10 de diciembre 2018 – 50º aniversario de la muerte de Thomas Merton
GUillermo Oroz; Mari Paz López Santos
Navarra; Madrid
ECLESALIA, 10/12/18.- “No son las reflexiones lo que importa, sino las horas de silencio”, escribía Thomas Merton en su Diario, el 10 de diciembre de 1960. Efectivamente, no es su reflexión ni que todo lo que dejó escrito nos haga reflexionar; es el silencio y la quietud con la que nos predisponemos al encuentro con el hombre, el monje, y ahora sabemos que también el profeta. Como tal, fue un adelantado a su tiempo y es patrimonio de la humanidad para siempre.
Merton fue escritor antes de entrar en la vida monástica y aunque su opción era dejar la palabra, incluyendo la escrita, al traspasar la puerta del monasterio cisterciense de Getsemani (Estados Unidos), fue su abad el que le puso de nuevo la pluma en la mano.
Su obra es tan extensa que podría dudarse que tal diversidad de temas sobre espiritualidad y vida monástica y, especialmente, lo referente a las luchas y controversias del mundo en que vivió, hayan salido de un monje contemplativo.
Si el legado que Thomas Merton nos ha dejado en palabras de sabiduría es tan inmenso, cuantas habrán sido las horas de silencio y oración que propiciaron tal testimonio escrito; que nació para ser compartido con quien se anime a un encuentro con este monje que permanece vivo, activo, cercano y que, con sus propias palabras, se presenta así:
“Si quieres saber quién soy yo,
no me preguntes dónde vivo,
o lo que me gusta comer, o cómo me peino;
pregúntame, más bien, por lo que vivo,
detalladamente,
y pregúntame
si lo que pienso
es dedicarme a vivir plenamente
aquello por lo que quiero vivir.”
Aquí estamos dos escribiendo junto a Thomas Merton. Dos que hicimos inmersión en sus libros y, buceando en la intensa espiritualidad que destilan, encontramos a la persona, al creyente, al monje, al escritor y, en definitiva, al buscador que nos invita, como un hito en el camino, a adentrarnos en un encuentro mayor, definitivo: Dios.
Con un atrevimiento similar al de los niños le hemos invitado a dar un “paseo” por escrito y celebrar juntos el 10 de diciembre de 2018, fecha del 50º aniversario de su muerte.
Resultaría presuntuoso por nuestra parte pretender decir algo más ni mejor de lo mucho que se ha dicho de Thomas Merton desde una óptica monástica. Su figura, inmensa, se agranda día a día con los estupendos trabajos que se vienen publicando y que iluminan detalles o aspectos de su persona que habían pasado desapercibidos hasta ahora. Nuestro humilde escrito no aspira a sumarse a esa bibliografía. Quizá pudiera catalogarse en la categoría de testimonio. Aunque sólo quizá.
Testimonio de dos personas laicas, un hombre y una mujer, con diferentes circunstancias individuales, cuyas vidas se han visto iluminadas por la experiencia y las palabras de este monje. Conscientes de todo ello, queremos centrarnos y hacer hincapié en una visión de Merton que nace desde lo laico. Laicas son nuestras circunstancias, nuestra educación, nuestra vida y nuestro punto de vista.
Sabido es que Thomas Merton inspiró a muchas personas laicas a lo largo de su vida. Podríamos traer aquí un sinfín de nombres entre los que le trataron personalmente. La inspiración que ha vertido sobre quienes no tuvimos la dicha de conocerlo es incuestionable.
Archiconocida es su “iluminación en la esquina de la calle 43”, que podríamos calificar como una “iluminación laica” por sus circunstancias.
¿Quién no desearía haberse encontrado junto a Merton en el cruce de la Cuarta y Walnut en su momento clave de iluminación? Pero nadie acompaña en ese instante mínimo y sobrecogedor que lleva a una comprensión que es don gratuito.
Si la iluminación te sorprende en pleno centro comercial, como le pasó a Merton, nadie lo nota, sólo quien vive la experiencia única e inolvidable, de la que ya no se podrá desprender y a la que siempre podrá volver con la certeza de que vuelve al camino conocido.
