(Koinonía).- En una reciente entrevista, el pensador francés Edgar Morin, que ahora tiene 104 años, subraya la importancia del filósofo judío-holandés Baruch Spinoza con las siguientes palabras: acaba con la imagen de un Dios superior y externo al mundo, que sería su creador y amo. Otorgaba la soberanía creadora a la naturaleza.
Y recientemente, entre nosotros, en Brasil, la filósofa Marilena Chaui mostró el valor y la originalidad de Spinoza en dos tomos: La nervadura de lo real: inmanencia y libertad en Spinoza (Companhia das Letras, vol. I 1999 y vol. II 2016).
Estas valoraciones contrastan con la postura de la institución religiosa establecida, que guarda silencio sobre Spinoza –siguiendo un método ensayado durante largos siglos y siempre eficaz, de dejar las figuras incómodas en la sombra, en los despachos de los intelectuales– se asegura de que no ganen púlpitos. La Iglesia aplasta a Spinoza sin decir nada, simplemente por su larga historia de control del acceso a la fe popular. En general, los papas católicos se esfuerzan por levantar un dique contra la invasión del espíritu spinoziano. Aun así, los exégetas se ven atraídos poco a poco por su espíritu crítico.
Spinoza está directa o indirectamente vinculado a innumerables innovaciones en los campos de la ciencia y de la fe. En el siglo XIX nacen la egiptología, la asiriología, la epigrafía semítica… En el siglo XX se introdujeron la filología, la lingüística y la arqueología bíblica. Todo ello provoca terremotos limitados, localizados y controlables. Y cuando se avanza en la cartografía del universo mítico religioso común a todos los pueblos, se percibe que las grandes imágenes bíblicas son patrimonio común de una humanidad, según determinadas fases históricas; que los ángeles sólo descienden del cielo dentro de un imaginario determinado; que un mundo se derrumba poco a poco, mientras surge otro.
Hasta hoy, la repercusión de estas nuevas percepciones es muy limitada. Aun así, cuando se empieza a comparar entre sí las múltiples narraciones sobre el diluvio, cuando se descubre que hay “diluvios” también en los relatos de Babilonia, Grecia, India, Australia, en Nueva Guinea y Melanesia, en Polinesia y Micronesia, en Sudamérica, Centroamérica y México, en Norteamérica y África (Frazer, J. G., El Folklore en el Antiguo Testamento, Fondo de Cultura Econômica, México, 1986), cuando el vasto campo de estudio de los mitos religiosos se abre, a escala planetaria, y la idea de que “la Biblia tenía razón” se diluye poco a poco, la mirada sobre la mitología bíblica va tomando nuevas formas, en un movimiento lento pero consistente.
Spinoza en su tiempo
Merece la pena recorrer brevemente la trayectoria de Benedicto (Baruch, Benito) Spinoza (1633-1677), judío residente en Holanda. Esforzado luchador contra la locura de los predicadores (tanto judíos como cristianos) de los Países Bajos de su época, Spinoza dice simplemente que es prudente no hablar tanto de Dios. Porque Dios sólo se nos acerca en forma de imágenes y comparaciones. La Biblia es literatura. Los predicadores que utilizan la autoridad de la Biblia para reprimir el libre pensamiento, por ejemplo, no se atienen al sentido común.
Transformar la Biblia en un texto doctrinal es tergiversar su significado, pues su núcleo (la Torá) está formado por una colección de antiguas narraciones populares y prescripciones sacerdotales reunidas por Esdras y otros intelectuales tras el regreso de las élites judías del exilio babilónico en el siglo VI a.e.c. Afirmar esto no es desobedecer a las autoridades religiosas: es practicar la ciencia. Pues no hay que confundir entre conocimiento y obediencia: el error más grave de la teología consiste en ocultar la diferencia entre conocer y obedecer, en hacernos tomar los principios de la obediencia por modelos de conocimiento (Tratado teológico-político, 1672. Véase Spinoza, B., The Complete Works, Ed. M.L. Morgan, Hackett, Indianopolis, 2002).
