El 1 de julio, y tras la realización del consistorio del papa Francisco, se ha comunicado que está por determinar la fecha de la canonización del que será San Carlo Acutis. Y, pensando durante estos días en la propuesta de un modelo de santidad que es una canonización, he querido volver mi mirada a la gran imagen de la santidad que son las Bienaventuranzas que inauguran el Sermón de la Montaña y fundan el Reino de Dios.
Es una lista asombrosa, tan contraria a cómo va el mundo: los pobres de espíritu, los afligidos, los mansos, los pacificadores, los puros de corazón, los misericordiosos, los perseguidos… Y seguramente los santos canonizados se han acercado esas bienaventuranzas y han conformado la vida a ellas. Y lo han hecho en la realidad de sus días, con su humanidad, sus límites, su pensamiento, su contexto histórico y cultural. Santos, no perfectos. No sé si es útil recordar que la santidad no es propiamente perfección.
Hombres y mujeres que han vivido el tiempo que les fue dado, que también pecaron, que también tuvieron que lidiar con el mal, el de los demás, pero también el propio. Un mal vencido por el bien, un mal vencido por la gracia, un mal vencido por existencias que no son perfectas, sino progresivamente abandonadas al amor de Dios.
La santidad no es perfección
Y desde lo que voy aprendiendo en mi vida cristiana y religiosa, me detengo siempre más a menudo (ahora que estoy con personas ancianas y enfermas) que la santidad no es perfección y que hay que tener el coraje de superar ciertas apologías que hacen a los santos tan lejanos, tan únicos y tan, a veces, inhumanos. A pesar de las diferencias de vidas y épocas, los santos quizás tuvieron esto en común: la confianza en la bondad de Dios y la gratuidad de su misericordia. Y, sobre esta base, empezar de nuevo, a reconstruir, a fundar una vida nueva con grandes dosis de alternativa, y a tratar con la realidad, siendo conscientes de que para el ser humano todo pasa, mientras que para Dios todo permanece, misteriosamente, presente, redimido, sanado…, asumido porque amado y salvado.
Debemos aprender a hablar de santidad hablando de humanidad y de realidad, también sin excluir, sin mutilar. No hay santidad sin asumir plenamente la realidad, con todo su peso de sombras; no se puede alcanzar la santidad sin confiar en inicios y reinicios, sin confiar en el camino, sin confiar en la vida.
Todos los que han comentado el Evangelio de las Bienaventuranzas han intentado siempre, por todos los medios, explicar el importante y exigente discurso de Jesús; y de hecho encontramos algunos bellos comentarios que nos ayudan a descubrir todos los aspectos -incluso los más ocultos- de éste que es un verdadero cántico de santidad. Pero entonces quizá hasta resulta natural preguntarnos por qué siempre es tan difícil poner en práctica el contenido de esta enseñanza de Jesús en nuestras vidas.
¿Cómo leemos las bienaventuranzas?
La respuesta a esta pregunta tal vez resida en que, a pesar de los excelentes comentarios, seguimos leyendo las bienaventuranzas con nuestra manera de ver las cosas y no con la de Dios. De esta manera, nos comportamos como si hubiéramos leído cada una de ellas al revés, por lo que se nos escapa el significado correcto y, en consecuencia, la propuesta que percibimos de estas palabras resulta demasiado dura y por tanto inaceptable.
De hecho, si pensamos que en el discurso de Jesús se afirma que es una bienaventuranza ser pobre, o estar llorando y sufriendo, o tener hambre de justicia, no estamos entendiendo el significado correcto de sus palabras y, por lo tanto, las rechazamos porque creemos que son contrarias a nuestra idea de un Dios bueno. Sin embargo, si logramos comprender que las bienaventuranzas son las enunciadas en la segunda parte de cada frase -poseer el reino de los cielos, ser consolado, alcanzar misericordia, contentarse con la justicia- entonces nuestra forma de entender será completamente trastocada y todo adquirirá un significado diferente y será hasta una invitación provocadora.
