“Sigue demasiado vivo el fantasma de una omnipotencia abstracta, según la cual Dios podría hacer lo que quisiera, sin resistencias de ningún tipo. No nos damos cuenta de que por su parte no hay límites, evidentemente; en sí misma y en abstracto, su omnipotencia lo puede todo; pero, en su funcionamiento concreto, la omnipotencia dice relación al otro, y el otro tiene necesariamente límites: el círculo no puede hacerse cuadrado sin desaparecer, y la libertad finita no puede, sin quedar anulada, ser forzada a obrar bien siempre. Dios, por lo que a Él respecta, lo puede todo y quiere lo mejor para nosotros; pero no todo es posible en sí mismo. El amor de Dios consiste en “estar siempre trabajando” (Jn 5,17), contra toda inercia y resistencia, por nosotros y por nuestra salvación”.
“Acaso estemos empezando, por fin, a comprender, como de manera simbólica pero unívoca nos lo muestra la vida de Jesús, que, más que “señor“, Dios es “servidor” de sus criaturas; que jamás es el “verdugo” de sus sufrimientos, sino siempre, con ellas y a favor de ellas, la “víctima“. Empezamos a intuirlo con san Juan de la Cruz, como “océano de amor” que trata de inundarlo todo con su gracia y su gozo, que trabaja en todo, con todo y a través de todo: la tierra que nos sostiene, el aire que respiramos o el alimento que comemos, la mano amiga que nos acaricia o nos ayuda, el trabajo y la lucha de tantos por un mundo mejor… Si todo ello resulta posible es porque Dios lo creo así, en esa dirección y con esas capacidades, que Él está sosteniendo y apoyando a cada instante. Que se logre, es lo único que Él quiere y por lo que trabaja. Cuando no se logra, Él es el primer contrariado: el fracaso o la desgracia suceden contra Él en la misma e idéntica medida en que suceden contra nosotros”.
“Lo malo que acontece nunca “estaba de Dios“, por la sencilla razón de que eso es justamente lo que Él no quería: lo soporta con nosotros y nos apoya en la lucha por superarlo; y cuando la superación inmediata no resulta posible, nos asegura que la derrota no es definitiva, que la última palabra palabra de nuestra existencia se llama salvación“.
Comentarios desactivados en Félix Placer: “Los nuevos paradigmas exigen una profunda descentralización de la teología”
“El pluralismo religioso: al servicio de la justicia y la paz desde una ética común”
“Si la teología quiere ayudar, colaborar para una salida significativa y eficaz de la Iglesia en el mundo de hoy, debe afrontar esos desafíos que le exigen o plantean una salida de sí misma, de sus paradigmas clásicos para abrirse a nuevos paradigmas plurales que provienen de esos lugares ‘teológicos’ actuales”
“Sin la definitiva experiencia de la encarnación en la vida de las víctimas, sin compasión y empatía con ellas, no es posible hacer teología y ser persona seguidora de Jesús, creer en Él”
“El Parlamento de las Religiones del Mundo (1993), abogó por una ética mundial para conseguir un orden mundial nuevo, sin predominio de una religión sobre otra”
“La destrucción de la tierra es no sólo una injusticia social, sino una profanación ecocida, biocida y geocida, un pecado contra Dios como Creador, contra Jesucristo como Liberador y contra su Espíritu como Vivificador”
| Félix Placer Ugarte, teólogo
Ante la interesante iniciativa de Religión Digital de una colaboración teológica para la propuesta e invitación del Papa Francisco de “una Iglesia en salida”, pienso que la primera aportación deberá ser, como indica Enrique Dussel, “una descolonización epistemológica eurocéntrica de la teología… En la Edad Transmoderna que se acerca, se hará necesario rehacer la teología más allá de la Modernidad y el capitalismo… para retornar a un cristianismo mesiánico profundamente renovado”.
Los nuevos paradigmas exigen una profunda descentralización de la teología, salir de sí misma para ir al encuentro en su epistemología y métodos a fin de ser capaz, como pide el Papa Francisco a la Iglesia, de “observar y escuchar” los signos de los tiempos.
Indico aquellos lugares o campos hacia los que, a mi entender, debe salir la teología si quiere ser un servicio a la llamada papal.
a) El mundo de quienes sufren la desigualdad, pobreza, marginación
Señala Félix Wilfred, que “gran parte de la teología actual evade frecuentemente la cuestión de la pobreza, de la desigualdad y de la exclusión… Necesita volver su mirada al mundo e intentar responder a aquella cuestiones cruciales que los seres humanos encuentran justo en el centro de su existencia… Exiliar a Dios y al prójimo del horizonte de la economía para perseguir una craso egoísmo e individualismo, constituye el mayor desafío para la teología actual”.
José María Castillo insiste en que “el ser o no ser de la teología se juega en su conexión o desconexión con la vida, en especial de quienes sufren las consecuencias de una economía injusta, de la inequidad y de la injusticia”.
La mirada primordial de Jesús, como insistía Metz, no se dirigió principalmente al pecado de los demás, sino al dolor humano. Por ello, continuaba el teólogo alemán, “para el cristianismo, la pregunta de partida no es ¿quién habla?, sino ¿quién sufre?”. Es decir, sin la definitiva experiencia de la encarnación en la vida de las víctimas, sin compasión y empatía con ellas, no es posible hacer teología y ser persona seguidora de Jesús, creer en Él.
Por tanto es necesario interpretar la revelación divina y mesiánica de la economía de la salvación hoy –misión de la teología- desde los nuevos paradigmas de la liberación integral universal y concreta, “desde la voz del sujeto débil y marginal, desde el clamor de los inocentes y de los justos, pero que también incluye a los verdugos y los invita a un cambio de mentalidad y a la conversión del corazón”, como expone Carlos Mendoza Álvarez. Porque, en definitiva, “sólo un Dios que sufre puede socorrer” (D. Bonhöffer).
b) El pluralismo religioso: al servicio de la justicia y la paz desde una ética común
El concilio Vaticano II abrió las puertas a una colaboración con otras religiones y no “rechaza lo que en ellas hay de verdadero y santo”. Reprobó, en consecuencia, toda discriminación e invitó a la solidaridad, al respeto de la dignidad humana y de sus derechos para lograr la paz.
El Parlamento de las Religiones del Mundo (1993), abogó por una ética mundial para conseguir un orden mundial nuevo, sin predominio de una religión sobre otra, basado en el muto reconocimiento, en la no violencia y respeto a toda vida, en el compromiso a favor de una cultura de la solidaridad y de un orden económico justo, la tolerancia y la igualdad.
Andrés Torres Queiruga propuso la palabra “inreligionación” para expresar la acogida y el ofrecimiento, desde la verdad de cada religión, para un encuentro fructífero y creativo. La teología será fecunda, como afirma Luiz Carlos Susin, si sabe escuchar y ser fiel (salir) a la experiencia religiosa de los pueblos pobres y a sus testimonios.
c) El ecofeminismo y su teología
Teólogas de diferentes países y culturas han “deconstruido” modelos clásicos, reproductores de dependencias y esquemas androcéntricos y contribuyen a reconstruir otra visión de Dios, de la revelación, del Reino de Dios, restaurando la plena dignidad e igualdad de las mujeres en todos los órdenes de la existencia humana; también en la Iglesia.
Como subraya Elizabeth A. Johnson“si la idea de Dios no logra penetrar y alumbrar la complejidad humana de la experiencia presente, más aún, si la idea de Dios no va al mismo ritmo que la realidad en evolución, entonces la experiencia de Dios muere borrándose de la memoria… La relación mutua de iguales-diferentes aparece como paradigma último de la vida personal y social… y abarca todo el tejido de la realidad” solidario, compasivo , en comunión fuente de energía para vencer al sufrimiento y sus causas con su “poder liberador de relación en su amor compasivo que penetra el dolor del mundo para transformarlo, como un aliado en la resistencia y manantial de esperanza”.
Podemos decir con Rosemary Radford Ruether: “aquello que promueve la plena humanidad de las mujeres viene del Espíritu Santo, refleja una verdadera relación con lo divino, constituye la plena naturaleza de las cosas, el auténtico mensaje de redención y la misión de la comunidad redentora”.
d) Desde una nueva visión del universo y nuevos paradigmas
Todos somos fruto de un mismo Creador y formamos parte inseparable de esta creación divina, en donde estamos relacionados profunda e íntimamente, afirma el papa Francisco en su encíclica Laudato Si¨. Por tanto, cuando se hace daño a la tierra, se hace daño a la humanidad y viceversa; el pobre, el necesitado, el oprimido es el primer daño ecológico de esta casa común.
