube sobre este autor).
Segunda Lectura
La fe de Abraham y de los patriarcas sirve de ejemplo. Para estimular la perseverancia en la fe que lleva a la salvación, la carta a los Hebreos aduce una serie de testigos. Abraham, lo mismo que los hebreos del siglo I, conoció la emigración, la ruptura respecto al medio familiar y nacional y la inseguridad de las personas desplazadas. Pero en esas pruebas encontró Abraham motivo para ejercer un acto de fe en la promesa de Dios.
La fe enseña a no darnos por satisfechos con los bienes tangibles ni con esperanzas inmediatas. Abraham creyó por encima de la amenaza de la muerte. Sufrió la esterilidad de Sara y la falta de descendencia. Esta prueba fue para él la más angustiosa porque el patriarca se acercaba a la muerte sin haber recibido la prenda de la promesa. Aquí se hace realidad la última calidad de la fe: aceptar la muerte sabiendo que no podrá hacer fracasar el designio de Dios.
Más que el sufrimiento, es la muerte el signo por excelencia de la fe y de la entrega de uno mismo a Dios. Abraham creyó en un “más allá de la muerte”, creyó le sería concedida una posteridad incluso en un cuerpo ya apagado, porque le había sido prometida. Esta fe constituye lo esencial de la actitud de Cristo ante la cruz. También se entregó a su Padre y a la realización del designio divino, pero tuvo que medir el fracaso total de su empresa: para congregar a toda la humanidad, se encuentra aislado pero confiado en un por encima de la muerte que su resurrección iba a poner de manifiesto.
Evangelio
El evangelio de hoy nos presenta unas recomendaciones que tienen relación con la parábola del domingo anterior del rico necio. Los exegetas se diversifican en cuanto a la estructura que presente el texto y no determinan las unidades de las que se compone. La actitud de confianza con el que inicia el texto no debería de omitirse “no temas, rebañito mío, porque su Padre ha tenido a bien darles el reino”. Esta exhortación a la confianza, al estilo veterotestamentario y que gusta a Lucas, expresa la ternura y protección que Dios ofrece a su pueblo, pero expresa también la autocomprensión de las primeras comunidades: conscientes de su pequeñez e impotencia, vivían, sin embargo, la seguridad de la victoria. La bondad de Dios, en su amor desmedido, nos ha regalado el Reino. Desde aquí tenemos que entender las exhortaciones siguientes. Si el Reino es regalo, lo demás es superfluo (bienes materiales). Recordemos los sumarios de Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles.
Lucas invita a la vigilancia, consciente de la ausencia de su Señor, a una comunidad que espera su regreso, pero no de manera inminente como sucedía en las comunidades de Pablo (cf. 1Tes.4-5). La Iglesia de Lucas sabe que vive en los últimos días en los que el hombre acoge o rechaza de forma definitiva la salvación que se regala. Cristo ha venido, ha de venir; está fuera de la historia, pero actúa en ella. La historia presente, de hecho, es el tiempo de la iglesia, tiempo de vigilancia.
Fitzmyer, ilustra esta afinada concepción de la historia, aparecen varias recomendaciones en lo que puede considerarse como los “retazos de una hipotética parábola”. Lo importante será descubrir en cuál de esas recomendaciones centramos la llegada que hay que esperar de manera vigilante. La predicación histórica de Jesús tienen estas máximas sobre la vigilancia y la confianza. Ahora, en este texto se les reviste de carácter escatológico. El punto clave reside en la invitación “estén preparados”; o lo que es lo mismo, lo importante es el hoy. A la luz de una certeza sobre el futuro, queda determinado el presente. Esta es la comprensión de la historia de Lucas: “se ha cumplido hoy” (4,21), “está entre ustedes” (17,20-21) y “ha de venir” (17,20).
El Reino es, al mismo tiempo, presente y algo todavía por venir. De aquí la doble actitud que se exige al cristiano: desprendimiento y vigilancia. Es necesario desprenderse de los cuidados y de los bienes de este mundo, dando así testimonio de que se buscan las cosas del cielo.
La vigilancia cristiana es inculcada constantemente por Cristo (Mc 14,38; Mt 25,13). La vida del cristiano debe ser toda ella una preparación para el encuentro con el Señor. La muerte que provoca tanto miedo en el que no cree, para el cristiano es una meditación: marca el fin de la prueba, el nacimiento a la vida inmortal, el encuentro con Cristo que le conduce a la Casa del Padre.
La intervención de Pedro, demuestra que la exhortación de Jesús sobre el significado de actuar y perseverar en vigilancia es en primer lugar referido a aquellos que son “la cabeza” de la comunidad, o mejor dicho para los que “están al servicio” de la comunidad. La resurrección a la vida depende del modo como ejercitaron ese servicio.
Comentarios desactivados en 7.7.22. Dom 19. No temas, pequeño rebaño; vuestro Padre ha querido daros el reino (Lc 12, 32)
Del blog de Xabier Pikaza:
El Dios de Jesús es Abba, Padre, siendo también Imma, es decir, madre. Estos dos nombres unidos, que Jesús ha recreado (como mesías materno/paterno) nos sitúan ante la experiencia más honda de la vida humana, en la raíz del evangelio.
| X. Pikaza
Las dos palabras (Abba e Imma) son inseparables, pues, en principio, el Padre depende de la Madre. En el centro del Nuevo Testamento se encuentra la palabra Abba, que Jesús ha utilizado en su oración, al referirse al Padre (cf. Mc 14, 36 par). Ésta es una palabra de la Biblia Cristiana, pero ella sólo puede interpretarse a partir de la madre (Imma), que se la transmite al niño, aunque luego ella queda a veces en la penumbra. Sólo cuando Imma (o la que hace sus veces) enseña al niño a decir Padre , y cuando el niño dice así (Abba) la vida tiene sentido y el hombre se sabe enraizado en la marcha divina de la vida.
