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Francesc Torralba: “En todo creyente hay también un agnóstico”

Miércoles, 1 de mayo de 2024
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IMG_4170IMG_4172El filósofo y teólogo catalán publica, con Fragmenta, ‘Benaurances para agnòstics

“Un ejercicio intelectual intenso y extenso en el tiempo que me ha permitido profundizar en una de las páginas más bellas del Evangelio”: Francesc Torralba, sobre el proceso de escritura de su nuevo libro, Bienaventuranzas para agnósticos (Fragmenta)

A través de una larga serie de cartas cruzadas ficticias entre Francisco (alter ego del autor) y Guillem (un amigo agnóstico), el teólogo y filósofo barcelonés ofrece una mirada personal al texto de las bienaventuranzas

“Podemos alcanzar una felicidad imperfecta, pero sólo si velamos por causas nobles … Es la felicidad que tiene quien pacifica un entorno, quien lucha por la justicia, el que con su entrega consigue un bien para los demás. Esto es lo que realmente nos llena”

(Flama).- “Un ejercicio intelectual intenso y extenso en el tiempo que me ha permitido profundizar en una de las páginas más bellas del Evangelio”. Así describe Francesc Torralba el proceso de escritura de su nuevo libro, Bienaventuranzas para agnósticos (Fragmenta), un trabajo en el que, a partir de una larga serie de cartas cruzadas ficticias entre Francesc (alter ego  del autor) y Guillem (un amigo agnóstico), el teólogo y filósofo barcelonés ofrece una mirada personal al texto de las bienaventuranzas. “Sólo por esta página, vale la pena leer todos los Evangelios”, asegura Torralba sobre estos principios divinos a través de los cuales despliega con maestría los grandes principios de la propuesta cristiana.

– ¿Cómo surgió la idea de ese libro en forma de diálogo ficcionado?

– El epistolario es un género literario que siempre me ha interesado. He publicado varios libros de cartas, pero éste es un epistolario ficticio porque yo soy el emisor y el receptor de las cartas. Me gusta este género porque a través de él se da vida a dos personajes distintos que tratan los temas desde distintos ángulos. Me interesa la voz del creyente, pero también la del agnóstico. Quiero dar relevancia a sus preguntas y cuestiones y también a ese punto de vista opuesto al mío. La mejor forma de hacerlo era a través de un diálogo abierto y sin complejos sobre una cuestión de interés universal: la felicidad.

– ¿Qué hace pensar que las bienaventuranzas puedan ser susceptibles de una “adaptación” para agnósticos?

– Todo ser humano, por naturaleza, desea ser feliz. Sin embargo, hay varios caminos hacia la felicidad y no todos son coincidentes. Me ha interesado presentar el programa de felicidad que emana del Evangelio y, en particular, del Sermón de la montaña. Lo he querido hacer considerando en serio las objeciones que presentan mis amigos agnósticos, para ver qué congruencia o solvencia tiene el programa de felicidad que plantea Jesús en las ocho bienaventuranzas. No me propongo adaptarlas a la visión agnóstica, sino presentarlas de forma significativa y razonable, atendiendo a sus preguntas y cuestiones. Un título más largo y quizás más adecuado habría sido: ‘Las Bienaventuranzas explicadas a mis amigos agnósticos’, pero el editor, con buen criterio, lo desaconsejó para simplificarlo y hacerlo más ágil.

– ¿Ha sido complicado para usted meterse en el papel de Guillermo? ¿Cómo ha sido ese proceso?

– No ha sido difícil presentar la perspectiva agnóstica. En todo creyente existe también un agnóstico, alguien que duda, busca, busca, se cuestiona lo que cree. Sólo ha sido necesario darle vida, dejar que se exprese y razone. Guillermo es un agnóstico culto y respetuoso, formado en la tradición cristiana que valora y ama el Evangelio, pero no cree en Dios, ni en ninguno de los dogmas del Credo de Nicea. La he querido presentar con toda solvencia racional y hacer de él un interlocutor válido y serio que plantea preguntas inquietantes que obligan al creyente a repensar lo que da por obvio, claro y evidente. No he querido hacer un esperpento o una caricatura, sino legitimar su posición y entender sus argumentos contrarios a la propuesta de felicidad del Evangelio.

– ¿Qué representan las bienaventuranzas, a grandes rasgos, en el conjunto de la fe cristiana?