En consecuencia, la destrucción de la tierra es no sólo una injusticia social, sino una profanación ecocida, biocida y geocida, un pecado contra Dios como Creador, contra Jesucristo como Liberador y contra su Espíritu como Vivificador. Por tanto, las acciones que se inscriben en una línea de defensa y protección de la vida son signos de la presencia de Dios que con su Espíritu sigue aleteando sobre la tierra (Gn 1,1-2), fecundando iniciativas que protejan la vida, que creen vida. Por ello hoy, en medio del diluvio destructor de la globalización, se renueva la promesa de la alianza en los signos de los tiempos ecológicos (Gn 9,8-15).
La tierra es símbolo de Dios, manifestación de su Espíritu. Los dinamismos que en ella brotan, defendiéndola, renovándola, protegiéndola -en especial a quienes están más desprotegidos y son víctimas de explotación- siguen siendo experiencia de su presencia creativa y compasiva, que comunica vida, de su alianza con la humanidad y su casa.
Las actuales investigaciones científicas y su concepción del universo abren un campo inmenso para una visión ecoteológica donde adquiere sentido nuevo la misma interpretación de la vida, de la evolución, de la realidad. Se plantea lo que llaman algunos un paradigma posreligional desde una ‘teología planetaria’ (J.M.Vigil) que pide a la teología salir de su esquema religioso para elaborarse en las claves de ser nueva concepción que supera los clásicos dualismos clásicos y descubre una relación con Dios en lo más profundo de la existencia del universo en continua expansión y creación.
Si la teología quiere ayudar, colaborar para una salida significativa y eficaz de la Iglesia en el mundo de hoy, debe afrontar esos desafíos que le exigen o plantean una salida de sí misma, de sus paradigmas clásicos para abrirse a nuevos paradigmas plurales que provienen de esos lugares “teológicos” actuales.
Félix Placer Ugarte
Profesor jubilado
Facultad de Teología. Vitoria-Gasteiz
WILFRED,F. La función de la teología en las luchas por un mundo más equitativo e inclusivo: Concilium 364 (2016)26.
METZ, J.B. Por una mística de ojos abiertos. Cuando irrumpe la espiritualidad, , Barcelona 2013,
TAMAYO, J.J. Otra teología es posible. Pluralismo religioso, interculturalidad y feminismo, Barcelona 2011.
DUSSEL,E. Descolonización epistemológica de la teología: Concilium 350 (2015) 34.
CASTILLO, J.M. Los pobres y la teología. ¿Qué queda de la Teología de la Liberación?, Bilbao 1998.
JOHNSON, E.A. La que es. El misterio de Dios en el discurso teológico feminista, Barcelona 2002.
RUETHER, R.R. Sexism and God-talk. Toward a feminist theology. With a new introduction, Boston 1993.
VIGIL, J.M. (coord.), Por los muchos caminos de Dios: Hacia una Teología Planetaria. Quito, 2010.
MENDOZA ÁLVAREZ, C. Deus ineffabilis. Una teología posmoderna de la revelación del fin de los tiempos, México 2015.
Comentarios desactivados en Repensar la resurrección. La fe en común en la diferencia de las interpretaciones”, por Andrés Torres Queiruga
Este texto es el epílogo del libro de Andrés TORRES QUEIRUGA, «Repensar la resurrección» (Trotta, Madrid 2003), que trata de hacer un resumen del propio libro. No hemos corregido las huellas de este su carácter de epílogo ni sus referencias a páginas anteriores del libro. Agradecemos al autor y a la editorial su gentileza, y recomendamos a los lectores su lectura completa
Llegados al final de un largo y sinuoso recorrido, no sobra intentar poner en claro su resultado fundamental. Un resultado que, como el enunciado del título trata de indicar, presenta un carácter claramente dialéctico. Por un lado, la reflexión ha procurado moverse siempre dentro de aquella precomprensión común de la que, de un modo u otro, parten todos los que se ocupan de la resurrección (por eso dan por supuesto que tratan del mismo asunto). Por otro, ha sido en todo momento consciente de que lo en apariencia “común” está ya siempre —y por fuerza— traducido conforme a los patrones de las interpretaciones concretas. La presentada en este libro es una de ellas. Por eso se ha esforzado en todo momento por moverse dentro de la fe común y al mismo tiempo no ha ocultado nunca su libertad para elaborar su peculiar propuesta dentro de la diferencia teológica.
Hacerlo con la responsabilidad exigida por un tema tan serio ha complicado, no sé si más de lo necesario, la exposición, oscureciendo tal vez tanto la intención como el contenido preciso del mismo resultado. Ahora, con el conjunto a la vista, resulta más fácil percibir tanto la marcha del proceso reflexivo como su estructura global y sus líneas principales. De hecho, la impresión de conjunto, unida a un repaso del índice sistemático, sería tal vez suficiente, y conviene tenerlo delante. El epílogo trata únicamente de mostrar de manera todavía más simplificada las preocupaciones y los resultados fundamentales.
1. La tarea actual
1.1 Lo común de la fe
Preocupación básica ha sido en todo momento insistir en la comunidad e identidad fundamental de l referente común que las distintas teologías tratan de comprender y explicar, pues eso hace más evidente el carácter secundario y relativo de las diferencias teóricas[1]. Algo que puede aportar serenidad a la discusión de los resultados, reconociendo la legitimidad del pluralismo y limando posibles tentaciones de dogmatismo.
Fue ya una necesidad en las primeras comunidades cristianas. Porque, aunque, como bien reflejan los escritos paulinos, también en ellas había fuertes discusiones, no por eso deja de percibirse un amplio fondo común, presente tanto en las distintas formulaciones como en las expresiones litúrgicas y en las consecuencias prácticas. Esa necesidad se acentúa en la circunstancia actual, tan marcada por el cambio y el pluralismo , pues también hoy la comunidad cristiana vive, y necesita vivir, en la convicción de estar compartiendo la misma fe . Tal vez hoy por hoy, más que a una visión teológica unitaria, sólo sea posible aspirar a la comunidad de un “aire de familia”; pero, mantenido en el respeto dialogante, eso será suficiente para que las “muchas mansiones” teóricas no oculten la pertenencia a la casa común (cf. Jn 14, 2).
Hace tiempo lo había expresado insistiendo en la necesidad de “recuperar la experiencia de la resurrección”[2], ese humus común, rico y vivencial, previo a las distintas teorías en que desde sus comienzos la comunidad cristiana ha ido expresando su fe . Tal experiencia se manifestó fundamentalmente como una doble convicción de carácter vital, transformador y comprometido. Respecto de Jesús, significa que la muerte en la cruz no fue lo último, sino que a pesar de todo sigue vivo, él en persona; y que, aunque de un modo distinto, continúa presente y actuante en la comunidad cristiana y en la historia humana. Respecto de nosotros, significa que en su destino se ilumina el nuestro, de suerte que en su resurrección Dios se revela de manera plena y definitiva como “el Dios de vivos ”, que, igual que a Jesús, resucita a todos los muertos ; en consecuencia, la resurrección pide y posibilita un estilo específico de vida que, marcada por el seguimiento de Jesús, es ya “vida eterna”.
1.2 La inevitable diversidad de la teología
Afirmado esto, todo lo demás es secundario, pues lo dicho marca lo común de la fe . La teología viene luego, con sus diferencias inevitables y, en principio, legítimas, mientras se esfuercen por permanecer dentro de ese ámbito, versando sobre “lo mismo”, de manera que las diferencias teóricas no rompan la comunión de lo creído y vivido.
Eso sitúa y delimita la importancia del trabajo teológico, pero no lo anula en modo alguno ni, por tanto, lo exime de su responsabilidad. Porque toda experiencia es siempre experiencia interpretada en un contexto determinado, y sólo dentro de él resulta significativa y actualizable. La apuesta consiste en lograr una interpretación correcta, que recupere para hoy la experiencia válida para siempre. Pero el cambio puede hacerse mal , anulando la verdad o la integridad de la experiencia; o puede hacerse de modo insuficiente, dificultándola e incluso impidiéndola: no entrando ni dejando entrar — según la advertencia evangélica— en su comprensión y vivencia actual. Y lo cierto es que la ruptura moderna ha supuesto un cambio radical de paradigma , de suerte que obliga a una reinterpretación muy profunda. Esta situación aumenta lo delicado y aun arriesgado de la tarea; pero por lo mismo la hace también inesquivable, so pena de hacer absurdo e increíble el misterio de la resurrección.
