“Autobiografía de mi fe”, por Yolanda Chávez
Yolanda Chávez
Los Ángeles (USA).
ECLESALIA, 18/10/19.- Al terminar de impartir un curso en su fase bíblico-teológica de la Arquidiócesis de Los Ángeles, una de las alumnas aspirante a catequista se me acercó con una pregunta directa: ¿usted de dónde saca tanta fe a pesar de esta realidad caótica? Por impulso, mi respuesta fue abrazarla y responderle: porque Dios está en esta realidad.
Ya camino a casa reflexionaba y me preguntaba: ¿”de dónde saco tanta fe”, de donde me viene la necesidad por la oración, la sensibilidad por el culto de adoración a Dios? Comencé a unir los puntos dispersos en mi memoria y así nació la autobiografía de mi fe.
La experiencia de Dios para mí ha sido de oscuridad unas veces y otras de inmensa luminosidad. Estoy segura, sin embargo, de que en todos esos momentos el amor de Dios me ha acompañado. Esta certeza ha sido intuitiva, casi instintiva, y estoy consciente de que esto no me hace especial. Las personas por naturaleza intuimos a Dios y buscamos diferentes maneras de entrar en una dinámica dialógica con esa realidad que racionalmente entendemos poco, pero que sentimos con seguridad que está allí, en algún lugar y en nosotros.
Descubrí mi propia fe por la experiencia de la oración antes que de la adoración. La oración fue siempre espontánea, de pequeña hablaba con Dios todo el tiempo especialmente porque me intrigaba saber dónde estaba su casa. Me llamaba la atención la brillante hermosura de la luna porque sospechaba que allí era donde vivía.
Recuerdo una luna especial, tal vez yo tendría unos cinco años, una noche en el campo, sentada alrededor de una fogata con los campesinos que trabajaban en el rancho de mi abuelo, admirábamos una magnifica luna; una de esas hermosas lunas llenas de octubre de las que una cree que puede tocar si se pega un salto bien alto. Aquella noche tomé una ramita seca de un árbol, la más larga que encontré, y me trepé en el regazo de mi abuelo porque quería alcanzar esa luminosidad redonda, dar unos pequeños toquecitos (toc, toc, toc…) y gritaba: Dios, asómate ¡quiero verte! Mi ingenuidad asociaba la habitación de Dios con aquella luna perfecta y deslumbrante que parecía palpitar.
La experiencia de la adoración vino al terminar las cosechas ese mismo año. Los campesinos hicieron una cruz con mazorcas de diferentes colores, la pusieron en una pequeña capilla que habían pintado de blanco, la adornaron con flores, encendieron veladoras, se hincaron frente a ella, cantaron y rezaron. Supe después que era un acto de adoración que hacían año con año para dar gracias a Dios por las cosechas. Para mí fue la primera vez.
En la vida de mujer adulta, una vida llena de experiencias como la de ser una madre que lucha por que sus hijos encuentren su propia identidad desde una minoría a la que se intenta deshumanizar desde el poder, he aprendido que la fe, la oración y la adoración a Dios, son acciones alternativas con las que se puede llenar lo cotidiano para vivir de cara a este mundo convulsionado, agitado por el odio, el racismo y la intolerancia, realidad que nos ha tocado vivir.
Como católica adquiriendo y transmitiendo una formación teológica y espiritual sólida, he comprendido que es indispensable retomar la riqueza de los recuerdos, las tradiciones y la Tradición para habitar esta realidad nuestra de manera consciente, integrar todas estas experiencias para iluminar mi propia fe y mi vida de oración junto a la de las personas que llegan a mis clases y que deciden redescubrirse, verse a sí mismas a través de la sutil transparencia de Dios.
Estas personas sienten nostalgia de su propia fe y deciden reencontrarse y profundizar en ella. Una fe que sea capaz de significar la adoración como símbolo visible de esa dinámica de compenetración entre los seres humanos y la divinidad que nos hace aprender a ver la vida diaria no solo como lugar teológico que nos ofrece posibilidades reales de descubrir que la humanidad es la casa de Dios; sino que además es la vida y la humanidad la auténtica oración capaz de transformar toda realidad caótica.
Me han visto como mujer de fe, como mi alumna aspirante a catequista, me han llamado también feminista, reformista y hasta ignorante en el correo de algún lector… Yo soy una amante de Dios, en las altas y bajas, en los momentos de oscuridad y luminosidad que ha habido en mi espiritualidad. Consciente estoy de que he de adquirir solidez para ser reflejo de una fe auténtica, robusta, inspiradora y propositiva.
Ser amante de Dios ha implicado saber ofrecerse voluntariamente para evidenciar lo esencial de la divinidad en esta realidad que se convulsiona, descubrirle en nosotros los seres humanos, en la fe de la otra persona, en los actos de adoración que llevamos a cabo en la casa, con los hijos, con las amigas, en el trabajo, en la comunidad y hasta en los cultos religiosos. Estoy consciente así mismo, de dar el justo valor a esa espiritualidad genuina gestada en mi infancia, la que me hacía sospechar que el Dios amante vive también en el hermoso halo luminoso de aquella luna que me sedujo de niña y me abrió a las dimensiones profundas de esta fe que sigue nutriendo y llenando de vida toda mi existencia.
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