Diciendo Abba, el niño no se aleja de la madre, para caer en manos de un mal patriarcalismo, sino que penetra en la experiencia más honda de la madre, que pone al niño ante su padre. Para que la vida del niño madure en riqueza y diálogo hace falta una buena madre (Imma) que le lleve al Abba, entrando en la relación mutua del padre y de la madre, que será principio de todas las restantes relaciones (con los hermanos, con los otros).
Abba no es una palabra técnica, propia de discusiones eruditas, sino la más sencilla de todas las palabras, casi onomatopéyica, que el niño pronuncia y comprende en el mismo principio de su vida, al referirse cariñosamente al padre (abba), en unión (a partir) de la madre (imma) como primera de todas las experiencias que son, al mismo tiempo, profanas y sagradas. No es palabra aislada, que se entiende por sí misma, sino que forma parte de una relación doble: Imma-Abba, Madre-Padre. Por eso, tomada en sí misma, ella alude a un padre que no solamente incluye elementos de madre (padre materno, padre tierno), sino que sigue teniendo a su lado a la madre, de la que depende (la Madre es la que sigue haciendo que el hijo diga Padre).
Un Abba sin Imma no es sólo enfermizo sino contrario al evangelio, pues al lado del Abba ha de estar la Imma como iniciadora y testigo del Padre. Su misma cercanía (las dos palabras marcan el acceso del niño a la vida personal consciente) definen su identidad. Muchos han aplicado a Dios palabras muy sabias, como si hubiera que dejar la infancia para encontrarle, como si la experiencia del niño fuera incapaz de abrirnos a la hondura de la Realidad. Pues bien, Jesús ha vuelto de algún modo a la infancia (en ejercicio de intensa neotenia), recuperando ante Dios su primera experiencia de niño en brazos de la madre (Imma) que le lleva al padre, pudiendo decía así Abba (que es siempre Padre desde la Madre).
Otros no se han atrevido, Jesús, en cambio, lo ha hecho
y de esa forma ha saludado a Dios de un modo intenso con la más fuerte de todas las palabras, aquella que los niños confiados y gozosos aprenden de boca de la Madre (Imma) para referirse al Padre (Abba) en quien creen y confían, sin dejar por eso a la Madre (sino todo lo contrario). Conocer a Dios resulta, para Jesús, lo más fácil y primero; no ha necesitado argumentos para comprender su esencia, no ha buscado demostraciones: Su madre María le ha enseñado a decir Abba y en el abba familiar (José) ha podido descubrir el rostro de Dios Abba, un Padre con madre o, mejor dicho, desde la madre.
La experiencia de Dios como Madre-Padre resulta inseparable del camino concreto, diario, de su vida. Jesús se ha confiado en Dios Madre-Padre y de esa forma ha vivido, dialogando con la tradición de su pueblo y de su entorno religioso pero, sobre todo, viviendo de un modo trasparente, ante el Dios que es madre-padre. No ha dejado de ser niño para hacerse mayor, sino que se ha hecho mayor profundizando en su experiencia de niño.
No os preocupéis… Don y tarea del Padre
El punto de partida del mensaje de Jesús es el don del Dios Padre/madre; la conversión (transformación) del hombre vendrá después. Mirado así, el mensaje de Jesús resulta sencillo, asombrosamente claro, lo más simple y normal: Nos conduce de nuevo, como a niños, con la ayuda de la madre, al lugar del verdadero nacimiento, al gozo y presencia del Padre. Otros personajes religiosos, históricos o simbólicos (Daniel, Henoc, Esdras…) habían realizado largos “viajes” para encontrar a Dios, Señor de Espíritus, envuelto en Halo de Misterio, Anciano de Días. Jesús no los ha hecho, sabe que Dios está a su lado. Jesús dice:
No os preocupéis, diciendo: ¿Qué comeremos, qué beberemos o con qué nos vestiremos? Porque los gentiles buscan ansiosamente todas estas cosas; pero vuestro Padre (Mt: celestial] sabe que las necesitáis. Por eso, buscad primero el reino y su justicia, y todas estas cosas se os darán por añadidura (Lc 12, 22-32; cf. Mt 6, 25-33).
Éste pasaje sapiencial nos sitúa ante el principio de la vida (cf. Gen 1-3), para descubrir allí la mano bondadosa de un Dios Padre, que realiza acciones y gestos maternos: Alimenta y viste a los hombres, como Madre que da leche al hijo y que le abriga, para que pueda así crecer y madurar sin miedo. Pues bien, cuando Jesús compara a los hombres con cuervos (Mt: aves) que no siembran y con lirios que no hilan, lo hace precisamente para marcar la diferencia, dentro de las semejanzas; aves y plantas no trabajan, pero los hombres han de hacerlo (sembrar, hilar…), aunque sabiendo que en el fondo de todo, más profundo que el trabajo, está el gozo y confianza de la vida, que se funda en el Padre y en su don del reino.
