De la pascua como navegación en la tormenta pasamos, de manera lógica, a la pesca y enseñanza de Jesús sobre el largo. Ésa es una escena clave del evangelio de Juan, que ha reelaborado las tradiciones de un discípulo especial, llamado el Discípulo Amado, hasta formar con ellas un texto precioso, que ha sido después aceptado por todos los cristianos.
Parece que al principio la iglesia centrada en el recuerdo de Pedro (y los Doce) puso dificultades en admitir este evangelio porque, al parecer, no dejaba claras las relaciones entre el discípulo amado de Jesús y el resto de los apóstoles (y en especial de Pedro). Además, parecía encerrarse en un ideal de pura libertad interior, rompiendo así la estructura social del conjunto de la iglesia.
Para subsanar en parte esa dificultad, el redactor último de la obra, aprovechando tradiciones anteriores, ha incluido al final de ella un precioso capítulo pascual (Jn 21) donde hallamos dos de los relatos más hermosos del NT. El anterior terminaba en Jn 20, 30-31, con su buena conclusión. Pues bien, sin suprimir esa conclusión, el nuevo redactor ha incluido dos nuevas narraciones pascuales (21, 1-14 y 21, 15-25), centradas en torno a las figuras de Pedro y el discípulo amado. Aquí estudiamos la primera de ellas; en la estación siguiente la segunda.
Pedro es importante en esta pascua, pero son necesarios los siete (es decir, todos) navegando en la noche vacía. Pedro es importante, pero es más necesario el testimonio del Discípulo Amado, que es capaz de ver en la noche. La pascua es tarea de todos, con Cristo animando, esperando en la orilla (y en los remos y redes de la barca).
Me voy a pescar. Noche inútil.
Se dice que estaban reunidos siete discípulos: Pedro y Tomás, Natanael y los Zebedeos (Santiago y Juan) y dos discípulos más, cuyo nombre no se cita (21, 2). Uno de estos últimos podría ser el discípulo amado. En total eran siete, no Doce como los representantes de la iglesia del principio. Este número de siete es signo de misión universal. En este contexto nos sitúa la escena que sigue.
El que inicia el movimiento es Pedro diciendo: ¡Me voy a pescar! (21, 3). Muchos lectores se han visto sorprendidos por el dato: realizado ya el misterio de la pascua, después que el mismo Cristo ha enviado a sus discípulos al mundo (cf Jn 20, 21), parece que Pedro se entretiene en la pesca del lago, como hacía antes de haberse tropezado con el Cristo. Pero quien mire con más profundidad descubrirá en la escena un fuerte simbolismo: estamos ante el signo de la pesca escatológica.
Es posible que en el fondo de la escena haya un recuerdo histórico. Es probable que Pedro y sus compañeros hayan descubierto algún día la ayuda de Jesús mientras se hallaban afanosos, pescando sobre el lago (como presupone en contexto vocacional Lc. 5, 1-11). Pero ahora es evidente que la pesca ha recibido un carácter pascual y misionero.
Pedro es pescador al servicio de Jesús, como el mismo Señor lo había prometido (Mc 1, 16-20: os haré pescadores de hombres). En ese nuevo oficio, al servicio del reino, él sale a echar las redes sobre el lago de este mundo. No va solo, le acompañan los auténticos discípulos, los siete creadores de la comunidad universal cristiana, los auténticos apóstoles de pascua.
Van en medio de la noche, en el lago de la historia. Pedro dirige la barca. Le acompañan los otros y de un modo especial el discípulo querido. Para todos hay lugar en la faena. Pedro y el discípulo amado comparten un lugar en la barca y tarea pascual de Jesucristo. La experiencia pascual empieza siendo dura… Pero vengamos al texto:
Subieron a la barca y en aquella noche no pescaron nada.
Apuntando ya la madrugada estaba Jesús en la orilla,
pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dijo:
– ¡Muchachos! ¿No teneís nada de comer?
Le respondieron: ¡No!.
Él les dijo:¡Echad las redes a la derecha de la barca y encontrareis!
La echaron y no podían arrastrarla por la cantidad de peces.
Entonces, el discípulo al que Jesús amaba dice a Pedro:
-¡Es el Señor!
Y Simón Pedro, oyendo que es el Señor,
se ciñó el vestido y se lanzó al mar (21, 3-7)
Este Cristo de la pascua parece oculto mientras extienden los discípulos las redes sobre el lago. Ha resucitado el Señor, pero el mar de la vida sigue siendo insondable. Todo parece como estaba: mar y noche, barca y pescadores sobre el lago. Sobre el enigma de la vida es inútil esforzarse. Sobre el mar del mundo no se puede conseguir la pesca escatológica que había prometido Jesús en el principio del camino misionero (cf Mc 1, 16-20). Acaba la noche y las luces primeras del día traen a la playa a estos sufridos pescadores fracasados.
Recordemos que son varias las escenas pascuales donde el Cristo empieza siendo un desconocido: el jardinero del huerto (Jn 20, 14-15), el caminante de Emmaus (Lc 24, 15-16). Con toda naturalidad el hombre de la playa pregunta a los que vuelven de vacío y les dice echad las redes a la parte derecha (Jn 21, 6). Parece que sabe más que ellos.
Los discípulos escuchan su palabra sin poner reparo (en contra de Lc 5, 5). El inicio de la experiencia pascual se encuentra precisamente en el gesto de confianza de aquellos que han estado faenando en las vigilias de la noche. Querían descansar cuando rompe la mañana: necesitan un lecho para el sueño. Pero escuchan la voz de aquel desconocido y de pronto la red queda llena de peces.
Conocer a Jesús
La narración llega a su centro. Está llena la red y los fornidos pescadores tienen gran dificultad en arrastrarla. Entonces, mientras los otros se encuentran ocupados en la dura faena de la pesca, el discípulo amado tiene tiempo de mirar. Mira y descubre la verdad, en experiencia mística de pascua. Así le dice a Pedro: Es el Señor (Jn 21, 7). Leer más…
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