– La felicidad perfecta no es posible en ese mundo. Hay demasiado sufrimiento, demasiado dolor, demasiado crueldad para ser verdaderamente felices. Deberíamos encerrarnos en una burbuja opaca y ser ajenos a todo lo que implica alcanzar ese estado de felicidad. No podemos ser felices al constatar tanto sufrimiento en el mundo. Podemos alcanzar una felicidad imperfecta, pero sólo si velamos por causas nobles, si damos lo que somos a los demás, si nos entregamos a quienes sufren. La felicidad que emana del Evangelio no es el confort material, ni el placer sensorial, tampoco es la serenidad psicológica. Es un estado que adviene cuando con su acción o palabra mejoras la vida de los demás, aunque sea de un único ser humano en el planeta. Es la felicidad que tiene quien pacifica un entorno, quien lucha por la justicia, el que con su entrega consigue un bien para los demás. Esto es lo que realmente nos llena.

– Las bienaventuranzas se encuentran dentro del sermón de la montaña, una parte del evangelio que inspiró en buena parte la vida de Gandhi. ¿Por qué cree que el líder pacifista se sintió cautivado por el mensaje de Jesús?

– Gandhi reconoció que el cristianismo le atrajo profundamente, pero nunca renunció de su religión materna, el hinduismo, pero el mensaje de las bienaventuranzas y, en particular, la bienaventuranza que se refiere a los pacificadores, le fascinó. Gandhi luchó por la paz, por el reconocimiento de derechos y por la liberación de su pueblo del imperialismo británico a través de la no-violencia. Jesús vio a un maestro moral de la humanidad, un referente en el camino de desapego. Gandhi vivió con pobreza, luchó por la justicia y por la paz. Forma parte de los santos que no reconoce al santoral. Es una lámpara que ilumina la noche.

Jordi Pacheco

Religión Digital / Flama – (agenciaflama.cat)

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Jesús Martínez Gordo: “Ante estos dramas, es normal que se asista al derrumbe del imaginario de un Dios todopoderoso”

Martes, 7 de abril de 2020
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31444Etty Hillesum

“Tenemos, nos guste o no, fecha de caducidad”  

 “La muerte, prematura e injusta, y la que se ceba en los más débiles, nos afecta a todos: seamos deístas y teístas, ateos o agnósticos-ateos”

“Es más sensato reconocer que el cristianismo, no teniendo la respuesta racional a este problema, habilita, sin embargo, para afrontarlo de manera coherente y lúcida”

“Por qué lo hemos mirado como algo ajeno a nosotros mientras campaba por China y otros países y por qué es capaz de sacar lo mejor y lo peor de nosotros”

“Ahora que nos hemos dado cuenta de que Dios y rezar no sirven para nada, sería la ocasión para dar el presupuesto de la Iglesia a la sanidad”. Así se leía en uno de los whatsapps que he recibido estos días. Más allá de que siempre haya quien, aprovechando que San José era carpintero, quiera hablar de la confesión, me interesa reflexionar en voz alta sobre una vieja cuestión que, formulada hace más de dos milenios por Epicuro, reaparece en estos tiempos con particular fuerza y que se puede reformular en estos términos: “¿Quiere Dios evitar el coronavirus, pero no puede? Entonces es impotente. ¿Puede, pero no quiere? Entonces es malévolo. ¿Sí puede y quiere? Entonces, ¿por qué existe el coronavirus?”.

Cuando hay que enfrentarse con semejante drama (y con la contradicción –existencial y racional– que funda), es normal que se asista no solo al derrumbe del imaginario de un Dios todopoderoso e incluso bondadoso, sino también a la defensa de la mayor consistencia racional del ateísmo o del agnosticismo-ateo frente a las explicaciones deístas o teístas. Uno de los ejemplos, probablemente el que me ha resultado más llamativo estos últimos años, es el testimonio del pastor estadounidense Bart D. Ehrman sobre su tránsito de la fe cristiana a la increencia por no haber podido soportar esta contradicción entre un Dios omnipotente y bueno con la existencia, en su caso, del mal, en general.

 Pero tengo que recordar, como necesario e ineludible contrapunto, no solo la existencia de personas (en el caso de Etty Hillesum) que descubrieron la fe en plena Shoah o exterminio nazi, sino que tampoco faltan en nuestros días las que sostienen que éste -el problema del mal o del Coronavirus y Dios- ha de afrontarse en términos estrictamente racionales. Y así ha de ser porque la muerte, prematura e injusta, y la que se ceba en los más débiles, nos afecta a todos: seamos deístas y teístas, ateos o agnósticos-ateos e incluso antiteístas e indiferentes. Ya no vale, apuntan, criticando a estos últimos, creer haber alcanzado una explicación racional más consistente que la teísta negando la existencia de Dios y quedarse, según los casos, plácida, tranquila o angustiosamente sumidos en el silencio o en el mutismo. Semejante respuesta o ensayo de explicación alternativa –que no acaba de eludir la perplejidad que atenaza a todos, teístas o ateos– no es, cuando se dé, una explicación racionalmente más firme que la creyente. De ninguna manera.

