Huyó de Honduras por ser LGBT y lo pagó con un año de cárcel en EEUU: la historia de César Mejía
Por Dunia Orellana, desde Honduras
El activista César Ramón Mejía tuvo que huir de Honduras en 2018 debido a la violencia, el desempleo y la discriminación contra las personas LGBTI. Cuando llegó a la frontera con Estados Unidos, lo deportaron y lo condenaron a no regresar a tierra estadounidense en los próximos veinte años. Su delito fue salir forzosamente de su país debido a la violencia, el desempleo y la discriminación contra los grupos LGBTI a los que pertenece.
“Ahora estoy en San Pedro Sula y posiblemente más tarde amanezca muerto. A muchos chicos y chicas los matan porque andan personas homofóbicas que dicen ‘un culero menos en la calle’”, dice César, de 26 años.
“Derrotado, sin dinero, sin haber logrado nada”. Así se siente César, luego de los dos intentos fallidos de migrar a Estados Unidos y en medio de la pandemia de coronavirus. Vive con la angustia de no saber de dónde le va a caer el siguiente plato de comida o la siguiente bala. Presentes conversó con él para contar su historia.
Del sueño americano a la cárcel
A finales de 2018, César estaba en la frontera entre México y Estados Unidos cuando decidió entregarse a las autoridades para ver si conseguía asilo en EEUU. Había hecho el viaje de rigor de todo hondureño en busca del “sueño americano”, expresión que ha popularizado la prensa del país.
Se había unido meses antes a la primera caravana de migrantes que partió desde el norte de Honduras, atravesó Guatemala y llegó a México. La caravana estaba formada por un grupo variopinto de las clases sociales hondureñas menos favorecidas. Viajaban ancianos, niñes, mujeres y hombres cis, personas trans. Incluso niñes de pecho que sus madres llevaban cargados en sábanas amarradas a los hombros.
En México, César, apodado “El “auténtico”, se refugió junto con otros indocumentados de varias nacionalidades en una residencial del centro de la capital. Allí apareció en varios medios de comunicación, en defensa de los indocumentados. En YouTube puede verse al menos un corto documental en el que aparece en Ciudad de México, acompañado por un reportero del medio Vice.
Pedir asilo
El 23 de diciembre de 2018 decidió entregarse a las autoridades de Estados Unidos “porque pensaba que es un país de leyes y de cosas justas, no como el país de donde vengo”, según contó a Presentes. Tenía esperanzas de conseguir asilo.
Los funcionarios estadounidenses comenzaron a interrogarlo ferozmente. Querían conocer su relación con los líderes de la caravana, aunque solo podían culparlo de haber apoyado a los demás migrantes ayudándoles a obtener alimentos y denunciando maltratos y discriminación.
Allí también lo culparon de trata de personas. “Yo no tenía nada que ver con los líderes de la caravana. Yo iba solo, pero en el camino uno toma como familia a la gente que va con uno. Los cipotes me miraban como alguien que ayudaba a resolver cosas. Nadie puede hablar mal de mí, a nadie prostituí ni mandé a prostituirse”, cuenta a Presentes.
Primer encierro
El 28 de diciembre de 2018, el Departamento de Migración le hizo una mala pasada y lo encerró en una cárcel de Arizona, en el suroeste de Estados Unidos. De ahí lo trasladó, el 15 de enero de 2019, a la correccional del condado de Tallahatchie, Mississippi, en el sur del país, donde pasó tras las rejas la mayor parte de ese año.
Enrejado en Tallahatchie, estuvo a punto de perder la razón por la angustia: “No sabía cuándo era de noche o de día. Perdí la noción del tiempo por el encierro”, relata.
Recuerda el día en que le dieron un “alegrón de pobre”. “Me mandaron la confirmación del ‘parole’, de que podía llevar mi caso afuera. Sentí alegría, dije ‘aquí voy a empezar de cero’, a olvidar todo, a sacar adelante a mi mamá, a mi familia”.
Pero tres días después volvieron a engañarlo, según el relato de César. Su peregrinaje de cárcel en cárcel continuó cuando, veinte días después, de la correccional de Tallahatchie lo mandaron para Louisiana. “Aquí vas a ver un juez que va a decidir si te vas para tu país o te quedas aquí”, le dio la bienvenida un oficial estadounidense.