El trabajo de reinterpretación precisa ir en tres direcciones distintas, aunque íntimamente solidarias: una apunta hacia la dilucidación histórico-crítica del origen, explicitación y consolidación de la experiencia ; otra, hacia el intento de lograr alguna comprensión de su contenido, es decir, del ser de la resurrección y del modo como se realiza; finalmente, otra intenta dilucidar las consecuencias, tanto para la vida en la historia como para el destino más allá de la muerte . De suyo, la última dirección es las más importante, pero, dado que la conmoción del cambio se produjo sobre todo en las dos primeras, ellas son las que han ocupado mayor espacio en la discusión teológica. Tampoco en este estudio ha sido posible escapar a ese “desequilibrio”, aunque se ha intentado compensarlo en lo posible.
2. La génesis de la fe en la resurrección
El cambio cultural se manifestó en dos fenómenos principales. El primero fue el fin de la lectura literal de los textos, que, haciendo imposible tomarlos como un protocolo notarial de lo acontecido, ha obligado a buscar su sentido detrás del tenor inmediato de la letra. El segundo consistió en el surgimiento de una nueva cosmovisión, que ha obligado a leer la resurrección en coordenadas radicalmente distintas a las presupuestas en su versión original.
En la nueva comprensión de la génesis influyó e influye sobre todo el primero. Porque el fin del fundamentalismo forzó un cambio profundo en la lectura y al mismo tiempo ha proporcionado los meDios para llevarlo a cabo. Los ha proporcionado no sólo porque, al romper la esclavitud de la letra, abría la posibilidad de nuevos significados, sino también porque, al introducirla en la dinámica viva de la historia de la revelación , la cargaba de un realismo concreto y vitalmente significativo. Lo cual vale tanto para el Antiguo como para el Nuevo Testamento.
2.1 La resurrección en el Antiguo Testamento
Ha sido, en efecto, importante recordar el Antiguo Testamento y remontarse de algún modo al duro aprendizaje que supuso. Con sus dos caminos principales. El primero (que tal vez debiera haber recibido una atención aun mayor) remite a la vivencia de la profunda comunión con Dios. Comunión que, sin negar la aspereza de la vida terrena y sin tener todavía claridad acerca del más allá de la misma, permitió intuir que su amor es “fuerte como la muerte ” (Cant 8, 6). Por eso la conciencia de la fidelidad divina fue capaz de dar sentido a la terrible ambigüedad de la existencia, tal como aparece, por ejemplo, en el salmo 73: “Mi cuerpo y mi corazón se consumirán, pero Dios es para siempre mi roca y mi suerte” (v. 26). El segundo camino pasa por la aguda experiencia de contraste entre el sufrimiento del justo y la intolerable injusticia de su fracaso terreno. Como se anuncia con claridad ya en los Cantos del Siervo y se formula de manera impresionante con los mártires de la lucha macabea (cf. 2 Mac 7), sólo la idea de resurrección podía conciliar el amor fiel de Yavé con el incomprensible sufrimiento del justo.
Un fruto importante de este recuerdo es que los largos siglos sin creencia clara en el otro mundo enseñan, en vivo, que la auténtica fe en la resurrección no se consigue con una rápida evasión al más allá, sino que se forja en la fidelidad de la vida real y en la autenticidad de la relación con Dios. Además es muy probable que en esos textos encontrase Jesús un importante alimento para su propia experiencia ; y, con seguridad, ahí lo encontraron los primeros cristianos para su comprensión del destino del Crucificado.
2.2 La resurrección de Jesús en el Nuevo Testamento
Esa herencia preciosa pasó al Nuevo Testamento como presupuesto fundamental, que no debe olvidarse, porque constituía el marco de vivencia y comprensión tanto para Jesús como para la comunidad. La fe en la resurrección de los muertos estaba ya presente en la vida y en la predicación del Nazareno: la novedad que introduce la confesión de la suya, se realiza ya dentro de esta continuidad radical.
En este sentido , no es casual, y desde luego resulta esencial, la atención renovada a su vida para comprender la génesis y el sentido de la profunda reconfiguración que el Nuevo Testamento realiza en el concepto de resurrección heredado del Antiguo. La vida de Jesús y lo creído y vivido en su compañía constituyeron sin lugar a dudas una componente fundamental del suelo nutricio donde echó raíces lo novedoso y específico de la experiencia pascual.
Dos aspectos sobre todo tuvieron una enorme fuerza de revelación y convicción. En primer lugar, la conciencia del carácter “escatológico” de la misión de Jesús, que adelantaba y sintetizaba en su persona la presencia definitiva de la salvación de Dios en la historia : su destino tenía el carácter de lo único y definitivo. En estrecha dialéctica con él, está, en segundo lugar, el hecho terrible de la crucifixión , que parecía anular esa presencia. La durísima “experiencia de contraste ” entre, por un lado, la propuesta de Jesús, garantizada por su bondad, su predicación y su conducta, y, por otro, su incomprensible final en la mors turpissima crucis, constituía una “disonancia cognoscitiva ” de tal magnitud, que sólo con la fe en la resurrección podía ser superada (un proceso que, a su manera, había adelantado ya el caso de los Macabeos ).
El hecho de la huída y ocultamiento de los discípulos fue, con toda probabilidad, históricamente cierto; pero su interpretación como traición o pérdida de la fe constituye una “dramatización” literaria, de carácter intuitivo y apologético, para demostrar la eficacia de la resurrección. En realidad, a parte de lo injusta que resulta esa visión con unos hombres que lo habían dejado todo en su entusiasmo por seguir a Jesús, resulta totalmente inverosímil. Algo que se confirma en la historia de los grandes líderes asesinados, que apunta justamente en la dirección contraria, pues el asesinato del líder auténtico confirma la fidelidad de los seguidores: la fe en la resurrección , que los discípulos ya tenían por tradición, encontró en el destino trágico de Jesús su máxima confirmación, así como su último y pleno significado. Lo expresó muy bien, por boca de Pedro, el kerygma primitivo: Jesús no podía ser presa definitiva de la muerte , porque Dios no podía consentir que su justo “viera la corrupción” (cf. Hch 2, 24-27).
2.3 Lo nuevo en la resurrección de Jesús
La conjunción de ambos factores —carácter definitivo y experiencia de contraste — hizo posible la revelación de lo nuevo en la resurrección de Jesús : él está ya vivo, sin tener que esperar al final de los tiempos (que en todo caso empezarían con él); y lo está en la plenitud de su persona, ya sin el menor asomo de una existencia disminuida o de sombra en el sheol . Lo que se esperaba para todos (al menos para los justos) al final de los tiempos, se ha realizado en él, que por eso está ya exaltado y plenificado en Dios. Y desde esa plenitud —única como único es su ser— sigue presente en la comunidad, reafirmando la fe y relanzando la historia . Leer más…
Comentarios desactivados en Jesús Martínez Gordo: “Ante estos dramas, es normal que se asista al derrumbe del imaginario de un Dios todopoderoso”
Etty Hillesum
“Tenemos, nos guste o no, fecha de caducidad”
“La muerte, prematura e injusta, y la que se ceba en los más débiles, nos afecta a todos: seamos deístas y teístas, ateos o agnósticos-ateos”
“Es más sensato reconocer que el cristianismo, no teniendo la respuesta racional a este problema, habilita, sin embargo, para afrontarlo de manera coherente y lúcida”
“Por qué lo hemos mirado como algo ajeno a nosotros mientras campaba por China y otros países y por qué es capaz de sacar lo mejor y lo peor de nosotros”
“Ahora que nos hemos dado cuenta de que Dios y rezar no sirven para nada, sería la ocasión para dar el presupuesto de la Iglesia a la sanidad”. Así se leía en uno de los whatsapps que he recibido estos días. Más allá de que siempre haya quien, aprovechando que San José era carpintero, quiera hablar de la confesión, me interesa reflexionar en voz alta sobre una vieja cuestión que, formulada hace más de dos milenios por Epicuro, reaparece en estos tiempos con particular fuerza y que se puede reformular en estos términos: “¿Quiere Dios evitar el coronavirus, pero no puede? Entonces es impotente. ¿Puede, pero no quiere? Entonces es malévolo. ¿Sí puede y quiere? Entonces, ¿por qué existe el coronavirus?”.
