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Entradas Etiquetadas ‘Charles Péguy’

Salvarse juntos.

Jueves, 28 de julio de 2022
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Del blog de la Comunidad Fronteras Abiertas (CAFA) de Zaragoza:

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A vosotros se os han dado a conocer los secretos del reino de los cielos y a ellos no
Mt 13, 10-17


Hay que salvarse juntos,
hay que llegar juntos a la casa de Dios.
No vayamos a encontrarnos con Dios
estando los unos separados de los otros.
Hay que pensar un poco en los otros,
hay que trabajar un poco por los otros.
¿Qué nos diría Dios si llegásemos hasta él
los unos sin los otros?

*

Charles Péguy, 1873-1914

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***

Dios fuerte y misericordioso,
que destruyes las guerras y derribas a los soberbios;
aparta de nosotros la destrucción y las lágrimas,
para que todos podamos llamarnos,
en verdad, hijos tuyos.

***

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“Ante el misterio del niño”. Natividad del Señor – C (Lc 2,1-14 / Lc 2,15-20 / Jn 1,1-8)

Martes, 25 de diciembre de 2018
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Natividad_CLos hombres terminamos por acostumbrarnos a casi todo. Con frecuencia, la costumbre y la rutina van vaciando de vida nuestra existencia. Decía Ch. Peguy que «hay algo peor que tener un alma perversa, y es tener un alma acostumbrada a casi todo». Por eso no nos puede extrañar demasiado que la celebración de la Navidad, envuelta en superficialidad y consumismo alocado, apenas diga ya nada nuevo ni gozoso a tantos hombres y mujeres de «alma acostumbrada».

Estamos acostumbrados a escuchar que «Dios ha nacido en un portal de Belén». Ya no nos sorprende ni conmueve un Dios que se ofrece como niño. Lo dice A. Saint-Exupéry en el prólogo de su delicioso Principito: «Todas las personas mayores han sido niños antes. Pero pocas lo recuerdan». Se nos olvida lo que es ser niños. Y se nos olvida que la primera mirada de Dios al acercarse al mundo ha sido una mirada de niño.

Pero esa es justamente la gran noticia de la Navidad. Dios es y sigue siendo Misterio. Pero ahora sabemos que no es un ser tenebroso, inquietante y temible, sino alguien que se nos ofrece cercano, indefenso, entrañable, desde la ternura y la transparencia de un niño.

Y este es el mensaje de la Navidad. Hay que salir al encuentro de ese Dios, hay que cambiar el corazón, hacernos niños, nacer de nuevo, recuperar la transparencia del corazón, abrirnos confiadamente a la gracia y el perdón.

A pesar de nuestra aterradora superficialidad, nuestros escepticismos y desencantos, y, sobre todo, nuestro inconfesable egoísmo y mezquindad de «adultos», siempre hay en nuestro corazón un rincón íntimo en el que todavía no hemos dejado de ser niños.

Atrevámonos siquiera una vez a mirarnos con sencillez y sin reservas. Hagamos un poco de silencio a nuestro alrededor. Apaguemos el televisor. Olvidemos nuestras prisas, nerviosismos, compras y compromisos.

Escuchemos dentro de nosotros ese «corazón de niño» que no se ha cerrado todavía a la posibilidad de una vida más sincera, bondadosa y confiada en Dios. Es posible que comencemos a ver nuestra vida de otra manera. «No se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos» (A. Saint-Exupéry).

Y, sobre todo, es posible que escuchemos una llamada a renacer a una fe nueva. Una fe que no anquilosa sino que rejuvenece; que no nos encierra en nosotros mismos sino que nos abre; que no separa sino que une; que no recela sino confía; que no entristece sino ilumina; que no teme sino que ama.

José Antonio Pagola

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“Ética de la esperanza, pero ¿qué esperanza?”, por Antonio Gil de Zúñiga,

Viernes, 19 de febrero de 2016
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bike-2Leído en Atrio:

En la web de Atrio, en esta última semana, se ha prodigado la palabra esperanza. Sin duda, es tiempo de ello. Estamos en Navidad, que es liberación y esperanza. Estamos a una semana después de unas elecciones generales, cuyos resultados señalan un camino de esperanza. Pero habría que preguntarse, ¿qué esperanza?

