“Era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”. Esto lo escribiría Carlos Dickens en pleno siglo XIX, en su “Historia de dos ciudades” y resultan admirables las profundas analogías en tiempos distópicos.
El ser contemplativo establece y compromete su ideal de vida en la corrección utópica, integrando la factorialidad dimensional humana en una plenitud que incluye, necesariamente la gran olvidada de nuestro tiempo tecnológico: la Espiritualidad.
Y pudiera parecer que un alma contemplativa tuviera solo alas… Pero, ¡qué va!, también tiene pies, ya lo creo.
Y en tiempos de reclusión forzosa, todo hace falta para seguir y motivar la vida.
Los pies de toda alma necesitan caminar, acercarse a otros, de cerca o lejos, sentirse unidos, sentirse grupo, compartir una realidad dramática en lucha contra el enemigo común.
Y nos apoyamos sistemáticamente en redes, mensajes o quedadas telemáticas para aplaudir a los generosos que se arriesgan o rezar virtualemente “juntos“, a horas determinadas, por lo que nos hiere o nos asusta.
Los pies del mundo pueden fatigarse extremadamente en tiempos de tan peculiar y dura crisis.
La ansiedad puede hacerse fuerte por miedo ante el adversario incierto. Sin embargo, un trabajo consciente invita a analizar si los miedos son racionales o irracionales, desterrando estos últimos desprendiéndose de bulos e información no contrastada.
Ansiedad que puede acrecentarse en muchos por sentimientos de pérdida: temor a perder el empleo o a la precariedad si ya llegó el ERTE; preocupación de estudiantes por perder curso o interferir una carrera esforzada.
Sentimientos y emociones desadaptados, nocivos para uno mismo, afectarán a aquellos que estrechamente conviven. El primer grado de gestión comenzará siempre por reconocerlos conscientemente, y continuará con su aceptación.
Teniendo siempre presente que toda situación de emergencia es temporal, que la vida retomará fuelle detrás y recobrará su pálpito, alimentar sentimientos de esperanza y confianza reificará -con San Juan de la Cruz- que el alma tanto alcanza cuanto espera.
Cuando resulta imposible hacer más de lo que toca en el presente, aparcar la preocupación para el momento de las soluciones será siempre lo más inteligente y saludable.
Pero luego están los concretos de una vida confinada en la que hay que reinventarse de la manera más creativa y gratificante posible: la organización de rutinas personales y familiares que eviten el desconcierto, el hacer cosas distintas para las que nunca se tiene tiempo ni ocasión, el comunicar más y mejor, tanto con los de fuera (en plena era tecnológica de comunicación social) como con los que están al lado mismo. Conversar.
Reír… Encuentra un ratillo y un motivo para la carcajada. La contagiarás con beneficios fisiológicos comprobados indiscutibles.
Y algún pequeño ejercicio regulado en tu rincón (las ofertas se multiplican on line: yoga, pilates, o gimnasia elemental). O bailar al compás de cualquier música, venciendo al virus que no traspasa una reclusión con alegría. Muy importante será vigilar tu estado de ánimo, por ti y por aquellos con quien convives… porque todo influye y todo suma. El esfuerzo amable y consciente de sacar lo mejor de nosotros mismos será siempre la mejor vacuna contra el menor atisbo de ansiedad y depresión personal o grupal.
Este tiempo puede llegar a ser una misteriosa escuela de felicidad, disfrutando de las cosas más simples y pequeñas. Como simplificaría Elizabeth Gilbert en su valiente novela autobiográfica: “Reza, come, ama”
Y como los pies del alma asimismo vuelan, como bien sabemos los Contemplativos, en momentos relajados y silenciosos de la jornada en reclusión, recorramos lugares del mundo, tan diversos, de casuística multiplicada.
Se acercarán a ancianos solitarios o a discapacitados que necesitarán una mano generosa y voluntaria para subsistir y llevar adelante su vida. Visitarán a familias confinadas con agobio recurrente en el bullir incesante de chiquillos inquietos, de energía inagotable, difíciles de calmar y controlar.
Los pies contemplativos, en silencio, sin moverse un milímetro y por llamada, recorren diariamente las nuevas situaciones y otras de similar dramatismo, viejas conocidas de este mundo (guerra, persecución, abusos, toda clase de injusticias).
De repente, ya no soy -yo, sino que soy-con, y cargo, junto al mío, con el polvo de muchos caminos, el peso de muchos corazones, la fatiga de muchos otros pies… que parecen aligerar lo mío.
Y volaremos de nuevo, pero no a ras de tierra ahora, sino más alto, mucho más alto. Las alas del alma orante pueden visitar el Infinito, regiones de paz serena y sin nombre, donde manan sin cesar las fuentes de agua viva… Allí pueden descansar la pesada carga, propia y ajena, saciar la sed y refrescar silenciosamente multitud de corazones agobiados. Porque todo llega a su destino, con billete gratuito, en el amor de Dios.
El alma contemplativa, en su celda monástica o confinada en este mundo, como todos, lleva consigo el secreto de toda frescura, de la mejor paz, de la co-redención fraterna más sufrida, fascinante y restauradora.
Fuente Religión Digital
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