Estas posiciones, derivadas de una aguda percepción de la diferencia entre lo sensato y lo insensato, hacen que el ciudadano Spinoza sea mirado con recelo en las tranquilas calles de la pequeña ciudad de La Haya, en Holanda, donde vive. La gente empieza a temerle, porque se rumorea –primero en La Haya, luego en Amsterdam y finalmente un poco en todas partes– que es ateo. Un ateo virtuoso, como escribe Bayle en su Dictionnaire Historique et Critique, pero ateo al fin y al cabo. Se convierte incluso en el prototipo del ateo, transgresor de las leyes y de la religión, anarquista. Sus textos circulan clandestinamente.
A lo largo de su vida, Spinoza es consciente de ser un extraño en la casa judía (es expulsado de la sinagoga) como en la cristiana (no acude a la parroquia cristiana). En su última obra, el Tractatus politicus, escribe: ‘He hecho esfuerzos interminables no para ridiculizar, para no deplorar y para no despreciar las acciones humanas, sino para comprenderlas. Para no despreciar las tradiciones religiosas de sus contemporáneos, ya sean católicos, calvinistas o judíos, Spinoza procura que algunos de sus textos no se traduzcan al neerlandés, y toma disposiciones para que su texto principal, la Ética, no se publique hasta después de su muerte, para no escandalizar a las personas con las que convive. Sintiendo la extensión del dominio de la necedad a su alrededor, se desahoga: en el fondo, mi creencia es la misma que la de los profetas hebreos del pasado.
Sólo en la Alemania de finales del siglo XVIII, entre románticos e idealistas como Goethe, Lessing, Herder, Schelling y Hegel, Spinoza encuentra respeto y percepción de su valor. Incluso en el siglo XX, pocos intelectuales hablan de él y, aún hoy, su filosofía es poco conocida. Una excepción, como he dicho más arriba, es la postura de la filósofa brasileña Marilena Chaui, cuyo artículo “Baruch Spinoza” (Revista Cult, 109, diciembre de 2006, p. 53 y ss.) recomiendo vivamente.
Aun así, algo se mueve. Los exégetas comenzaron a estudiar lenguas bíblicas como el hebreo, el arameo y el griego, intentaron leer la Biblia de acuerdo con los dictados de la ciencia moderna, y se enfrentaron, con mayor o menor valentía, a los inevitables obstáculos eclesiásticos. Gracias a la progresiva introducción de la idea de tolerancia a lo largo del siglo XVIII, tanto en Francia como en Alemania los estudios histórico-críticos pudieron avanzar. Voltaire y otros liberales lucharon para que nadie fuera quemado vivo por expresar opiniones contrarias a las autoridades, como todavía le ocurrió a Giordano Bruno en 1600. Esta idea triunfa con la Revolución Francesa de 1789.
Otro paso consiste en la disolución progresiva de que la Iglesia se funda más sobre la doctrina y la profesión de fe que sobre la acción concreta del cristiano. Así, la base del dogmatismo se diluye poco a poco. Aun así, las iglesias siguen teniendo dificultades para unir el amor intellectualis Dei de Spinoza (un amor que fomenta la libre indagación) con la imitatio Dei de tantos maestros y santos.
En el campo católico, las cosas evolucionan lentamente. El Papa se proclama sucesor de San Pedro, ya no vicario de Cristo (como en la Edad Media), lo que ya es un paso adelante. Otro punto positivo es el abandono progresivo del método tradicional de hacer teología a base de citas, y el recurso cada vez más frecuente a la contextualización de los textos evangélicos, coránicos y bíblicos. El reconocimiento positivo del factor sincrético es otro avance importante, ya que erosiona gradualmente la insistencia monoteísta en términos de religión.