Cuando hay que enfrentarse con semejante drama (y con la contradicción –existencial y racional– que funda), es normal que se asista no solo al derrumbe del imaginario de un Dios todopoderoso e incluso bondadoso, sino también a la defensa de la mayor consistencia racional del ateísmo o del agnosticismo-ateo frente a las explicaciones deístas o teístas. Uno de los ejemplos, probablemente el que me ha resultado más llamativo estos últimos años, es el testimonio del pastor estadounidense Bart D. Ehrman sobre su tránsito de la fe cristiana a la increencia por no haber podido soportar esta contradicción entre un Dios omnipotente y bueno con la existencia, en su caso, del mal, en general.
Pero tengo que recordar, como necesario e ineludible contrapunto, no solo la existencia de personas (en el caso deEtty Hillesum) que descubrieron la fe en plena Shoah o exterminio nazi, sino que tampoco faltan en nuestros días las que sostienen que éste -el problema del mal o del Coronavirus y Dios- ha de afrontarse en términos estrictamente racionales. Y así ha de ser porque la muerte, prematura e injusta, y la que se ceba en los más débiles, nos afecta a todos: seamos deístas y teístas, ateos o agnósticos-ateos e incluso antiteístas e indiferentes. Ya no vale, apuntan, criticando a estos últimos, creer haber alcanzado una explicación racional más consistente que la teísta negando la existencia de Dios y quedarse, según los casos, plácida, tranquila o angustiosamente sumidos en el silencio o en el mutismo. Semejante respuesta o ensayo de explicación alternativa –que no acaba de eludir la perplejidad que atenaza a todos, teístas o ateos– no es, cuando se dé, una explicación racionalmente más firme que la creyente. De ninguna manera.
Quizá, por ello, en los últimos años los teólogos han seguido reflexionando sobre la cuestión. En concreto, he encontrado tres ensayos de explicación que merecen la pena ser tenidos en cuenta estos días. Me tomo la libertad de indicar lo que considero más sustancial de sus respectivas aportaciones en estas circunstancias: la de J. A. Estrada; la de J.-B. Metz y la de A. Torres Queiruga.
Juan Antonio Estrada declara “imposible” el intento de armonizar racionalmente el mal con un Dios bueno y omnipotente. No se puede exculpar a Dios. Cuando se intenta, se acaba favoreciendo el imaginario de un ser malvado a costa del sacrificio de las personas. Es más sensato reconocer que el cristianismo, no teniendo la respuesta racional a este problema, habilita, sin embargo, para afrontarlo de manera coherente y lúcida, muy lejos de la indiferencia o la desesperanza: quien, como es su caso, se autocomprende como un cristiano, sabe que el problema le sobrepasa racionalmente pero, a la vez, que también tiene motivos más que sobrados para combatir el mal, en particular, el injusto y antes de tiempo, como lo hizo Jesús de Nazaret, estando al lado de los que lo padecen, curando, acompañando, alentando.
Sin dejar de reconocer el silencio (racional) en el que habitualmente nos adentra la petición de una respuesta congruente por parte de Epicuro, no hay que descuidar los gritos y las demandas de justicia que, a pesar de todo, siguen dirigiendo a Dios las víctimas. He aquí el punto de partida de la explicación ofrecida por J.-B. Metz. La atención a tales demandas le lleva a erigir dichos gritos y lamentos en el principio cognoscitivo de todo y, a la par, a entender la fe cristiana como “memoria de la pasión”, es decir, como memoria de un Crucificado cuyo drama se actualiza en el clamor de todas las víctimas. En nuestro caso, en primer lugar, como principio cognoscitivo: preguntarse por qué irrumpe el Coronavirus; por qué se ceba en los más débiles del mundo y de nuestra sociedad; porqué lo hemos mirado como algo ajeno a nosotros mientras campaba por China y otros países y por qué es capaz de sacar lo mejor y lo peor de nosotros. Y, en segundo lugar, como actualización en el tiempo presente de la tragedia acontecida hace dos mil años en el Calvario y, por ello, en quienes, como así sucede estas últimas semanas, mueren, porque son ancianos, enfermos, débiles o profesionales de la medicina o trabajadores en servicios imprescindibles para la ciudadanía; y, además, sin poder despedirse de sus seres queridos.
“Entender la fe cristiana como “memoria de la pasión”, es decir, como memoria de un Crucificado cuyo drama se actualiza en el clamor de todas las víctimas”
Andrés Torres Queiruga, prolongando la vía abierta en su día por G. Leibniz, sale críticamente al paso de las explicaciones que subrayan la oscuridad, el silencio o el retraimiento –el “zimzum”– de Dios y sitúa la clave explicativa del mal en la fragilidad en cuanto tal; por tanto, no en Dios mismo: tenemos, nos guste o no, fecha de caducidad, habida cuenta de nuestra constitutiva finitud. Nos somos dioses. La suya es una propuesta dispuesta a mostrar la articulación existente, y sin estridencias de ninguna clase, entre la insuperable idoneidad del amor divino –que caracteriza no tanto como el todopoderoso, sino como el Antimal– y el mal (en nuestro caso, el Coronavirus) que se aloja en la constituyente limitación de lo finito y, sobre todo, en el perecimiento prematuro e injusto. Éste, recuerda, es un problema, ante todo y, sobre todo, racional, propio de la condición humana en cuanto tal; no solo de los creyentes. Por eso, nos atañe a todos y requiere una explicación por parte de todos, más allá de nuestra fe o ausencia de ella, aunque los creyentes tengamos sobrados motivos y razones para no desesperar e implicarnos en su erradicación.
Finalmente, creo que no está de más traer a colación lo sostenido por Paolo Flores d’Arcais en su debate con J. Ratzinger el año 2008, pocos meses antes de que fuera elegido papa: En lo que toca al “apoyo a los marginados, a los últimos, respecto al deber de la solidaridad”, los creyentes –sostuvo– sacaban a los no creyentes bastantes puntos de ventaja. Y, probablemente, carecer de fe hacía “mucho más difícil la capacidad de renunciar al egoísmo, de sacrificarse por los demás”.
Eso no quería decir, matizó, que lo hiciera imposible. Evidentemente, prosiguió, también se daba entrega y generosidad entre los ateos e increyentes; sobre todo en los momentos más trágicos de la historia de la humanidad. Pero era una entrega que, sin saber muy bien por qué, se mostraba intermitente cuando había que afrontar el compromiso –discreto y paciente– del día a día: “Ni qué decir tiene –indicó– que un ateo puede sacrificar su vida. No obstante –balbució–, tengo la impresión de que resulta más fácil…, o sea, más fácil…, menos difícil, sacrificarla en momentos excepcionales que hacer sacrificios menores, pero cotidianos (para quien no cree que para quien cree o, por lo menos, que para algunos que no creen)”. En síntesis, concluyó, “la piedra donde tropezar es para el ateo la incapacidad de caridad”.
Se agradece poder escuchar (y recordar) un testimonio como el reseñado. Y más, en estos tiempos en los que creyentes e increyentes compartimos la tarea de erradicar algo de tanta desolación en este tiempo de coronavirus; resabios anticlericalistas al margen.
Comentarios desactivados en “¿Qué queremos decir cuando decimos infierno?”, por Andrés Torres Queiruga
“El infierno no es nunca un castigo de Dios, sino una ‘tragedia’ para Él”
“Que Dios es amor y que sólo quiere y busca por todos los medios nuestra salvación”
(Andrés Torres Queiruga, teólogo).- El texto está tomado del no 93 de Encrucillada: Revista Galega de Pensamento Cristián, y existe una versión más amplia en un pequeño libro publicado por Sal Terrae, 1995. Empieza afirmando que, afortunadamente, del infierno se habla poco, pues bastantes estragos ha hecho; pero que es preciso hablar, porque los tópicos y las aberraciones siguen proliferando. Por brevedad, omite la introducción, que aclara los presupuestos hermenéuticos e insiste en una lectura no fundamentalista de la Biblia.
2. Lo intolerable en el tratamiento del infierno
Criticar la historia pasada es nuestro derecho, pero los juicios están siempre expuestos al riesgo de la injusticia y de la intolerancia. Lo advierto, porque la intención primaria de lo que aquí intento decir no se dirige a juzgar el pasado, sino -mucho más modestamente- a iluminar el presente. Más de una vez, algo que hoy resulta realmente inconcebible, pudo estar justificado en su época histórica. ¿Quién puede, por ejemplo, calibrar el efecto moralizador que la predicación del infierno tuvo sobre costumbres bárbaras e inhumanas o frente a autoridades ante las que no cabía otro freno ni control? 1 Aparte de que los significados reales funcionan en sus contextos concretos, de forma que palabras, imágenes o conceptos perfectamente asimilables en un momento dado pueden resultar insoportables en otro distinto.