Ya no se trata de la lógica, habitual entre nosotros, que se basa en la creencia de que la compensación se obtiene de Dios gracias a las buenas obras realizadas, sino que se confirma que las palabras de Jesús son pronunciadas en la lógica del amor, hacia el cual todas las cosas humanas, incluso las más miserables y degradantes, pueden ser redimidas y elevadas, si se viven por amor.
Jesús asegura a sus seguidores que pueden ser felices, es decir, tener esa bienaventuranza que proviene de poseer el Reino de Dios, de ser consolados, de obtener misericordia y de estar satisfechos con la justicia, aunque en su experiencia humana experimenten situaciones en las que hay llanto, pobreza, sufrimiento, rechazo y falta de justicia. Lo decisivo, sin embargo, es que el objetivo de sus acciones no es simplemente disfrutar de la vida, poseer y acumular riquezas, vivir cómodamente, buscando comprensión y justicia de los demás, sino implicarse y entregarse a los demás en una lógica cuyo único principio de referencia es el amor.
Así que a la luz de estas observaciones podemos intentar preguntarnos nuevamente por qué siempre es tan difícil aceptar estas bienaventuranzas propuestas por Jesús, a pesar de que es evidente que, poniendo patas arriba la lógica de la interpretación, los objetivos que Él, el primer bienaventurado, propone para nosotros con este discurso son realmente muy importantes.
La respuesta está en el hecho de que, en su mayor parte, vivimos nuestras vidas a un nivel mucho más bajo que el de las bienaventuranzas. En este nivel todo se compara y se mide en base a objetivos mucho más limitados, con los que ahora hemos aprendido a contentarnos, sin esperar más. Son el bienestar, el poder, la riqueza, la justicia de las leyes humanas, la salud,…, y los utilizamos hábilmente como escudos para ocultarnos la miseria de nuestras limitaciones humanas de las que nos avergonzamos profundamente.
Salto cualitativo
Jesús, con este discurso, nos propone en cambio un salto cualitativo para vivir en una dimensión superior, en la que siendo hijos de Dios, es decir, pertenecientes a su Reino, la justicia, la mansedumbre, la consolación y el perdón puedan convertirse en objetivos concretos de una vida nueva que logra aceptar -porque las redime con amor- todas esas limitaciones humanas que tanto nos mortifican.
La tarea concreta del discípulo de Jesús, a la luz de las Bienaventuranzas, no es convertirse en “buenas personas”, conocedores o estudiosos de su religión, sino vivir su vida como experiencia de una realidad superior, compuesta de cosas maravillosas que constituyen precisamente la propuesta divina de bienaventuranza que surge de su ser amor por nosotros.
La enseñanza que Jesús nos propone con este Evangelio, también a nosotros, las personas del tercer milenio que queremos ser sus seguidores, es intentar sentir, pensar, actuar, vivir como Él, el Bienaventurado por excelencia:
1.- Tratar de buscar nuestra mayor felicidad en el Reino de Dios, es decir, en ser hijos y herederos suyos, y así descubrir que la pobreza ya no nos asustará, porque podremos distinguir lo superfluo de lo esencial;
2.- Tratar de convertirnos en personas verdaderamente amables, para que ya no tengamos que inventar formas de defendernos de los poderosos;
3.- Tratar de practicar siempre la justicia del perdón dirigida a todos, para que ya no sintamos la necesidad de escribir leyes imperfectas que no hacen justicia a nadie;
4.- Tratar de comprometernos cada día a compartir el sufrimiento de los demás, para no tener miedo de nuestro propio sufrimiento;
5.- Tratar de ser siempre misericordiosos y dispuestos a perdonar a todos, así seremos siempre objeto de la inmensa misericordia de Dios.
