Cansancio…
Del blog Fraternidad Monástica Virtual:
No hay duda de que quieres algo de mi, Señor Jesús. Todas esas puertas abiertas de un solo golpe. La vida entera delante de mí: no es un sueño.
Quieres algo de mí, Señor. Aquí estoy, al pie de la muralla: todo está abierto, no hay más que un camino, libre, hacia el infinito, el absoluto.
Pero yo me siento el mismo, a pesar de todo. Tendré que tomar contacto contigo, Señor; que te haga compañía, durante un buen rato. Para morir; pero entonces completamente.
Como esos heridos que sufren, Señor: yo te pido que acabes conmigo. Estoy cansado de no ser tuyo, de no ser tú.
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L. Ploussard,
Carnet de route.
Seuil. Paris, 1964, 209
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Después que la gente se hubo saciado, Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Y, después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar. Llegada la noche, estaba allí solo. Mientras tanto, la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario.
De madrugada se les acercó Jesús, andando sobre el agua. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma. Jesús les dijo en seguida:
– “¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!“
Pedro le contestó:
– “Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua.”
Él le dijo:
– “Ven.”
Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua, acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó:
– “Señor, sálvame.”
En seguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo:
– “¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?”
En cuanto subieron a la barca, amainó el viento. Los de la barca se postraron ante él, diciendo:
– “Realmente eres Hijo de Dios.”
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Mateo 14,22-33
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Dios mío, he nacido para contemplarte, para vivir en ti, para actuar por ti. Sólo la conciencia de servirte fielmente puede darme la paz. Tengo miedo de pensar que no soy digno de ti. Este es el verdadero “temor de Dios”, Dios mío, he crecido y he tenido que soportar que seas un desconocido no sólo de pensamientos, sino también de palabras y de obras… En mi interior me he propuesto resarcir esas ofensas, ser impecable y valiente caballero tuyo.
Me he equivocado, he pecado contra ti, no me he entregado a ti con todas mis fuerzas, me he distraído; también yo te he ofendido. He tenido miedo de cumplir tu voluntad; han surgido en mí prepotencias y villanías que de ningún modo quería sentir. Pero la violencia usada en tu nombre o —mejor- la resistencia al mal en tu nombre es santa, aunque resulte dolorosa a alguien. Y como alguien, Dios, quieres que esté yo, y estaré con el más fuerte para participar de su fuerza, si bien, pienso, después, que esto puede bloquearme de cara a uno más débil que yo, de cara a alguien que tengo más necesidad que yo. No obstante, ¿perderé la fuerza que tengo?, ¿se me comunicará la debilidad ajena? Quizá, el riesgo existe, pero la salvación consiste en neutralizar las influencias o, mejor dicho, en mantener un equilibrio tal para poder dar sin ser arrastrados.
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Mario Finzi, un joven judío de Bolonia, el 23 de marzo de 1944, ocho días antes de su detención y deportación a Auschwitz.
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