Hablar de “intolerable”, por tanto, se refiere aquí, ante todo, a lo que hoy no debe ser afirmado por una teología “honesta con Dios” ni anunciado por una predicación respetuosa con la dignidad de los oyentes actuales (por otra parte, trabajados en nuestro tiempo por una larga y nueva tradición de libertad y tolerancia).
2.1 No “castigo”, sino “tragedia” para Dios
En este sentido conviene empezar afirmando que de ningún modo resulta ya lícito hablar del infierno como castigo por parte de Dios o, mucho menos aún, como venganza. Hemos oído tantas veces este tipo de expresiones, que puede acabar escapándosenos lo monstruoso que en sí mismas insinúan. Pues convierten a Dios en un ser interesado, que castiga a quien no le rinde el debido “servicio”; en un juez implacable, que persigue al culpable por toda una eternidad; y, en definitiva, en un tirano injusto, que crea sin permiso, que no deja más alternativa que la de servirlo o de exponerse a su ira y que castiga con penas “infinitas” fallos de criaturas radicalmente débiles y limitadas.
No digamos ya si, encima, por una lectura literalista de ciertos pasajes (sobre todo Rm 9-11, que en el fondo quieren decir lo contrario) 2, se habla de predestinación al infierno. Y no de modo metafórico, sino ateniéndose a una literalidad que proviene de autores tan grandes como San Agustín, quien con toda seriedad la interpreta como decisión definitiva e incondicional de Dios, en el sentido de que, con total independencia de la conducta futura de las personas -ante praevisa merita-, destina sólo unas a la salvación, mientras deja a otras -vassa irae, vasos de ira- destinadas de manera irreversible a la condenación como una massa damnata (en definitiva, culpable, que para eso pecó Adán…).
Por fortuna, esta doctrina, que, como justamente dice Berthold Altaner, “parte de una idea de Dios que nos hace estremecer”3, nunca ha sido plenamente acogida en la iglesia. Pero tampoco cabe negar su influjo, obscuro y subterráneo, a lo largo de la teología4, reforzando sombras y fantasmas que nunca hubieran debido acercarse siquiera a nuestra idea ni a nuestro hablar de Dios. En todo caso, su evocación sirve de aviso saludable para no mantener conceptos o representaciones con una carga tan peligrosamente negativa.
Para comprender la gravedad del peligro, basta con traer a la memoria que el despertar crítico de la Ilustración encontró aquí uno de los más graves motivos de escándalo y rechazo de la fe, con enormes consecuencias culturales. No cabe ignorar que, si se da por válida esa concepción, los argumentos resultan muy difícilmente refutables. De modo paradigmático argumenta Hume: 1) que resulta inaceptable un castigo eterno para ofensas limitadas de una criatura frágil, y 2) que, encima, ese castigo no sirve para nada, puesto que sucede cuando ya “toda la escena ha concluido”5.
Este tipo de críticas tiene siempre algo de esquemático e injusto; pero, en lugar de protestar contra ellas, lo que conviene es hacerlas imposibles, revisando conceptos obsoletos y recuperando el sentido genuino de la experiencia cristiana. Porque desde la intuición de un Dios que crea por amor, más aún, que desde Jesús acabamos descubriendo como “Padre” que consiste en amar (1 Jn 4,8.16), en la condenación -sea ella lo que sea, dejémoslo por ahora- de cualquier hombre o mujer sólo cabe ver no algo que Dios desea, quiere o impone, sino todo lo contrario: algo que El padece, con lo que sufre, pero que no puede evitar. ¿Cómo podría ser de otro modo, si crea únicamente por nosotros y para nosotros: para comunicarnos su amor y su salvación, buscando tan sólo nuestra realización y nuestra felicidad?
Apena ver que algo tan obvio haya podido quedar tanto tiempo recubierto por lógicas extrañas al evangelio o por simples rutinas del pensamiento. Cuando además basta la razón normal para verlo, siempre que se acerque a este campo con la actitud y las categorías apropiadas. ¿No es esto lo que sucede con un padre o una madre simplemente honestos y normales, cuando ven que un hijo entra en el camino de la autodestrucción: en la droga, pongamos por caso? Le darán sus mejores consejos y lo ayudarán con todas sus fuerzas; pero, si persiste, no lo “castigarán”, añadiendo desgracia a su desgracia o haciendo aún más perdurable el proceso de su autodestrucción. Más bien sucederá lo contrario (y cualquiera que tenga el mínimo contacto con alguno de estos casos desgraciados, sabe muy bien que esto no es retórica): sufrirán con él y aún más que él, sentirán como propio el fracaso de su hijo.
Si, alertados por la crítica y animados por una razón verdaderamente humana, prestamos atención a la revelación evangélica, eso mismo resulta evidente más allá de toda comparación. Ya sé que hay algunos pasajes -en realidad, para una lectura crítica del Nuevo Testamento, muy pocos y en directa contradicción con otros- que parecen no cuadrar con esto, pues hablan de castigo, de gehenna o de tinieblas… Pero veremos que tienen otra explicación. Y, desde luego, en una elemental corrección hermenéutica, deben ser leídos desde la clave central de la experiencia bíblica: todo lo que Dios hace o manifiesta va exclusivamente dirigido a la salvación.
Basta con mirar la actitud de Jesús con los pecadores, o simplemente leer con corazón limpio la parábola del hijo pródigo, para ver por dónde va aquella clave. O, para verlo afirmado de manera explícita, examinar las palabras en las que San Pablo intenta descubrir el núcleo de la actitud divina ante el destino humano:
“¿Cabe decir más? Si Dios está a favor nuestro, ¿quién podrá estar en contra? Aquel que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo es posible que con él no nos regale todo? ¿Quién será el fiscal de los elegidos de Dios? Dios, el que perdona. Y ¿a quién tocará condenarlos? A Cristo Jesús, el que murió, o mejor dicho, el que resucitó, el mismo que está a la derecha de Dios, el mismo que intercede en favor nuestro (Rom 8, 31-34).
Se comprende bien que Hans Urs von Balthasar no exagera, sino que expresa la dinámica más fina y más sensible de la actitud de Dios en cuanto nos es dado entreverla, cuando califica de “trágica” la situación:
Trágica no solo para el hombre que puede frustrar el sentido de su existencia, su propia salvación, sino para Dios mismo, que se ve forzado a tener que juzgar allí donde quería salvar y -en el caso extremo- a tener que juzgar justo porque únicamente quería aportar amor. De este modo el tener-que-ser-repudiado del hombre que repudia el amor de Dios, aparece como una derrota de Dios, que fracasa en su propia obra de salvación6.
Estas ideas pueden sonar novedosas y aun atrevidas. En realidad, enlazan con lo más profundo y mejor de la tradición cristiana sobre Dios. Véase, si no, lo que dice el Maestro Eckhart en uno de sus sermones:
La verdad es que Dios sentiría una alegría tan grande e inefable por el que le fuese fiel, que el que frustrase esa alegría le frustraría totalmente en su vida, su ser, su deidad…, le quitaría la vida, si es que uno puede hablar así7.
En inmediata continuidad con las palabras antes citadas, von Balthasar prosigue con toda razón afirmando que “este aspecto del juicio debe ser hecho patente desde los escritos neotestamentarios: no como punto final sino más bien como punto de partida para una ulterior reflexión más profunda”.
2.2 Contra el abuso moralizante
Punto de partida, pues. Y cabría decir más: también principio que debe sustentar toda la reflexión, determinando su lógica, sin que en ningún momento pueda ser anulado o puesto en cuestión por intereses ajenos o lógicas divergentes, que acaben por anularlo. Con lo cual se están enunciando dos capítulos de verdadera transcendencia en la cuestión. Leer más…
Comentarios desactivados en “Repensar la resurrección”, por Andrés Torres Queiruga
Leído en la página web de Redes Cristianas
La fe en común en la diferencia de las interpretaciones
Este texto es el epílogo del libro de Andrés TORRES QUEIRUGA, «Repensar la resurrección» (Trotta, Madrid 2003), que trata de hacer un resumen del propio libro. No hemos corregido las huellas de este su carácter de epílogo ni sus referencias a páginas anteriores del libro. Agradecemos al autor y a la editorial su gentileza, y recomendamos a los lectores su lectura completa
Llegados al final de un largo y sinuoso recorrido, no sobra intentar poner en claro su resultado fundamental. Un resultado que, como el enunciado del título trata de indicar, presenta un carácter claramente dialéctico. Por un lado, la reflexión ha procurado moverse siempre dentro de aquella precomprensión común de la que, de un modo u otro, parten todos los que se ocupan de la resurrección (por eso dan por supuesto que tratan del mismo asunto). Por otro, ha sido en todo momento consciente de que lo en apariencia “común” está ya siempre —y por fuerza— traducido conforme a los patrones de las interpretaciones concretas. La presentada en este libro es una de ellas. Por eso se ha esforzado en todo momento por moverse dentro de la fe común y al mismo tiempo no ha ocultado nunca su libertad para elaborar su peculiar propuesta dentro de la diferencia teológica.