La religión de Spinoza
Merece la pena preguntarnos por un momento dónde sitúa Spinoza la religión, dentro del campo de la inteligencia humana: ¿en el campo de la imaginatio, de la ratio o de la scientia intuitiva?
Comienza afirmando que, para la mayoría de las personas, las palabras son puras imágenes que, en sentido estricto, no tienen nada que ver con las ideas. El ser humano apenas vive al máximo las capacidades cerebrales que le ofrece la naturaleza. La inmensa mayoría de las personas permanece toda su vida en el estadio intelectual que Spinoza denomina imaginatio, es decir, un estadio en el que la persona está pegada a las impresiones, imaginaciones, conmociones y afectos que le llegan del exterior.
La tercera parte de su Ética está enteramente dedicada a la cuestión de la prisión “imaginada“. Spinoza no rechaza las imaginaciones y los afectos, no rechaza a Daniel Goleman (inteligencia emocional), pero reconoce que es necesario llegar a un estadio intelectual superior, que él denomina ratio. La imaginación es una parte necesaria del proceso de conocimiento, pero sólo ofrece un conocimiento desordenado y confuso. La ratio, en cambio, permite formular las cosas con mayor claridad. Pero no detiene ahí el proceso.
Además de la conquista de la ratio, una persona verdaderamente interesada en proseguir intelectualmente busca alcanzar el estadio de scientia intuitiva, que consiste en “intuir a Dios”, es decir, la naturaleza infinita en la que vivimos y nos movemos. La intuición es el conocimiento que proviene de una experiencia mística (Ética, Parte III). En este tercer grado de la inteligencia humana, el amor propio coincide con el amor al prójimo, el cuerpo del otro coincide con el propio cuerpo, la belleza del otro forma parte de la propia belleza. Spinoza sabe que es difícil llegar a este estadio. En las últimas palabras de su Ética, escribe: lo bello es difícil y raro. La mayoría de las personas no perciben el valor del desafiante proceso cognitivo, porque sólo viven movidas por impulsos inmediatos.
Algunas anotaciones
Hay muchas cosas que merecen consideración al abordar el tema de Spinoza. He aquí sólo algunas notas, en forma resumida.
– Como escribí más arriba, la lectura propiamente moderna de la Biblia comienza en 1670 con el Tractatus theologico-politicus de Spinoza, un texto definitivo, que cuestiona frontalmente el tenor supuestamente histórico de la Torá y su autoría por un único autor Moisés. Con ello, Moisés, David y Salomón pasan definitivamente a ser catalogados en el mundo mítico, junto con los patriarcas Abraham, Jacob, Isaac y José.
El método de Spinoza causó asombro general en la época, pero dio origen a la exégesis crítica propiamente dicha. Y también nace la idea de tolerancia. A lo largo del siglo XVIII, tanto en Francia como en Alemania, progresan los estudios histórico-críticos. Voltaire y otros liberales luchan para que nadie sea quemado vivo por expresar opiniones contrarias a las autoridades, como todavía le ocurrió a Giordano Bruno en 1600. Esta idea triunfa con la Revolución Francesa de 1789.
– La institución eclesiástica reacciona enérgicamente contra la idea de desconsiderar a Moisés como autor de la Torá. Moisés es un nombre consagrado, su nombre aparece no menos de 750 veces en el Antiguo Testamento, y 80 veces en el Nuevo Testamento. Además, meterse con Moisés significa abandonar la idea de una Biblia como cuerpo doctrinal cohesionado, escrito por un gran legislador, y bajo la inspiración directa de Dios. Aun así, desde el siglo XVIII se han sucedido las más diversas hipótesis de lectura bíblica y han aparecido los más ingeniosos métodos de interpretación. Al final, la tendencia es a no creer en la historicidad de muchos textos bíblicos.
