“Nosotros” y “Ellos” (y III), por Enrique Martínez Lozano
El esquema de la Intolerancia y el Fanatismo
“La intolerancia es la angustia de no tener razón”
(Andréi Sajarov, físico nuclear y Premio Nobel de la Paz 1975).
La intolerancia cae en trampas tan elementales que son fácilmente perceptibles, excepto para la propia personalidad intolerante. Esta –a veces sin ser consciente- proyecta constantemente en otros sus propios “demonios interiores” o sombra no reconocida; se escuda cómodamente en la supuesta culpabilidad ajena y, de ese modo, evita asumir las propias responsabilidades frente a todo lo que le sucede; ignora que el sufrimiento –no hablamos de “dolor”- nace siempre de uno mismo y, en concreto, de la propia mente no observada; permanece en la creencia errónea que le hace pensar que somos “yoes separados” y que esa separación pertenece a nuestra identidad…
Si tenemos en cuenta que la intolerancia y el fanatismo son hijos de la inseguridad afectiva y de la ignorancia original acerca de quienes somos, parece que solo podremos superarlos si damos pasos en estas cuatro direcciones: crecimiento en autonomía y seguridad personal, gracias a un trabajo psicológico hecho de autoacogida y autoaceptación; comprensión adecuada de la verdadera identidad, que trasciende por completo nuestra “personalidad” o la idea del “yo” que se ha hecho nuestra mente; vivencia de la no-separación radical –no dualidad es amor-, más allá de las diferencias, en la certeza de que no somos iguales, pero somos lo mismo, lo cual implica pasar de la consciencia mítica a la consciencia transpersonal; capacidad para comprender los errores propios y ajenos, como frutos de la ignorancia y, en último término, de la inconsciencia.
Hace unos años, en un pequeño libro en el que trataba de plantear la relación entre “religión” y “espiritualidad”, escribía: “La intolerancia –que es directamente proporcional al sufrimiento psíquico no elaborado, a la inflación del ego y a un estadio de consciencia mítico- se nutre de la necesidad de tener razón y de la voluntad de poder, y se manifiesta como descalificación del otro”[i].
Si esto es así, el camino de liberación pasa por la vivencia de la espiritualidad en su sentido más genuino. Porque, como ha escrito el estudioso Jorge Ferrer, “la espiritualidad consiste principalmente en un proceso transformador básico en el que descubrimos y nos desprendemos de nuestro narcisismo para entregarnos al Misterio a partir del cual todo se está manifestando constantemente… [Toda transformación espiritual auténtica] implica despojarse del narcisismo, del egocentrismo, del estar aislado en uno mismo, del interés por uno mismo”[ii].
Así entendida, la espiritualidad es abierta, flexible, pluralista, dialogante, incluyente, universal. No conoce el juicio, la condena ni la intolerancia. Nos sitúa en el camino de la experiencia y la búsqueda. Es coherente con nuestra condición humana, respetuosa con los otros y humilde ante el Misterio inefable. Y nos coloca en la actitud adecuada, porque nos capacita para acceder a nuestra verdadera identidad, que supera y transciende tanto el mito –entendido literalmente- como la inseguridad. Aquella identidad una y compartida, donde se revela la falsedad de la dicotomía básica –“nosotros” frente a “ellos”-, que, aunque sea inconsciente, es el origen de todo enfrentamiento. La dicotomía remite a una visión tribal de la vida –los “nuestros” son siempre los de la propia tribu-; la sabiduría, por el contrario, nos hace ver que lo único que hay es “nosotros”, ya que todos compartimos, no solo la misma suerte, sino la misma identidad profunda.
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[i] E. MARTÍNEZ LOZANO, La botella en el océano. De la intolerancia religiosa a la liberación espiritual, Desclée De Brouwer, Bilbao 2009, p. 41.
[ii] J.N. FERRER, Espiritualidad creativa. Una visión participativa de lo transpersonal, Kairós, Barcelona 2007.
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