Lo primero es la experiencia del Dios Creador, que cuida a los pájaros del cielo y a los lirios del campo, apareciendo después como Padre de los pequeños, de aquellos que parecen más pobres y perdidos, como Fuente de Amor entrañable, principio de existencia, alimento y protección (vestido). Por eso, el evangelio es ante todo palabra de consuelo para hombres y mujeres agobiados y oprimidos (cf. Mt 11, 28), revelación de Padre/Madre, principio de vida. Por eso, en principio, situados ante el Padre/Madre, los hombres no tenemos que hacer nada, sino ser: Dejar que nos ame el Padre/Madre y nos ponga en camino de reino.
La oración al Padre
Los textos anteriores han mostrado la bondad universal y reconciliadora de Dios en cuyo nombre ha salido Jesús a proclamar el reino. Desde ese fondo y desde la necesidad de los hombres se entiende su oración:
Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino.
Danos hoy nuestro pan cotidiano, y perdona nuestra deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores (versión de Mt), y no nos metas en tentación (Lc 11, 2-4; cf. Mt 6, 9-13).
Éste es el nombre de Dios, simplemente padre, padre-madre. El primer nombre, el más hondo de la vida
‒ Santificado sea tu Nombre. Al decir a Dios “santificado sea tu Nombre” (=santifica tu nombre), le pedimos que muestre su santidad, como Padre liberador de los oprimidos, dominados por los prepotentes. Nombre significa identidad, lo más propio de Dios, aquello que define su persona. Pues bien, ahora descubrimos que el Nombre de Dios es Padre (Padre/Madre) no Yahvé (Soy el que Soy: Ex 3, 14), y así le pedimos que lo santifique, es decir, que se manifieste como tal, escuchando y respondiendo a sus hijos, los hombres.
‒ Venga tu reino. Los judíos habían llamado a Dios Rey y Padre en las Dieciocho Bendiciones. Jesús le llama sólo Padre, pero le pide que venga (que traiga) su Reino (afirmando así implícitamente que es Rey). Ésta es su paradoja: El Reino que pedimos y buscamos no es conquista de un rey que se impone por armas, sino regalo familiar de Padre. En este contexto recordamos la tradición mesiánica israelita: El Padre Dios desplegaba su poder a través del Hijo Rey (monarca davídico). Ahora, por medio de Jesús, Dios revela y despliega su Reino, sin necesidad de un rey de este mundo.
‒ Danos hoy nuestro pan cotidiano. Del Padre nuestro pasamos al pan nuestro. El primer signo del Padre no es una Ley particular sagrada, sino el alimento universal que deben compartir en solidaridad todos los hombres y mujeres, sin distinción de raza o religiones. La primera tarea de Dios Madre/Padre es alimentar a sus hijos, dándoles su pecho, ofreciéndoles sus bienes. Este pan, que Don de Dios, es “nuestro”, es decir, de todos lo orantes, que deben trabajar por conseguirlo y compartirlo. Los cuervos y lirios tenían su pan si trabajar (cf. Mt 6, 25-34). Los hombres lo reciben del Padre Dios Padre trabajando y compartiendo lo que tienen.
‒ Perdona nuestras deudas… Del pan pasamos al perdón. La oración supone que tenemos deudas con Dios y con otros hermanos. Según justicia, el hombre debería devolverle a Dios (y a los demás) lo que les debe. Pero Dios no es acreedor, ni juez, sino Padre y, como tal, perdona las deudas de los hijos, como recuerda esta petición, que nos hace pasar del plano de la ley (que impone obligaciones) al de la gracia. Como madre-padre, Dios perdona todo que pudiéramos deberle. Pero, al mismo tiempo, su perdón supone que también nosotros perdonemos nuestras deudas como hermanos.
‒ Y no nos metas en tentación… En esta versión de Lucas pedimos al Padre que “no nos meta en tentación”: lo normal sería que lo hiciera, como en el principio de los tiempos (Gen 2-3); por eso, nosotros, débiles humanos, le decimos que se porte como Padre, que no ponga nuestra vida a prueba. Pero el texto se puede traducir también diciendo no nos dejes caer en la tentación, protégenos en ella, suponiendo así que en la vida hay pruebas y que el verdaderoPadre educa a los hijos para que puedan superarlas, sin quedar derrotados por ellas. Lógicamente, no podemos evitar las pruebas, pero pedimos a Dios que nos ayude a superarlas.
Todo lo que pidiereis orando, creed que ya lo habéis recibido y así será. Y cuando oréis, perdonad si tenéis algo contra alguien, para que también vuestro Padre celestial os perdone vuestras culpas (Mc 11, 24-25).
Los seguidores de pueden dialogar y dialogan directamente con Dios,
con plena confianza, teniendo la certeza de que el Padre les ha concedido ya (cf. elabete: 11, 24) aquello que le piden. Frente al negocio del templo, que divide a unos de otros (judíos y gentiles, laicos y levitas, vendedores y compradores…), ha situado Marcos la experiencia luminosa y creadora de la reconciliación directa de unos hombres y mujeres que se perdonan mutuamente, como el Padre Dios les perdona.
Siglos habían tardadolos judíos en construir una nación fundada en leyes y templo. Pues bien, Jesús ha superado ese nivel, condenando el comercio del templo (cf. Mc 11, 11), para instaurar una comunidad donde cada uno es sacerdote, y puede orar con plena confianza, sin necesidad de sacrificios ni templos exteriores:
‒ Y cuando oréis, perdonad… No hay templo que avale unos derechos particulares (judíos) ni un perdón por rito. Y así, desaparecido el santuario antiguo con sus leyes sacrificiales, emerge el perdón gratuito del Padre que se expresa a través del perdón interhumano. Orar es perdonar, vivir en gratuidad. No exigir, no imponer los criterios propios, no expulsar ni condenar a nadie, amar directamente, como hijos de Dios.