No me vale la virtud de la esperanza, como se ha enseñado tradicionalmente por la teología. Una esperanza demasiado escatológica y providencialista, que lo deja todo en mano de la resignación; aunque tampoco me vale la de E. Bloch, demasiado chata y telúrica, sin horizonte de Trascendencia. Creo que hay que aunar esa esperanza trascendente de la virtud cristiana y el “todavía no” blochiano transformador de la realidad y de la historia.

El territorio de la esperanza es el sufrimiento, el drama humano, como nos advierte A. Malraux en su novela La esperanza, quien, por medio de una prosopopeya, pone en boca de Madrid, acorralada y destrozada por los bombardeos del rebelde ejército franquista, una queja profunda y angustiosa contra Miguel de Unamuno: “¿para qué puede servirme tu pensamiento, si tú no puedes pensar mi drama?”. Esta situación se puede actualizar de muchas maneras: guerra de Siria, millones de desplazados; recortes sociales del gobierno del PP, millones de familias empobrecidas; y un largo etc. Es en el aquí y ahora donde ha de actuar la esperanza; tiene que mirar al futuro, próximo o lejano, pero desde la realidad sufriente del ahora. Tal vez no les falta razón a E. Lévinas y Rosenzweig para quienes la filosofía es ideología de la guerra al considerar unos elementos como esenciales (Dios, hombre, mundo) y despreciar otros como accidentes (el sufrimiento, la pobreza, la esclavitud). También TW Adorno se sitúa en esta línea al entender, por un lado, que “el sufrimiento perenne tiene tanto derecho a la expresión como el martirizado a aullar”, retractándose de algún modo de otra afirmación suya de que después de Auschwitz ya “no se podía escribir ningún poema”; y de otro, que ante el bárbaro e irracional Holocausto la propia metafísica ha quedado desarmada y paralizada, “porque lo que ocurrió le destruyó al pensamiento metafísico especulativo la base de su compatibilidad con la experiencia”. Es, pues, hora de que la esperanza tome la iniciativa y el ser humano recupere su propia identidad óntica, pues, siguiendo a Laín Entralgo, “el hombre sin esperanza sería un absurdo metafísico”.

Desde el punto de vista de la creencia la esperanza es el guía fiel que acompaña al hombre a la frontera de la finitud para entrar en el territorio de la trascendencia; donde ya no hay esperanza, porque el acontecimiento gozoso se hace patente. Se presenta, pues, al sujeto sub specie boni, colmando todos los anhelos insatisfechos y plenificando la finitud de la existencia humana. De ahí que el Ser trascendente sea el horizonte del “homo viator”,  que no es un ser acabado, perfeccionado, como mantiene la filosofía escolástica siguiendo a Aristóteles, sino un ser en proyecto, que deviene y se realiza cada día: “vivir es constantemente decidir lo que vamos a ser…¡Un ser que consiste, más que en lo que es, en lo que va a ser; por lo tanto, en lo que aún no es!”, escribe Ortega y remata en otro lugar, “yo no soy una cosa, sino un drama, una lucha por llegar a ser lo que tengo que ser”.

Así pues, el ser humano es un-ser-en-esperanza. Que es tanto como decir que está abierto al futuro, nota esencial de la esperanza. Es un proyecto en constante devenir que en su trayectoria diacrónica se va configurando y consolidando como ser humano. Es agente y responsable de su propio futuro, como individuo y como colectividad, y su tarea primordial es transformar el presente, para que el futuro sea menos incierto, incluso un futuro liberador, donde las aspiraciones humanas se vean cumplidas. Se aproximan así esperanza y utopía, por cuanto se vislumbra una realidad diferente a la que se vive y se posibilita una calidad de vida, fruto del quehacer transformador del hombre. El futuro será, pues, una realidad para todos; de que los demás van a estar conmigo y yo con ellos. Es la urgencia de la solidaridad. Pero conviene resaltar que a la realidad adversa se encara desde una posición erguida, de ahí el dicho de no meter la cabeza debajo del ala como el avestruz. A esto P. Tillich lo llamó “el coraje de ser”. Conseguir esa actitud erguida, factor importante en la evolución del primate al homínido, como gustaba repetir el biólogo Faustino Cordón, no fue cosa de unos días, sino de siglos. El primate pasó del bosque a la sabana, y para comer y poder defenderse de otros depredadores comenzó a erguirse, mantenerse de pie. Sin esta actitud de reto, de confianza desafiante, no es posible la esperanza.