Quizá, por ello, en los últimos años los teólogos han seguido reflexionando sobre la cuestión. En concreto, he encontrado tres ensayos de explicación que merecen la pena ser tenidos en cuenta estos días. Me tomo la libertad de indicar lo que considero más sustancial de sus respectivas aportaciones en estas circunstancias: la de J. A. Estrada; la de J.-B. Metz y la de A. Torres Queiruga.

Juan Antonio Estrada declara “imposible” el intento de armonizar racionalmente el mal con un Dios bueno y omnipotente. No se puede exculpar a Dios. Cuando se intenta, se acaba favoreciendo el imaginario de un ser malvado a costa del sacrificio de las personas. Es más sensato reconocer que el cristianismo, no teniendo la respuesta racional a este problema, habilita, sin embargo, para afrontarlo de manera coherente y lúcida, muy lejos de la indiferencia o la desesperanza: quien, como es su caso, se autocomprende como un cristiano, sabe que el problema le sobrepasa racionalmente pero, a la vez, que también tiene motivos más que sobrados para combatir el mal, en particular, el injusto y antes de tiempo, como lo hizo Jesús de Nazaret, estando al lado de los que lo padecen, curando, acompañando, alentando.

Sin dejar de reconocer el silencio (racional) en el que habitualmente nos adentra la petición de una respuesta congruente por parte de Epicuro, no hay que descuidar los gritos y las demandas de justicia que, a pesar de todo, siguen dirigiendo a Dios las víctimas. He aquí el punto de partida de la explicación ofrecida por J.-B. Metz. La atención a tales demandas le lleva a erigir dichos gritos y lamentos en el principio cognoscitivo de todo y, a la par, a entender la fe cristiana como “memoria de la pasión”, es decir, como memoria de un Crucificado cuyo drama se actualiza en el clamor de todas las víctimas. En nuestro caso, en primer lugar, como principio cognoscitivo: preguntarse por qué irrumpe el Coronavirus; por qué se ceba en los más débiles del mundo y de nuestra sociedad; porqué lo hemos mirado como algo ajeno a nosotros mientras campaba por China y otros países y por qué es capaz de sacar lo mejor y lo peor de nosotros. Y, en segundo lugar, como actualización en el tiempo presente de la tragedia acontecida hace dos mil años en el Calvario y, por ello, en quienes, como así sucede estas últimas semanas, mueren, porque son ancianos, enfermos, débiles o profesionales de la medicina o trabajadores en servicios imprescindibles para la ciudadanía; y, además, sin poder despedirse de sus seres queridos.

“Entender la fe cristiana como “memoria de la pasión”, es decir, como memoria de un Crucificado cuyo drama se actualiza en el clamor de todas las víctimas”

Andrés Torres Queiruga, prolongando la vía abierta en su día por G. Leibniz, sale críticamente al paso de las explicaciones que subrayan la oscuridad, el silencio o el retraimiento –el “zimzum”– de Dios y sitúa la clave explicativa del mal en la fragilidad en cuanto tal; por tanto, no en Dios mismo: tenemos, nos guste o no, fecha de caducidad, habida cuenta de nuestra constitutiva finitud. Nos somos dioses. La suya es una propuesta dispuesta a mostrar la articulación existente, y sin estridencias de ninguna clase, entre la insuperable idoneidad del amor divino –que caracteriza no tanto como el todopoderoso, sino como el Antimal– y el mal (en nuestro caso, el Coronavirus) que se aloja en la constituyente limitación de lo finito y, sobre todo, en el perecimiento prematuro e injusto. Éste, recuerda, es un problema, ante todo y, sobre todo, racional, propio de la condición humana en cuanto tal; no solo de los creyentes. Por eso, nos atañe a todos y requiere una explicación por parte de todos, más allá de nuestra fe o ausencia de ella, aunque los creyentes tengamos sobrados motivos y razones para no desesperar e implicarnos en su erradicación.