‒ Para que vuestro Padre Celestial os perdone… Marcos emplea aquí el lenguaje cultual (paraptôma: caída, ofensa; cf. Rom 4, 25; 5, 15-20; Mt 6, 14-15) en vez del económico y profano (deudas, Mt 6, 12), para situarnos ante los pecados que según la tradición judía eran ofensas contra Dios, de tal manera que sólo Dios podía perdonarlos, a través de un ritual preciso, muy sagrado, de templo. Pues bien, ese ritual ha terminado, pues Dios ama y/o perdona como Padre, allí donde nosotros acogemos su perdón y nos amamos mutuamente.
Dios se revela así como Padre, no porque impone su autoridad sobre los hombres, sino porque les ama. No es Señor de seres sometidos, sino Madre-Padre, Imma-Abba, de hijos libres, que le acogen y responden, perdonándose entre sí. En ese contexto se vinculan los dos mandamientos “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón; amarás al prójimo como a ti mismo” (cf. Mc 12, 38-34 par). Otros grupos judíos decían algo semejante (amar a Dios, amar al prójimo), pero sólo Jesús ha vinculado de forma radical esos mandatos, como base de toda experiencia y tarea religiosa, descubriendo a Dios en el despliegue y desarrollo del amor humano (cf. Lc 10, 25-37: parábola del buen samaritano), interpretado de forma universal.
Jesús supera así el plano del talión, de manera que aquello que podía parecer pura arbitrariedad se convierte en principio de una justicia más alta, del don gratuito del Padre. Ésta es básicamente una experiencia de “oración”, que se expresa en forma de unión gratuita con Dios. De esa forma, allí donde Jesús dice pedid y se os dará, buscad y hallaréis… (Mt 7, 7; Lc 11, 9) se está diciendo: Pedid y Dios Padre os dará; buscad, y Dios Padre os mostrará… Así concluye la sección:
Si pues vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, cuanto más vuestro Padre celestial dará bienes a quienes se los pidan (Mt 7, 11) [Cf Lc 11, 13: dará el Espíritu santo a quienes se lo pidan].
Si los padres humanos saben dar cosas buenas a sus hijos, queriendo para ellos lo mejor, más lo querrá el Padre (Mt: “celestial”), ofreciendo sus dones a los hombres, hijos suyos. Por eso, los hombres, hijos de Dios, no deben angustiarse, pues Dios cuida de ellos, de manera que incluso los cabellos de su cabeza están contados (cf- Mt 10, 29-31). Dios es Padre-Madre, en sus manos estamos. Todos somos sus hijos.
El Nuevo Testamento termina con unas palabras de Jesús en el libro del Apocalipsis: “Sí, vengo pronto”. A las que responde el autor: “Amén. Ven, Señor Jesús”. Aunque la mayoría de los católicos no ha leído el Nuevo Testamento de punta a cabo, a muchos les suena la idea de “la segunda venida de Jesús” o “la vuelta del Señor”, sin que a nadie le quite el sueño. Esa vuelta no la ven como algo inmediato, ni siquiera a largo plazo.
A gran parte de los cristianos de finales del siglo I, cuando Lucas escribe su evangelio, le ocurría lo mismo. Desde niños, o desde que se convirtieron, les habían anunciado la pronta vuelta del Señor. Pero pasaron años, décadas, y no volvía. Escritos muy distintos del Nuevo Testamento recogen el desánimo y el escepticismo que se fue difundiendo en las comunidades. Hasta el punto de que el autor de la segunda carta a los Tesalonicenses se siente obligado a negar la inminencia de esa vuelta: «No perdáis fácilmente la cabeza ni os alarméis por profecías o discursos o cartas fingidamente nuestras, como si el día del Señor fuera inminente» (2 Tes 2,2).
Lucas también está convencido de que el fin del mundo no es inminente. Antes habrá que extender el evangelio «hasta los confines de la tierra», como expone en los Hechos de los Apóstoles. Pero aprovecha la enseñanza de generaciones anteriores para exhortar a la vigilancia.
[El sacerdote puede elegir este domingo entre una lectura breve y otra larga. Sin detenerme en justificar los motivos, aconsejo limitarse a la breve: Lucas 12,39-40.]
Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame.
Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; os aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo. Y, si llega entrada la noche o de madrugada y los encuentra así, dichosos ellos.
Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora viene el ladrón, no le dejaría abrir un boquete. Lo mismo vosotros, estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre.
Si se lee el texto de forma rápida parece hablar de los mismos personajes: unos criados y su señor. Sin embargo, habla de dos señores distintos:
1) uno que vuelve de un banquete o una boda, y al que esperan sus criados;
2) otro, que no tiene criados, se entera de que esa noche va a venir un ladrón, y lo espera en vela.
Dos comparaciones anticuadas
Veinte siglos hacen que incluso las imágenes más expresivas se desvirtúen. La primera comparación trae a la memoria la serie Downton Abbey, con toda la servidumbre perfectamente uniformada y dispuesta a la entrada del palacio esperando la llegada del señor o la familia. Esto pasó a la historia. Imaginando una comparación actual diría: “Tened los chalecos antibalas puestos y las armas preparadas, igual que los agentes de seguridad que esperan que el Presidente salga de la recepción”. Demasiado llamativo y aplicable a poca gente. Pero lo más desconcertante es lo que hace el Presidente: en vez irse a descansar o a dormir, se dedica a servir la cena a sus guardias.
