“A los que aman (I)”, por Gema Juan OCD
Mario Benedetti dedicó una letrilla preciosa a los amadores. Decía así:
A los que buscan, aunque no encuentren.
A los que avanzan, aunque se pierdan.
A los que viven, aunque se mueran.
A esos mismos tendía la mano Juan de la Cruz, con sus palabras. Los rastreadores de lo profundo las entienden; quienes no cejan, aunque den traspiés y se extravíen alguna vez. Las comprenden los que bucean en la vida. Y les decía que, para todos ellos, «maravilla grande es y cosa digna la abundancia de la suavidad y dulzura que tiene Dios escondida», guardada más adentro.
A los buscadores escribía que «aunque [la persona] esté en este su centro, que es Dios… todavía tiene movimiento y fuerza para más, no está satisfecha, aunque esté en el centro, no empero en el más profundo, pues puede ir al más profundo en Dios». Avanza, aun a riesgo de perderse, porque «el amor nunca está ocioso, sino en continuo movimiento».
Los que siguen buscando, esos son los que conocen el verdadero amor porque presienten la inmensidad de Dios, avanzan sobrecogidos por algo mayor. Andan enamorados y «viven, aunque se mueran», porque mueren a lo que no deja vivir. Pero eso solo parecen saberlo los verdaderos amantes.
Cuando Juan, un hombre enamorado, hablaba de la llama de amor viva que ardía en sí, decía: «Con tu ardor tiernamente me tocas». Y de los enamorados decía que buscan incansables el amor en la voz del corazón, «porque hablar al corazón es satisfacer al corazón, el cual no se satisface con menos que con Dios». El amor quiere todo, quiere la plenitud.
Después, explicará cómo son los enamorados: «El alma enamorada es alma blanda, mansa, humilde y paciente». Y desgranará al amante y al amado.
Dirá que el Dios que enamora es una mano que apacigua y asienta, es la «mano blanda, infinitamente sobre todas las blanduras blanda», que suaviza el alma y si la aprieta, «tanto y tan entrañablemente la hiere y enternece, que la derrite en amor». Al caminante le queda dejarse en esa mano, porque si Él no «suaviza el alma, siempre perseverará en su natural dureza».
Ese Dios –dice Juan– «siendo piadoso y clemente, sientes que te ama con mansedumbre y clemencia». Dios enamora amansando y así, el amor enseña la bienaventuranza de la mansedumbre: «Manso es el que sabe sufrir al prójimo y sufrirse a sí mismo». Así es como andan los enamorados, conscientes y dispuestos para lo bueno.
También dirá: «Para enamorarse Dios del alma, no pone los ojos en su grandeza, más en la grandeza de su humildad». Y aún explica que nada vale tanto a los ojos del Amado «como el menor acto de humildad, la cual tiene los efectos de la caridad».
Los que aman andan con humildad, porque esta libera y permite avanzar. Juan lo expresa con fuerza: «Nada le fatiga hacia arriba y nada le oprime hacia abajo, porque está en el centro de su humildad».
Cuando Juan resuma la primera canción de su poema Llama, dirá que se da el paso del amor impaciente al amor paciente, que sabe decir: «Lo que tú quieres que pida, pido, y lo que no quieres, no quiero ni aun puedo ni me pasa por pensamiento querer».
Por eso, cuando comente el verso de Cántico donde dice: «Andando enamorada, me hice perdidiza», explicará que el alma se hace «perdidiza ella misma… no haciendo caso de sí en ninguna cosa sino del Amado… no haciendo caso de todas sus cosas sino de las que tocan al Amado, y eso es hacerse perdidiza, que es tener gana que la ganen». Por eso, los que aman, viven aunque mueran.
Y viven contentos y entregados. Viven así: «El verdadero amante entonces está contento, cuando todo lo que él es en sí y vale y tiene y recibe lo emplea en el amado; y cuanto más ello es, tanto más gusto recibe en darlo».
Le quedan muchas palabras que decir a este enamorado, para todos los que buscan y avanzan y viven y aman. Por eso les deja, como una puerta abierta, su oración encendida:
«¡Oh, Señor Dios mío!, ¿quién te buscará con amor puro y sencillo que te deje de hallar muy a su gusto y voluntad, pues que tú te muestras primero y sales al encuentro a los que te desean?».
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