Hacerlo con la responsabilidad exigida por un tema tan serio ha complicado, no sé si más de lo necesario, la exposición, oscureciendo tal vez tanto la intención como el contenido preciso del mismo resultado. Ahora, con el conjunto a la vista, resulta más fácil percibir tanto la marcha del proceso reflexivo como su estructura global y sus líneas principales. De hecho, la impresión de conjunto, unida a un repaso del índice sistemático, sería tal vez suficiente, y conviene tenerlo delante. El epílogo trata únicamente de mostrar de manera todavía más simplificada las preocupaciones y los resultados fundamentales.
1. La tarea actual
1.1 Lo común de la fe
Preocupación básica ha sido en todo momento insistir en la comunidad e identidad fundamental del referente común que las distintas teologías tratan de comprender y explicar, pues eso hace más evidente el carácter secundario y relativo de las diferencias teóricas[1]. Algo que puede aportar serenidad a la discusión de los resultados, reconociendo la legitimidad del pluralismo y limando posibles tentaciones de dogmatismo.
Fue ya una necesidad en las primeras comunidades cristianas. Porque, aunque, como bien reflejan los escritos paulinos, también en ellas había fuertes discusiones, no por eso deja de percibirse un amplio fondo común, presente tanto en las distintas formulaciones como en las expresiones litúrgicas y en las consecuencias prácticas. Esa necesidad se acentúa en la circunstancia actual, tan marcada por el cambio y el pluralismo, pues también hoy la comunidad cristiana vive, y necesita vivir, en la convicción de estar compartiendo la misma fe. Tal vez hoy por hoy, más que a una visión teológica unitaria, sólo sea posible aspirar a la comunidad de un “aire de familia”; pero, mantenido en el respeto dialogante, eso será suficiente para que las “muchas mansiones” teóricas no oculten la pertenencia a la casa común (cf. Jn 14, 2).
Hace tiempo lo había expresado insistiendo en la necesidad de “recuperar la experiencia de la resurrección”[2], ese humus común, rico y vivencial, previo a las distintas teorías en que desde sus comienzos la comunidad cristiana ha ido expresando su fe. Tal experiencia se manifestó fundamentalmente como una doble convicción de carácter vital, transformador y comprometido. Respecto de Jesús, significa que la muerte en la cruz no fue lo último, sino que a pesar de todo sigue vivo, él en persona; y que, aunque de un modo distinto, continúa presente y actuante en la comunidad cristiana y en la historia humana. Respecto de nosotros, significa que en su destino se ilumina el nuestro, de suerte que en su resurrección Dios se revela de manera plena y definitiva como “el Dios de vivos”, que, igual que a Jesús, resucita a todos los muertos ; en consecuencia, la resurrección pide y posibilita un estilo específico de vida que, marcada por el seguimiento de Jesús, es ya “vida eterna”.
1.2 La inevitable diversidad de la teología
Afirmado esto, todo lo demás es secundario, pues lo dicho marca lo común de la fe. La teología viene luego, con sus diferencias inevitables y, en principio, legítimas, mientras se esfuercen por permanecer dentro de ese ámbito, versando sobre “lo mismo”, de manera que las diferencias teóricas no rompan la comunión de lo creído y vivido.
Eso sitúa y delimita la importancia del trabajo teológico, pero no lo anula en modo alguno ni, por tanto, lo exime de su responsabilidad. Porque toda experiencia es siempre experiencia interpretada en un contexto determinado, y sólo dentro de él resulta significativa y actualizable.
La apuesta consiste en lograr una interpretación correcta, que recupere para hoy la experiencia válida para siempre. Pero el cambio puede hacerse mal , anulando la verdad o la integridad de la experiencia; o puede hacerse de modo insuficiente, dificultándola e incluso impidiéndola: no entrando ni dejando entrar — según la advertencia evangélica— en su comprensión y vivencia actual. Y lo cierto es que la ruptura moderna ha supuesto un cambio radical de paradigma, de suerte que obliga a una reinterpretación muy profunda. Esta situación aumenta lo delicado y aun arriesgado de la tarea; pero por lo mismo la hace también inesquivable, so pena de hacer absurdo e increíble el misterio de la resurrección.
El trabajo de reinterpretación precisa ir en tres direcciones distintas, aunque íntimamente solidarias: una apunta hacia la dilucidación histórico-crítica del origen, explicitación y consolidación de la experiencia; otra, hacia el intento de lograr alguna comprensión de su contenido, es decir, del ser de la resurrección y del modo como se realiza; finalmente, otra intenta dilucidar las consecuencias, tanto para la vida en la historia como para el destino más allá de la muerte. De suyo, la última dirección es la más importante, pero, dado que la conmoción del cambio se produjo sobre todo en las dos primeras, ellas son las que han ocupado mayor espacio en la discusión teológica. Tampoco en este estudio ha sido posible escapar a ese “desequilibrio”, aunque se ha intentado compensarlo en lo posible.
2. La génesis de la fe en la resurrección
El cambio cultural se manifestó en dos fenómenos principales. El primero fue el fin de la lectura literal de los textos, que, haciendo imposible tomarlos como un protocolo notarial de lo acontecido, ha obligado a buscar su sentido detrás del tenor inmediato de la letra. El segundo consistió en el surgimiento de una nueva cosmovisión, que ha obligado a leer la resurrección en coordenadas radicalmente distintas a las presupuestas en su versión original. Leer más…
“Francisco está amenazado, tan amenazado como la unidad de la Iglesia”
“Estamos ante un nuevo y desesperado intento de restauracionismo preconciliar”
“Con razón advierte A. Torres Queiruga que estamos ante un ‘escándalo'”
“Al Papa se le acepta, en sus enseñanzas y en su forma de proceder, en la medida (y sólo en la medida) en que dice y hace lo que a Müller (y a sus colegas) les parece bien “
¿No tuvimos bastante en la Iglesia con el restauracionismo que Juan Pablo II promovió y defendió con firmeza, durante su largo pontificado, para frenar y – si hubiera sido posible – incluso bloquear el impulso renovador que representó el concilio Vaticano II? ¿No ha quedado patente que aquel intento ha desembocado en un alejamiento mayor de la Iglesia en sus relaciones con la cultura de nuestro tiempo? A estas alturas, hay motivos fundados para pensar que aún no hemos reflexionado a fondo lo que ha significado para la Iglesia el hecho de que un papa teólogo, de la talla de Benedicto XVI, se haya visto en la apremiante necesidad de tener que presentar su renuncia al papado.
Sea cual sea el motivo determinante por el que el papa Ratzinger tomó semejante decisión, parece razonable pensar que Benedicto XVI se vio en la apremiante urgencia de dejar el gobierno de la Iglesia en otras manos porque, sin duda alguna, él vio que la situación no podía ponerse peor de lo que ya estaba. A partir de entonces, el cónclave que eligió a Francisco se dio cuenta de que la Iglesia necesitaba un rumbo nuevo. Y, a la vista de todo lo que ha sucedido, ¿vamos a tener el atrevimiento de tropezar dos veces en la misma piedra?
Pues sí. Efectivamente, da la impresión de que hay quienes se aferran al empeño por repetir la misma historia. Como es bien sabido, ya no es un secreto para nadie que cinco eminentes cardenales (Müller, Caffarra, De Paolis, Brandmüller y Burke) han buscado el apoyo del ex-papa Ratzinger para que les ayude en su intento de corregir el nuevo proyecto de papado y de Iglesia que estamos viendo en el papa Francisco. Se sabe también que Benedicto XVI se negó a aceptar las pretensiones de los cinco purpurados. Y no contento con eso, avisó de inmediato a Bergoglio que se pusiera en guardia por lo que se le venía encima con las pretensiones de los cinco cardenales mencionados y del “bloque preconciliar” de Iglesia que, sin duda, esos purpurados representan.