La segunda comparación, la del que espera la venida del ladrón, también parece anticuada. Esa función la cumplen las agencias de seguridad y la policía. Sin embargo, dados los numerosos fallos en este campo, es posible que el dueño de la casa se mantuviese en vela.
Los protagonistas y los consejos
Las imágenes tan distintas de los criados (1ª comparación) y del dueño de la casa (2ª) se refieren a nosotros, los cristianos. El otro gran protagonista es Jesús, presentado una vez como señor y otra como ladrón. Como señor es algo caprichoso, puede volver a cualquier hora, sin avisar; y lo mismo le ocurre como ladrón.
Ya que se trata de dos comparaciones distintas, los consejos también difieren: en el primer caso, debemos imitar a los criados que esperan a su señor, con paciencia, aceptando que venga cuando quiera; en el segundo, imitar al propietario que espera al ladrón, preparados para la llegada imprevista del Hijo del hombre.
Hay también una notable diferencia en cuanto al tono: la primera comparación da por supuesto que el señor encontrará a los criados vigilando y los proclama dos veces bienaventurados. La segunda tiene un tono de amenaza y peligro.
De la vuelta del Señor al encuentro con el Señor
A mediados del siglo XX, los Testigos de Jehová estaban convencidos de que el fin del mundo sería en 1984 (70 años después de 1914, el comienzo de la Primera Guerra Mundial). Supongo que ahora mantendrán otra fecha. Pero no debemos reírnos de ellos. La adaptación de antiguas profecías a nuevas realidades es frecuente en el Antiguo Testamento y también en la iglesia primitiva.
En el caso concreto de la lectura de hoy, sin negar la vuelta del Señor, el acento se ha desplazado a algo más cercano e indiscutible: el encuentro personal con él después de la muerte. En esta perspectiva, la exhortación a la vigilancia sigue siendo totalmente válida.
Pero vigilar no significa vivir angustiados, sino cumplir adecuadamente las propias obligaciones, como recuerdan las exhortaciones de las cartas del Nuevo Testamento: en la vida de familia, el trabajo, la sociedad, la comunidad, es donde el cristiano demuestra su actitud de vigilancia.
La primera lectura (Sabiduría 18,6-9)
La primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría, ofrece dos posibles puntos de contacto con el evangelio. El texto dice así.
La noche de la liberación [de Egipto] se les anunció de antemano a nuestros padres, para que tuvieran ánimo, al conocer con certeza la promesa de que se fiaban. Tu pueblo esperaba ya la salvación de los inocentes y la perdición de los culpables, pues con una misma acción castigabas a los enemigos y nos honrabas, llamándonos a ti. Los hijos piadosos de un pueblo justo ofrecían sacrificios a escondidas y, de común acuerdo, se imponían esta ley sagrada: que todos los santos serían solidarios en los peligros y en los bienes; y empezaron a entonar los himnos tradicionales.
Primer punto de contacto: vigilancia esperando la salvación.
El libro de la Sabiduría piensa en la noche de la liberación de Egipto
El evangelio, en la salvación que traerá la segunda venida de Jesús.
En ambos casos se subraya la actitud vigilante de israelitas y cristianos.
Segundo punto de contacto: solidaridad
Al momento de salir de Egipto, los israelitas se comprometen a compartir los bienes: serían solidarios en los peligros y en los bienes.
En la forma larga del evangelio, Jesús anima a los cristianos a ir más lejos: Vended vuestros bienes y dad limosna; haceos talegas que no se echen a perder, y un tesoro inagotable en el cielo.
Reflexión final
Leer este evangelio en el primer domingo de agosto, cuando muchos acaban de empezar las vacaciones, no parece lo más adecuado. Sin embargo, precisamente al comienzo de las vacaciones es cuando más nos aconsejan una actitud de vigilancia: con respecto a la protección de la casa, las ruedas del coche, la revisión del motor, la protección de los rayos solares… Siendo realistas, también al comienzo de las vacaciones es cuando muchos se encuentran definitivamente con el Señor. La vigilancia no es solo para el otoño.
Este domingo el Evangelio nos invita a esperar. Pero esta espera tiene que ser activa, expectante. No como quien espera el autobús, sino como quien espera la visita de alguien importante. Es una invitación a estar preparadas, para que no se nos escapen las cosas buenas.
La espera que nos enseña Jesús nada tiene que ver con “mirar al cielo” (cfr. Hch 1, 11). Hacia donde hay que mirar es hacia los hermanos. La espera que nos enseña Jesús tiene que ver con el servicio.
Para relacionarnos con el Dios de Jesús es imprescindible atender a las hermanas, a las personas que nos rodean, sirviendo a quienes lo necesiten. La espiritualidad cristiana es una espiritualidad encarnada por eso el mejor termómetro de nuestra relación con Dios es nuestra vida cotidiana. De nada sirven muchas horas de oración ni haber asistido a misa todos los domingos de nuestra vida si nuestro amor a Dios no se traduce en amor al prójimo.
Pero tampoco vale lo contrario: de nada sirve ser voluntario en tres ONGs si al final llevo una vida vacía porque he desconectado con la Presencia viva de Dios que me habita.