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Finalmente, creo que no está de más traer a colación lo sostenido por Paolo Flores d’Arcais en su debate con J. Ratzinger el año 2008, pocos meses antes de que fuera elegido papa: En lo que toca al “apoyo a los marginados, a los últimos, respecto al deber de la solidaridad”, los creyentes –sostuvo– sacaban a los no creyentes bastantes puntos de ventaja. Y, probablemente, carecer de fe hacía “mucho más difícil la capacidad de renunciar al egoísmo, de sacrificarse por los demás”.

Eso no quería decir, matizó, que lo hiciera imposible. Evidentemente, prosiguió, también se daba entrega y generosidad entre los ateos e increyentes; sobre todo en los momentos más trágicos de la historia de la humanidad. Pero era una entrega que, sin saber muy bien por qué, se mostraba intermitente cuando había que afrontar el compromiso –discreto y paciente– del día a día: “Ni qué decir tiene –indicó– que un ateo puede sacrificar su vida. No obstante –balbució–, tengo la impresión de que resulta más fácil…, o sea, más fácil…, menos difícil, sacrificarla en momentos excepcionales que hacer sacrificios menores, pero cotidianos (para quien no cree que para quien cree o, por lo menos, que para algunos que no creen)”. En síntesis, concluyó, “la piedra donde tropezar es para el ateo la incapacidad de caridad”.

Se agradece poder escuchar (y recordar) un testimonio como el reseñado. Y más, en estos tiempos en los que creyentes e increyentes compartimos la tarea de erradicar algo de tanta desolación en este tiempo de coronavirus; resabios anticlericalistas al margen.

Fuente Religión Digital

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“Agnósticos”. 2º de Pascua – B (Juan 20,19-31)

Domingo, 8 de abril de 2018
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821286Pocos nos han ayudado tanto como Christian Chabanis a conocer la actitud del hombre contemporáneo ante Dios. Sus famosas entrevistas son un documento imprescindible para saber qué piensan hoy los científicos y pensadores más reconocidos acerca de Dios.

Chabanis confiesa que, cuando inició sus entrevistas a los ateos más prestigiosos de nuestros días, pensaba encontrar en ellos un ateísmo riguroso y bien fundamentado. En realidad se encontró con que, detrás de graves profesiones de lucidez y honestidad intelectual, se escondía con frecuencia una «una absoluta ausencia de búsqueda de verdad».

No sorprende la constatación del escritor francés, pues algo semejante sucede entre nosotros. Gran parte de los que renuncian a creer en Dios lo hacen sin haber iniciado ningún esfuerzo para buscarlo. Pienso sobre todo en tantos que se confiesan agnósticos, a veces de manera ostentosa, cuando en realidad están muy lejos de una verdadera postura agnóstica.

El agnóstico es una persona que se plantea el problema de Dios y, al no encontrar razones para creer en él, suspende el juicio. El agnosticismo es una búsqueda que termina en frustración. Solo después de haber buscado adopta el agnóstico su postura: «No sé si existe Dios. Yo no encuentro razones ni para creer en él ni para no creer».

La postura más extendida hoy consiste sencillamente en desentenderse de la cuestión de Dios. Muchos de los que se llaman agnósticos son, en realidad, personas que no buscan. Xavier Zubiri diría que son vidas «sin voluntad de verdad real». Les resulta indiferente que Dios exista o no exista. Les da igual que la vida termine aquí o no. A ellos les basta con «dejarse vivir», abandonarse «a lo que fuere», sin ahondar en el misterio del mundo y de la vida.

Pero ¿es esa la postura más humana ante la realidad? ¿Se puede presentar como progresista una vida en la que está ausente la voluntad de buscar la verdad última de nuestra vida? ¿Se puede afirmar que es esa la única actitud legítima de todo? ¿Se puede afirmar que es esa la única actitud legítima de honestidad intelectual? ¿Cómo puede uno saber que no es posible creer si nunca ha buscado a Dios?

Querer mantenerse en esa «postura neutral» sin decidirse a favor o en contra de la fe es ya tomar una decisión. La peor de todas, pues equivale a renunciar a buscar una aproximación al misterio último de la realidad.

La postura de Tomás no es la de un agnóstico indiferente, sino la de quien busca reafirmar su fe en la propia experiencia. Por eso, cuando se encuentra con Cristo, se abre confiadamente a él: «Señor mío y Dios mío». ¡Cuánta verdad encierran las palabras de Karl Rahner!: «Es más fácil dejarse hundir en el propio vacío que en el abismo del misterio santo de Dios, pero no supone más coraje ni tampoco más verdad. En todo caso, esta verdad resplandece si se la ama, se la acepta y se la vive como verdad que libera».

José Antonio Pagola

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Marina Ibarlucea

 

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