Para el monje Thomas Merton que tantas horas de silencio y oración llevaba en su vida debió ser un shock maravilloso comprender en un instante que, toda aquella gente que le rodeaba y a la que no conocía, estaba iluminada por una luz que emanaba de un Amor que no se contabiliza porque se da de forma tan gratuita que nadie se puede esconder de él, aunque la mayoría nunca llegue a enterarse.
Reconocerse como uno más, sin privilegios, sin la etiqueta de una identidad privilegiada e ilusoria, fue parte de la liberación de ese instante de comprensión interior. La otra parte fue sentirse un destello más sumado a cada uno de los destellos que salen de cada ser humano, sea consciente de ello o no lo sea; se encuentre donde se encuentre y siga la vocación concreta a la que Dios le ha llamado.
Si nos encontráramos en lo que él llamaba le point vierge, ese punto interior que permanece intacto; estancia de Dios en lo escondido de cada uno, efectivamente no habría ni guerras, ni violencia, ni egoísmo, ni corrupción. Si nos reconociéramos a la luz de la semilla que plantó el Sembrador en el origen y que permanece oculta a nuestra comprensión y sensibilidad por capas de miedo, rodeada de muros y alambradas, olvidada por las distracciones del exterior que nos hacen perder el norte y el centro vital, diríamos con Merton: “Ellos no son ellos, sino mi propio yo. ¡No son extraños!”
No tiene nada de ilusoria la comprensión de un yo comunitario que abarca toda la humanidad desde que Dios quiso encarnarse en lo humano.
Dios y Merton tenían una cita en la esquina de la calle 4ª con Walnut aquel 18 de marzo de 1958. Pero Merton aún no lo sabía. Se llevó una buena sorpresa. Sorpresa y batacazo.
Dios le dio un buen revolcón. Revolcón trinitario: en tres partes. Tres estacazos que fueron sólo uno: un gran instante de luz, capaz de alimentar su vida entera y cuyo resplandor aún nos alcanza a nosotros hoy.
Primero lo despojó –en realidad lo liberó, como él mismo sintió- de toda su vanagloria. Tomó su ego hinchado, como la barriga de una oveja muerta, y lo pinchó.
Nuestros egos cuando se pinchan son como el globo de un niño que se le escapa y protesta con esa pedorreta larga y absurda que da risa. Así se queja nuestro ego. “Casi me eché a reír en voz alta” dice Merton. Hay que ser muy grande para reírse del ego de uno mismo.
Pero ¿con qué aguja pinchó Dios el ego de Merton? ¿Qué fue lo primero que sintió el monje? Que “amaba a toda aquella gente” escribe casi con sorpresa. El amor fue la aguja. El amor pincha nuestro ego. En nuestro espíritu no caben los dos: o tenemos el ego o ponemos el amor. Toda la ascesis debe conducir a ir reduciendo el espacio del ego para ir dando espacio al amor. Que el amor vaya creciendo y yo menguando…
El segundo destello fue el ver la realidad del ser humano. Todo hombre y toda mujer vistos por los ojos de Dios; y desde ahí, experimentar que a los ojos de Dios, él era un hombre más, tan amado por Él como todos los demás. Y que en esa oleada de amor, él los amaba también a todos.
“La alegría de ser hombre, dice, el glorioso destino de ser de la raza humana, que Dios eligió para encarnarse, para ser uno de nosotros. Si los hombres pudieran verse como realmente son, dice. Deambulan por el mundo brillando como el sol”.
Y una incontrolable sensación de unidad con todos ellos. Desde su soledad, irrenunciable y destinada, pero unido a todos. Cuando el amor se instala –se instale- en nosotros, los egos se retiran: somos uno. Pero no lo sabemos. Merton, sí.
El desierto, su desierto, no es un lugar de otro mundo sino de éste. Sólo hay un mundo, que todos compartimos. La soledad del monje es la otra cara del espejo del bullicio del mundo.
El tercer y último resplandor: el punto de la nada, de la pura verdad; su nombre escrito en nosotros. Dios en nosotros. Tomar contacto con este punto es la clave de todo, y lo cambia todo.