Necesitamos de muchos ratos sentadas a los pies del Maestro para que nuestro “hacer” se depure de todo activismo, de todo afán de protagonismo, de toda apariencia. Pero necesitamos también levantarnos, abandonar el cómodo espacio de intimidad con Dios y volvernos hacia quienes puedan necesitarnos sirviendo.
Jesús, el gran orante, la noche que en que iba a ser entregado, “se levantó de la mesa, se quitó el manto, tomó una toalla y se la ciñó a la cintura. Después echó agua en una palangana y comenzó a lavar los pies…” (Jn 13, 4-5)
En el itinerario que nos ofrece Jesús, oración y servicio van juntas, no se pueden separar, se alimentan mutuamente y nos hacen crecer armónicamente. Tampoco nuestro cuerpo y nuestro espíritu son dos realidades separadas, si descuidamos nuestro cuerpo o nuestro espíritu nuestra vida se resiente, se enferma.
Oración
“Trinidad Santa, ayúdanos a vivir con la cintura ceñida para el servicio
y la lámpara de la oración siempre encendida. ¡Amén!”
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DOMINGO 19 (C)
Lc 12,32-48
El texto del evangelio de este domingo forma parte de un amplio contexto, que empezaba el domingo pasado con la petición de uno a Jesús: “dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia”. A partir de ahí, Lucas propone una larga conversación con los discípulos que abarca 35 versículos y toca muy diversos temas. Se trata de pensamientos dispersos que el evangelista organiza a su manera. Sin duda reflejan la manera de ver la vida de la primera comunidad, como lo demuestra la conciencia de ser un pequeño rebaño.
Que el texto utilice el lenguaje escatológico nos ha despistado. El que nos hable de talegos o tesoros en el cielo que nadie puede robar, o que Dios llegará como un ladrón en la noche, nos ha alejado del Dios de Jesús. Este lenguaje mítico a nosotros hoy no nos aclara nada. Dios no tiene que venir de ninguna parte. Está llamando siempre pero desde dentro. No pretende entrar en nosotros sino salir a nuestra conciencia y manifestarse en nuestras relaciones con los demás. No hemos superado la idea de un Dios que actúa desde fuera.
El domingo pasado se nos pedía no poner la confianza en las riquezas. Hoy se nos dice en quién hay que poner la confianza para que sea auténtica: no en un dios todopoderoso externo, sino en el hombre creado a su imagen y que tiene al mismo Dios como fundamento. No es pues, cuestión de actos de fe, sino afianzamiento en una actitud que debe atravesar toda nuestra vida. Confiadamente, tenemos que poner en marcha todos los recursos de nuestro ser, conscientes de que Dios actúa solo a través de sus criaturas, y que solo a través de cada una de ellas la creación evoluciona. Ayúdate y Dios te ayudará.
Se trata de estar siempre en actitud de búsqueda. Más que en vela, yo diría que hay que estar despiertos. No porque puede llegar el juicio cuando menos lo esperemos, sino porque la toma de conciencia de la realidad que somos exige plena atención a lo que está más allá de los sentidos y no es fácil de descubrir. El tesoro está escondido y hay que “trabajar” para descubrirlo. No se trata de confiar en lo que nosotros podemos alcanzar, sino en que Dios ya nos lo ha dado todo. Ha sido Dios el primero que ha confiado en nosotros en el momento en que pretende darse él mismo sin limitación ni restricción alguna.
Si hemos descubierto el tesoro que es Dios, no hay lugar para el temor. A las instituciones no les interesa la idea de un Dios que da plena autonomía al ser humano, porque no admite intermediarios. Para ellos es mucho más útil la idea de un dios que premia y castiga, porque en nombre de ese dios pueden controlar a las personas. La mejor manera de conseguir sometimiento es el miedo. Eso lo sabe muy bien cualquier autoridad. El miedo paraliza a la persona, que inmediatamente tiene necesidad de alguien que le ofrezca su ayuda para poder conseguir aquello que ya poseían plenamente antes de tener miedo.
Cuentan que una madre empezó a meter miedo de la oscuridad a su hijo pequeño. El objetivo era que no llegara nunca tarde a casa. Con el tiempo, el niño fue incapaz de andar solo en la noche. Eso le impedía una serie de actividades que hacía muy difícil desarrollar su personalidad. Entonces la madre, fabricó un amuleto y dijo al niño: esto te protegerá de la oscuridad. El niño, convencido, empezó a caminar en la noche sin ningún problema, confiando en el amuleto que llevaba colgado del cuello. ¡Sin comentario!
No debo confiar en un Dios externo sino en mi propio ser que tiene a Dios como fundamento y me proporciona posibilidades infinitas desde dentro de mí mismo. Esto es lo que significa: “vuestro Padre ha tenido a bien daros el Reino”. El dios araña que necesita chupar la sangre al ser humano no es el Dios de Jesús. El dios del que depende mi futuro, no es el Dios de Jesús. El dios que me colmará de favores cuando cumpla su santa voluntad, no es el Dios de Jesús. El Dios de Jesús es don total, incondicional e irrevocable.
El Padre ha tenido a bien confiaros el Reino. Este es el punto de partida. No tengáis miedo, estad preparados, etc., depende de esta verdad. Si el Reino es el tesoro encontrado, nada ni nadie puede apartarme de él. Todo lo que no sea esa realidad absoluta, que ya poseo, se convierte en calderilla. Nuestra tarea será descubrir el tesoro, todo lo demás surgirá espontáneamente. El Reino es el mismo Dios escondido en lo más hondo de mi ser. Los demás valores deben estar subordinados al valor supremo que es el Reino.