¿Ha quedado todo resuelto con este intento frustrado de un más que probable enfrentamiento de cinco importantes cardenales con el papa Francisco? Nada de eso. Después del fracaso de los mencionados cinco cardenales, los purpurados han seguido, erre que erre, en su empeño. Y ahora, lo que han hecho ha sido publicar un libro, en el que colaboran los cinco, y del que con razón advierte el profesor A. Torres Queiruga que estamos ante una “sorpresa mayúscula”, incluso ante un “escándalo”.
¿Por qué? Sin duda, los cinco eminentes eclesiásticos (y el bloque preconciliar de Iglesia, que ellos representan) están persuadidos de que el proyecto pastoral de cercanía al Evangelio, y al sufrimiento de los pobres y excluidos de este mundo, será un proyecto “enteramente responsable” si “presupone una teología que se abandona a Dios que se revela, presentándole el pleno obsequio del entendimiento y de la voluntad” (Card. G. L. Müller).
Si yo me he enterado bien, estas palabras del Cardenal Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, vienen a decir que el papa actual, con sus gestos de profunda humanidad y cercanía a los que sufren, da pie para pensar (y decir) que no presupone “una teología que se abandona a Dios”, ni le presenta así (a ese mismo Dios) “el pleno obsequio del entendimiento y de la voluntad”. ¿Se puede hacer semejante insinuación contra el papa y quedarse tan fresco? ¿No sospecha este eminente cardenal que así, al decir eso, lo que en realidad está indicando es que hasta el papa se tiene que someter a lo que piensa el cardenal prefecto del Santo Oficio?
Al hacer estas preguntas, estoy afrontando un problema bastante más serio de lo que algunos se imaginan. Porque, echando mano de argucias teológicas de este calibre, lo que en realidad se pone al descubierto es que el Cardenal Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe le está diciendo a la Iglesia que al Papa se le acepta, en sus enseñanzas y en su forma de proceder, en la medida (y sólo en la medida) en que el Papa dice y hace lo que a este Cardenal (y a sus colegas) les parece bien que se debe decir y enseñar. Pero, entonces y si es que eso es así, ¿no estamos haciendo trizas la tradición secular de la Iglesia y las enseñanzas de los concilios Vaticano I y Vaticano II (Denz.-Hün. 3060; LG 22) cuando nos han explicado la naturaleza y la razón de ser del Romano Pontífice?
No estoy alambicando sobre el sexo de los ángeles o cosas parecidas. El momento, que estamos viviendo en la Iglesia, es mucho más grave de lo que seguramente muchos piensan. El problema de fondo del Vaticano II se repite. Y, de la misma manera que sucedió entonces, la resistencia al cambio se hace fuerte, seguramente más fuerte de lo que imaginamos. El papa Francisco quiere a toda costa una Iglesia que viva el Evangelio, cercana al sufrimiento humano y dispuesta, ante todo, a remediar los dolores, humillaciones y violencias que azotan sobre todo a los más débiles. Y es decisivo comprender que Francisco quiere una Iglesia entregada a semejante tarea aun cuando para ello sea necesario anteponer el logro de la felicidad de los que más sufren a tradiciones, normas y rituales que, en definitiva, lo que consiguen es tranquilizar conciencias satisfechas por sus “ortodoxias” y sus “observancias”.
Al decir esto, estamos tocando el nudo del problema. Si las quince enfermedades, que Francisco explicó y aplicó a los hombres de la Curia, en su discurso del pasado día 22, son la expresión de lo que realmente ocurre en el Vaticano, se comprende perfectamente que, en las oficinas de la Curia, abunden los funcionarios eclesiásticos (de todos los rangos) que no pueden comprender el genuino carácter cristiano de los dogmas y de las confesiones de fe. Porque se trata de personas que, en las dignidades, cargos y privilegios alcanzados, se han situado en un status que, si quieren mantenerlo, por eso mismo no pueden comprender que “el genuino carácter cristiano de los dogmas de fe está en la peligrosidad crítica y liberadora, y al mismo tiempo redentora, con la que actualizan el mensaje” de Jesús, de forma que “los hombres se asusten de él y, no obstante, se vean avasallados por su fuerza” (J. B. Metz; cf. D. Bonhoeffer).
Así las cosas, yo entiendo perfectamente que estemos ante un nuevo y desesperado intento de restauracionismo preconciliar. Como entiendo igualmente que mucha gente piense en el papa Francisco como un hombre amenazado. Tan amenazado como la unidad de la Iglesia. Y, por tanto, el futuro de esta Iglesia a la que queremos de verdad. Una Iglesia en la que no pretendemos ser más papistas que el papa. Y en la que siempre, y en cualquier caso, aceptamos al sucesor de Pedro, coincida o no coincida con nuestros puntos de vista.
Josep Cobo. A propósito de la charla inaugural del curso de CiJ, valgan estas anotaciones, al menos como estímulo para el debate. Cada entrada o párrafo gira en torno a las tesis del ponente, Andrés Torres Queiruga, sobre la oración de petición, el Mal, el silencio de Dios…
I
Según Torres Queiruga la oración de petición es, de por sí, absurda. ¿Acaso Dios no sabe qué podamos querer o necesitar? Y, ciertamente, algo de absurdo tiene. Sin embargo, ¿es lo mismo pedirle a Dios que te ayude a aprobar un examen que dirigirse a Dios con el cadáver de tu hijo en brazos, degollado por los hutus de turno? El niño soldado que ha tenido que comerse a sus padres ¿acaso se equivoca cuando dirige su mirada al cielo, mejor dicho, a un cielo vaciado de divinidad? ¿Es absurda la oración del publicano en los últimos bancos del Templo? ¿Se equivocó Jesús de Nazareth al caer de rodillas en Getsemaní? ¿Acaso no cabe un implorar que no se dirija al deus ex machina y que, sin embargo, se encuentre ante Dios? ¿No hay ningún resto de verdad en el hecho de que los judíos se lamenten ante Dios… encarando un muro? ¿Es que el clamor de los que se encuentran hundidos en la miseria es puro grito animal, como si fueran cerdos que chillan cuando notan en la garganta el cuchillo del carnicero? Es posible que ante Dios y a la vista de tanto sufrimiento indecente no podamos ser otra cosa que cuerpos arrodillados. No es verdad que por el solo hecho de ponernos de rodillas ya estemos ante Dios. Pero sí que cualquiera que esté en verdad ante Dios no puede menos que caer de rodillas. ¿A quién se dirige, pues, Torres Queiruga cuando dice lo que dice acerca de la oración de petición? Sospecho que a nosotros: hombres y mujeres lo suficientemente satisfechos como para permanecer de pie ante Dios. Y es cierto: nosotros, los que no nos hallamos en la situación de quienes son capaces de Dios, no podemos pedirle nada sin caer en el absurdo, sin hacer de Dios un deus ex machina o un fantasma bueno. Pues nosotros no podemos hacernos una idea de Dios que no implique una deformación de Dios. Para nosotros, solo vale la meditación. Pero es posible que quienes permanecen de rodillas ante Dios no sean más que ese permanecer de rodillas: ni siquiera pueden hacerse una idea de Dios. Aunque lo esperen absurdamente.
II
Dice Torres Queiruga que en el fondo del corazón de los hombres no puede haber más que bondad. Incluso en el de los grandes genocidas. Hitler, en el fondo, era bueno. Así, según Torres Queiruga, el Mal no alcanzaría ese resto de bondad que habita en las profundidades del alma humana. Se supone que porque es de Dios. Esa bondad última, subyacente, sería algo así como un depósito de reserva en el que arraigaría la esperanza del hombre, la posibilidad de su redención. Desde esta óptica, la redención consistiría, precisamente, en liberar ese repositorio de bondad de las losas del egoísmo. Esto sin duda es muy bonito, muy roussoniano, aunque también muy gnóstico. Al menos en la medida en que nos recuerda a esa chispa divina que, según los gnósticos, se hallaría enquistada en lo más íntimo. Sin embargo, la realidad del Mal nos obliga a admitir que la chispa divina puede morir. El infierno, sin duda, existe. Y está en este mundo. El Mal puede encarnarse en los hombres de modo indeleble. Lucifer no deja de ser, aunque caído, un ángel de Dios. Poca coña, pues. Tomarse en serio el Mal supone, por tanto, creer que cualquiera de nosotros es capaz de ahogar con sus propias manos al niño que lleva dentro. ¿O acaso quienes vieron arder el cuerpo de sus hijos en los hornos de los campos de la muerte pueden creer que el Mal es simplemente un error existencial? De ahí que digamos que solo un Dios puede salvarnos. Como también que solo Dios puede resucitar a los muertos. Pues, si es cierto que hay algo en el hombre que no puede morir con la muerte, entonces no hace falta un Dios para levantar a los muertos. Basta con la muerte.