Elevar una figura humana ‘a los honores de los altares‘ comporta el riesgo de ‘angelizarla’, de ‘sublimarla’, de sustraerla, por tanto, a aquellos aspectos de humanidad que le son propios, o a las consecuencias de elecciones equivocadas
Reconozco que elevar una figura humana ‘a los honores de los altares‘ comporta el riesgo de ‘angelizarla‘, de ‘sublimarla‘, de sustraerla, por tanto, a aquellos aspectos de humanidad (incluso ligados a los propios límites, a los propios defectos, a los errores personales experimentados durante la propia vida humana) que le son propios, o a las consecuencias de elecciones equivocadas que esta misma persona hizo en vida. Y entiendo que reconocer y proponer universalmente, siguiendo el camino articulado que sigue la Congregación para las Causas de los Santos, la “santidad” de un individuo significa afirmar que esta persona se encuentra ahora “en su destino“, en esa visión beatífica que en la teología cristiano-católica se realiza con el encuentro con Dios en el más allá.
¿Qué es la santidad cristiana?
Tantas veces me he preguntado qué es la santidad cristiana: ¿se trata de ser creyentes o de ser, también, creíbles? Creo que un criterio, y que a mí me ayuda, se encuentra en la invitación del Papa San Pablo VI: el mundo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros (cf. Discurso a los miembros del “Consejo de los Laicos“, 2 de octubre de 1974). Por eso me he referido a las bienaventuranzas evangélicas, porque el Bienaventurado nos presenta a todas las personas que son testigos creíbles que el mundo necesita: hoy no menos que ayer.
Seguramente por mi ignorancia, lo confieso, la canonización de Carlo Acutis me deja un tanto ‘perplejo’. En lo que yo he leído, se alaba su devoción a los sacramentos más que su aptitud para la vida social y el voluntariado; más que su asiduidad a la lectura de las Escrituras se alaba su asistencia a la Misa. También se ensalza su pasión por la informática, una cualidad muy común a su edad, tomando como ejemplo su página web dedicada a los milagros eucarísticos: hechos reconocidos hace siglos, fácilmente reinterpretados a la luz de los conocimientos médicos actuales, y que parecen, cuando menos, pintorescos a los ojos de un joven de hoy.
No me cabe la menor duda de que Carlo Acutis era un buen muchacho y cristiano, con una personalidad y una fe aún en evolución, que probablemente intentaba llevar adelante la santidad de la vida cotidiana. Pero cierta presentación de su persona, de su vida, de su itinerario creyente en lugar de convertirlo en un modelo para el siglo XXI quizá, a mí me lo parece, sí lo proyectan décadas atrás.
¿La Iglesia pide a un adolescente del siglo XXI que encarne esta idea de santidad: adorar los milagros, ir a Misa más que los demás y confesarse continuamente? No sé si se trata de pedir eso u otra cosa. Ciertamente para entender qué y cómo presentar el modelo cristiano de bienaventuranza y santidad necesitamos recalibrarnos y renovarnos en la dinámica real de los adolescentes y jóvenes de nuestro tiempo. Sólo así podremos permitir a los adolescentes y jóvenes adherirse más auténticamente a un proyecto de vida cristiana, bienaventurado y santo, propio de este kairos o quizás reinventarlo con la ayuda del Espíritu en el siglo XXI.
Proyecto de fe y de vida
Ciertamente un proyecto de fe y de vida que se alimenta en la Eucaristía y que se renueva en la Reconciliación, pero que tiene otras marcadas dimensiones -una de ellas, por ejemplo, la dimensión social-: con la conciencia de que “no todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mateo 7, 21-23).
Acabo ya. Nuestro siglo XXI también es un escenario de batallas y conflictos, de victorias para unos, de derrotas para otros, y de violencia para todos. Sin embargo, donde antes se derramó sangre, donde la historia ha tomado rumbos diferentes,…, vuelve el sol, vuelve la luz, en la serena tranquilidad de la vida que siempre renace. Porque la vida tiene una fuerza inagotable por la que siempre merece la pena despertar cada día. La santidad es, quizá, esto mismo: apostar por la vida, darse siempre una nueva oportunidad, cultivar la esperanza. Y la confianza en que la realidad exige que también se diga esto: la vida continúa.
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