“Dar el reino” aplicado a Dios no tiene el mismo sentido que puede tener en nosotros el verbo dar. Dios no tiene nada que dar. Dios se da el mismo, pero a nosotros se da antes de que nosotros seamos. De ese modo, Dios se convierte en el sustrato y fundamento de mi ser. Sin Él, yo no sería nada. Ese don descubierto y vivido es la raíz de todas mis posibilidades de ser. Lo que puedo llegar a ser, más allá de mi biología, es consecuencia de esa presencia de Dios en mí que me capacita para llegar a ser lo que Él mismo es.
Esa fe-confianza, falta de miedo, no es para un futuro en el más allá. No se trata de que Dios me dé algún día lo que ahora echo de menos. Esta es la gran trampa que utilizan los intermediarios. A ver si me entendéis bien: Dios no tiene futuro. Es un continuo presente. Ese presente es el que tengo que descubrir y en él lo encontraré todo. No se trata de esperar a que Dios me dé tal o cual cosa dentro de unos meses o unos años. El colmo del desatino es esperar que me dé, después de la muerte, lo que no quiso darme aquí.
La idea que tenemos de una vida futura desnaturaliza la vida presente hasta dejarla reducida a una incómoda sala de espera. La preocupación por un más allá nos impide vivir en plenitud el más acá. La vida presente tiene pleno sentido por sí misma. Todo lo que podemos proyectar para el futuro, está ya aquí y ahora a nuestro alcance. Aquí y ahora puedo vivir la eternidad, puesto que puedo conectar con lo que hay de Dios en mí. Aquí y ahora puedo alcanzar mi plenitud, porque teniendo a Dios lo tengo todo.
La esperanza cristiana no se basa en lo que Dios me dará sino en que sea capaz de descubrir lo que Dios me está dando ya. Para que llegue a mí lo que espero, Dios no tiene que hacer nada; ya lo está haciendo. Yo soy el que tiene mucho que hacer, pero en el sentido de tomar conciencia y vivir la verdadera realidad que soy. Por eso hay que estar despiertos. Por eso tenemos que vivir el momento presente, porque es el definitivo y en él puedo dar el paso a la experiencia cumbre. Ese sería el momento definitivo de mi vida.
Demostramos falta de confianza y exceso de miedos, cuando buscamos a toda costa seguridades, sea en el más acá sea para el más allá. El miedo nos impide vivir el presente. Solo viviremos cuando perdamos el miedo. Debemos caminar aunque no tengamos controlado ni el camino ni la meta. Mientras más se acerca a la plenitud un ser humano, más vasto es el horizonte de plenitud que se le abre. Esto, que en sí mismo es un don increíble, a veces lleva a la desesperanza, porque la vida humana es siempre un comienzo.
Meditación
El único objetivo de toda religión debía ser llevarte al interior,
donde te encontrarás con el mismo Dios como centro de tu ser.
Antes de descubrirlo, la confianza es imprescindible.
Nadie tira por la borda las seguridades si no encuentra la total seguridad.
Muchas veces te han dicho que tienes que vender todo lo que tienes.
Pero la realidad es muy tozuda. Nadie da todo por nada.
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Lc 12, 32-48
«No acumuléis tesoros en la tierra…»
La cultura de la riqueza nos ha proporcionado un bienestar inimaginable hace tan solo unos años, pues, al menos en apariencia, la felicidad es la tónica general entre los ciudadanos de las sociedades opulentas. Vistas desde una sociedad próspera como la nuestra, las recomendaciones que hoy leemos en el evangelio parecen muy poco afortunadas, y da la impresión de que Jesús no llegó a vislumbrar siquiera el potencial que tiene el progreso para llenar la vida y generar felicidad.
Pero si escarbamos un poco bajo la superficie, quizá comprobemos que el precio que estamos pagando por mantener esta prosperidad es desmedido, y ello sin necesidad de aludir a los grandes problemas globales que nos están abocando al desastre, sino limitando nuestra reflexión al ámbito personal.
Porque bajo esa superficie engañosa y aparente, encontramos en primer lugar una sociedad compleja en extremo que nos abruma; que nos somete a tal cúmulo de preocupaciones, compromisos y desvelos, que nos impide encontrar el sosiego y la paz necesarios para plantear la vida en plenitud y vivirla con sentido.
Pero hay más, porque si seguimos profundizando, caeremos en la cuenta del grado de alienación que nos produce el dinero y todo lo que se puede comprar con dinero. No es que la riqueza en sí sea mala, y de hecho hay quien la convierte en talento para construir el Reino, pero suele ocurrir que no somos nosotros los que poseemos las riquezas, sino que son las riquezas las que nos poseen a nosotros. Convertimos así un talento en una “pasión”que nos esclaviza, que nos maneja a su antojo y nos transforma en personas “pasivas” a su merced.
En la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro, Jesús nos muestra hasta qué punto puede endurecerse el corazón de alguien que está poseído por sus riquezas. Dice la parábola que Epulón, en medio de los tormentos del Hades, le pide a Abraham que envíe a Lázaro a visitar a su padre y a sus hermanos para que se arrepientan y eviten su destino, y Abraham le contesta: «No harán caso, aunque resucite un muerto».
