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Mujer migrante

Martes, 29 de diciembre de 2020
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De la página web de Eclesalia:

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Agar, diste a luz lejos de tu tierra
y el Ángel del Señor salió a tu encuentro en el desierto.
¡Santo es su nombre!
El-Roí-Dios (Gn 16:13),
ve a las que le ven: las mujeres migrantes en cada generación,
a quienes llega Su mirada amorosa y cálida,
de acuerdo con Sus promesas (Gn 16:19).

Por ti Agar, comprendemos:
solo de noche podemos contar nuestras estrellas.

***

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Rut, diste a luz lejos de tu pueblo.
Cumpliste tu promesa de mujer migrante:
“A donde tú vayas iré yo; y donde tú vivas viviré yo;
tu pueblo será mi pueblo
y tu Dios será mi Dios” (Rut 1: 16).
Tu vientre germinó la semilla del árbol de la salvación:
¡Santo es su nombre!
Obed, padre de Jesé y Jesé padre de David.

Por ti Rut, comprendemos:
La solidaridad hace florecer los desiertos culturales.

***

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María, Madre de Jesús,
imagen viviente de la mujer emigrante: llena de gracia.
Diste a luz a tu Hijo lejos de casa (Lc 2,1-7)
y te viste obligada a huir a Egipto (Mt 2,13-14).
En ti somos benditas todas las generaciones (Lc 1:48).
A través de ti,
Dios sigue haciendo grandes cosas.
¡Santo es su nombre!: Mi Salvador (Lc 1:47).
Palabra encarnada que es dada a LUZ constantemente.

Por ti María, comprendemos:
En el silencio nace la Palabra del Amado.

Santo, Santo, Santo sea su nombre,
Ahora y siempre,
Por los siglos de los siglos.
Amén.

*

Yolanda Chávez
Los Ángeles (USA).

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(Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

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Espiritualidad femenina migrante

Lunes, 13 de mayo de 2019
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navez1Una espiritualidad alternativa
Yolanda Chávez
Los Ángeles (USA).

ECLESALIA, 26/04/19.- Las relaciones íntimas con Dios tienen lugar en la realidad humana y trascienden toda certeza racional, social o política. En la experiencia de migrar se descubren atajos, shortcuts, puntos de encuentro escondidos donde una puede entregarse completa al indescriptible Misterio. Estos atajos pueden llegar a ser conocidos únicamente por quien ha migrado.

No es casualidad que hayan sido mujeres migrantes quienes con sus experiencias, tejieron el entramado que reveló a la humanidad un gran plan de salvación.

A Agar por ejemplo, una certeza racional, social y política la expulsó al desierto de la incertidumbre. Caminó sola con su hijo por ese desierto… quien haya cruzado las candentes moles arenosas con el espíritu herido por el dolor de no pertenecer, sabe lo que esto significa.

Hasta ese momento el destino de esta mujer lo habían decidido otros sin tomarla en cuenta, fue puesta en una situación donde las posibilidades de encontrar la muerte eran muy altas. De pronto se vio allí peregrinando con su hijo, sin agua y sin pan, expuestos a cualquier cosa. Ella sabía que en esa travesía se podía perder la vida. Pero ¿resistiría ver apagarse la vida que ella había dado a luz? la vida de su hijo, un niño frágil que lloraba asustado, cansado, sediento y hambriento, a punto de morir.

En esa realidad de hostilidad y muerte Agar tomó por primera vez en su vida una decisión: no iba a dejar que su hijo muriera sin cruzar las fronteras de la dubitación, del desierto de la incertidumbre. ¡Se resistió!

Fueron precisamente la incertidumbre, la aridez de la hostilidad, la soledad, la sed, el hambre y la desolación quienes le descubrieron el atajo escondido que la condujera al Dios con que tuviera un encuentro íntimo. Experiencia que culminó con una generosa promesa cumplida: “Haré tan numerosa tu descendencia, que no la podrás contar” (Gn 16, 10).

Y efectivamente; la relación profunda entre Dios y una mujer migrante dio lugar a una numerosa descendencia. Una mujer “indocumentada” es el primer personaje bíblico en ver a Dios y atribuirle un nuevo nombre. Le llamó El-Roi-Dios: veo al que me ve (Gn 16:13). A pesar de la vulnerabilidad de sus circunstancias por el contexto cultural y social que la había echado al desierto, no toleró el destino de muerte que los demás le habían impuesto a ella y a su hijo. La experiencia con Dios le dio a esa mujer una determinación que la llevó a realizar acciones bien concretas para cuidar la vida de su hijo.

El-Roi-Dios- Amor encuentra caminos alternativos cuando la intolerancia intenta detener su flujo. Establece puntos de encuentro para la intimidad que rompen el tiempo, los muros, las fronteras, los espacios racionales, sociales y políticos. De allí que la gran capacidad de amar que tienen las mujeres que cruzan desiertos se agudice en las inhóspitas circunstancias de los días oscuros donde todo parece imposible. Fue en esas mismas circunstancias que Agar encontró agua en el desierto para su hijo y evitó que muriera, de la misma forma las mujeres inmigrantes desarrollan la habilidad de optimizar los recursos durante los duros días sin trabajo por las redadas, los arrestos y las deportaciones, para preservar la existencia, para continuar con la procreación. Siguen amando para que el amor siga retoñando y floreciendo contra corriente, siguen sembrando fe, confiando; siguen generando esperanza, sonriendo; saben cómo encontrar esos caminos alternativos, esos atajos o shortcuts escondidos que las llevan al amante encuentro con el Misterio de Dios para seguir engendrando y gestando vida, a pesar de todos los obstáculos que a the huge evil mind se le puedan seguir ocurriendo. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

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“Creer (I)”, por Gema Juan OCD.