III
Dice Torres Queiruga: “yo porque creo en Dios no creo en los milagros”. De acuerdo. En realidad, tampoco podría creer en ellos, aunque no creyese en Dios. Para ver un milagro como tal —para verlo como una intervención de Dios— deberíamos pertenecer a un mundo que ya no es el nuestro. Nosotros honestamente no podemos ver milagros. Un antiguo, por contra, no podía dejar de verlos. Así, nosotros decimos, por ejemplo, que si alguien oye voces es porque sufre una alteración mental, pues damos por descontado que no hay voces que oír. En cambio, un antiguo hubiera dicho que, debido a la alteración mental, puede oír las voces que hay que oír, las voces del más allá. Por tanto y al menos hasta cierto punto, hemos de darle la razón, cómo no, a Torres Queiruga cuando dice lo que dice. Sin embargo, ¿no deberíamos igualmente decir que nuestra incredulidad con respecto a una posible intervención de Dios afecta también al acontecimiento, pongamos por caso, de la Resurrección? Sabemos que Torres Queiruga defiende que ya no podemos leer literalmente los relatos de la Resurrección. Nuestras claves de lectura no son, ciertamente, las mismas que antes. Y lo que esto significa es que, si hoy en día tuviéramos la experiencia que, se supone, hay detrás de la fe en la Resurrección, no la expresaríamos en los términos de una resurrección. Ahora bien, sea como sea, lo cierto es que no parece que cristianamente pueda renunciarse a la declaración nuclear de dicha fe, a saber, aquella que proclama que el crucificado en nombre de Dios resucitó de entre los muertos por el poder de Dios. Jesús de Nazareth no resucita como quien no quiere la cosa. Es Dios quien libera a Jesús de la muerte para sentarlo a su derecha, como quien dice. ¿Es esto lo mismo que decir que Jesús sigue vivo por ahí, vete tu a saber cómo? No lo parece. Sin duda, uno es muy libre de creer en cualquier cosa que se le ocurra. Pero diría que creer en el Dios cristiano supone creer en la imposibilidad de Dios, mejor dicho, en la inconcebible intervención de Dios. Aquí conviene recordar que la fe en la resurrección responde, al menos de entrada, al problema del Mal. El problema no es si la muerte es el final, sino si la Injusticia, con mayúscula, es el final. ¿Qué pueden esperar las víctimas de la Historia, aquellos que murieron injustamente antes de tiempo, aquellos a los que la vida de Dios les fue impunemente arrebatada? ¿Cuál es el lugar de Dios en un mundo que parece abandonado por Dios? Ante la evidencia del Mal —ante el hecho innegable de que no parece que Dios esté por la labor de librar al justo de la desdicha—, creer en el poder de Dios es creer que Dios será capaz de hacer finalmente justicia… aunque para ello tenga que resucitar a los muertos. Esto es literalmente increíble. Tanto hoy en día como, probablemente, lo fue en su momento. Tampoco puede ser de otro modo, tratándose de Dios. Las imágenes de la esperanza creyente siempre fueron difíciles de tragar. De hecho, la prueba de fuego de la fidelidad creyente sería este esperar sin expectativa. Debe ser lo que no puede ser. En cualquier caso, una buena pregunta es si aún somos capaces de creer en la resurrección de la carne. Pero lo que parece intelectualmente deshonesto es decir que, puesto que nosotros no podemos ya creer, quienes sí pudieron, en realidad, tuvieron que creer en otra cosa.
IV
Dice Torres Queiruga que Dios no puede impedir el Mal como tampoco podría hacer círculos cuadrados. Un mundo sin Mal sería algo así como una imposibilidad lógica, una contradicción en los términos. Aquí hay una intuición profunda. Pues el Mal difícilmente puede ser enteramente imputado al error o a la ignorancia del hombre. El Mal se encuentra arraigado en la estructura del mundo. Donde hay luz, hay también oscuridad. Una cosa va con la otra. De hecho, donde no hubiera más que luz, no habría luz. Con todo, Dios no permanece en el más allá como si fuera el espectador de un naufragio. Dios está de nuestro lado —insiste Torres Queiruga—, apoyándonos en nuestra lucha contra el sufrimiento injusto. Ahora bien, ¿hemos de entender que Dios es algo así como una cheerleader de la humanidad sufriente? Cuesta de imaginar. Y es que un Dios de apoyo ¿acaso no supone que, por encima de Dios, se encuentran, como quien dice, el Bien y el Mal pugnando por la supremacía? Un Dios de apoyo ¿no implica de algún modo volver a navegar las antiguas aguas del maniqueísmo? ¿Cómo entender, desde esta óptica, el extraño verso de Isaías (Is 45, 7): “yo soy el Señor y no hay otro; el que forma la luz y crea las tinieblas, el que da el bienestar y crea calamidades”? Tampoco me imagino qué consuelo pueda llegar a tener la madre tutsi que ha perdido a todos sus hijos a golpe de machete, una vez se entera de que Dios está de su lado, ofreciéndole todo su apoyo. No sé. Quizá simplemente es que no puedo imaginármelo.
V
Para Andrés Torres Queiruga el silencio de Dios es teológicamente irrelevante, aunque no lo sea antropológicamente. Esto es, el silencio de Dios no tiene que ver con Dios —carece, podríamos decir, de poder revelador—, sino con nosotros los hombres, en concreto, con nuestra dificultad para percibir la presencia de Dios. A mí esto me parece cuanto menos desconcertante, sobre todo si tenemos en cuenta el sufirmiento indecente de las víctimas. ¿Es que Jesús de Nazareth, en Getsemaní, no fue capaz de escuchar a Dios? ¿Es que aquellos que fueron gaseados en la más absoluta oscuridad no fueron capaces de percibir la cercanía del espíritu divino? ¿Podríamos mantenerlo sin tomar el nombre de Dios en vano ante quienes murieron injustamente en los Gulag de la Historia? No me parece casual que la única vez que aparece en los evangelios la palabra Abba sea en el contexto del máximo desconcierto y desesperación (Mc 14,36): el hombre que venía de Dios es entregado a sus verdugos como un abandonado de Dios. Como si el momento de la máxima intimidad con Dios sea el momento en que el Hijo (re)clama inútilmente por su Padre. Como si no hubiera otra oración que la de quien se enfrenta a un Dios que se muestra como un muro de silencio. Como si solo fuera posible ponerse en manos de Dios como un abandonado de Dios. Como si, al fin y al cabo, solo sin Dios pudiéramos estar ante Dios. Así, uno puede preguntarse qué imagen de Dios hay detrás de la afirmación de Torres Queiruga. Qué Dios presuponemos cuando decimos que su silencio es el reverso de nuestra sordera. Me atrevería a decir que el Dios del positivismo religioso, algo así como un espectro invisible, cuya presencia cabe constatar, aunque sea indirectamente (como quien constata el fuego por el humo que provoca). Sin embargo, no diría que Dios, bíblicamente hablando, se dé según el modo de los entes (y un ente invisible no deja de ser un ente). Si la realidad de Dios se encuentra más allá de los entes —que se encuentra—, entonces Dios propiamente no habla, aunque todo hable de Dios. Podríamos decir, parafraseando a Pablo, que el mundo entero, en tanto que pendiente de Dios, clama a Dios por Dios. Sabemos que Dios es el que llama. Pero lo que a menudo se olvida es que Dios llama con la voz —el grito— de los marcados por el hambre. De ahí que su silencio sea tan revelador. Pues solo a través de su silencio podemos escuchar el clamor de los hombres como la voz imperativa de Dios. Ciertamente, hay Palabra de Dios. Ciertamente, Jesús de Nazareth muere perdonando a sus verdugos. Ciertamente, hubo una Etty Hillesum en los campos de la muerte. Pero me atrevería a decir que ese perdón no podría ser de Dios si no estuviera sostenido por su silencio. Pues es este silencio el que quiebra el mito del positivismo religioso, al fin y al cabo, el que nos permite confesar al que colgó de una cruz como Señor. Y es que cristianamente Dios no aparece como dios, sino como un Crucificado en nombre de Dios. Esto es, en su lugar.
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