Finalmente, y allá en el fondo, descubrimos que la cultura de la riqueza nos enfrenta nada menos que a nuestra propia esencia, porque el motor de nuestro mundo es la ambición, y la ambición nos inhabilita para compadecer, para perdonar, para ayudar, para servir, y nos convierte en personas peligrosas carentes de humanidad y capaces de cualquier cosa por alcanzar sus objetivos.
Y la conclusión es que quizá Jesús no andaba tan descaminado; que quizá debamos preguntarnos si lo que el mundo llama progreso, no es en realidad una tiranía despiadada que nos impide vivir con sentido, nos esclaviza y nos deshumaniza…
Quizá debamos preguntarnos si no estamos vendiendo la primogenitura por un plato de lentejas.
Miguel Ángel Munárriz Casajús
Para leer el comentario que José E. Galarreta hizo en su momento, pinche aquí
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Lc 12, 32-48
Como suele pasar con la mayoría de los relatos evangélicos, las comparaciones puestas en boca de Jesús exceden la realidad y los relatos se vuelven intrigantes y hasta distópicos. Estos relatos del texto de Lucas 12,32-48 son cuanto menos inquietantes y se distancian bastante de lo que podemos suponer que se daba en el entorno de Jesús. Ciertamente, es muy improbable que en la práctica un sirviente se mantenga en vela toda la noche, todas las noches. Mucho más increíble es que el señor, al llegar, si encontrara a sus sirvientes en vela, se pusiera a servir él mismo a los sirvientes. La metáfora resulta cada vez más increíble: sirvientes que cumplen la voluntad de un señor aún sin conocerla y un señor que castiga con azotes o que sirve él mismo a sus sirvientes, según el caso.
Es clara la insistencia de este texto acerca del estar en vela, vigilante, el estar preparados y, sobre todo, acerca de la premura por cumplir la voluntad de Dios. Pero no se trata de hacer lo que se pueda con buena intención o de intentar conocer la voluntad de Dios. El relato es sumamente exigente: conocer o no conocer la voluntad no exime de cumplirla, y todas las acciones tienen consecuencias drásticas.
Este relato podría interpretarse de manera actual como una llamada a convertirnos en agentes de nuestra propia vocación y misión y a discernir en común espacios institucionales que hagan posible la realización del reino. Siempre teniendo presente que estas exigencias son realizables ya que están en función de una promesa: “No temas, pequeño rebaño, que el Padre ha querido darles el reino”.
Por el contrario, el activismo es uno de los desafíos que sigue acechando nuestras comunidades. Incluso en las comunidades más vitales, se piden muchas obras y tareas a cada uno, la mayoría de ellas muy buenas y necesarias. Sin embargo, en el relato no se habla de cantidad; no se trata de hacer mucho; se trata de mantenerse “en vela” y de estar atentos para cumplir la voluntad de Dios. Este estar en vela requiere fe y atención; requiere de un discernimiento individual y de uno colectivo, de uno personal y de otro institucional.
Unir la atención, el trabajo y la acción no resulta sencillo. Los tiempos actuales están mucho más llenos de activismo que de acción. La filósofa Hannah Arendt distingue bien el trabajo y la acción. El trabajo estaría más vinculado al hacer para cubrir las necesidades mientras que la acción sería aquella actividad propiamente humana que tiene un sentido más allá de las necesidades y que contribuye a la formación de realidades que colaboran en el crecimiento y desarrollo de todos y de todo. Por supuesto que un activismo sin dirección queda descartado de las opciones éticas.
En el mismo sentido, orientar las decisiones, las expectativas e incluso las posesiones al sentido profundo de la vida es el requisito sine qua non para que crezca el reino. Y esta disposición desapegada genera entusiasmo, inspiración, prevalece frente a los obstáculos y anima a la acción, porque está claro que “donde está tu tesoro allí está tu corazón”.
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Domingo XIX del Tiempo Ordinario
7 agosto 2022
Lc 12, 32-48
La sentencia de Jesús invita a poner luz en aquello que consideramos nuestro tesoro. ¿Qué es, en la práctica, más allá de las palabras, lo realmente importante para mí? Porque será eso lo que me movilizará, ya que ahí habré puesto también mi corazón.
Un modo simple de saber cuál es nuestro tesoro consiste en ver cómo reaccionamos ante las diferentes pérdidas o las frustraciones. Porque aquella pérdida o frustración que más me altere será un indicador inequívoco de que allí tenía puesto mi corazón. La explicación es simple: reaccionamos con mayor intensidad cuanto más valoramos aquello que perdemos. La alteración que nos produce una pérdida es directamente proporcional al valor que atribuimos al objeto perdido y al apego que vivíamos hacia él.
Por lo tanto, únicamente podremos liberarnos de los falsos “tesoros”, que terminan confundiéndonos y esclavizándonos, cuestionando, tanto el valor que atribuimos a las cosas, como nuestro apego a las mismas. Es claro que valor y apego son deudores del modo como nos vemos a nosotros mismos. Al crecer en comprensión de lo que soy, siendo consciente de que, en mi verdadera identidad, soy plenitud de consciencia, dejaré de atribuir un valor desproporcionado a lo que solo es un objeto. Y, en consecuencia, aflojará en la misma medida el apego que vivía hacia él.
Dicho brevemente: la comprensión relativiza tanto el valor como el apego. Porque desnuda a los objetos de su pretensión de ser “tesoros”, lo cual permite, a su vez, que nos liberemos del apego y pongamos nuestro “corazón” en lo realmente real.
¿Qué es lo que más valoro? ¿A qué estoy más apegado?
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