Aun así, los papas católicos intentaron poner un dique. León XIII publicó la encíclica Providentissimus Deus en 1893 y Pío X decreta en 1906: Moisés es el autor del Pentateuco. En vano. La tormenta continuó y en 1948 las propias autoridades eclesiásticas dieron marcha atrás, permitiendo de nuevo a los especialistas católicos abrir la investigación. El enfrentamiento no dejó de producir víctimas, entre ellas el sacerdote francés Alfred Loisy (1857-1940), cuyo libro El Evangelio y la Iglesia (L’Évangile et l’Église), publicado en 1902, defendía la antigua tesis del intelectual romano Porfirio: los Evangelios no corresponden fielmente a la historia de Jesús. En 1903, la obra completa de Loisy fue incluida en el Índice de Libros Prohibidos, y en 1908 fue expulsado de la Iglesia. Tras el asunto Loisy, todos los sacerdotes católicos quedaron obligados a prestar un juramento “antimodernista” (léase: anti-Loisy) antes de ser ordenados.
No sólo en el mundo católico causa problemas la exégesis “moderna“. El mundo protestante también se ve afectado. El mismo año de la publicación de El Evangelio y la Iglesia de Loisy, el hijo de un pastor luterano, Adolf von Harnack, publica en Alemania su Misión y expansión del cristianismo en los tres primeros siglos (1902), basado en premisas científico-crítico-históricas similares a las defendidas por Loisy. La obra más importante de Von Harnack es su Lehrbuch der Dogmengeschichte (Manual de historia de los dogmas, Mohr, Tubinga, 1886), en el que ya practica el estudio comparado de las religiones, y que tuvo una inmensa repercusión. Von Harnack también encontró una fuerte oposición por parte de la Iglesia luterana. Las vidas de Loisy y von Harnack ilustran la tensión reinante en las iglesias establecidas en los albores del siglo XX en torno a la crítica histórica y literaria.
– Pero, en el proceso, Moisés es desconsiderado como autor, mientras que la arqueología bíblica experimenta un auge sin precedentes. Ya en el siglo XIX nacen la egiptología, la asiriología, la epigrafía semítica, etc. En el siglo XX, los progresos fueron igualmente grandes, tanto en filología como en arqueología, asustando a los que creían en las “verdades eternas bíblicas”. Una tarde de 1872, en Londres, por ejemplo, Sir George Smith presenta con orgullo al mundo científico inglés una colección de tablillas de arcilla traídas de la biblioteca de Assurbanipal en Nínive, con el texto cuneiforme de la Epopeya (mesopotámica) de Gilgamesh, en la que hay un sugestivo paralelismo con el relato bíblico del diluvio.
Poco a poco, además de Gilgamesh, aparecen otros mitos babilónicos que influyeron en las narraciones bíblicas. Estudiosos como Sir James George Frazer –que ya he mencionado aquí– enumeran las más diversas narraciones del diluvio en Babilonia, Grecia, India, Australia, Nueva Guinea y Melanesia, Polinesia y Micronesia e incluso en América del Sur, América Central y México, América del Norte, África… un poco por todo el planeta, abriendo el campo para un estudio de los mitos religiosos a escala planetaria. Menos de 30 años después de Smith, en 1901, aparece el Código de Hammurabi, con 282 artículos, que coincide en varios puntos con los Diez Mandamientos de la Ley de Moisés. El Código de Hammurabi prohíbe robar, matar, sobornar, mentir y hacer daño a otras personas, en la misma línea que la ley de Moisés.
