De su blog Juntos Andemos:
A todos los que compartís este espacio: ¡Feliz Navidad! y que entre todos hagamos un 2015 más fraterno.
Primero fue el asombro, y despertó el amor. Después, una intimidad apasionada que iba a transformar su vida y, finalmente, una complicidad creciente que se volvió fidelidad y solidaridad. Ese fue el recorrido que hizo Teresa de Jesús, al ir descubriendo al Dios hecho carne.
Decía: «Muchas veces he pensado espantada de la gran bondad de Dios, y regaládose mi alma de ver su gran magnificencia y misericordia». Para ella, la mayor misericordia de Dios, la máxima expresión de su bondad, había sido el regalo de Jesús: «Basta lo que nos ha dado en darnos a su Hijo, que nos enseñase el camino». Dios, con excesivo amor, ha dado cuanto es en Jesús y en Él ha abierto un camino nuevo a la humanidad.
Esa desmesura le hizo a Dios tomar carne, una carne –pensaba Teresa– como la suya. Por eso, decía: «Veía que, aunque era Dios, que era hombre». Así, Jesús se hizo «uno de tantos», de tal modo que «no le ha quedado por hacer ninguna cosa» por nosotros. «¡Bendita sea su misericordia que tanto se quiere humillar!» —exclamará.
Cuando Teresa hable de abajarse, de humillarse, estará siempre pensando en Dios, que «abajándose a comunicar con tan miserables criaturas, quiere mostrar su grandeza». La grandeza de Dios es descender amorosamente y entrar en conversación con los seres humanos. La verdadera humillación está ligada a la comunión.
Y pensará también en Jesús, en «las grandezas que hizo de abajarse a Sí para dejarnos ejemplo de humildad». La humildad que Teresa descubre en Jesús es una elección de amor y semejanza: «Como nos ama, hácese a nuestra medida». Es la decisión de «pasar de sí al Amado», que será la definición que dé Juan de la Cruz del amor. Puesto que Dios ama primero, Él es el que pasa de sí a los seres humanos, para que todos puedan pasar a Él.
Teresa descubre a un Jesús concreto: con historia, con cuerpo. Un hombre que trabajó con sus manos de hombre, pensó con su entendimiento de hombre, amó con su corazón de hombre. Que, nacido de María Virgen, se hizo uno de nosotros . Alguien de quien ella podía enamorarse y a quien podía «tratar como [con] amigo, aunque es Señor» Alguien a quien unirse y a quien podía decir: «Juntos andemos, Señor; por donde fuereis, tengo de ir; por donde pasareis, tengo de pasar».
Pero sabía que no es fácil reconocer la carne de Dios. No lo fue cuando apareció en un lugar pobre del mundo. Y tampoco a lo largo de su vida, por eso Teresa decía: «Solo le dejaron en los trabajos… parece le querrían tornar ahora a la cruz», porque no se le reconoce.
Pensando en aquel nacimiento, humilde y anónimo, Teresa escribía: «No veía el justo Simeón más del glorioso niño pobrecito; que en lo que llevaba envuelto y la poca gente con Él que iban en la procesión, más pudiera juzgarle por hijo de gente pobre que por Hijo del Padre celestial».
Rahner decía que el ambiente en que Jesús nació era estrecho, ordinario y sofocantemente monótono. Ni siquiera su pobreza fue extraordinaria. Y que Dios había elegido la angostura del tiempo. Otra vez, una elección de amor: la que hacía posible la comunicación con quienes solo entienden «vías de carne y tiempo», como diría Juan de la Cruz.
Reconocer a Dios en la carne y el tiempo, «conocer algo de quién es este Señor y bien nuestro», era lo que deseaba Teresa y sabía que la única forma de conocer y reconocer a Jesús era siguiéndole. Por eso decía: «Parezcámonos en algo a nuestro Rey, que no tuvo casa sino en el portal de Belén adonde nació y la cruz adonde murió».
Y recordaba que «regalarle y hacer por Él» era vivir lo «dicho por su boca: Lo que hicisteis por uno de estos pequeñitos, hacéis por mí». Y seguirle era no abandonarle: «No le dejemos nosotros, que, para más sufrir [servir], Él nos dará mejor la mano que nuestra diligencia».
Conmueve que el Inmenso elija la fragilidad y la ambigüedad humana para expresarse. Asombra que Dios se haga niño, que se haga hermano. Hace enmudecer que se convierta en «esclavo», que el amor le haga inclinarse y bajar hasta lo profundo de los pozos humanos. «¡Qué gran amor del Hijo, y qué gran amor del Padre… Él vino del seno del Padre por obediencia, a hacerse esclavo nuestro» —decía Teresa.
Lo que hace pasar del asombro al amor y de la ternura y la complicidad a la solidaridad fiel es «no se apartar de andar con Cristo… tenerle siempre consigo… andar siempre con Él… nunca se apartar de tan buena compañía».
Por eso, Teresa insistía: «Siempre que se piense de Cristo, nos acordemos del amor con que nos hizo tantas mercedes y cuán grande nos le mostró Dios en darnos tal prenda del que nos tiene; que amor saca amor».
Espiritualidad
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