Queremos destacar sus tres últimas frases que concretan la verdad de ese momento: “No tengo programa para esa visión. Se da, simplemente. Pero la puerta del cielo está en todas partes”.
Si estamos abiertos a ello, cada paso que damos en nuestra vida, conduce a Dios. Cada una de las calles de nuestro mundo conduce a Dios, si queremos. No necesitamos ir a buscarlo a ningún lugar extraño o lejano, sólo hemos de recorrer el camino a nuestro corazón.
No es patrimonio de nadie, de ningún estilo de vida. No hay programa que conduzca a él, ni método ni guía. Es un don. Es dado. Y es simple. Simplicidad, esencia de lo cisterciense. Despojo de todo, apertura a Dios. Al Dios que vive en nuestras vidas como amor. Esa única realidad con miles de rostros, que son un solo Rostro.
Da igual dónde estemos, en la oficina, en la fábrica, en el supermercado, en la parada del autobús, el próximo paso que demos puede conducirnos a Dios. Más aún: o nos conduce a Dios o nos aleja de él. Cada paso cuenta. Así de simple. Lo único que importa es la dirección que tomemos, no los paisajes por los que atravesamos.
¿Qué diferencia a un laico de un monje? No es su mundo interior, sino las circunstancias externas en que vive. A grossomodo, uno vive apartado del mundo y el otro en medio del mismo. La misión del monje pasa por encontrar a Dios y vivirlo desde el apartamiento y la soledad. La misión del laico implica encontrar a Dios y vivirlo en medio del mundo, de la sociedad, de sus prójimos. Esta diferencia es sólo cuantitativa, no cualitativa.
La única forma que tiene el laico de poner a Dios en medio del mundo, no es una manera litúrgica, sacramental o sacerdotal, sino llevarlo allí, porque antes lo haya puesto en el centro de su corazón y a flor de piel de sus manos. Es decir, en el amor.
El monje vive en un mundo regulado, homogéneo, entre hermanos con los que comparte no sólo lugar, sino un mundo cultural, conceptual y vital. El monje vive en comunidad.
El laico, por el contrario, vive en un mundo diverso, entre gentes que unas veces comparten sus valores y otras no. Y a todos ha de amar. Gentes que unas veces aceptarán su presencia y otras la rechazarán y perseguirán. Entre gentes que, a través de las leyes injustas que a menudo rigen el mundo, la sociedad y los trabajos, por ejemplo, se aprovecharán de él y lo explotarán. Entre gentes de otros cultos a los que respetar.
Vive en una realidad cuyas implicaciones sociales, laborales, políticas, económicas, etc. lo interpelan y a las que ha de responder, con una palabra y desde el amor. Es un compromiso ineludible con la realidad. Un contemplativo no puede cerrar los ojos o mirar para otro lado. Ve a Dios en todo y ve todo en Dios.
Desde lo más abstracto a lo más concreto, un laico ha de crear su mundo: horarios, ropas, comidas, aficiones, uso del tiempo… En un monasterio, todo ello viene dado y al monje le queda la ardua tarea de amoldarse a ello. Pero un laico tiene todo eso por hacer. Y cada uno lo ha de hacer a su modo, según sus posibilidades. Otra de las características de lo laico: no hay recetas fijas.
Un monje quizá sea un experto en estabilidad, en firmeza de vida. Un laico es experto en fluir con las circunstancias que la vida le va poniendo: crianza de hijos, primero pequeños, luego adolescentes, mayores, los nietos, etc.; responsabilidades laborales crecientes o menguantes, solidaridades más comprometidas, verdadera entrega a una causa u otra. Si el monje es una montaña, el laico quizá sea regato, viento o… ¿será el valle?
Hoy vienes, hno. Thomas Merton, a preguntarnos sobre lo que vivimos o intentamos vivir en este tiempo, cincuenta años después de tu muerte. Y te contestamos tomando algunas de tus palabras pero puestas en plural: “Por aquí vamos decididos a “dedicarnos a vivir plenamente aquello por lo que queremos vivir” junto a otros, monjes, monjas, laicos y laicas, haciendo el camino del corazón, al encuentro con Dios.
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