Tratos políticos y viajes de locos
“El juez estadounidense le decía a todo hondureño que llegaba a la corte: ‘Tu país es seguro. Tenemos un convenio con él. Le dimos millones de dólares para que haya más desarrollo y puedas estar bien allá, así que te vas de vuelta’”, cuenta César. El juez ni volteó a ver su expediente.
Eso pasó en agosto de 2019. Lo que no sabía César es que le faltaban al menos cuatro meses de cárcel antes de que lo deportaran en noviembre de ese año. “En la cárcel tuve que pelear por la comida, aguantando que me preguntaran si no había una cárcel para maricas. Me sentí peor que nunca”.
La depresión lo destrozó. Además de medicinas contra la taquicardia, tomó antidepresivos. “Varias veces me tocó ir a celda de castigo por defenderme”.
Después de meses, sus abogadas le dijeron que por un error técnico de la justicia podían lograr una apelación. Parecía una buena noticia. El problema era que tenía que quedarse en prisión otros seis meses.
“Al menos voy a ver de vuelta a mi mamá”
César firmó su autodeportación. “Mejor que me maten en Honduras, pero por lo menos voy a ver de vuelta a mi mamá”. Pero no solo lo deportaron. También lo convirtieron en un paria. Le prohibieron acercarse a Estados Unidos durante los próximos veinte años. Las autoridades hondureñas lo ficharon como a un delincuente peligroso a quien le sale mil veces mejor quedarse calladito. Cualquier “brinco” contra las instituciones hondureñas puede traerle graves problemas. “¿Cómo mata el gobierno de Honduras”, se pregunta César. Y se contesta a sí mismo: “Institucionalmente”.
El 19 de noviembre de 2019, Migración puso en un avión a César y lo envió de vuelta a Honduras. Al menos esa fue la intención. Pero el vuelo iba a Jamaica.
En el avión que aterrizó en el aeropuerto de Kingston, capital jamaiquina, llevaban a César “encadenado de manos, cintura y pies, como si fuera el Chapo”, cuenta, refiriéndose al famoso narco mexicano Joaquín Guzmán. “Pueden dejarme acá. Por mí no hay problema”, les pidió a los oficiales de Migración cuando descubrieron el error que habían cometido.
Segundo intento en medio del coronavirus
Le dieron el trato de un diplomático de altura. Estados Unidos mandó a Kingston un avión cargado de hondureños para traer a César ese mismo día a San Pedro Sula. Fue el único que abordó el avión. Al menos se dio el lujo de pasar cuatro horas en Jamaica.
Sin trabajo, sin casa, sin un centavo en la bolsa, César llegó a su ciudad natal solo con la ropa que traía puesta. “Un montón de deportados se quedaron durmiendo en la terminal” sampedrana, esperando el amanecer para subirse a un bus con un boleto que les regalaron, relata César. De pura casualidad se topó en el centro de la ciudad con una amiga que le dio cien lempiras. “‘Tené para que vayas a ver a tu mamá’, me dijo. Entonces me fui adonde mi mami. Le caí de sorpresa”.
Al cabo le dieron igual los veinte años de prohibición. Dos meses después de haber regresado, desesperado por la falta de trabajo, César se unió a una pequeña caravana que partió de San Pedro Sula en enero de 2020. Un mes antes, las noticias habían empezado a hablar de un nuevo virus aparecido en Wuhan, China.
La segunda aventura de César terminó en Tabasco, México, cuando la pandemia de coronavirus iba cerrándolo todo. Allá, César dio vuelta en redondo y regresó a Honduras.
“Quiero irme de aquí, pero Estados Unidos ya no es una opción. Si regreso, ya no son ocho meses o un año de cárcel. No sé qué hice mal. No tengo antecedentes penales. Solo me han quedado estos papeles para leerlos”, dice con la voz quebrada, señalando el hatajo de documentos que carga en su mochila y que respaldan su historia de encierro en la tierra del “sueño americano”.
Fuente Agencia Presentes
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