Es así como la arqueología bíblica entra en el siglo XX, al mismo tiempo que se avanza mucho en la cartografía del universo religioso común a todos los pueblos que mantienen contacto con Mesopotamia, y concretamente con Babilonia, como, por ejemplo, los egipcios. Se registran los grandes paradigmas comunes al imaginario religioso de Oriente Medio, su visión del cielo, de la tierra, el aire, el aliento animador, el sol, el río, la montaña, la llanura, la ciudad, el Estado… Incluso de los utensilios agrícolas, como la azada, el arado, la pala, el horno… Hay dioses celestiales, como Marduk, que crea el cielo y la tierra, da regularidad a los planetas y las estrellas y, en última instancia, da vida a la raza humana. Pero también están los poderes del mundo subterráneo, los demonios. Cada persona tiene su ángel, protector de la vida. Se habla de «hijos de Dios» (título dado a los faraones de Egipto) y de vírgenes que engendran dioses…
– Hoy en día, junto con el estudio más amplio de la mitología en general, la lectura crítico-histórica de la Biblia, iniciada por Spinoza, sigue siendo dinámica en nuestros días, tanto en el mundo cristiano como entre los judíos. La idea de que “la Biblia tenía razón” se diluye cada vez más. Con el tiempo, se acumulan las pruebas en contrario. El relato bíblico del éxodo está siendo despojado de su carácter histórico, pues, hasta hoy, ningún monumento o documento del Antiguo Egipto, encontrado por arqueólogos o por filólogos, atestigua la presencia de israelitas en su tierra. La famosa muralla, mencionada en el libro de Josué, no se ha encontrado en los alrededores de Jericó, a pesar de las exhaustivas excavaciones.
La descripción topográfica de Jerusalén, realizada a partir de textos bíblicos que hacen referencia a los reinados de David y Salomón, no encuentra verificación arqueológica. En torno al monte Sinaí no es posible descubrir restos (en cerámica, por ejemplo) del paso de una importante agrupación de personas por aquellos desiertos, a pesar del impresionante relato bíblico de la estancia de los hebreos con Moisés al pie del monte durante largo tiempo. En otras palabras, los caminos de la arqueología y de la Biblia divergen cada vez más, conduciendo de hecho a horizontes diferentes. Cada vez resulta más difícil entender la Biblia como la palabra inmutable de un Dios único.
– Pero no debemos olvidar la otra cara de la moneda. Si Moisés estuvo durante siglos asegurado por las amarras eclesiásticas, corre el peligro de verse condenado, en los últimos siglos, a la cárcel de una modernidad que desprecia el mito y lo considera producto de tiempos pasados, de etapas primitivas de la evolución de la humanidad, de una forma de comunicar anticuada y confusa. Un postulado de cierta razón moderna, autosuficiente y arrogante, tiende a destruir el mito. Así, la palabra tiende a quedar atrapada en los dominios de una inteligencia fría, racional y calculadora, tiende a emigrar del reino de la libertad al mundo del trabajo por el trabajo, del beneficio por el beneficio.
La modernidad autosuficiente promulga tanto la supremacía de los valores materiales, que puede acabar evaluándolo todo en cifras, cálculos y datos estadísticos comparativos. No se habla de otra cosa, al menos en los grandes medios de comunicación, que producen diariamente una avalancha de palabras prefabricadas, casi matemáticas, para convencer a la gente de que el mundo está hecho de éxito, beneficio y ganancia. En ellos no se dice lo obvio.
No se dice, por ejemplo, que unos ingresos materiales bastante modestos bastan para que un ser humano viva con dignidad, que los valores inmateriales pueden aumentar la “calidad de vida” y que el lucro individual exagerado es una locura, sobre todo teniendo en cuenta la falta de ingresos elementales de la mayoría de la gente. Para sostener semejante locura, la modernidad tuvo que reducir la palabra a una simple fórmula invariablemente repetida, que acaba por no decir nada más, porque cae en el vacío de la comunicación de masas. Esta fórmula sólo sirve para imponer, de manera hábil e insidiosa, la voluntad de lucro ilimitado de algunos en detrimento de la vida de la mayoría de la humanidad.
No es en esta modernidad cerrada, autosuficiente y capitalista donde se sitúa Spinoza, como he intentado demostrar en estas breves notas. La modernidad de Spinoza apela a posturas que, al fin y al cabo, ponen de relieve la originalidad de la Biblia y del cristianismo.
Traducción de José María VIGIL/ServiciosKoinonía
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