El hombre es además un-ser-con-esperanza. Su existencia como historia se fundamenta en la confianza de su proyecto, un proyecto con futuro. Confiar es tanto como dar crédito a la realidad por más que esta realidad y este proyecto puedan atravesar campos minados que hagan peligrar la actitud desafiante del ser confiado. Con la mirada hacia delante, hacia el futuro. Es la sensación que muestra la sociedad española después de las elecciones del 20D, por más que Ortega nos diga que el español suele “hacerse ilusiones sobre su pasado, en vez de hacérselas sobre su porvenir”; o la actitud desafiante de algunos, demasiados, obispos españoles, que no respetan ni la libertad personal, ni la libertad de conciencia.

Pero la esperanza, tanto biográfica como histórica, no es otra cosa que el compromiso con la realidad, individual y colectiva; una realidad considerada sub specie boni, que implica armonía y felicidad para uno mismo y para los demás. El dato empírico es que la realidad del ser-ahí anhela su total transformación, como también la creación entera, según escribe Pablo de Tarso en la Carta a los Romanos. Y es K. Marx quien pone las bases en la tesis XI sobre Feuerbach: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. Aquí está la clave de la esperanza, de la “pequeña esperanza” de Ch. Pèguy, ya que no es otra cosa que la consecuencia y el fruto de los comportamientos éticos del trabajo por la justicia, la libertad o la paz. No hay futuro esperanzador si no hay libertad, aunque vivamos en una democracia, pero las mayorías absolutas imponen absolutamente sus prioridades y su bienestar; aunque la Iglesia sea un espacio de libertad, pero nuestros jerarcas quieren imponer “su verdad”, ya que los laicos somos “un rebaño” sin capacidad de decisiones… El hombre es un “ángel fieramente humano”, diría Blas de Otero, pero con “grandes alas de cadenas”, tanto individual como colectivamente. No hay un futuro esperanzador si no hay justicia, o lo que es lo mismo, igualdad, ausencia de explotación del hombre por el hombre; en definitiva, ausencia de marginalidad y pobreza. No hay futuro esperanzador si no hay paz, ausencia de violencia que es la generadora de conflictos y de dolor humanos.

Esta es la formidable tarea de la “pequeña esperanza”. En otro lugar (Palabras para este tiempo, Madrid, 2012) le dediqué un soneto que, abreviándolo, dice:

Callada energía de la humana
existencia. No eres, pues, espera
en sala de espera sin ventana,
sino GPS robusto hasta la frontera

… Vacuna fiel contra la pesadilla
de la injusticia y la pobreza. Palma
en el desierto. Una aurora que brilla.

***

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Como signos de interrogación

Jueves, 17 de diciembre de 2015
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Del blog Amigos de Thomas Merton:

Crime and Punishment....

“¡Pontífices! ¡Pontífices! Somos todos pontífices arengándonosunos a otros, blandiendo nuestros báculos unos contra otros, dogmatizando, amenazando con anatemas!

 Recientemente, en el breviario, leíamos sobre un santo que, a punto de morir, se quitó las vestiduras pontificales y se bajó de la cama. Murió en el suelo, lo cual está muy bien: pero apenas hay tiempo de sentirse edificado con eso, porque uno está todavía cavilando sobre el hecho de que llevara vestiduras pontificales en la cama.
Reflexiones…: simpatía hacia Péguy, hacia Simone Weil, que prefirieron no estar en medio de la página católicamente aprobada y bien censurada, sino únicamente en el margen. Y se quedaron ahí, como signos de interrogación: poniendo en cuestión no a Cristo, sino a los cristianos.”
*
Thomas Merton
Conjeturas de un espectador culpable. 
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