Lunes, 5 de mayo de 2014
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13851118375_ba328b1ee9_mDe su blog Juntos Andemos:

El autor de la primera carta de Pedro escribió: «No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado». Desde los orígenes cristianos, el amor y la alegría son dos señales de la fe. Una fe que se remonta a tiempos anteriores y se proyecta a todos los futuros, porque la fe no tiene edad.

Agar, Tomás, Teresa de Jesús, Pascal, Edith Stein, García Morente, Simone Weil… Tantos creyentes diversos aparecen unidos por una experiencia profunda, marcada con esas dos señales. Vivida de diferentes maneras, en tiempos distintos, en culturas lejanas las unas de las otras, todos ellos firman una experiencia única, íntima e intransferible que, a la vez, les ha llevado a la salida más profunda de sí mismos: la certeza de la presencia del Viviente.

Todo parece indicar que no hay ninguna situación vital que impida o bloquee la posibilidad de descubrir a Dios. Ni ser un huido o expulsado, ni tener un pasado turbulento o un presente ambiguo. Tampoco el escepticismo, la ocupación o el sexo, ni la pertenencia a un estrato social u otro. Nada resulta para Dios una traba, salvo el rechazo expreso a la luz. Porque, como dice Teresa, «Él no ha de forzar nuestra voluntad» pero «da siempre oportunidad, si queremos».

Al comienzo de la historia de la fe, una mujer hace una conmovedora confesión: «¡He visto al que me ve!». Son las palabras de Agar, la esclava de Sara, mujer de Abraham. Agar, ni siempre inocente ni merecedora de repudio, fue primero una fugitiva y después una expulsada, pero Dios se hizo presente en su penuria y ella le reconoció como Aquel «que vive y me ve».

Del Génesis al evangelio de Juan, los siglos corren y la experiencia de fe se repite. Con el apóstol Tomás, por ejemplo, que puede ser figura de los ausentes, los que llegan tarde o no están en el momento clave; imagen de quienes han perdido la oportunidad.

Es, también, un recordatorio del Dios que busca a los desencaminados y desorientados, a los que no han podido llegar, cualquiera que sea la causa. Porque para Él, todos están invitados. «Mirad que convida el Señor a todos»… y «si no nos queremos hacer bobos y cegar el entendimiento, no hay que dudar». Así lo dirá Teresa.

Tomás no deseaba cegarse, todo lo contrario. De él, decía Julián Marías, que podría muy bien ser el patrón de los filósofos, porque su actitud intelectual es irreprochable: «Pide la evidencia, y cuando la halla, la acoge con total entusiasmo y adhesión». Y su entrañable profesión de fe, ¡Señor mío y Dios mío!, ha sostenido la oración de muchos creyentes.

Tomás vio de golpe. En un instante, la presencia de Jesús se iluminó para él. A veces es así: un instante abre los ojos; «pasa en un momento» –dice Teresa–. Otras, es un largo despertar, «se entiende despacio… cuando anda el tiempo, por los efectos». Pero al fin, se puede ver y reconocer que es Jesús mismo «el que da vida… y anima para vivir por Él».

No cabe esperar que Dios se muestre a todos del mismo modo o por un mismo camino y, menos aún, que la vida se defina de la misma manera. Aunque una larga tradición viva confirma que cuando hay un encuentro auténtico con Dios, se dan señales inequívocas.

Teresa dirá: «El temor de Dios también anda muy al descubierto, como el amor; no va disimulado aun en lo exterior». Ante el misterio, el corazón se inclina y adora –de eso habla el temor de Dios–, y el amor pide salir hacia todo lo que rodea. Como sucedió a los discípulos al reconocer a Jesús: con su Espíritu, salieron a compartir la Buena Noticia.

Volviendo a los amigos de Tomás, es fácil ver qué próximos estaban a él. De Juan, dice el evangelio, que «vio y creyó». Los apóstoles, que estaban asustados y encerrados, «al verle, se llenaron de alegría» y, solo entonces, reconocieron a Jesús vivo. Y, según Marcos, cuando María Magdalena dijo que Jesús «vivía y que le había visto, se negaron a creer».

Tomás no fue muy diferente de todos ellos, en verdad. Tampoco aquellos discípulos «entristecidos, torpes y cerrados», que no vieron hasta que Jesús les iluminó el corazón. Teresa dirá de ella misma que «hasta que el Señor la dio la luz», su alma estaba ciega.

La paz es el saludo con el que Jesús resucitado se acerca a Tomás. Antes de abrir los ojos de su corazón, le da la confianza necesaria y la seguridad interior. También la paz acompaña la visión del Resucitado relatada en el Apocalipsis: «No temas… yo soy el que vive».

Es la experiencia de Agar en el desierto de Berseba, donde el Compasivo «le abrió los ojos» para salvarse, y le dijo: «No temas». Y será la de Teresa en su encuentro con el Cristo vivo: «No hayas miedo, hija, que Yo soy y no te desampararé; no temas». Una y otra vez será a través de la paz y la confianza como ella verá al que le mira: «Mira mis llagas. No estás sin mí».

Con muchos otros creyentes a lo largo de la historia, Teresa ha podido decir: ¡Señor mío y Dios mío! ¿Cómo vieron? ¿Qué les sucedió? Es posible entender con todos ellos la última bienaventuranza de Jesús: «Dichosos los que creen sin haber visto», y acercarse al misterio para «ver», de una manera que «no se puede dudar el estar allí Dios vivo y verdadero».

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